*Acuarela del arquitecto Marcelo Seia.
Gálvez. Provincia de Sante Fe.
LA CULPA*
Medianoche. Han apagado las luces del vagón para que la gente
duerma.
Afuera un cielo estrellado. Una luna plena ilumina al interior del
vagón dibujando formas fantásticas con las sombras de los árboles que bordean
la vía.
El hombre lee a Saramago gracias a una débil luz individual.
Encuentra una frase que lo sacude: "La culpa es un lobo
que se come al hijo después de haber devorado al padre".
Recuerda a su padre, nacido en un hogar campesino en la Italia de 1923. En
aquel sueño que lo sacudió ya anciano: los lobos se comían a sus ovejas y él no
podía hacer nada para evitarlo. Así se despertó. De esa cara de espanto de su
padre el hombre no se olvida.
Piensa en su padre, en él, en sus hijos. En otros padres con sus
hijos. Todos acechados y finalmente devorados por la culpa. El espanto no lo
deja dormir.
En los sueños hay aullidos.
VIAJEROS…
*Textos de Eduardo Francisco Coiro.
Lo imborrable
Los golpes a lo karateca del Hermano Miguel Amador en la nuca de mi
padre. Mi padre que trastabilla haciendo unos pasos adelante pero enseguida
recupera el equilibrio y hasta sonríe. Luego me toca a mí. Le digo que me duele
el cuello, señalo tocándome en el lado izquierdo. Entonces la mano fuerte del
sanador apretando algo que sería un ganglio pero que dolió lo suficiente como
para dejarlo imborrable por toda la vida.
Mi madre y mi hermana estaban rezagadas en la larga fila que se
había formado para subir a la tarima de madera elevada donde Miguel Amador atendía usando la fuerza de sus manos con la fe que le
otorgaban quienes ya habían experimentado sus curaciones. Mamá
debe haber pensado que ni loca se dejaba apretar o golpear. Ella sólo
creía en médicos como su primo Aldo. Tomó de la mano a mi hermana y salió afuera de esa gran carpa donde el
sanador atendía. El afuera era un gran camping donde las familias se preparaban
para almorzar con asado. Era un día esplendido de primavera con el viento que
dispersaba rápido al cielo el humo de las parrillas.
Mi madre buscaba a su hermano Nicolás con Aintza, la mejor
compañera que le conocimos. Luego de dar vueltas y sin animarse a acercarse a
los bordes de la laguna por miedo a víboras o alimañas encontró a la mujer del
sanador, la misma que nos había recibido al lado de la tranquera. Ella daba
números para ordenar por turno la atención del Hermano Miguel Amador.
-Su hermano dejó dicho que vuelvan en tren. A ellos los están
remolcando hacia Pedernales.
El tío había hecho otra de las suyas que enfurecían a mi madre:
dejarnos en el medio del campo sin un retorno asegurado a casa.
Habría que decir que el viaje de ida fue inolvidable para los
chicos que fuimos.
La llegada del tío con su mujer en aquel Fiat 600 casi 0km.
Salíamos al paseo por el campo 4 grandes y dos chicos. El tío 1.90 de altura y
más de 100 kilos manejaba como si estuviese al comando del Studebaker que tuvo
que devolver por no poder pagar las cuotas. Pero no, ahora el tío manejaba su
flamante Fiat 600 que había pagado hasta el último peso.
Recién cuando ya estábamos bien lejos de casa explicó que el
destino del paseo era visitar a un sanador.
Mis padres aceptaron más por confianza en Aintza que en el loco
chiflado del tío.
El viaje fue de maravillas mientras fuimos por ruta asfaltada.
Cuando doblamos al camino de tierra el pequeño Fiat empezó a entrar y salir a
paso de hombre por pozos ó huellas de tractores. El tío nos tranquilizaba
"falta poco".
Faltaba poco cuando el 600 comenzó a humear. Quedó clavado sin señales de volver a
arrancar. Nos bajamos. Mi padre con el tío empezaron a empujar hacía donde se
suponía que estaba el campamento de Miguel Amador. Los chicos y las mujeres los seguíamos.
Cuando pasamos un riacho y la ruta hizo una curva vimos las
señales: chatas de gente de campo y autos estacionados. Una arboleda tupida.
Era allá.
El tío dijo: vayan ustedes mientras trato de arreglar el auto.
El resto de la historia la supimos días después. Aintza encontró a
un matrimonio de su pueblo que se iban en una camioneta igualita a la del
abuelo de Lassie. Los remolcaron hasta la chacra en Pedernales. El tío había
dejado dicho que busquemos una estación de tren a pocos kilómetros por el mismo
camino de tierra intransitable. Con la furia de mi madre en el aire, los cuatro
comenzamos a caminar. A poco de andar paró un chacarero que nos subió a la caja
de su camioneta. Nos bajó justo en la estación Juan Atucha. Nos despidió con
una frase alentadora: -Hoy es su día de suerte,
estará al caer el tren a La Plata.
El abandono del tío nos permitió a los chicos viajar por primera
vez en un tren de larga distancia. Aquella locomotora rodeada de humo como un
dragón sin alas tiraba al tren por medio del campo. Cada tanto una estación
rodeada de pocas casas detenía el asombro del viaje. Conocimos al vagón comedor
donde tomamos chocolatada Vascolet.
Mi Padre -quizás para consolar a mi madre- dijo que los golpes del
hermano Miguel Amador le habían curado el dolor en la nuca. Para no ser menos
asegure palpándome el cuello que la pelotita ya no estaba más.
PARE DE SUFRIR
La foto de los galpones sin techo, donde se guardaban locomotoras.
Fotografía de la remota época donde el humo, las neblinas y los tonos
de gris en las películas se llevaban de la mano.
Como su padre que lo llevaba de la mano con el cigarrillo colgando
de la boca, mientras se tomaba un descanso de su mundo de trabajo donde casi
todo era un “hacer” concreto.
