martes, diciembre 25, 2007

ESCENARIOS DE SOMBRA COLECTIVA...


II*




Tal vez cuando la noche
atropelle con sus sombras
estos sueños últimos
los que reculan
en el odio
masticando
un resentimiento oscuro
como el dios pequeño
que nos odia sin motivo
porque todos saben
que nunca molestamos
que tal vez nuestro pecado
sea esta costumbre
eterna de plañir
como al chico
al que le sacan
la teta de golpe
y sin aviso.



*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
-Donde supura el aire. Poemas.
Nos y Otros Editores. Madrid. 2007.





ESCENARIOS DE SOMBRA COLECTIVA...





¿Podemos ser tolerantes?*


Navidad, Año Nuevo... el momento ideal para una pregunta que plantea el desafío más urgente: aprender a aceptar al otro
Domingo 23 de diciembre de 2007 | Publicado en la Edición impresa


En un libro publicado en 1980 (Guerra de trincheras 1914-1918: el sistema de vivir y dejar vivir), el historiador inglés Tony Asworth cuenta un fenómeno poco divulgado de la Primera Guerra Mundial. La cercanía de las trincheras enemigas, que a veces no distaban más de 15 metros, hizo que en un momento
los soldados de uno y otro bando empezaran a ver en sus contrarios a alguien muy parecido a ellos mismos. Cuando dejaron de ser anónimos, cuando tuvieron rostros y voces, les resultó difícil odiarse porque sí. Ante esta comprobación, en lugar de aniquilarse rápidamente, cosa que la corta distancia hubiese permitido, comenzaron a desarrollar sentimientos amistosos y hasta acabaron por celebrar en forma conjunta las Navidades. Había largos períodos de calma y una especie de acuerdo tácito y mutuo de no atacarse.
Esto desconcertó y enfureció a los jefes, a tal punto que, en febrero de 1917, el comandante de la decimosexta división de la infantería británica emitió un bando por el cual prohibía terminantemente entrar en contacto con el enemigo (a menos que fuera para liquidarlo) y prometía severos castigos
para los infractores.
Han transcurrido desde entonces noventa y un años. Hoy y aquí, la vida cotidiana parece a menudo una guerra de trincheras. La calle, los espacios laborales, los lugares públicos, las relaciones sociales y a menudo también las íntimas, la arena política, los campos deportivos, e incluso, con inquietante frecuencia, las tramas familiares o los vínculos de pareja semejan escenarios de permanentes batallas. Y parecería, además, que aquel bando del comandante británico tuviera plena vigencia y obediencia. El
armamento más común incluye la descalificación, la impaciencia, el prejuicio, el juzgamiento rápido y sin pruebas, la indiferencia, la manipulación, el ventajismo, el desprecio hacia las necesidades o prioridades ajenas. Todo esto puede sintetizarse, finalmente, en una sola palabra: intolerancia.

Sujetos y objetos
Tolerancia, define la Real Academia de la Lengua, es el respeto y la consideración hacia las opiniones y las prácticas de los demás aunque sean diferentes de las nuestras. La intolerancia, su opuesto, suele ser
distintiva de aquellos entornos en los cuales el otro es visto como ajeno, como amenazante, como un obstáculo o, en el mejor de los casos, como un simple medio para la obtención de un fin. Según señalaba el gran pensador humanista austríaco Viktor Frankl, autor de El hombre en busca de sentido y creador de la logoterapia, en ese entorno se deterioran las relaciones de sujeto a sujeto (en las que cada persona es registrada y aceptada por la otra como quien es y cada sujeto resulta, para el otro sujeto, un fin en sí mismo) y se instalan, en su reemplazo, los vínculos de sujeto a objeto (en los que el otro sólo es percibido en función de si "me es útil o no me es útil"). Así, cuando alguien no es "útil" (como socio, como amigo, como conciudadano, como pareja, como vecino, como coparticipante de una misma actividad), interfiere, estorba, molesta, distrae, resulta intolerable. Se instala la intolerancia.
¿Cómo se llega a esto? La psicoterapeuta Connie Zweig, especializada en la obra de Carl Jung (figura fundante de la psicología contemporánea) y estudiosa de los aspectos oscuros de la naturaleza humana, dice que basta con leer los diarios de cada mañana, ver los noticieros de la televisión, observar el comportamiento de las personas, para llegar a la conclusión de que "el mundo se ha convertido en el escenario de la sombra colectiva".

