sábado, octubre 03, 2020

TANTOS SUEÑOS DESPERDIGADOS EN EL VIENTO...

 


*Foto Jorge Isaías.

 

 

 

 

 

 

EL PONCHO*

-A la memoria de mi viejo y del “Beco”

 

Los amigos creen que yo soy dueño de una memoria prodigiosa.

Nada más lejano de la verdad. Esa verdad que busco aunque demuestro en algún momento que yo no soy nadie, tal escribió alguna vez el Julio, Cortázar, digo. Lo que yo conservo, sí, en algún rincón remoto o recóndito, son algunas hilachas. Frases, gestos, olores, la luz de un atardecer de primeros días de Otoño, el sol que sale luego de una lluvia y la llovizna, o una potranca que corre en medio de esa llovizna pertinaz, decidida, casi como si fuera en verdad un hondo encono. También de aquel cerdo de pelaje blanco, que se escapó del chiquero de la Estancia Vollenweider y se cruzó a la chacra un día de lluvia. Pequeño macho que iba a pagar muy cara la osadía. Se las tuvo que ver con el inmenso padrillo overo que no toleraba intrusos en su feudo y en su harén de plácidas chanchas coloradas. Costó separarlos (es decir, separar al dueño de casa del invasor) pero cuando lo hicieron la sangre manaba de sus heridas como vertientes que teñían su otrora pelaje blanco e inmaculado.

Era un pelaje que yo nunca había visto y presumo que habrá sido de buena cría como lo eran en general en la Estancia todos los animales, al menos era la fama que hacían circular los antiguos dueños que eran descendientes del fundador del pueblo. No necesito tirar demasiado de la hilacha para que la trama haga aparecer, como por arte de magia, algún otro retazo de recuerdo que flamea en principio como unos flecos sueltos al aire y luego crecen en uno hasta formar una bandera.

Como ese poncho que fue de mi padre, que lo acompañó veinticinco años por todos los rincones de la pampa cultivada cuando él iba “de campaña” como decía elípticamente al querer referirse a las cosechas que en ese tiempo sin tecnología casi duraban meses enteros.

Ese poncho que muchas veces lo cubrió de las heladas cuando arrearon alguna tropa por un callejón ancho y polvoriento. Ese poncho de trama gruesa, de lana basta, de color gris oscuro, con sus listones de un color más claro, con sus flecos desparejos y otros que fueron quedando en el camino.

Ese poncho con su abertura donde tantas veces habrá pasado su cabeza.

Ese poncho que lo salvó de la escarcha cuando en sus viajes de obrero golondrina tuvo que dormir a la intemperie, arrimado a un galpón de una estación ferroviaria perdida en la planicie.

Este poncho, como dijo alguna vez, que me acompañó en el cuarenta cuando croteamos con el Beco Gúbero en busca de “pique” como aludía siempre a su trabajo. Interesante modo de metaforizar con una actividad ictícola, porque los peces no siempre “pican” sino de vez en cuando y entonces hay que aprovechar esa ocasión propicia. El “crotear” era porque al no tener trabajo ni plata debían viajar en largos, lentos y penosos trenes de carga por gran parte del país en busca del pan que en el pueblo no existía..

En esos vagones de carga que sobre todo eran utilizados por gran cantidad de vagabundos, desocupados y gente que hacía su modo de vida ese rotar haciendo de las vías su existir. Esos eran los auténticos crotos.

Una canción que popularizó Antonio Tormo en aquellos años y que repetía ese trajinar como un orgullo anárquico y feliz. Una canción que se mezclaba con los felices radioteatros de entonces y con el ruido seco de los carros tirados por caballos y el grito del hornero que llamaba desde un charco.

Mi padre –según supo contar –se unió a su amigo Américo Gúbero y fueron hasta la Estación Cora, es decir al pueblo Miguel Torres sobre la ruta catorce ya que allí iba el carguero a la provincia de Buenos Aires. En algún lugar bajaron y pidieron trabajo en la cosecha de la papa, luego fueron a Río Negro y trabajaron en la esquila y enfilaron hacia La Pampa entonces un “Territorio Nacional” y palearon arena.

Casi al año volvieron y mi padre volvió con ese poncho, es decir con este que hoy me abriga, este mismo al que paso mi mano sobre su trama gruesa y oscura.

Este poncho que cobijó también a mis hijas y que alguna vez cubrirá del frío a mis nietos.

Y pienso que mientras este poncho ordinario, pero fiel, exista en mi casa no habrá frío y tampoco faltará el trabajo.

 

*De Jorge Isaías. jisaias4646@gmail.com

 

 

 

 

 

TANTOS SUEÑOS DESPERDIGADOS EN EL VIENTO...

-Textos de Jorge Isaías.

 

 

 

 

TRISTEZAS*

 

La vida de un hombre es un miserable borrador, un puñadito de tristezas

que cabe en unas cuantas líneas

Haroldo Conti

 

Cuando estoy triste, escribió Pedroni, lijo mi cajita de música. Hay quien sale a ver la luna, pero yo lijo mi cajita de música.