Entonces el hombre volvió a ver otras fotos de su padre, el
cigarrillo colgante, esa fuerza de lucha que parecía imposible de doblegar aún
por el tiempo, ese gigante. En ese día que era el del cumpleaños de su padre
siguió pensando en esa época de la sociedad del humo, donde en las fábricas se
trabajaba. Donde el trabajo era tan visible como el hollín en la ropa de los
trabajadores. Usando esa vaga excusa para seguir con su mente apresada por la
feroz melancolía, el hombre se subió al tren con destino a José Ramón Sojo.
Sentía la vocación del paleontólogo que quiere reconstruir al dinosaurio a
partir de unos huesos enterrados. Quiso entonces imaginar al ferrocarril y
quizás al mundo de su padre y de muchos hombres como su padre, desde ese
edificio que en la foto son paredes sin techo, con cardos y pastos crecidos en
su interior donde antes descansaban las bestias negras de panza de fuego que
vio pasar en su infancia.
Como cualquier otro, el hombre teme a la frustración y más aún al
desencanto. Teme que ni siquiera eso exista, que la ceremonia inconsciente que
lo motiva ni siquiera pueda concretarse. Arrastra demasiados caminos
equivocados, y una edad en que la ilusión ya no lo lleva, como acaso antes
ocurrió, todos los días a deseos posibles.
Él sabe que los días de lluvia son sus días libres, para viajar o
para intentar alguna aventura como la de aquel día, visitar un galpón
abandonado en un lugar donde años antes de la vuelta del tren sólo había
campos, "población rural dispersa" según leyó en el último censo.
Al menos, aunque no lograse realizar su trabajo de resucitador de
pasados fabriles, si la tormenta no amainaba, el hombre esperaba al menos
encontrar un bar en la estación para hacer notas en su cuaderno de andanzas.
El tren y el viaje son un modo de suspender algo y entregarse al
azar del destino.
Hay cosas muy locas, piensa, mientras anota en su cuaderno la
pintada sobre la pared blanca que ve al bajar del tren con mirada de recién
llegado:
"No dejes que tu vida la maneje un robot:
Karel Čapek"
Decidió bajar del tren, a pesar de la decepción de hallar un andén
devastado por una vejez que no distorsionaba ni la cortina de lluvia de esa
tarde de abril. Con lentitud el hombre siguió caminando bajo la lluvia en un
sendero asediado por el barro y el pastizal.
“Estos tipos al menos podrían haber construido una vereda desde la
estación”, pensó, “o quizás es a propósito, no les interesa”
Pensó que si hubiera sabido que estaría caminando bajo la lluvia,
solo, en un sendero donde iba embarrando los zapatos, si lo hubiese sabido de
antemano, quizás hubiera seguido arriba del tren hasta un pueblo amable, que al
menos tuviera un bar para tomar un café protegido de la lluvia, y donde pudiese
intentar escribir algún título (al hombre sólo le salen títulos, los escritos nunca
los logra)
Al final del sendero hay una edificación. Hay un portal de entrada
con grandes carteles, y una garita donde una especie de portero o vigilante le
hace señas de que pase, que vaya hacia el interior, que las visitas son
bienvenidas.
Ojalá fuera un museo ferroviario, se dice el hombre, pero es un
templo de alguna forma de esas modernas religiones que intentan reemplazar a
las antiguas.
Hay una consigna que se lee a poco de entrar, en un cartel que se
prende y apaga en múltiples lucecitas de colores como las de los bingos:
"NUESTRO DIOS NO CASTIGA, SÓLO LIBERA"
Y más abajo, en letras luminosas algo más pequeñas: "Todos son
bienvenidos"
En la gran nave silenciosa
ve un pastor electrónico parado detrás de un atril, con un dispositivo
para comenzar en el momento justo en que ingresen fieles. El buen robot de
aspecto humanoide comenzó a darle palabras de bienvenida al percibir su
presencia. El hombre no quiso oírlo y se hubiese ido en ese momento, si no
fuera por la curiosidad de observar que hay filas de bancos provistos con
anteojos de realidad virtual para cada fiel que se siente allí. Frente a la
línea de bancos también se despliegan tableros verticales con botones que dan
opciones para elegir diferentes tipos de sermón del robot pastor:
La misión universal del señor.
Sanación angelical.
Oraciones a los 7 arcángeles.
(Y otros a los que el hombre elige negarles el acento de una
mirada)
En un lateral, por encima de ornamentos e imágenes sagradas hay un
cartel que advierte: absolutamente prohibido fumar en el interior del templo.
Ahora si siente, sin tener claro un por qué, cómo se derrumba en su interior la edad del
humo. Siente de súbito cómo caen las chimeneas, desaparece el hollín, se
precipita el cigarrillo colgado de la comisura de la boca de su padre mientras
no para de trabajar. Es el fin de este lugar que nunca más tendrá vaporeras. El
símbolo que anuncia la muerte de la época en que el hombre nació y creció.
**
Lo único humano era el portero de la entrada grande que saludaba en
su garita, y ese hombre está tan solo, que por hablar un poco y sin que le
pregunte, dice que un pastor emprendedor
construyó el templo con dinero llegado desde otro país. Los fieles vienen de
todas partes y a cualquier hora, pero
hay horarios de reuniones que usted puede ver en la tablet. El portero despliega en su ordenador portátil
la grilla de horarios y descripción de eventos, entre los que el hombre puede
leer:
-Reunión de casos imposibles: Todos los sábados a las 18 horas.
Ahora el hombre puede levantar la mirada. Terminar de aceptar lo
que leyó en el gran cartel del pórtico de entrada a la nave del antiguo galpón
de locomotoras devenido en iglesia robótica: "Pare de sufrir en José Ramón
Sojo"
HOMENAJE A PICHON
Al Doctor Enrique no le gustaban mis monólogos existenciales. Por
momentos parecía perder la paciencia: “Te atiendo porque sos un
nieto de polacos pero no me digas más boludeces...” de tanto en
tanto remataba su enojo con algo sacado de un manual de frases hechas "hacete cargo de tu vida".