Sombras y algo más
La sombra, recuerda Zweig, es aquello que, como definió Jung, expulsamos de nuestra conciencia, no aceptamos como parte de nosotros mismos y depositamos en otros. La sombra es la cara opuesta del ego. El ego es nuestra identidad pública y "oficial", aquello que aspiramos a ser, la imagen que deseamos que
los otros tengan de nosotros. ¿Qué hacer, entonces, con nuestros aspectos no deseados? Se los atribuimos sólo a los otros y, cuando los advertimos en ellos, nos volvemos intolerantes hacia esas personas.
La clásica novela del escritor escocés Robert L. Stevenson El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde es un planteo visionario sobre esta cuestión. El doctor Jekyll, un científico intachable, encierra en sí al señor Hyde, un epítome de la maldad, y hasta desea ser como él, cosa que sólo consigue a través de una pócima de su invención que lo transforma y le hace perder el dominio de sí. Cuando está lúcido y consciente, Jekyll aborrece a Hyde, no lo acepta, lo odia hasta desearle la muerte. "Los conflictos externos son manifestaciones de conflictos internos. Si alguien odia a otro, si no lo tolera, es porque de alguna forma se odia a sí mismo, no tolera aspectos propios que ve en aquél", explica al respecto Lou
Marinoff, asesor filosófico y autor de Más Platón y menos Prozac.
Zweig, Jung, Stevenson y Marinoff parecen coincidir, desde diferentes lugares, en que la intolerancia tiene un origen interno. Es decir, en que "como es adentro es afuera", según se suele afirmar. Y en esta misma dirección se mueve Daniel Goleman, divulgador científico y creador de la categoría inteligencia emocional. Goleman lo observa desde la empatía. Aún más que la tolerancia, sería la empatía el verdadero opuesto de la intolerancia.
Empatía es la capacidad de una persona para participar y resonar afectivamente en la realidad de otra, para vibrar en una misma longitud de onda emocional. De allí nace la comprensión y deviene la aceptación. Es imposible empatizar si primero no se registra a la otra persona, si no se la observa con una mirada abierta y receptiva, no mecanizada, no automatizada.
Como cada uno de los pasos y de los ingredientes con que se construyen y sostienen los vínculos humanos sólidos y enraizados, la empatía requiere tiempo y dedicación, presencia activa, no virtual ni formal, no espasmódica ni superficial.

Sordera emocional
"La empatía se construye sobre la conciencia de uno mismo; cuanto más abiertos estamos a nuestras propias emociones, más hábiles seremos para interpretar los sentimientos -sostiene Goleman-. Quienes no pueden interpretar sus propios sentimientos, se sienten totalmente perdidos cuando se trata de saber lo que siente alguien que está con ellos. Son emocionalmente sordos." Desde esta perspectiva, entonces, la intolerancia podría ser definida como una suerte de sordera emocional.
Así como el exceso de ruido puede derivar en sordera, también la desproporción de bullicio exterior puede contribuir a esa marcada hipoacusia emocional que Goleman define como alexitimia. Cuando más se desentienden las personas de sus necesidades profundas y trascendentes, necesidades de orden afectivo y espiritual (no necesariamente religioso) que no pueden tocarse, pesarse, medirse ni valorarse en términos económicos, cuando se diluye la conciencia de que cada vida es parte de un todo, que la incluye y le da significado, se quiebra un sutil equilibrio existencial y el ruido exterior invade todo el ámbito del ser. A esto aluden y aludieron con insistencia agudos y lúcidos pensadores y observadores del paisaje humano, como el propio Frankl, Erich Fromm, Zygmunt Bauman (con su concepto de vida líquida,
como vida sin consistencia ni permanencia), Sam Keen, Ernesto Sabato, Albert Camus, entre tantos más.
El ruido exterior es producido por el consumo ansioso y obsesivo (de bienes, de experiencias, incluso de personas), por la sucesión de vivencias inconclusas (no hay tiempo para permanecer hasta el final de los procesos, para conocer a las personas), por la carrera detrás de medios convertidos en fines (como el dinero, el éxito, la figuración social, el poder). Se trata de un bullicio paradójico. Cuanto menos contacto con el espacio interior (psíquico, emocional, espiritual y afectivo), mayor vacío en ese espacio,
mayor angustia existencial. Y, para tapar el efecto desolador de esta angustia, se busca aun más bullicio. Insertadas en ese círculo angustioso, las personas se desconocen, no se reconocen como semejantes, sucumbe la empatía, se entroniza la intolerancia.
De esto trata, en parte, la muy bella novela Elizabeth Costello, del autor sudafricano J. M. Coetzee, premio Nobel de Literatura en 2003. Elizabeth, la escritora protagonista (un álter ego del autor), reflexiona acerca de las grandes tragedias humanas, acerca de la intolerancia, el genocidio, los desencuentros entre las personas, tanto en lo social como en lo cotidiano. Y piensa que ocurren porque olvidamos una pregunta sencilla, profunda y grandiosa: "¿Cómo sería yo si eso me estuviera pasando a mí?". Cuando la omitimos, dice, cerramos nuestro corazón. El olvido de esa pregunta es, en efecto, un salvoconducto hacia la intolerancia.
En el espacio que dicho interrogante deja vacío, se suele afianzar un concepto que Jaume Soler y Mercé Conangla, mentores de la ecología emocional, consideran consigna básica del intolerante: "Así soy yo, así es el mundo". Es decir, cuando nuestra visión del mundo, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestro ego son el patrón de medida, todo el que no entra en él descalifica. Y es descalificado. Se trata de un modelo de comportamiento tan riesgoso como extendido, ya que al no existir dos personas iguales, los márgenes de aceptación se reducen al mínimo.