Hoy estoy triste y no tengo a quien contarle, estoy solo, rodeado de malas noticias. Uno hace un esfuerzo, pero no sucede nada que pueda mejorar el ánimo, y tal vez por eso es que me siento solo. Cuando estaba en mi pueblo era distinto porque me iba hasta donde empezaba el campo, que en ese tiempo estaba detrás de mi casa, hasta aquellas estribaciones llenas de yuyos, donde terminaba el pueblo y comenzaba el ”Camino del diablo”, que era el inicio de toda aventura, ya sea en la pesca en aquellos cañadones hondo que los festoneaban, o cargando aquellos tramperas con sus llamadores hacia el campo que tenía Ramón Camiscia, con la rotonda de la familia Zampelungue o llegando hasta aquella calle que lo cortaba la mismísima capillita de la familia Cinel. Yo era parte infaltable de esa barrita que iba trotando por la calle polvorienta, haciéndonos a un lado cuando pasaba un sulky o alguna chata con sus tambores de aceite vacíos hacia el pueblo que usaban sus maquinarias agrícolas o simplemente hacer su provista de mercadería y alimentos a los cuales los criollos lo llamaban los vicios que era lo poco que la economía familiar no producían en las chacras. Como por ejemplo la yerba, el azúcar, el vino de mesa, el aceite, el vinagre o el género que las mujeres usaban para sus vestidos. Porque la visita de los tenderos ambulantes se espaciaban a veces demasiado entonces debían correrse hasta el pueblo cosa que estaba mal visto en esos tiempos de trabajo duro. Cuando un chacarero iba muy seguido al pueblo, el vecino hacia comentarías adversos a sus familia, al pueblo se iba el domingo, a misa las mujeres y los hombres a jugar al club a una partida del truco o simplemente a comentar sobre cosechas y semillas o eventualmente se hablaba de política o de futbol. Se tomaba un vermuto o un amargo y cuando las damas salían de la iglesia había que partir, hacinada la familia sobre el sulky estrecho o en un vehículo como una chata Ford o Chevrolet de los escasos que en ese tiempo pululaban por los campos, en aquel tiempo donde todo era trabajo y sacrificios y trabajos de sol a sol, y aprovechaban todo rincón de tierra que en sus pueblos o aldeas de origen escaseaban y aquí podían aprovecharse para quintas primorosas, trabajo de las industrias de alguno que no tenía edad para el trabajo rudo o simplemente lo hacían las mujeres. Los brazos más jóvenes no podían malgastarse en estos menesteres menores sino dedicarlo a la producción del tambo y el sembrado que eran la delicia de aquel tiempo.

Nosotros si bien teníamos parientes en el campo éramos puebleros y usábamos aquellos caminos que entraban en esos campos hondos y que recuerdo un día de tristeza como una lluvia finita sobre el alma y no tengo una cajita de música para lijar.

 

 

 

 

 

LAS LLUVIAS *

 

Nuestra infancia no fue menos feliz porque escaseaban los juguetes. La imaginación de los niños siempre es ilimitada y sobre todo en aquellos años los pocos que accedían a uno no eran mayoría en el pueblo. Pocos padres podían hacer un gasto extra,  en mi pueblo.

La lluvia en ocasiones caía de un modo muy triste, cansinamente sobre los sembrados , a veces lo hacía con furia, precedida de grandes truenos rodadores como un peñón que cae desde un monte altísimo, mientras el latigazo de un relámpago se repetía en el trazo estremecedor sobre las cosas, y la poca gente que buscaba refugio  presto, recogiendo las mujeres la ropa tendida, pero todos sin excepción recibían ese estremecimiento  de la naturaleza como un miedo atávico que debían soportar , rogando sobre todo los hombres que los destrozos no fueran tantos ni tan graves.

Los únicos contentos, con esa alegría de la inconsciencia temprana éramos nosotros, que gozábamos el espectáculo de los sapos numerosos que cruzaban las calles anegadas, los perros que se refugiaban bajo la galería de ladrillos mal cocidos, con sus techos de chapas que reproducían sonoramente el tambor de la lluvia persistente, los gatos que se pasaban al cajón donde los marlos esperaban la boca flamígera de la cocina  económica, y tal vez el ruido del vendaval acunaran sueños ronroneantes.

Pero había algo siempre venturoso. Si estas lluvias se producían en verano, porque venía precedida de un calor agobiante, de una presión insoportable y siempre era un augurio de frescura el anuncio de la lluvia y al escampe, cando se habían cubierto de agua los zanjones que drenaban líquido hacia el campo sería el momento en que nos quitáramos las alpargatas no sin la venia paterna. Y salíamos con los barquitos de papel, las latas vacías de sardinas o alguna cosa de madera que flotara para jugar a las bandas de piratas y corsarios que leíamos en Julio Verne o en las diversas revistas de historietas. Y venían las carreras y los resbalones que seguramente nos costaría un reto, pero el fragor del juego era tan entusiasta que bien valía un reto si en esa carrera de la pista resbaladiza uno lograba salir primero.

Siempre había un ocurrente que proponía ir a pescar ranas al zanjón de los Vélez, con un piolín con el cual atábamos un pedazo de carne y tal vez esa noche podríamos aportar un menú distinto en nuestras casas y qué ricas resultaban esas ranas que saltaban en la sartén como si estuvieran vivas y producían cierta aprensión en mi madre, motivo por el cual intervenía mi padre que siempre estaba dispuesto a toda cosa a la cual ella no se atrevía. Imposible saber  hoy si esa tarea le agradaba, pero se hacía cargo y nos sentábamos los tres a la mesa, donde pronto dábamos cuenta de ese manjar crocante.

Como desaguaban pronto las zanjas y los pequeños canales que la comuna mantenía limpios, ya que esa última calle llevaba al campo, al otro día casi con seguridad las encontraríamos vacías, pero con la esperanza de que la lluvia siguiera varios días para asegurarnos otros momentos de módica felicidad. Claro, todo esto con la salvedad de algún mandado, ya que en el verano no había clases por tanto la responsabilidad mermaba mucho, yo diría: casi toda.

Y uno imaginaba cómo se hincharían de agua las cañadas, cómo irían llenándose de bagres los anchos canales del campo, cómo se llenarían de garzas blancas los juncales, de flamencos sus orillas, cómo pondrían a salvo sus nidadas los teros y los patos, cómo nos esperaría todo ese mundo acuático con el croar ensordecedor de las ranas, cómo esperábamos entonces el momento en que nuestro padre iría de caza para acompañarlo con ese cuzco blanco y fiel que tanta alegría trajo a mi niñez lejana.

A veces en mi pueblo veo pasar esas barritas de chicos con las modestas cañas de pescar al hombro que hacen aquel “Camino del diablo” como nosotros, cuando el mundo estaba en pañales y ninguno de nosotros tenía idea de los sinsabores que nos esperaban.