Yo era el segundo paciente de la jornada. El primero -Marcelo-
subía con el doctor en Puente Alsina. En la estación Libertad bajaba Marcelo y
subía yo. A veces intercambiábamos breves comentarios como forma de saludo.
Marcelo era un tipo con ojitos chiquitos hundidos en el miedo. Una
vez me preguntó: ¿Cuál es tu tema?
-La reparación... Dije sin pensar, como me salió.
¿Y el tuyo? -Pregunté
-El acompañamiento… -Respondió mientras se perdía entre la gente que
estaba en el andén.
Mi sesión duraba hasta Enrique Fynn. Eran 45 minutos.
En Fynn me bajaba y no subía ningún paciente.
Aprovechaba el resto del día para ir a visitar la chacra de mi tío
Slawek que vivía entre patos y gallinas pero se consideraba un inventor.
Para mi el doctor era un loco chiflado pero socialmente era
considerado como una eminencia a la que le estaban permitidas esas
excentricidades como atender arriba de un tren.
A mi me ganó como paciente aquel día en el que le conté que quería
escribir una novela a partir del tío chacarero e inventor aficionado. Su
obsesión era diseñar todos los aparatos imaginables a cuerda, con mecanismos y
engranajes parecidos a los de relojería para evitar usar electricidad.
"Cuando la electricidad no pueda pagarse se van a acordar de mis
inventos" Se justificaba el tío.
Sin mediar palabra, Enrique fue caminando como un robot o más bien
como una marioneta por el pasillo del vagón. Cuando se volvió a sentar frente a
mí dijo: "No te olvides de incluir un psiquiatra a
cuerda"
Aquella risa compartida me convirtió en paciente feliz y en alguien
con quien se permitió hablar de él mismo.
A los 17 años -recién ingresado a la carrera de medicina- trabajó
en el prostíbulo de una famosa Madame.
-Eran chicas polacas bellísimas -dice con sus ojos tirando chispas-
Enrique les enseñaba francés. Ellas le enseñaban a amar. Años después declaró
en un reportaje que fue "instructor de modales en un quilombo”. Allí
conoció a Agnieszka,
que más que bella era aquella ternura que no se olvida, que se acrecienta cada
día más y más”. Era como un hada adivina que predijo su futuro de especialista
reconocido. Del lupanar se fue cuando contrajo una neumonía.
“La locura es como la muerte pero reversible” Esa idea lo sacó de la medicina. Lo
llevo a psiquiatría.
En un anotador tenía los horarios del Midland e intercalados cuales
eran los pacientes que atendía. Ahí supe que el doctor atendía 9 pacientes en
cada viaje y que su jornada terminaba en Carhué. Cada tanto, como para no
olvidarlo repetía en imprenta “quien se entrega a la
tristeza, renuncia a la plenitud de la vida”.
Guarde ese anotador donde además de frases figuraban sus días de
atención de pacientes en aquel tren con el detalle de estaciones en las que subían.
Cuanto tiempo duraba la atención. Enrique sabía que los horarios del Midland
eran de una puntualidad inglesa por eso podía confiar la duración de las
sesiones al tiempo estipulado de viaje entre una estación y otra.
En Carhué tenía una amante pelirroja que había sido primero su
paciente con la cual cenaba y compartía lecho en el hotel.
Una vez, cuando estaba por bajar en Enrique Fynn me tomó del brazo
antes de que me vaya para dejar al aire un deseo:
-Cuidame al pueblo de mi otro yo. Cuando me retire voy a comprar
allí un campito. Quiero vivir tranquilo. Estoy bastante cansado de la gente...
“Seré domador de caballos”.
El Reynoso
El arquitecto es un hombre viejo. Ha dirigido muchas obras. Ha
visto desfilar delante de su mirada a verdaderos personajes entre los albañiles
y gremios que trabajaban en sus obras.
Mira el recorrido del ferrocarril Provincial, buscando el principio
del hilo del cual tira la memoria para recuperar lo remoto. Se detiene en la
Estación Emiliano Reynoso.
“El Reynoso”. Reynoso era el
apellido del peón que se convirtió en una leyenda que circuló por años en las
obras. Cada tanto cuando le tocaba compartir un almuerzo con los obreros,
alguien contaba la historia, modificada con el suspenso que le imprimen los
Cuentacuentos a sus narraciones.
Los albañiles son excelentes narradores de historias propias y
ajenas.
“Fuimos un pueblo alegre” –se dice sin profundizar.
Aquella obra era una casa de campo que quedaba en el medio del
campo y no era una metáfora. El campito quedaba a un par de kilómetros de la
ruta y a unos 300 metros del apeadero del ferrocarril, se llegaba por una
huella que se hacía intransitable con una lluvia copiosa. Unas pocas casas
perdidas. Un solo vecino con el que se compartía el alambrado y una línea de
eucaliptos altos a los fondos.
Para comprar cigarrillos o comida había que ir hasta la ruta. Un
solo corralón de materiales “El cóndor” atendido por hermanos del apellido
inolvidable, los “Cucurulo”.
Costó encontrar un equipo de albañiles que estuvieran dispuestos a
viajar horas en tren para llegar hasta el fin del mundo.
Los albañiles trajeron al Reynoso, un correntino fuerte que además
de peonar en la jornada laboral acepto quedarse como sereno en el medio de la
nada.
Armamos un obrador con chapas bastante grande, una
parte se dividió para que sea el dormitorio del Reynoso. Además del catre, ropa
y unas pocas cosas el hombre había traído un pequeño altar caserito del
gauchito Gil
El Reynoso hacía las compras para el asado. Llevaba
los pedidos de materiales al corralón donde teníamos cuenta corriente. En esa
época no existían los teléfonos celulares. Un día, Reynoso avisó que le
regalaron una mascota.