La tolerancia intolerante
Como antítesis aparece una clásica frase que se le suele atribuir a Voltaire (seudónimo de François Marie Arouet), el filósofo iluminista francés del siglo diecisiete: "No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte para que tenga el derecho de decirlo". Más allá de que Voltaire haya dicho o no esas palabras (que no aparecen escritas en sus obras), sin duda reflejan una clara idea de la aceptación del otro. Y Voltaire sufrió crudamente, en carne propia, las consecuencias de la intolerancia y el fanatismo.
¿Es entonces la tolerancia el obvio camino de salida? La respuesta no resulta tan fácil como parece. "No me gusta la palabra tolerancia, pero no encuentro otra mejor. La tolerancia puede llevar implícita la suposición injustificada de que la fe de los demás es inferior a la nuestra", escribía el Mahatma Gandhi, líder de la revolución pacífica que derivó en la independencia de la India, en una carta enviada a sus discípulos en 1930, mientras estaba encarcelado. Con sutileza, Gandhi daba en un punto sensible
de la cuestión. Tolerar conlleva, de alguna manera, cierto germen de superioridad. Hay un tolerante y un tolerado. En la tolerancia queda aún un matiz de juicio ("Soy mejor que tú, por eso te tolero a pesar de tus defectos"). El vínculo se mantiene en un plano inclinado; no alcanza aún la paridad.
Acaso por esto se escucha con tanta frecuencia la frase: "Soy una persona tolerante". Es que autodefinirse como tolerante equivale a tener un pensamiento "políticamente correcto". Y en las últimas dos décadas el pensamiento políticamente correcto (aplicado al trato entre las personas, al uso o no de ciertas palabras, a la defensa de ciertas causas) ha tenido un auge notable. Y riesgoso, al menos según el doctor en filosofía francés Vladimir Volkoff (especialista en manipulación informativa, autor de La
désinformation par l'image). "Lo políticamente correcto consiste en la observación de la sociedad y de la historia en términos maniqueos. Lo políticamente correcto representa el bien y lo políticamente incorrecto representa el mal", señala Volkoff. Según su mirada, esta modalidad anula la posibilidad de la discrepancia, exige alinearse en torno de lo que se considera "bueno" y acarrea el riesgo cierto de crear una nueva intolerancia, esta vez hacia quienes no se proclamen "tolerantes".
El profesor de Etica y Economía de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero Lucas, describe a los cultores de esta modalidad como "intolerantes de segundo tipo", los que "no pueden admitir su condición de tales y hasta se muestran como los campeones de la flexibilidad mental". Eso no evita que el germen de la intolerancia perdure en su interior. Pablo Latapí, educador e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México, escribe al respecto: "No quiero imaginarme una sociedad democrática -definida por este concepto- como un conjunto de personas que se aguantan unas a otras, que se
soportan porque no les queda otro remedio y que están reprimiendo sus antipatías y animosidades recíprocamente".