Pero también con estos recuerdos gratos que quiero compartir hoy con ustedes y que me dicen que se puede ser feliz con poco.

Con casi nada.

 

 

 

 

 

 

 

LOS ANTIGUOS VERANOS*


De los tiempos antiguos solamente puedo escribir, de los tiempos a los que se regresa dando vuelta ese gran párpado que oculta tanta memoria, la que sigue asentándose amenazada siempre por el polvillo volvedor de todos los veranos.

Y era justamente en los veranos donde creíamos que iban a pasar las grandes cosas, sin que la inmovilidad de siempre no fuera captada en principio pero al irse diluyendo el ardor y el entusiasmo de las fiestas, y puedo conceder que hasta que transcurriera todo enero todavía guardábamos alguna esperanza, pero al final nos rendíamos ante la evidencia más realista aunque nos sonara demasiado vulgar. Sucede que la adolescencia es un motor activísimo, imposible de contener cuando toma la ancha senda de los sueños y pide pista a gritos para encauzar esos caminos que llevan seguramente a la gloria, al amor o, por qué no, si soñar no cuesta nada: a ambas cosas a la vez.

Como ya transité medio siglo sobre esta remotísima época de mi vida, puedo pensar que sólo fantaseo cuando recuerdo los partidos de básket en el patio del club, los bailes al aire libre justamente en esa cancha de grandes baldosas coloradas y que se usaban también para ese fin, el billar, el ajedrez y los naipes y las largas hileras de mesa en la misma calle de tierra, donde se cerraba el tránsito después de las veinte horas y hasta la madrugada iban las familias los fines de semana a cenar, a tomar cientos de litros de cervezas o gaseosas; y los días de semana la ocupábamos nosotros, que ya estábamos pidiendo un lugar en el mundo, empezando por el Club que nos había visto nacer, que había sido testigo del conocimiento de mis viejos allí, en el salón vecino que era el del cine “La Perla” y hoy pertenece también al Club.

De un baile salieron mis padres hacia la casa de ella, seguida por los pasos vigilantes y los ojos más que alertas de mi abuela Elisa, que no dejaba a su única hija ni a sol ni a sombra.

Esa vez fue hasta la puerta, que le fue franqueada a mi padre luego de meses, merced a un pedido de mano formal, rigor de los tiempos idos. Mi abuela, viuda de muy joven, dicen que recomendó a mi padre extremo respeto, porque la “chica no tiene padre”” y usted comprenderá”. Mi padre dijo que sí, que comprendía y entonces sí, fueron novios. Pero mi madre no pudo extender la cuota de los bailes. Tres fechas patrias por año (nunca seguidas, sino salteadas y por supuesto, siempre acompañados por doña Elisa. Era la ley de hierro que imponía mi abuela.

Pero de otra cosa, quiero escribir hoy aquí.

De aquella época increíblemente inestable y sufrida, llena de temores, de aprendizajes ávidos, donde el sexo urgía como un torrente en las venas, y la soledad y la amistad, y el dolor y el desamparo era o parecía, luego supimos: definitivos. Como nuestras familias eran muy pobres, debíamos trabajar para mantenernos y ayudar en nuestras casas, como era la costumbre y sólo de vez en cuando, muy de vez en cuando comprarnos un traje, inevitable en la época si uno aspiraba a andar bien vestido. De confección, se sabe, porque sólo los pudientes podían aspirar a encargarle uno a un sastre. Mi padre nunca se vistió con un traje comprado en la tienda, era pobre, era obrero, pero las pocas veces que eligió comprar lo hizo a un sastre. Era todo un ritual esto de la ropa. Había que ir –una vez elegido el sastre, que había muchos y muy buenos en mi pueblo- elegir la tela en un muestrario que él tenía, hacerse tomar las medidas, pasar a probárselo y luego sí, salir con el traje preciado de una percha colgando del dedo mayor de la mano derecha.

En tren de confidencias diré que mi primer traje a medida me lo hice coser en Rosario cuando tenía alrededor de treinta años, pero presumo que ya no insistí en esa costumbre, porque la ropa informal o la buena confección del las tiendas desalentaron esa tan buena práctica hasta casi hacer desaparecer el oficio, tan noble, tan viejo, como tantos otros que son casi olvido.

De todos modos trataré de volver a relatar aquellos veranos donde uno esperaba que pasara todo aquello que se había ido aletargando entre el otoño más gris, o más ocre, si tenemos presente el color moribundo de las hojas, o en los inviernos con sus tormentas, sus temporales que duraban semanas, sus calles abrumadas por los lodazales y el denso vuelos de los patos hacia los cañadones del atardecer.

Todo esto se iría atenuando con la explosión azul de la primavera, el estallido de las flores del duraznero y de los damascos, y el síntoma del verano serían las primeras mariposas aisladas que cruzarían el callejón de José Vélez y se espaciaba hacia el campo de Compañy y la propia estancia de Maldonado, pasando por la tapera de don Way, la chacra de los Pozzi y el puesto de Juan Bernardo Juárez. Todo eso empezaba a prefigurar el verano, aunque aún fuera noviembre, pero el toque mágico, la puesta misma del verano era la irrupción casi fantasmal del carrito rechinante de Juan Ugolini, sentado arriba de sus deliciosas sandías que vendía caladas, coloradas como boca de mujer lista para besar, como rezaba aquel viejo tango que cantaba Julio Sosa: ”Vendo sándias caladas y coloradas rojas/ como los labios de las muchachas enamoradas”, decía en su tono arrabalero, poniendo con intencionalidad mal el acento sobre la a. Así pronunciaba él la palabra sandía, que era como decir páis, máiz, como dicen que se usaba ese acento –digo- en los tiempos de don Juan Manuel. En sus viajes por lejanas provincias donde iba a trabajar mi padre, había adquirido éste hábito. En fin, un hijo de inmigrantes pronunciando un castellano arcaico. Se daban esas mezclas, es lo que somos, al fin.