-Le puse “Tingui”
dijo. Del gato de Reynoso nos olvidamos enseguida, al hombre se lo vio comprar
botellas de leche, juntar los huesos del asado o comprar hueso con carne para
el animalito. La mascota se quedaba dentro de un sector bien alambrado pero
agreste que ni siquiera fue desmalezado. La única entrada era la puerta del
fondo del obrador – casa del sereno
Esa zona del campito en la que no trabajábamos era
de unas tres hectáreas. El proyecto contemplaba más adelante construir allí una
amplia pileta de natación, un quincho, parquizar.
En esa mañana de enero había un calor demencial.
Era una visita de rutina a una obra que ya estaba en etapa de terminación,
estaban los pintores, los albañiles y el Reynoso que recién había vuelto de
comprar las provisiones para el mediodía en los comercios de la ruta.
Fue todo muy rápido, como suele ser con los hechos
que marcan la memoria para siempre. Escuchamos tiros. Algunos nos silbaron por
encima de nuestras cabezas. Uno de los pintores se tiro de la escalera al piso.
Se escucho un lamento de animal grande, un ronquido doloroso que venia desde el
pastizal. Luego escuchamos el grito que pretendía emular al del Tarzán de
Johnny Weissmüller. Ahí ubicamos al tipo trepado al eucalipto blandiendo una
carabina con gesto triunfal. No habíamos salido de la sorpresa cuando vimos al
Reynoso trepar como un gato al árbol. Sujetó al hombre, lo bajo a los golpes.
Desde el piso con el Reynoso golpeándolo ese hombre ya no gritaba como Tarzán
sino que pedía auxilio, perdón, piedad…
Los albañiles salieron disparados, cruzaron el
alambrado, lograron sacarle al Reynoso el cuchillo antes que lo sacara del
cinto, creo que lo iba a degollar como a un cordero
Fue por esto que supimos que ese vecino era
cazador. El mismo cuatrero furtivo que asolaba varios campos de Saladillo. La
noticia podría haber salido en los diarios pero no fue así: el dueño del campo
que construía su casa era un empresario exportador de lana que compró un
acuerdo de silencio: nadie diría ni una palabra, no habría denuncias
policiales. Supe que el acuerdo incluía comprarle su chacra a un precio
increíble con tal de no tener a un delincuente chiflado cerca. Reynoso iría a
una obra que teníamos en Barracas.
A la mascota la enterramos en los fondos del
terreno. Reynoso que era un hombre grande lloraba como un niño. Se había puesto
las mejores ropas y tenia un pañuelo colorado anudado al cuello. Le habían
matado a la única compañía que había tenido durante casi dos años en la soledad
de ese paraje perdido en la pampa. Ahí nos enteramos de una habilidad de su
mascota: como un perrito amaestrado traía en su boca una piedra que colocaba
sobre su alpargata, El Reynoso daba la patada con fuerza, Tingui atrapaba la
piedra en el aire ó la buscaba entre los pastos hasta traerla de vuelta a los
pies del hombre.
20 años después en una obra ubicada en el barrio de Núñez. Cuando
todavía existía el asado. En una sobremesa, el capataz santiagueño volvió a
contar la historia del Reynoso. Esta versión era más simple que aquellos hechos
ocurridos en su obra. El vecino -un ladrón drogadicto- había ahorcado al gato.
El Reynoso trenzado en lucha lo había degollado sin piedad.
No dijo nada. Se limitó a escuchar.
Lo del tigre de Bengala jamás lo hubieran creído.
LLEGAR AL FUTURO
El tío abuelo de Kalman bajó de "El pampeano" en
Polvaredas a las 0.35 de un viernes. Al día siguiente era su cumpleaños número
58.
Unos minutos antes el tren había salido de la estación Atucha. El
tío no podía conciliar el sueño. Miraba por la ventanilla ese cielo tremendo
tan diáfanamente estrellado. Tan derramado en estrellas sobre un campo que se
parecía al infinito.
El tío tenía como objetivo ver loteos pasando la estación 9 de
julio. Había sacado pasaje hasta Mirapampa pero pensaba bajarse donde viera
anuncios de lotes en venta. Como en un parpadeo se borró la continuidad del
paisaje de cielo a campo que venía admirando. Cuando abrió la ventanilla
recibió el golpe de una densa nube de polvo en el rostro. Era polvo con brillos
-como de luciérnagas- que se encendían y apagaban velozmente. Quizás era polvo
de estrellas que impactaban en una velocidad incalculable en relación a la
marcha del tren.
El tío se atemorizó. Cerró la ventanilla. Pensó que quedaría ciego
pero tras unos instantes su vista se volvió normal. Afuera la nube oscura con brillos
siguió unos instantes más, y de nuevo la
noche estrellada, ni rastros de esa polvareda. Fuese lo que fuese lo que había
rodeado al tren había desaparecido.
Miró al interior del vagón, vio pasajeros que dormían u otros que
no habían notado nada anormal en ese transcurrir del tren.
Algo que no supo explicar bien le dijo que tenía que salir de ese
tren lo antes posible. En la primera estación en que se detuvo el tren tomó su
pequeña valija y bajó. Casi al pie de los peldaños vio dos hombres que se aprestaban
a subir. "No suban. Este tren esta maldito" les dijo con ojos
seguramente desorbitados por el miedo.
No sabe si les hablo en un español que no manejaba bien o en su
lengua madre polaca.
La cuestión es que los tipos lo miraron como si fuese un borracho
trasnochado y subieron por los mismos peldaños que el tío había pisado segundos
antes para sentir la solidez del andén.
El asombro del tío siguió cuando al verse en el espejo de la sala
de espera vio su cabellera tiznada de polvillo. Se sacudió pero al quitar la
polvareda descubrió sus pelos poblados por canas que no tenía al subir en La
Plata.
Lo asombroso -según Kalman- es la flexibilidad demencial con la
cual su tío abuelo se adapto a una situación totalmente impensable.