Sobre la aceptación
¿Es imposible, finalmente, ser tolerante? Quizá, después de todo, no se trate de ser tolerante, sino de aprender a aceptar. La aceptación, a diferencia del plano inclinado de la tolerancia, es una interacción que se da en un nivel de paridad. En su Diccionario del uso del español (una de las más bellas herramientas para explorar el idioma), la filóloga María Moliner describe la acción de aceptar como "recibir algo considerándolo bueno". Nada más alejado del prejuicio. Aceptar, en el caso de los vínculos humanos, es tomar al otro sin juzgarlo, acercarse a él como quien se interna en un universo que ofrece infinitos misterios y dimensiones, escucharlo y mirarlo con la intención de percibir en sus palabras y en sus aspectos su singularidad. Aceptar es, también, saber que no se puede cambiar al otro, y que quizá no se debe. Es respetar del mismo modo en que aspiramos a ser respetados, tener en cuenta del mismo modo en el que queremos ser registrados.
En un planeta con más de seis mil millones de habitantes humanos, no existe la obligación para cada uno de tener vínculos con todos los demás. Sería, por otro lado, imposible. Las relaciones interpersonales se establecen a partir de la elección. Elegimos con quién nos vinculamos, y el elegir nos hace responsables de nuestra participación en esa relación. Esto necesita observación, atención, disposición, apertura de mente y de corazón, presencia y tiempo. Los mismos ingredientes forman parte del acto por el cual elegimos no vincularnos con alguien o desvincularnos de esa persona. Y los mismos seis componentes constituyen el más poderoso antídoto contra la intolerancia.
Queda mucho trabajo, personal y colectivo, en el camino hacia la erradicación de la intolerancia en las relaciones interpersonales. Aguarda la tarea de acercar las trincheras de las batallas cotidianas hasta observar los rostros de los demás y empezar a descubrir que se parecen mucho al nuestro. Hay un camino por recorrer para conocer al otro y admitirlo en su identidad. La intolerancia es hija de la ignorancia y madre de las guerras, públicas y privadas, grandes y pequeñas. Aquellos soldados que menciona el historiador Asworth habían hecho ese "peligroso" descubrimiento y los obligaron a olvidarlo. Cristóbal Garro, ex profesor del Colegio Mariano Acosta de Buenos Aires, socio de honor de la Asociación Argentina para la Infancia, dice: "Practicar la tolerancia no significa renunciar a las convicciones personales ni atemperarlas. Significa que toda persona es libre de adherir a sus convicciones individuales y aceptar que los demás adhieran a las suyas propias. Significa aceptar el hecho de que los seres humanos, naturalmente caracterizados por la diversidad de su aspecto, su situación, su forma de expresarse, su comportamiento y sus valores, tienen derecho a vivir en paz y
a ser como son".
Para salir de la intolerancia es preciso aprender una tarea que requiere de las herramientas más valiosas de la inteligencia humana: la de usar los zapatos del otro y sentarse en su silla. Desde allí se asiste a una experiencia siempre deslumbrante y enriquecedora. La experiencia del encuentro.


*Por Sergio Sinay revista@lanacion.com.ar

Para saber más:
www.inadi.gov.ar
www.humanrightsfirst.org
www.intolerantesanonimos.org

De todos
Desde 1995, y por iniciativa de la Unesco, cada 16 de noviembre se conmemora en todo el mundo el Día Internacional de la Tolerancia. En los fundamentos se recuerda que el desarrollo de la tolerancia y la confianza es algo que requiere tiempo y esfuerzos, y que fomentarla supone el acceso a la educación, mientras que la intolerancia suele tener sus raíces en la ignorancia y el temor a lo desconocido, al "otro", a otras culturas, religiones y naciones. También, falsas nociones acerca del orgullo y una
baja autoestima son factores que estimulan la intolerancia, se argumenta.
La intolerancia es un inquietante fenómeno de alcance mundial -se reconoce en la Unesco- que toma características locales y nacionales específicas. Su erradicación depende en mucho, por lo tanto, de las medidas locales, nacionales e individuales que se adopten. Se trata de una responsabilidad de la que nadie escapa.

Intolerantes anónimos
Intolerantes Anónimos (IA) es un organismo auspiciado por el Consejo de la Juventud de España (CJE) que reúne entidades juveniles y fue creado en 1983 por los Consejos de Juventud de las Comunidades Autónomas y organizaciones juveniles del ámbito estatal. A través de IA se puede ayudar a erradicar la intolerancia en los aspectos sociales y personales, y también se puede pedir ayuda para combatirla en uno mismo. Intolerantes Anónimos propone el siguiente decálogo:

1.- Educar en el respeto a los derechos humanos.
2.- Respetar el derecho a la propia identidad, compatibilizándolo con la igualdad de oportunidades.
3.- Superar la tendencia a buscar certezas absolutas, aprendiendo a relativizar el significado que damos a la realidad.
4.- Predecir y comprender las propias emociones y las de las otras personas de nuestro entorno.
5.- Adaptar la educación a la diversidad de las personas, luchando así contra la exclusión.
6.- Fomentar el aprendizaje cooperativo para que el éxito de los demás sea el propio éxito.
7.- Resaltar los valores y los aspectos más positivos de las diversas culturas.
8.- Superar los modelos etnocéntricos para que la cultura mayoritaria no se sobrevalore en detrimento de otras culturas.
9.- Promover la participación social de todos los ciudadanos colaborando, desde un status de igualdad, en objetivos compartidos.
10.- Propiciar modelos básicos de convivencia seguros y empáticos que permitan construir sobre ellos la igualdad y la tolerancia.