Estamos ya en el verano, la sangre fluye sobre la pulsión de vida y el mundo de Eros. Inútilmente una vez más, ese año, como el anterior.

Lo bueno, lo recordable fueron los aprontes.

Entonces decidí venirme a vivir aquí, pero los dejo con esta historia. Ahorre el lector el suspenso. A esa historia nunca volveré.

 

 

 

 

 

 

 

MI MADRE*

 

Muchas veces pienso en mi madre. A veces también la sueño, pero siempre se aparece joven. Así la conservo en la construcción de mi recuerdo.

Mi hermano, por el contrario, tiene una imagen más gastada porque él se quedó en el pueblo y fue testigo de sus últimos días y, aunque me cueste decirlo, fueron los de su decadencia.

Nunca llegaré a entender cómo esa mujer humilde podía con sus silencios y su vigilante diligencia, que no eludía la ternura, mantener un delicado equilibrio que anudaba sus telares sosteniendo esa casa que cuando se fue se quedó sin música.

No recuerdo un solo día que estuviera enferma, siquiera en cama con una gripe. ¿Cómo hizo, en su condición de mujer sometida, para arreglárselas y darnos a los suyos sin que nos diéramos cuenta de que en verdad era la más fuerte, la única a quien nunca vi desfallecer?

Aunque era propensa al llanto que sacudía todo su cuerpo silenciosamente, no pasaba de ser una manifestación pasajera. Incansable en todos los trabajos, atenta al más mínimo escondido deseo nuestro, siempre pronta a satisfacerlo, en una actitud de amor y de servicio sin demasiada exposición, ella cumplía con la tarea que excedía lo que por formación le había impuesto mi abuela. Me fui muy joven de su lado, en un corte abrupto, porque hasta allí había estado a su lado, y la verdad que en los primeros años sufrí mucho, en una ciudad deseada que tuve que descubrir hasta que nos adaptáramos. Pero ella no lo supo nunca, aunque presiento que en su intuición de madre debió sufrir mucho, porque “lloraba cuando llegaba y cuando me veía partir”, al decir de Pedroni.

En estos viajes, que el trabajo y el estudio espaciaban, yo exponía como al pasar la añoranza de una golosina que sus industriosas manos hacían. En ese mismo viaje, si me quedaba tiempo, colmaba ese deseo, de lo contrario, en el próximo apenas bajado del ómnibus, con el primer mate aparecía ese plato de rebosantes buñuelos exquisitos con su azúcar impalpable encima que fueran objeto de mi deseo en el último viaje.

Con una cocina de hierro fundido (una Istilart Nº1) y el producto de la quinta que era su orgullo, ella hacía verdaderos milagros. Mi infancia está cubierta de aquellos olores queridos. De la modesta repostería que hacía con pocos recursos, pero llena de inventiva y amor, pasando por los dulces caseros, de frutos que teníamos en la quinta, hasta llegar hasta la especialidad que, como buena italiana, recaería en las pastas. Amasaba jueves y domingos, siguiendo tal vez una tradición que traería de su aldea italiana. Hacía con la misma perfección esas ollas de tallarines, ravioles, sorrentinos, capelettis o canelones y los acompañaba con una salsa de tomates y queso y la infaltables carne al estofado que exigía mi padre como condición de su costado altamente carnívoro, porque según afirmaba como verdad revelada, “si no hay en la mesa un trozo de carne es como si no hubiera comida".

Sus tareas no se reducían a lo estrictamente culinario, como creo haber aclarado más arriba.

Escribí sobre su devoción por el cultivo de la quinta, pero además ella nos hacía la ropa a los tres, con su máquina de coser marca White, que hacía un ruido como el picoteo de lluvia, con la luz de la lámpara como un ojo insomne mientras todos nos íbamos durmiendo con ese golpeteo incesante. Como no sobraba el dinero, sino todo lo contrario, ponía en juego toda su creatividad, que era mucha.

También tejía. Lo hacía con mucha habilidad, con rapidez. Era una tarea que realizaba aún mientras conversaba animadamente con otras personas. Hay largas épocas de mi infancia que es el único recuerdo casi que tengo de ella, siempre tejiendo. Durante el día, mientras la luz natural la acompañara y cuando las sombras iban cubriendo toda claridad posible a la luz de esa lámpara de querosene con la cual recorría las habitaciones con una mano sobre el tubo de vidrio, para que un golpe de aire no apagara la llama. Iba cuidando que todos estuviéramos tapados, mientras dormíamos. Luego volvía a la cocina, a su infinito tejido.

Pocas veces podía comprar lana nueva, pero destejía y tejía, cual incansable Penélope, y lograba una trama de colores mezclados. Mis hijas aún recuerdan sus épocas de escuela primaria y, aun secundaria, con “los pulóveres coloridos que la abuela nos tejía”.

Pero acá no se reducía todo su quehacer, sino que si mi padre le requería ayuda en sus duros trabajos rurales, ella estaba allí para echar una mano siempre.

En las juntadas de maíz, en las carneadas, en el desmalezamiento del terreno, cuando la quinta se llenaba de yuyos en el verano.

Lo curioso, lo increíble, es que todo esto que hizo, todo esto fue trabajo, lo hizo sin pedir nada a cambio, sólo ver feliz a su gente, a sus seres amados. Vernos alegres era para ella la propia alegría.

Tantas veces he pensado en esta mujer que pasó por la vida sin llamar la atención, pero estando atenta a los otros. Y se fue silenciosa y pronto, como para no molestar demasiado.

Dejo de escribir.

Miro desde este patio mezquino el vuelo errático de las golondrinas que van hacia las barrancas del río, pienso en las que volaron los cielos muy altos de aquella infancia remota.

Pienso en los amigos que se fueron dejándonos solos en nuestra propia tristeza.

Pienso con que todas las madres del mundo debieran llamarse María.