Se quedo un tiempo en Polvaredas, busco trabajo en un campo
cercano. Decidió no decir ni palabra de lo ocurrido en ese tren.
Más o menos dos años después de bajar en Polvaredas el tío
reencontró a su hermana menor con marido e hijos recién instalados en la
Argentina. Hartos de guerras y miserias humanas arribaron a Ensenada, última
referencia que tenían por una antigua carta donde el tío les dejaba un
domicilio. No esperaban encontrarlo con vida. A ese tío abuelo además de
llegarle familia le llovieron lágrimas, abrazos y reproches.
Las lágrimas se secaron con el paso de los meses, los abrazos se
aflojaron por costumbre, pero los reproches de su hermana siguieron y hasta se
hicieron encarnizados. El tío escuchaba todo sin enojarse ni justificarse.
-¿Por qué no contestaste las cartas? -Papá y mamá murieron sin
tener noticia tuya, pensaron que habías muerto o lo que es peor que no te
interesaba saber nada de tu familia.
Un día, quizás cansado de visitar a su hermana en la casita de
Ensenada para recibir ese clima tenso de reproche hasta en los silencios. De no
poder ni sostenerle la mirada. El tío abuelo de Kalman habló. Llevó una
valijita de cuero rígido - la misma con la que había subido al tren aquella
noche en la terminal de La Plata y la abrió.
Primero puso sobre la mesa un pasaje de tren: que decía La Plata -
Mirapampa fechado claramente el 24 de septiembre de 1917.
Ese día fue un Lunes -se extendió en un detalle al que nadie le dio
importancia-
Luego puso un ejemplar del diario La Nación sobre la mesa con la
misma fecha.
-¡Que me querés decir, -le dijo su hermana con una mirada que pasó
a echar chispas de indignación- que desde que subiste a ese tren decidiste
olvidarnos. No contestar cartas o irte a vivir a otro planeta...!
-Estuve viajando adentro de ese tren 30 años. Seguí con mi vida
como pude o mejor aún -aclaró-: agradecido de no seguir allí adentro vaya a
saber por cuantos siglos más. No le creyeron. Era como decirles que las hojas
alguna vez fueron plumas. Que lo trataran como un mentiroso absurdo generó una
pelea familiar que duro un tiempo.
Muchos años después Kalman recibió de manos de su tío las únicas
pruebas de no haber faltado a la verdad aquel día con su familia. El pasaje del
tren y ese diario donde se leía entre las noticias destacadas que el ministro
de defensa Elpidio González solicitaba el estado de excepción para enfrentar la
huelga ferroviaria de 1917.
La madre de Kalman, sobrina menor del tío, siempre le creyó. El
misterio de los 30 años fue algo que Kalman reconoció como fuente iniciática de
dos vocaciones: tanto de investigador científico como de escritor vocacional.
Si hubiese sido una verdad comprobable
la experiencia del tío merecía un libro similar al de "Física de lo
imposible". Si era una mentira urdida para encubrir su desamor o el
desapego a su gente era un portal a literatura pura.
En sus indagaciones Kalman encontró unos pocos elementos a favor de
la historia tal como la relataba el tío: No había ningún rastro de su
permanencia en esas tres décadas previas a establecerse en Polvaredas, de 1917
a 1947 no había nada de nada. A pesar de estar encanecido era inusualmente
joven por tener los años que tenía. Los que lo conocieron en esa época
posterior a su viaje en tren no le daban no mucho más de 30 y pico de años.
De tanto ir a visitar a su hermana conoció a una muchacha llamada
Haydee y se casó. Se los veía felices, se prodigaban en arrumacos con palabras
de amor. Después unos meses surgió algo que el tío se había esmerado por negar:
había una secuela o una rareza más atribuible a su viaje en el tren. La mujer
le decía cariñosamente "mi bichito de luz". En confianza le dijo a su cuñada que en la
intimidad de la noche, cuando se excitaba el tío se encendía como una
luciérnaga.
Ya ostensiblemente viejo, hablaba mucho de su infancia en aquel pueblo
de Europa central del cual partió antes de llegar a la edad necesaria para ser
convocado al servicio militar. Su padre era carpintero pero quería un futuro
militar en la familia. Más aun siendo el hijo mayor. Una vez, caminando con su
padre por el bosque mientras iban a elegir un roble para hacerlo madera de
mueble. Su padre lo obligo a marchar delante de él como lo hacen los soldados.
El tío era apenas un muchacho de 14 años que intentó cumplir pero de mala gana.
Esa falta de vocación enfureció a su padre que comenzó a patearle los talones
cuando no marchaba correctamente llevando la punta del pie bien alto. Así. A
pataditas correctoras tuvo que marchar hasta retornar a las afueras del pueblo
donde seguramente por vergüenza su padre suspendió la instrucción de marcha
para su futuro militar al servicio del imperio.
Desde aquella tarde detestó para siempre a su padre, a los
militares, al imperio austrohúngaro. Ese día empezó a gestarse su idea de irse
bien lejos donde no hubiera ni imperio ni guerras ni un padre que esperara
tener un buen hijo militar en la familia. Así fue. Dos años antes del comienzo
de la primera gran guerra dejó una nota "me voy, ya escribiré cuando este
establecido"
Según parece trabajo embarcado hasta que llegó a Argentina.
***
Kalman siguió pensando en lo sucedido con su tío abuelo hasta que
él mismo cumplió sus 58 años. Ese día se dijo que ya era el momento para
aceptar lo inexplicable en esta historia de su tío.
Era muy pobre como explicación decir que había sucedido una anomalía
en el espacio-tiempo. Que su tío abuelo había sido un testigo privilegiado cuya
mayor maravilla era haber desplegado una enorme fuerza psíquica para adaptarse,
como el mismo decía a "esa gran patada al futuro" que había recibido.