Delitos
Los delitos por intolerancia aumentaron el año pasado en Estados Unidos al menos un 8%, según el FBI. La policía estadounidense reportó 7722 incidentes criminales durante 2006, en todo el país, contra personas o contra la propiedad, como resultado de intolerancia hacia una raza, religión, orientación sexual, etnia, origen nacional o incapacidad física o mental.
Eso marca un incremento del 7,8% respecto de 2005. A su vez, la organización Human Rights First presentó un informe inquietante que abarca desde 1984, cuando comenzó el monitoreo del crecimiento de la intolerancia, hasta el año pasado. Los crímenes que tienen esa motivación no han cesado de crecer.
Los datos no son más tranquilizadores en Europa, donde las autoridades de la Unión Europea ven cómo se incrementan, en número y en violencia, las agresiones motivadas por intolerancia étnica, sexual, de género, religiosa o económica. No hay datos específicos en la Argentina, aunque bajo los efectos
de la globalización la pregunta sobre lo que éstos mostrarían merece explorarse.


*Fuente: LA NACIÓN
http://www.lanacion.com.ar/edicionimpresa/suplementos/revista/nota.asp?nota_id=972201





Sí, existe*


*Por Diana Baccaro dbaccaro@clarin.com


¿Má, Papá Noel existe? Estos días, como sucede desde hace miles de años, chicos de todo el mundo hacen la misma pregunta, y no es un engaño decirles que sí, que existe. Es un juego, una ceremonia lúdica en la que participa toda la familia. En 1897 una nena le escribió a un diario: "Estimado director: Tengo 8 años. Algunos de mis amiguitos dicen que Santa Claus no existe. Mi papá me ha dicho que si lo dice el diario, existe". Francis Pharcellus Church fue el editorialista del New York Sun encargado de
responderle: "Tus amiguitos se equivocan, sólo creen en lo que ven (...) Sí, existe; de lo contrario no existirán las fantasías que vuelven tolerables nuestra existencia".
No, no es un engaño. ¿O acaso lo son los libros que hacen hablar a las hadas?


*FUENTE: http://www.clarin.com/diario/2007/12/23/sociedad/s-04605.htm






ANGELICA GORODISCHER: ESCRITORA
Aún extraño a Jap, mi perro de la bolsa*


No voy a decir qué año ni qué década ni qué momento ni nada, pero todo era muy distinto. ¡Qué Papá Noel ni qué camarones fritos! ¡Qué arbolito de Navidad ni qué ombú de las pampas! Todo era mucho más calmo y silencioso.
Casi secreto. Armábamos el pesebre. Las figuras y los decorados estaban guardados en una caja en la parte de arriba del placard del dormitorio de huéspedes que no se usaba casi nunca y había que subirse a una escalerita y sacarla. Abrir la tapa: uy, qué olor a naftalina. Llevar todo al sol.
Reparar la piel de la vaca que estaba medio pelada y el manto de María que se había descolorido en los bordes. Armar, por fin el escenario y quedarse arrobada mirándolo: pastores, reyes, animales, estrellas, montañas, casi de todo. Casi un mundo.
A ese mundo le habíamos pedido cosas: muñecas, bicicletas. Una vez pedí un perro pero no hubo nada que hacer: me trajeron uno de juguete. Lo extraño fue que yo lo quise como si fuera de verdad y que todavía lo recuerdo: Perico Jap se llamaba y tenía orejas largas y peludas.
Esa noche no había grandes mesas familiares ni brindis a las doce. Una se iba a dormir temprano, comiéndose los codos de impaciencia. A la mañana siguiente era la cosa, cuando nos encontrábamos con nuestros regalos. Y a mediodía venían las tías viejas a almorzar. Después, con el perro de juguete o la muñeca apretada junto al pecho, nos íbamos a jugar y a esperar otra vez a que pasara otro año y llegara otra Navidad llena de esperanzas y de contento.