 

 

 

 

 

 

 

ESE HOMBRE SOLITARIO*

A Toto, Chajá, Tago y Ñangá

 

Ese hombre vivía en la última calle del pueblo donde las acacias pertenecían más al campo que a la zona urbanizada. En esa casa precaria donde era el único habitante, y donde la mitad del día lo pasaba perdido en sus recuerdos y la otra mitad tomando mates mientras miraba ese rectángulo de alfalfa que en verano se comía todas las motas de polvo pero recibía como en éxtasis un millón de coloridas mariposas.

Ese día pasó un grupo de chicos con sus tramperas para cazar pájaros, y, como siempre lo saludaron efusivamente levantando los brazos, gesto que a él le hicieron sonreír, y retribuyó con una mano en alto que recién bajó cuando los chicos comenzaron una carrera que hizo levantar el polvo malamente asentado en la calle y los fue desvaneciendo a su visión hasta ver sólo un grupo de manchas difuminadas en el espinazo soleado del verano.

Ese grupito que él veía pasar a diario por su casa y raramente se paraba a cambiar dos palabras con él, a los pocos años se desvaneció en los rápidos de la vida, se dispersó como flores de cardo a merced del viento casi sin dejar rastros.

Al llegar a la adolescencia en todos los pequeños pueblos los chicos y las chicas emigran. Primero a estudiar y al finalizar pocos son los que vuelven a esos lugares donde las oportunidades de trabajo brillan por su ausencia como dice el refrán popular o el lugar común de la costumbre.

De ese grupito trotador de las siestas de verano no queda sino tal vez en el recuerdo de unos pocos o tal vez de ninguno el recuerdo de este hombre que con su sola presencia ordenaba sus emociones y hacía permanecer al mundo firme con su sonrisa y ese saludo entre irónico y protector.

De todos modos aunque a sus intereses de entonces el hombre solamente pudiera creerse que era parte misma del paisaje, y aún si así lo fuera, lo era de una forma distintiva.

Y es seguro que si hoy obrara el milagro de juntarse de nuevo, todos, hasta se reconocerían en el nombre de ese hombre mayor y solitario que les acompañaba con el gesto, el saludo con la mano en alto y con la mirada protectora o tal vez envidiando a esos pibes que recordaban su infancia perdida. Aquel grupito del que hoy no se acuerda nadie, volvían de sus incursiones al atardecer , con sus pájaros entrampados, o sus bagres ensartados en un alambre si se habían desviado hacia algunos de los cañadones vecinos, o sus bolsas de trapo llena de pajaritos muertos si la intención hubiera sido la caza ese día.

A esa hora resultaba muy raro que el hombre estuviera en ese mismo lugar, andaría dentro de su pequeña vivienda trasegando en procura de prepararse una cena, así que era muy difícil que los viera de regreso, porque el hombre gustaba de recogerse temprano. Pero aún en las excepciones, si él andaba por el patio todavía, ese patio de tierra que nadie le barría, y que muchas veces quedaba acolchonado por las hojas de los fresnos cuando el otoño arreciaba, apenas levantaba una mano que a veces no tenía respuesta, porque los chicos no miraba hacia la casa, tan entretenidos venían. Distinto era a la ida, cuando ellos lo tenían mentalmente presente y casi empezaban a verlo sentado en ese banquito “de matear” como él, el hombre, tal vez lo definiera, y para que esa siesta fuera productiva, ellos esperaban esa presencia muda, pero absolutamente necesaria.

Hoy, si el milagro del reencuentro sucediera, porque cuatro están dispersos por el mundo y sólo uno, un referente fundamental, queda en el pueblo, digo si ese milagro sucediera tal vez pueda recordar el nombre de ese hombre solitario que con sus ojos bondadosos los vio correr levantando el polvo de muchos veranos sucesivos.

Eso hace tanto tiempo, cuando el mundo cabía en un pañuelo o en el vuelo elegante de esa bandada de garzas que en sus alas sostenía la argucia más plena del verano.

 

 

 


 

 

ANTES*


Entonces todo era tan breve que cabía en una mirada, en una sola mirada, en unos pocos –poquísimos- pasos o en el abrazo acogedor de la madre.

Todo lo que no era pasible de ser abarcable eran esos espacios abiertos: cielos, callejones, alejados del pueblo, bandadas de golondrinas erráticas, las inconmensurables noches de todo el invierno y la sofocante beatitud de la siesta. Y, por supuesto, el enigmático y cerrado mundo de los adultos, que nos estaba absolutamente vedado hasta el extremo de no permitirnos hacer preguntas fuera de momento, pedir permiso para toda actividad que no fuera la escuela y las rígidas normas domésticas.

Lo demás era todo nuestro: la pesca en los cañadones cercanos, la caza en los callejones que orillaron paraísos añosos, la ocupación de todo baldío con una pelota de fútbol picando entre nosotros, las copas de todos los árboles, las esquinas bajo una languidecente lamparita que se bamboleaba en las esquinas las noches de los veranos impiadosos con una arracimada invasión de mosquitos y los coleópteros que recibían nuestra sañuda persecución inocente y malvada porque sí.

Siempre he sostenido que aquellas primeras experiencias de los niños en los espacios abiertos son, amén de inevitables, para no ser olvidados hasta el último minuto de la vida. Porque en verdad, imaginar y aún perpetrar juegos y travesuras con el único límite que nos imponía alguna regla sagrada –no matar un hornero, no romper un vidrio, esto siempre y cuando no se enteraran los padres- no era para nada olvidable, ya que la felicidad que nos daba estar seguros, sentirnos protegidos por la mirada de los vecinos no es nada común en las ciudades populosas y tal vez tampoco lo fueran en aquellos años remotos.

¡Con qué poco éramos felices entonces!. La pobreza de nuestra casa era digna, ya que mi padre –gran trabajador pero de genio irascible- proveía una existencia tranquila y responsable, y esa pobreza era compartida por el resto de los chicos amigos y vecinos, los que vivíamos en aquella orilla del pueblo, donde las casas estaban desperdigadas y sus patios eran hondos y tenían árboles frondosos donde no faltaba una higuera, un limonero o una planta de fragante naranja y sus gallinas picoteaban bichitos esquivos y sus quintas explotaba de rojos tomates o rojos pimientos o verdes albahacas.