En esos 30 años en el tren evitó enterarse del final de la primera
guerra. De la guerra civil española. De la segunda gran guerra. De tremendas e
increíbles matanzas. El siglo XX se desplegaba en horrores. Su pueblo natal fue
devastado. Hijos y nietos de sus vecinos fueron enviados a campos de exterminio
por los nazis.
De última, cuanta gente que vivió realmente día por día todos esos
años que el tío abuelo pasó por alto adentro de un tren dirán si les preguntan
que todo paso muy rápido. Que 30 años de
vida fueron parpadeos. Unos pocos
suspiros. Kalman mismo sintió eso al cumplir sus 58 años cuando decidió
abandonar las investigaciones teóricas que había intentado construir obstinada
e inútilmente por años. Hasta una vez -ridículamente- llevó un diente de su tío
a un científico colega para hacer una prueba con isótopos de estroncio y así
rastrear las geografías por donde transcurrió la vida del tío en esas décadas
adentro del limbo.
Le quedó una imagen grabada por otras tantas que irán al
olvido. Era fin de año. Cuando todos
estuvieron de acuerdo con el reloj en que indudablemente comenzaba un año
nuevo. El tío -que ya era un ancianito sin dientes- levantó la copa de
sidra y mientras la hacia chocar en el
aire con otras copas pidió con su voz por encima de otras voces:
“paz y felicidad para el mundo”.
EL ORIGEN
La memoria de los ausentes es un tren de carga que
pasa por las afueras fundido en noche profunda con sueños o pesadillas.
La imagen más antigua que recuerdo de Esteban a veces se confunde con
la última e irreversible.
Estábamos en el patio de la escuela industrial sentados sobre el
banco de madera que se armaba en el taller de carpintería. Esteban sobre su
banco que tenía el número 42 le daba cuerda al reloj Tressa que su abuelo le
había regalado en vida. Por alguna cuestión que nunca quedo del todo
esclarecida Esteban tenía desdibujados a sus padres. Especialmente a su padre
que no existía en su hablar cotidiano. Él hablaba de sus abuelos que vivían en
el campo, en un lugar que imaginábamos lejano al nombraba "viven en su
chacra allá en Km.". Mucho después supimos que se refería a Km 55 que para
el ferrocarril era un modesto apeadero que utilizaban unos pocos vecinos del
lugar.
Fue Kalman, siempre curioso, el que preguntó a Esteban por el origen
de su nombre.
-Por mi abuelo materno "Stephen Randall Burkett" dijo con
el gesto corporal de orgullo como si hablará de un prócer.
Y era tal cual, para Esteban su abuelo era un héroe de los tantos
que vinieron al país a trabajar. "y sudar la camiseta" Trabajaba en
los talleres Libertad del antiguo Midland. Se jubiló unos meses antes que la
dictadura de Onganía cerrara los talleres y fuese esto el principio del fin del
tren.
La historia que le fluía a Esteban contarnos era más remota. Su
abuelo había nacido en una zona rural de Inglaterra cercana a Escocia. El
abuelo se consideraba Escosés aunque los mapas que Esteban dibujaba en el aire
confirmaban que el pueblo más cercano Kirkby Stephen
quedaba en Inglaterra.
-Seguro que lo llamaron a tu abuelo "Stephen" por el
nombre del pueblo dijimos en coro.
Aquel pueblo de Kirkby Stephen
tenía tren. Él lo usaba para ir a estudiar a una escuela técnica especializada
en máquinas ferroviarias. Su abuelo Stephen llegó al país en 1938 para la adaptación de los trenes Birmingham que eran
una maravilla tecnológica para aquella época.
El abuelo era un técnico especializado de los talleres de Libertad
pero iba y venia con un impecable traje negro. Así como en uno de esos azares
mágicos e increíbles Esteban nos regaló como se conocieron sus abuelos. Su
abuela Ligia nacida en un pueblo de Alessandria era corta de vista y tan
despistada que se sentó sobre el abuelo Stephen con su traje negro como si
fuese un asiento libre. Imaginar esa situación y un después inmediato entre el
escoses y la italiana que hablaban solamente sus propios idiomas era digno de
película romántica en blanco y negro.
Esteban fue testigo de un ritual que tenían. Cuando levantaban la voz
en alguna discusión. Al rato -para acercar la intransigencia- la abuela Ligia
se levantaba de la mesa, la bordeaba y se iba a sentar sobre las piernas de
Stephen. "Para que no olvides como empezamos"
decía ella con un tono dulce de voz.
-Al menos ahora no te levantas como un resorte a
los gritos. -decía él.
(Y se reían como dos niños)
LA VACA Y EL TÍO
Eran los años 40. El tío abuelo Juan trabajaba en La Vascongada visitando tambos
por la zona de los partidos de Chivilcoy y Suipacha que enviaban leche para la
usina láctea. No era vasco sino italiano, pero usó boina vasca en la inmensa
pequeñez de cada recuerdo.
El tío abuelo al que su mujer le decía "Joani"
con una dulzura inigualable en su voz era un hombre de más de 30 años. Un tipo honesto
para el cual la palabra valía más que cualquier papel firmado.
Entre sus tamberos amigos estaba Aitor.
El vasco Aitor quería que el tío dejara de ser un empleado o que
además fuese tambero. En una de esas visitas donde el tío abuelo verificaba
condiciones observables del tambo. Aitor que ya era un amigo entrañable
consiguió que Juan aceptara un regalo al que le presento de un modo
inolvidable:
-Se llama Aurora. Es una maravilla que puede darte mucha felicidad.
La vaca era una de las mejores que tenía en su plantel.
Entre ellos sabían que el tío Juan no cambiaría su firmeza de
inspector ni dejarían de ser amigos que dejaron sus pueblos para vivir en la
tierra de promesas que era la Argentina entonces.
El tío Juan había comprado o arrendado un campo en las cercanías de
Rosario.
Aitor lo quería convencer que pusiera un tambo. Él lo podría ayudar
con su experiencia. El primer gesto fue regalarle a "Aurora".