*FUENTE: http://www.clarin.com/diario/2007/12/23/sociedad/s-04708.htm






Ese día en que todo lo perdido vuelve*



La juventud termina, dice Isak Dinesen, cuando comprendemos que nuestro destino es exactamente igual al de los otros. Entonces empiezan a importar los ritos.
El año pasado, para las fiestas, yo me fui, solo, a Lisboa. Anduve largamente por callejones empinados, bajo guirnaldas de lucecitas; me sentaba melancólico a tomar café con la estatua de Fernando Pessoa; veía pasar familias con regalos y coros de niños que interrumpían sus villancicos bajo el abucheo de la llovizna y, aunque me preguntaba qué cuernos hacía tan lejos, no conseguía comprender. Hasta que una mañana, mientras buscaba la salida del laberinto del barrio árabe, se desató una tormenta y sin saber bien lo que hacía me refugié en la Iglesia de la Concepción, la más antigua de la ciudad, la única que se salvó del terremoto de 1775. Estaban celebrando misa. Como era día laborable, en la inmensa nave en sombras y ante un cura vestido de dorado y blanco, tiritaban sólo unos cuantos ancianitos. Pero cuando uno de ellos avanzó hasta el púlpito y empezó a leer las Escrituras, tratando de imponer su voz por sobre el trueno y el diluvio, de pronto, digo, comprendí. Arrullado por la música de los versículos me distraje de lo que decían; y pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en la tormenta y en la ciudad inhóspita, pensé en los barcos azotados contra el muelle y pensé en el mar que más de cien años atrás habían cruzado mis bisabuelos portugueses. Pensé, en fin, en ese rito que como durante siglos seguía acogiendo a ancianos y extranjeros, a aquellos que no tienen con quién compartir su memoria, y me dije, de pronto: "Esto es la poesía". Y no me pregunten por qué, pero también pensé: "Esto soy yo". Comprendí, digo, y fue mi forma de comulgar.
Por favor, entiéndanme: aquí, en la Argentina, Jamás piso una iglesia: soy, si Borges no me engaña, agnóstico. Y la mayoría de los curas me parecen similares a aquel sacerdote lisboeta que se impacientaba a cada vacilación del viejito lector y que luego recitó la liturgia con la desgana de cualquier burócrata. Tampoco hablo de las ceremonias patrióticas. Después del genocidio, de la guerra de Malvinas, de las leyes que consagraron la impunidad, me repugna toda fiesta que incluya a los culpables, y si alguna vez me llevan por confusión o por fuerza, seré aquellos que arriman la silla vacía a la mesa de los saciados, quienes devuelven a su fuente "la fruta podrida con que lacayos quieren envenenar mendigos".
Hablo de los ritos privados, secretos, que inventamos cuando volvemos de los pocos sitios en que el recuerdo revive, un jueves en Plaza de Mayo, una madrugada en el boliche cuando nuestra misma conversación parece una manta de retazos, el cumpleaños de un hijo huérfano que se vuelve, de pronto, la celebración de un antiguo deseo de dos. Hablo, en fin, de esos ritos que nos inventamos para que en nuestra soledad, como en el día de la creación, vuelva a escucharse el Verbo, porque nos sentíamos perdidos y estalló la tormenta, porque acabó la juventud y ya no tenemos con quién compartir nuestros recuerdos, y porque sólo volver a actuar como antes da sentido a esto que somos.
Sé de gente que pone a girar viejos discos de vinilo, y hay quien arregla su jardín y reparte en macetitas gajos de árbol antiguo. Hay quien prepara pan dulce tan sólo para resucitar una antigua artesanía y hay quienes se preocupan por conseguir uvas para comerlas una a una a las doce del 31 al ritmo del viejo reloj de un abuelo gallego que inició la tradición. En cuanto a mí, este año que tengo menos dinero y menos trabajo también, he estado desarmando y limpiando, pintando y volviendo a armar una cajita de madera balsa, tapa de vidrio y fondo de corcho, que un estudiante de zoología fabricó para clasificar insectos hacia 1975, y que su madre me ofreció hace un tiempo y yo acepté para guardar mis lápices. Bajo la caricia de la lija, tantos años después, la madera estuvo soltando para mí, como un secreto, su perfume de savia, y yo me acordé de aquel fin de año en que él y sus compañeros se preguntaban cuál sería la bandera que empuñarían el día de los grandes festejos, el Día de la Revolución, y un amigo proponía izar el delantal con que su madre, cada mes, limpiaba la silla donde se sentaba brevemente el patrón que venía a cobrar el alquiler. Yo, en cambio, para la fiesta eterna elijo, no el dolor que protejo en mí con el pudor del amor y el cuerpo, sino la breve fajita de letras blancas que identifica a la caja con un nombre científico: Familia Chrisomelidae.
La elijo como bandera, digo, sin saber si la cajita guardó insectos o mariposas, porque siento que es una buena forma de nombrar esta nueva familia que fuimos construyendo, este lazo que nos reúne en la tormenta como un templo disperso, este rito en el que todo lo perdido vuelve, vuelve, desde allí en donde esté. Familia Crisomelidea, sí: vos, yo, nuestros muertos y nuestros hijos, nuestra poesía y nuestro inmenso silencio. No un museo: un antiguo deseo en marcha. Familia Chrisomelidae, y ya no importan nuestros nombres.
El año pasado, en Lisboa, conocí mi primer fin de año en invierno. Mientras iba solo, recorriendo monumentos llovidos con una guía turística y un paraguas maltrecho, comprendí con cierta envidia para qué se sirven turrones, nueces, chocolates, en las fiestas: para esperar, para invitar, para acoger a las visitas ateridas de frío y de misterio. Y ahora que dejo de escribir y vuelvo a poner mi lápiz en la caja, ahora que cierro su tapa de vidrio, siento que escribo, sí, para volver a esperar, que acabo de tender mi mesa y la fiesta recomienza.
Y llaman a la puerta.