La profusión de jazmines de una de las casas vecinas dio nombre al barrio más bien lleno de flecos baldíos que de casas, pero lo llevábamos con orgullo. Un orgullo que persiste, creo, hasta hoy. pocas cosas se necesitan en aquel alto tiempo que ya no vuelve, que a nuestra memoria se aparece perfecto y que casi con seguridad no lo fuera o no haya sido nunca. Pocas cosas, digo, una gomera, una pelota de goma y si fuera de cuero, mejor, un caballo de caña de Indias, unas latas viejas para guardar mariposas que cazábamos con ramas de tamariscos, peladas, un grupo de ajadas revistas de historietas que nos pasábamos y nos devolvíamos casi con religiosidad y que leíamos bajo las sombras de los coposos “siempreverdes” de la vereda de don Clemente Gerlo. Esas revistas cuyo origen era siempre incierto y que vendrían en cadena, de otras manos de la familia de alguno o hurtada a los hermanos mayores, los que los tenían. No era mi caso.

Estaba también la inmensa felicidad de los días de lluvia, con sus tortas fritas rituales, cuando el colesterol era una palabra que no existía en nuestros magros diccionarios de entonces, o los pastelitos de la madre o de una tía obsequiosa o las vecinas que acercaban un plato exquisito de mazamorra o arroz con leche “para probar” como se decía y cuyo plato no volvía vacío, sino repleto de ciruelas maduras o damascos o duraznos o alguna otra fruta de estación.

Muchas veces me he preguntado por qué recuerdo aquellas primeras percepciones del mundo y si será verdad aquello que afirmaba Pavese que el cerebro de un niño es una matriz primitiva, pero a la vez indeleble, que marca esos momentos iniciáticos para siempre.

De ser cierta esta aseveración del gran escritor piamontés, agradezco a la vida y para siempre, haber vivido con aquellos cielos, mirando aquellos girasoles furiosamente amarillos y tratando de hacerle la vida imposible a todas las mariposas, a todos los sapos, a todos los gorriones y a todos los vecinos que se atrevían a tener jugosas sandías o dulcísimas ciruelas o duraznos goteantes.

También agradezco haber vivido aquellos amaneceres gloriosos o aquellos crepúsculos de trigales ardiendo mientras una bola de fuego pacífica se iba hundiendo en la tierra ante el mirar azorado de toda la barra de chicos sentados en aquella perdida gramilla verdosa.

 

 

 

 

 

 

 

 

EL ÚLTIMO CARRERO*

 

Los callejones que en aquellos años lejanos eran recorridos por los carros de ruedas gigantescos, con su lanza que tiraban doce caballos sólo quedan en el recuerdo del recuerdo de los que nos contaron los mayores.

Antes que los camiones se popularizaran, el cereal de las chacras a las casas acopiadoras del pueblo las llevaban estos vehículos pintorescos, casi copia de las antiguas carretas, esas cerealeras , que siempre tenían acceso a las vías donde paraban los trenes de carga. Los carros se cansaban de levantar polvareda, con su paso lentísimo. Iban en largas caravanas, con sus peones, su enjambre de perros ladrones, amaestrados para robar algunas gallinas que engrosaban en los guisos que se llamaban precisamente, “carreros”. Mi abuela me supo contar que eran el terror de las chacras donde iban a cargar el cereal en bolsa o a granel. Que no había tropelía menor que no hicieran, todo giraba alrededor de los animales domésticos que corrían peligro si había un descuido. Al parecer las mujeres de las chacras no veían la hora de que se fueran. Entre los tantos carreros del pueblo, nosotros conocimos, al portugués Teixeira, porque fue el último resistente que competía aún con desventaja con los pequeños camiones de entonces:-Chevrolet, Ford, Diamond- que ya los habían largamente desplazado en sus trabajos de traslado de mercaderías El carro del portugués era una auténtica rémora del pasado. Demasiado grande y pesado para repartir mercadería por el pueblo, quedaba como último recurso para cuando todos los demás estaban ocupados y amenazaba lluvia y había que sacar el cereal del campo o cuando los caminos estaban intransitables para los camiones, esas ruedas pesadas, a duras penas y cavando zanjas en los caminos traían los granos a tiempo para llevarlos al tren y al embarque en Rosario.

El portugués era un tipo odiado por todo el mundo y no sólo por los que habían tenido un problema con él.

Yo lo conocí. Yo lo recuerdo. Vivía calle de por medio frente a la casa de mi tío Berto y mi tía María, hermana de mi padre. ¡La dulce e inolvidable “Tía Ita”!. Quien sacaba de su delantal tan hondo esas inmensas peras de agua, las únicas por otra parte que había en el pueblo. También supo hacer para mis años breves alguna torta de naranjas, como regalo de cumpleaños.

El portugués entonces tenía los ojos chicos, huidizos y mezquinos, nunca miraba de frente. Vestía eternamente con unas bombachas grises y una chaqueta del mismo color, enteramente de brin resistente, unas alpargatas blancas y la gorra de cuero que nunca se sacaba. Hablaba muy mal el castellano, lo hacía en un portuñol cerrado que casi nadie entendía y los chicos lo mirábamos con miedo, tantas historias se contaban de él, de sus crueldades.

El inmenso carro siempre en la calle, y en las esquina un gran corral con sus numerosos caballos que maltrataba con saña y discreción:

-Os manso os matus- les gritaba fuera de sí mientras le pegaba con el cabo del rebenque en la boca y la frente.

Una vez pasó un criollo de a caballo y se bajó cuchillo en mano. El portugués ganó los patios interiores de su casa como alma que se lleva el diablo.

-Yo te voy a dar salvaje para que aprendas a tratar a los animales- le gritó con contenida advertencia de hombre que amaba los caballos. El portugués se cuidó un tiempo, pero volvió pronto a las andadas.