En aquella época los trenes llevaban granos, animales, encomiendas,
también pasajeros con sus equipajes pues eran trenes mixtos.
El tambo de Aitor quedaba entre San Sebastian y Almeyra. San
Sebastian era una estación importante de la cual salían como cabecera trenes
directos para Puente Alsina.
El primer tramo del viaje era breve. En poco más de dos horas la vaca estaría en la estación Plomer. La
vaca no podía viajar sola, alguien debía bajarla en Plomer y ahí esperar horas
hasta que llegue el tren de la Compañía General
Buenos Aires hacia Rosario.
Allí fue cuando Joani le encargo la tarea a su sobrino Nicolás que
ya antes de los 15 años trabajaba en lo
que podía. Era un trabajo sencillo pero tenía una carga de responsabilidad.
Debía partir de Puente Alsina, viajar hasta San Sebastian, Encontrarse con
Aitor que le daría de almorzar y lo haría recorrer el tambo para hacer tiempo a
la llegada del tren mixto horas más tarde. Subir a Aurora en el vagón de
hacienda. Bajarla en Plomer. Volver a subirla en un tren del Compañía General.
Cuidar que la vaca llegue bien a la terminal donde la esperaría un tal Rosendo
Núñez con un peón para llevarla al
campito del tío Juan. Todo este paseo duraría tres días entre idas y
vuelta.
El tío Nicolás estaba maravillado por la idea, acepto sin preguntar
cuanto le pagarían además del pasaje y las comidas. Es posible que fuese su
primer viaje largo en tren. Todavía usaba habitualmente pantalones cortos así
que Dominga -su madre- tuvo que conseguirle unos que el abuelo no usaba más y
llevarlos a doña Julia una vecina pantalonera para que los ajustara a las
medidas de Nicolás que ya tenía su metro noventa de altura.
Tenía un pasaje para viajar en
vagones con asientos de madera con la obligación de bajar en cada
estación y fijarse como estaba Aurora en el vagón del ganado.
El tío había empezado a conversar con una chica algunos años mayor
que él mientras esperaba en Plomer. Se llamaba Manuela. Se acerco como otras
personas ante la imagen pintoresca de un jovencito tan alto parado en el anden
llevando atada a una vaca. Una hermosa vaca lechera que llevaba colgada del
cuello su nombre "Aurora" en un cartel enorme.
Fueron muchas estaciones. El tío bajaba en cada una. Iba a ver como
estaba Aurora, luego corría al silbato del guarda para subir y seguir
conversando con Manuela.
(….)
El tío Nicolás tenía 88 años
cuando relató la historia hasta este punto.
Suspiró. Entró en una especie de limbo que duró largos minutos
hasta que volvió a hablar con un tono de repentina tristeza:
Entonces fue cuando le pregunté:
-¿Cómo siguió la historia de la vaca?
-De eso ya no me acuerdo.
-Te llamé para que vengas urgente porque anoche soñé con el tío
Joani.
-Tengo miedo. -El tío estaba
pálido-
-Juan Me hablaba.
-¿que te decía?
-Querido Nicolás. ¿Donde dejaste la vaca?
María Lucila
"Cubre la memoria de tu cara con la máscara de
la que serás y asusta a la niña que fuiste"
Alejandra Pizarnik. -Caminos del espejo-
El hombre con el que me encuentro en el bar se llama Emilio, sabe de
mi interés por escribir. Dice que va a contarme de su historia personal que
tiene relación con una antigua estación de trenes. Le aviso que no logro
escribir razonablemente bien y que más aún, mi escritura empeora con el tiempo.
-No importa, vengo a contarle esto porque necesito que alguien lo
escriba. -me dice con tono de suplica.
-A mí me duele tanto el pasado que necesito contarlo a quien tenga
un rato para escuchar.
En la estación María Lucila trabajaba su abuelo. Su madre nació
allí. La llamaron María Lucila para homenajear a la estación que además de
darle trabajo a su abuelo era su vivienda.
Pasó en el pequeño pueblo sus primeros años, luego de la
nacionalización, al abuelo lo trasladaron un par de veces de estación hasta que
se jubiló.
Lo cierto es que su madre pasó su adolescencia y juventud radicada
en Avellaneda.
Se hizo amiga de la Alejandra Pizarnik, cuando era una chiquilina
tímida y tartamuda. Y al menos una vez se fueron en tren a conocer al pueblo
que lleva el nombre de mi madre.
El hombre me muestra una foto con dos jóvenes que posan para la
cámara haciendo equilibrio sobre el riel, más allá se observa una estación
típica del Midland pero es posible ver el lugar donde se colocaba el cartel con
el nombre. Atrás de la foto puede leerse "con florita Pizarnik, María
Lucila, enero del '53.
Mamá era una mujer hermosa -dice el hombre. Igualita a las chicas
que dibujaba Divito.
Por alguna cuestión que desconozco lo único perenne en ella, lo que
había echado raíces profundas era la angustia. Su verdad era una cuna de
angustias de la que nadie había logrado sacarla.
(....)
Se equivocaron ella y mi padre en casarse. Mi padre era psiquiatra
y mi madre su paciente, se enamoraron o se tuvieron lástima -vaya uno a saber-
, o quisieron dar vuelta la historia de cada cual que los había llevado en ese
punto de encuentro o desencuentro.
Usted sabe que todo, absolutamente todo en el universo se acerca o
se aleja, pero nosotros nos ingeniamos para negar esas percepciones incomodas.
Creo que mi padre pensó que la iba a cambiar, no hay héroe más
fallido que el que quiere cambiar una persona.
Llego a decírmelo una vez: -lo que no se da espontáneamente bien
entre una mujer y un hombre no se lograra jamás. Nadie puede cambiar al otro
-ni a sí mismo, según parece.
La angustia de mi madre le impedía conectarse plenamente con los
otros, estar presente y atravesar los acontecimientos que te van marcando en la
vida.