*De Leopoldo Brizuela.
Publicado en la edición de Clarín del viernes 29 de diciembre del 2000.






Incendios*

Es una vieja promesa: tenemos el desierto por delante y dos motos que responden bien. La mía es una ruidosa Tehuelche de industria nacional. Mi padre, desde su Vespa, se vuelve y me grita que ahí el general Roca chocó con los indios. No sé si es verdad porque mi padre es un mistificador de la
historia nacional, un mentiroso de aquellos. Va con el pucho en los labios y las antiparras blanqueadas por el polvo, estira el cuello como si se asomara por encima de la historia. En el maletín lleva pastelitos de dulce de membrillo y tortas fritas que compramos en Acha antes de internarnos en el puro desierto. Para mí es como estar en un cuento de Kipling, pero sin árboles africanos.
Mi padre había prometido volver a su mocedad de motores y distancias y esa aventura calzaba bien al esplendor de mi juventud. Ahí donde él dice que fusilaron a los indios hay como un paredón de piedras que han llegado de otro sitio pero cómo, para qué. Vamos por el huellón que años después será una ruta y al entrarle a la curva, cerca de los abrojos, mi padre hunde las ruedas en el polvo y sale lanzado por encima de los matorrales. Es un polvillo liviano y traicionero que cualquier buen piloto habría tomado en
diagonal, como se encaran los rieles o las grandes verdades. Pero mi padre no es el avezado rutero que dice ser. A tantos nos pasa. Sus consejos son siempre buenos pero no hay manera de que los ponga en práctica a la hora de necesitarlos. Y ahí va, volando como una gigantesca águila blanca, planeando
sobre el campo y los lejanos tiempos en que estuvo enamorado por primera vez. La caída es estrepitosa y ridícula; una rodada de anchos pantalones de sarga a los que van a pegarse los abrojos y los malos recuerdos. Lo jodido de ser joven, supongo que piensa mi padre mientras me mira avergonzado, es
que lo peor todavía está por venir. Creo que habrá pensado así mientras se sacaba los abrojos como si fueran pulgas.
La cantimplora se ha volcado, la moto no deja de bramar ahí tirada; el matorral de espinillos petisos se inclina con el viento. Dejo la Tehuelche en la hondonada y voy a buscarlo. Tiene una sonrisa boba, metida para adentro, como si lo hubieran sorprendido robando naranjas. Se levanta las antiparras y me dice que un golpe de aire le torció el manubrio justo cuando buscaba la diagonal. Si fuera a creer todo lo que dice no estaría detrás suyo, en esas fronteras que ahora vuelven a mí para cruzarse con otras que
intuyo adelante. Le paso las manos por debajo de los brazos y lo levanto hasta que al fin hace pie. Le da una patada furiosa a la Vespa y de pronto me señala un resplandor: una mancha roja que se abre paso por debajo de las nubes, allá donde nuestro camino se pierde en el horizonte. Ya había visto otros incendios me dice, pero en el río, cerca de Campana, nunca en el desierto.
Levanta la moto, comprueba que está bien y me indica unos arbustos que pueden darnos un rato de sombra. saca los pastelitos y prepara el mate en silencio. Al rato me doy cuenta de que se está devanando los sesos para encontrar una manera de atravesar el incendio sin quemarse el bigote. Le
digo como al pasar que tal vez sería mejor volver a Acha con el fresco de la noche. Enseguida se le tuerce la boca en un gesto sobrador. Otra vez me quiere mostrar su omnipotencia. Sólo que ya soy grande y no me creo lo suyo.
De chico me impresionaba porque sabía hacer cálculos complejos y se conocía de memoria las capitales de todo el mundo, pero después empezamos a alejarnos, a mirarnos con respeto, pero sin ternura. Ahora me daba cuenta de que ya venía jugado. Andaba buscando incendios no para apagarlos, sino para