Al lado del portugués vivía su sobrina, cuyo nombre olvidé, lo único que recuerdo es que estaba casada con un panadero alto, rubio y de inmensos bigotes que respondía al nombre de Juan Pedrol, muerto muy joven.

Esta mujer había sembrado unas enredaderas, y unas arvejillas que se trepaban por ese tejido romboidal que separaba el jardín de la calle, en un hermoso tapiz multicolor. La recuerdo siempre vestida de luto riguroso, de pelo muy negro y ojos muy obscuros, grandes y que miraban siempre como azorados, seguramente ante tanta pena.

Si yo seguía esa vereda hacia el centro, a cien metros estaba el almacén de mi abuelo. Quiero decir con esto que era la cuadra en que jugábamos con mi amigo Valentín, arrastrando con un hilo esos autitos “justicialistas” (tal se llamaban los originales) que nos regalaban en el correo a los chicos más pobres previo canje por una tarjetita que había que retirar antes de Reyes.

Era el jefe de correo Juan Tosini, a quien llamaban Juancito, para distinguirlo de su papá de quien era homónimo. Los otros hijos de Juan eran Santina, Lorenzo y Guillermo a quien llamaban “Mito”, una hermana, a quien le decían Blanquita, estaba casada con don Ricardo Laureano Juárez.

Mientras voy con lentitud y sumo cuidado tirando de a una las hilachas de la memoria porque a mí se me hace cuento que esos minuciosos carreros bordaron los caminos de la colonia, con una símil de caravana como las que cruzaron por la pampa en época de los ranqueles, o las largas hileras de vehículos orientales que exalta Sarmiento en su Facundo, como si todo –el tiempo, el espacio y la historia- se hubiese confabulado para que yo escriba estas palabras, porque es cierto que conocí al último de estos especímenes extraños con un oficio ya perdido para siempre, porque ya era anacrónico cuando yo pasaba por la vereda del portugués y miraba azorado ese enjambre de caballos, con el fuerte olor a orín del corral, sus largas colas espantadoras de moscas, sus crines donde se adherían los abrojos como ahora este recuerdo que se prende, obsesivo, en mi memoria.

 

 

 

 

 

 

 

PAVESE*

 

Recuerdo aquel famoso poema de Cesare Pavese, Los mares del sur, que además de producir un hecho poético importante, de ruptura con la poesía anterior y transformar lo que se escribía en Italia, narra algunas cosas.

Leído y releído desde mis veinte años no ha dejado de asombrarme desde entonces. Allí el primo viajero, que habla el dialecto áspero aconseja alejarse de la tierra y luego volver para sacarle provecho y gozar ante un nuevo rencuentro.

El primo que la familia había creído muerto aconseja al joven, quejándose de que en las Langas, hombres y bestias son la misma raza.

Tal vez resulta excesiva la apreciación de este primo siempre bronceado, pero yo que he visto de cerca esos hombres que el gran piamontés magistralmente describe, podría asegurar que en aquellos tiempos remotos, cuando el campo era un sacrificio constante, que no difería con el paso del tiempo por décadas y que sólo fue cambiando lentamente. Por ello no es irrazonable pensar que los caballos eran muy preciados por la gran ayuda que proporcionaba a la gente de campo, porque la tracción a sangre era fundamental. Se utilizaba para arrastrar todo tipo de herramientas: arados, rastras, sembradoras, cosechadoras, carpidoras, cortadoras de pasto, etc. Se los usaba para llevar cualquier tipo de carga y por supuesto, el traslado de personas.

Yo he visto a los hombres de mi familia en esas tareas brutas, trabajando de sol a sol, del amanecer a la noche, descansando sólo los domingos a la tarde. Comprendo entonces cómo pudieron cuidar los caballos hasta la exageración, incluso lo hacían por la tradición  que traían desde su aldea donde habían crecido.

El recuerdo  que tengo sobre todo es el de los amaneceres, cuando las sombras de la noche no se desceñían aún. En ese momento en que las sombras se van apartando como n velo de las cosas, van como desprendiéndose, cual telaraña que una mano invisible retira. Cuando realmente empezaban las tareas. Cuando los hombres luego de tomarse sus mates en silencio, iban saliendo al gran patio de tierra con la brasa del cigarrillo como luciérnaga inquieta, como si fueran ojos que hendían la ya amenazante claridad. Lo hacían sin hablarse porque las tareas estaban previamente acordadas. El más joven iría por el “nochero”, atado al palenque de ñandubay, montarlo en pelo y salir en busca de la tropilla encerrada en el potrero grande era una sola cosa. Arrearlos hasta el

Abrevadero al pie del molino era la segunda, donde los otros esperaban con sus arneses listos para las tareas del día. Ya sea arar, rastrear la tierra o carpir lo sembrado quitando yuyos, para lo cual ningún caballo se salvaba de llevar sobre su cuello esa pesada pechera de cerda recubierta de cuero y rodeada de yuguillos de hierro y madera con  sus argollas y sus ganchos.

En una de ellas me ponían de muy niño. Me sentaban allí al despertarme hasta que avisaban a mi madre que trabajaba en el campo para que viniera a amamantarme. Nunca leche tan sustanciosa se esperó con tal ansiedad por un niño al que acunaron el canto de los grillos cuando el día y el mundo recién comenzaban.

 

 

 

 

 

 

APARICIONES*

 

Ignoro si los recuerdos de un hombre pueden ser infinitos. Solo sé que son permanentes.

Albas, amaneceres, mediodías que enseñoreaban un destino en la infinitud de la pampa que criaba el estupor de la perdiz y la orondez vigilante de la lechuza bordeando los caminos.

Las luces que expulsaban la cerrada sombra nocturna eran provistas por los famosos soles de noche, tirando una luz blanca, lechosa, envolvente.

Uno podría entonces, guiado por el instinto del mancarrón de turno ir atravesando leguas en un sulqui traqueteante e incómodo, con las piernas heladas si era invierno, a pesar de las frazadas con que las cubríamos.