Se fue cuando mi hermano tenía 5 y yo 3 años. Dejo una carta.
Mi padre después de leerla ni intento buscarla, entro en un
profundo silencio que le duro meses.
Un día nos presento a su nueva mujer: Ella es Natalia, vivirá con
nosotros -nos dijo.
Natalia nos crío y malcrío lo mejor que pudo.
Mi hermano creció, estudio ingeniería electrónica y se fue a vivir
a Estados Unidos. Vive en Nueva Orleans, tiene mujer e hijos americanos. Un
auto y vacaciones.
Mi padre tenia 70 años cuando falleció, era 8 años mayor que mi
madre. Yo no había cumplido los 21.
Antes de enfermar, me invito a charlar en un bar. Sin que se lo
pidiera me dejo su consejo: -A los 20 años un joven debe elegir si en su vida
será un hombre o un marido. Te
recomiendo que seas un hombre...
Creo que le he fallado, no logre ni ser un marido eficiente ni un
hombre en el sentido que creo que le daba a esa palabra mi padre con un tono
cercano a lo sagrado.
*
De mi madre, quedaron casi todas las preguntas sin respuesta.
Nunca sabré si volvió a ver a su amiga Alejandra "la
florita" como la llamaban los abuelos.
Hay un abismo de treinta años de silencio.
La tía Eugenia -hermana menor de mi madre- logró encontrarla unos
meses antes de su muerte.
Tuvo una corazonada y la siguió. Volvió a María Lucila 20 años
después de que cerraron el ramal los militares y se llevaron las vías. Y allí
estaba mamá viviendo en la estación. Sin luz eléctrica, sin vecinos cercanos.
Salvo una escuela pública ubicada enfrente de la estación no había nadie a Km.
Allí vivía mi madre. Envejecida prematuramente. Sacando agua con
una bomba manual, cultivando vegetales en unos pocos metros de quinta. Rodeada
de pájaros -tenia muchos en jaulas- y otros que venían a visitarla a los que
agasajaba regando la tierra con alpiste, o mijo o arroz según lo que tuviera.
No sabía nada del mundo, ni siquiera quien era el presidente de
turno, no tenia radio ni televisión.
¿Sabe cual era una de sus costumbres? Sentarse con una silla a la
hora de salida de la escuela y ver el rostro de los niños. Estudiarlos con
detenimiento y luego verlos alejarse por el camino de tierra hasta que eran
manchas blancas.
(....)
Sabía del suicidio de Alejandra, le dolía como si hubiera pasado
apenas unos días atrás:
"Pobre Florita, repetía. Tan lúcida y tan frágil. Pobres todas
las personas sensibles del mundo porque no tienen cabida". Eso es lo que
me dijo mucho después la tía, a la que hizo jurar que no le diría a nadie donde
estaba y como vivía.
Esto es lo que la tía Eugenia rescato: unas fotos, unos libros de
Pizarnik con anotaciones de mi madre. El hombre vuelve a abrir el libro que
heredó de su madre y lee otra frase de Alejandra marcada con birome azul:
"Como una niña de tiza rosada en un muro muy
viejo súbitamente borrada por la lluvia"
Así me siento, así me sentí siempre, -escribe al costado su madre- y
espero que quienes esperaban algo distinto de mí puedan perdonar esta soledad
en la que he hundido mis días.
Emilio derramó lágrimas. Arrugó con rabia una servilleta de papel
después de secarse para evitar que sus lágrimas de sal caigan sobre el pocillo de
café.
Al rato nos despedimos con un abrazo.
Mientras caminaba por la avenida me di cuenta que ninguna historia
de las que he intentado contar son de vidas felices.
Rieles de letras
-Al bisabuelo. “El viejo Zucca”
-
La vaporera se detiene.
Faltan –a la vista de quien baje a verlo con sus propios ojos- las
vías y los durmientes. El maquinista con las antiparras levantadas. El rostro
tiznado de hollín.
El guarda lleva su impecable
chaqueta color beige, la gorra con visera. Habla con el capataz de obra.
-Dice que sigamos, que él va a poner vías imposibles de remover.
El maquinista se conmueve, esta aturdido por lo que escucha:
-Dice Don Nicolás que no tengamos miedo, que sigamos sin temer un
descarrilamiento, que el pondrá rieles de letras, durmientes de palabras que
echarán raíces de acero en los terraplenes. Que hará balasto con vocales duras
como piedras.
El maquinista y el guarda se cruzan una breve sonrisa, aceptan la
irrealidad absoluta de la situación, van a seguir como debe seguir la vida
misma.
El hombre vuelve a subir pero esta vez en un primer vagón desierto
de pasajeros. Se sienta, se promete quedarse allí hasta llegar a la estación
destino.
Del afuera solo puede ver nubes de vapor que se disipan contra el
celeste cielo donde un sol tibio anuncia primaveras.
Un grupo de golondrinas tempranas planea como descansando en el
aire.
**
-Eduardo Francisco Coiro,
Argentina, Lomas de Zamora, 1958. Licenciado en Sociología de la Universidad de
Buenos Aires y escritor.
Editor de la publicación Inventiva Social.
Inventren
-Próxima estación:
JUAN TRONCONI.
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Provincial:
CARLOS BEGUERIE. FUNKE.
LOS EUCALIPTOS. FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN
GOYENECHE. GOBERNADOR UDAONDO. LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN. GOBERNADOR
DE SAN JUAN RUPERTO GODOY. GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. D. SÁEZ. J. R.
MORENO. EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS. INGENIERO VILLANUEVA. ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
***
En el recorrido del tren literario por Ferrocarril
Midland:
ELÍAS ROMERO.
KM. 38. MARINOS DEL
CRUCERO GENERAL BELGRANO. LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ. RAFAEL
CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA. JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. ALDO BONZI. KM
12.
LA SALADA. INGENIERO
BUDGE. VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE. PUENTE ALSINA. INTERCAMBIO MIDLAND.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
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