Uno podría andar largo rato por remotos caminos vecinales, en la pura oscuridad de la noche con los mil ruidos que el campo impone a pesar del engañoso silencio, con el miedo cerval que producía el grito alegórico de las lechuzas y ver allá lejos un halo protector de luz que arrojaba el bendito sol de noche desde una chacra escondida entre las sombras más profundas de los árboles.

Llegar, ser recibido por un tropel de perros toreadores y garroneros amén de bochincheros hasta que el amo saliera a recibirnos y los calmara a su vez, era todo un rito.

Allí podríamos bajar y luego de los saludos de rigor, desentumecer las piernas hormigueantes de tanto llevarlas encogidas sobre el pescante.

Los mayores hablaban de las cosas del campo, mientras apuraban un vino espeso y unos olorosos y ricos embutidos también preparados por toda la familia y gozos del paladar a que también los niños hacíamos honor.

El campo, alrededor de la pequeña casa rodeada de frutales y animales domésticos, iba ciñendo como un anillo oscuro nuestro ánimo. Nos sentíamos más pequeños aún en ese lugar protegidos por el calor de la cocina económica, engullendo siempre sus marlos, combustible del pobre chacarero de entonces.

Si la charla se extendía invariablemente caía en el tema de los aparecidos, las luces malas y las sepulturas. Como aquel a quien la viuda había acompañado una legua desde un cruce oscuro, montada en su caballo blanco, toda ella vestida de negro y con largos cabellos sueltos al viento, bien pegada a los rayos de la rueda del sulqui, sin hablarlo, sin mirarlo.

O aquella historia que se contaba: de las luces malas que seguían a las cabalgaduras y los jinetes que se aventuraban más allá del boliche de La Legua donde según se decía habían muerto algunos hombres en feroz pelea a cuchillo.

O esa otra historia que aún hoy me acongoja: un par de mis tíos pasó una noche por el cementerio en un sulqui cargado de rocío. Venían de una chacra lejana donde cortejaban a un par de chicas. Allí habían jugado al truco con el padre y los hermanos, habían tomado un par de copas de caña porque lo exigía el crudo invierno, pero es seguro que no estaban borrachos, además no era su costumbre el beber en exceso. Al pasar por el cementerio, salió de entre las sombras un animal grande, no tanto como un caballo y no tan pequeño como un perro grande. Se colocó junto al caballo que de puro espanto no respondía a las riendas. Comenzó a galopar casi, y en una loca carrera por despegarse de esa aparición se pasaron de largo la tranquera de su propia casa y terminaron en el pueblo. Como el único bar que estaba abierto a esa hora era el del Gringo Andrina, hacía allí enfilaron. Dicen que el Gringo los vio tan blancos que aunque quiso que le sonara a cuento lo que le decían terminó por creerlo y hasta él mismo se impresionó, pese a que no era ningún nene de pecho como para irle con cuentos de aparecidos.

De todos modos, el Gringo les dio unas copas de espirituoso aguardiente y de tanto insistir les terminó prestando una hermosa escopeta belga de dos caños que era una verdadera belleza.

Ya más repuestos, se volvieron a sus casas, pero por otro camino, por las dudas.

Esas supersticiones populares tan respetadas eran la comidilla de las familias y se incorporaban rápidamente al parnaso de la milagrería que trataba de encontrarle —como la esfinge de Edipo— una razón y un aviso.

Esas supersticiones, digo, eran el magma donde transitaba la infancia con sus miedos, sus angustias, el relato que al otro día haríamos en la escuela, amparados por la aliviante luz del sol.

Aún hoy, confieso, no sé si no apuraría el paso a rebencazo limpio si me tocara pasar una medianoche con vehículos de aquellos como un moderno Auriga que huye de las mismas Erinias sin temor de ser tomado por cobarde, como no lo eran los héroes de la antigüedad clásica cuando huían de los oscuros designios de los dioses.

Esto, claro está, pidiendo disculpas por comparar mi miedo con el de Héctor después de la toma de Troya, cuando no pudo sobrevivir a la cólera del divino Aquiles Pélida, a quien mis simpatías nunca alcanzaron porque estaba ayudado por una diosa mezquina y él mismo no era de la madera imperfecta de los hombres de carne y hueso de cuya debilidad nunca abjuraron.

 

 

 

 

 

 

MI PRIMO MARCELO*


Mi primo Marcelo

se fue

con sólo

un recuerdo

para la tierra

que amó

sin ser dueño

de un palmo

salvo

la que le fue ofrendada

en su tumba que visitan

los pájaros

 

mi primo Marcelo

nos dejó

con sesenta años

de sol

sobre su rostro

y esa sonrisa triste

que usaba los domingos

 

Escribo este poema

para decirle

que no aguanto

tanta tristeza

y tantos sueños

desperdigados

en el viento.

 

 

 

 

*Textos de Jorge Isaías.

 

 

 

 

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-Jorge Isaías explora el universo de un pequeño pueblo de la llanura santafesina, Los Quirquinchos. Y también una experiencia particular: la de la infancia pueblerina. Que es suya, pero es también universal. ¿Cómo volver después de largos años a las tierras de la infancia? Una de las aspiraciones máximas del arte es mantener viva, en las formas, en las palabras o entre las palabras, esas cosas que ocurrieron o pudieron ocurrir en un tiempo pasado.

La tradición de Isaías, que aparece casi como un diálogo, incluye a poetas como Juan L. Ortiz y José Pedroni, narradores como Jorge Conti y Juan José Saer, o el italiano Cesare Pavese. Con humildad, inteligencia y humor a flor de piel, los relatos de Isaías escriben sobre un tiempo, una experiencia ya desaparecida pero que, por algún motivo, sigue siendo familiar y cotidiana.

 

 

-Para visitar: https://www.lacanciondelpais.com.ar/notas/literatura/la-biblioteca-salvaje/memorias-de-la-llanura-la-escritura-de-jorge-isaias.html

 

 

 

 

 

 

 

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