desafiarse a sí mismo; cruzaba ríos por el gusto de ganarle a la correntada y si le inventaba historias a los próceres era porque anhelaba haberlas vivido en carne propia. Como si fuera Roca peleando contra los indios. Así le iba: desde que salió a las provincias llevaba rotos un brazo, la cabeza y varias costillas. Piloteaba cualquier cacharro a toda velocidad sin enterarse de que era pésimo al volante. A veces iba preso o lo trasladaban por irrespetuoso. Casi siempre terminaba mal. Por eso, quizá, rumiaba la idea de irle de frente al incendio y al caer la noche trazó la hipótesis, escuchada en alguna parte, de que la mejor manera de combatir el fuego es ponerle más fuego.
Insisto en volver a Acha y él se pone furioso. Un tipo joven y que lleva su apellido no puede ser tan cagón, me grita y enumera imposibles blasones familiares. Sabe que no vamos a cruzar entre las llamas, pero un día podrá contar que fui yo quien se lo impidió. Al rato abre el bidón de nafta que llevamos de emergencia y se sienta a dibujar en la tierra el círculo de seguridad que se propone crear quemando un kilómetro de arbustos. Lo dejo hacer, lo escucho y me digo que nunca ha dejado de ser un chico. Todo lo
hace sin pensar en las consecuencias. Esa clase de tipos que salen a comprar cigarrillos y tardan cinco años en volver.
A la hora de la cena el fuego aparece allá enfrente y una humareda negra cubre la luna. También, por fortuna, se ven relámpagos y pronto empiezan los truenos y las primeras gotas. Supongo que ha estado rezando para que Dios lo saque del apuro, pero lo primero que le oigo murmurar es que así debe ser el
Apocalipsis. Fuego y agua, vientos cruzados; víboras que huyen y pájaros incendiados. Mi padre levanta los puños como un poseído, recita salmos de desastre y corre en círculo vaciando el bidón. Me dice que lleve las motos bien lejos y cuando vuelvo prende el encendedor. Un par de veces se lo apaga
la lluvia hasta que por fin una mata toma fuego. En ese momento no pienso en el peligro, sino en el ridículo. Para que no entren las víboras, dice, por eso hizo un redondel de llamas. Furioso, lo agarro de las solapas y le grito que basta, que se deje de joder. Ya está lloviendo a cántaros y no tenemos
con qué cubrirnos. Al fin me pega un empujón, tose y se sienta a contemplar el desierto que ha elegido para medirse con sus fantasmas. Ya es tarde para salir de ahí porque el agua ha embarrado el camino. Igual, nunca me había pasado de sentirme tan dispuesto a romper con él y sus manías. Fui corriendo
a buscar la Tehuelche y empecé a desandar el camino, entre relámpagos. no me importaba abandonarlo a su suerte. Sin público que impresionar iba a volverse más razonable, supuse en ese momento y todavía pensaba lo mismo cuando escampó y me senté a esperarlo en una estación de servicio.
Pero no vino. Pasaron helicópteros, bomberos, tropas de auxilio y mi padre no llegó. Pregunté si habían encontrado gente atrapada allá y me dijeron que a dos alemanes y un viajante de comercio. Dormí un rato en el galpón de la gomería, cargué nafta y me largué de nuevo por el desierto. El campo tenía
una extraña tersura esmeralda que fulguraba con el sol. Los arbustos habían ardido hasta que el buen dios que acompañaba a mi padre les mandó un chaparrón. Sobre los huellones había grandes pájaros quemados y eso sí que no pude olvidarlo nunca.
Volví muchas veces a la llanura y siempre pensé en mi padre y en mí, en aquel que era entonces. Ahora el niño soy yo y mi juguete es la palabra: puedo hacer que ardan de nuevo aquellos pájaros y trazar un arco iris al amanecer. Ahí está mi padre, en un boliche a la entrada del pueblo. Lleva un piloto largo y parece Clint Eastwood al final de Los imperdonables. Está un poco borracho y al verme llegar se le dibuja en los labios una mueca de desdén. Me siento frente a él y pasamos una hora en silencio. De tanto en tanto, tose hasta ahogarse. Por fin, cuando se le terminan los cigarrillos, me mira a los ojos y me pregunta a dónde voy.
Al mismo lugar que él, le contesto. A comprarle juguetes para que crezca y de una vez por todas aprenda a andar solo por el mundo.


*de Osvaldo Soriano. Incluido en "Piratas, fantasmas y dinosaurios"
Editorial Norma. Bs. As. edición de 1996.






*

Queridas amigas, queridos amigos:

El domingo 23 de diciembre del 2007 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor argentino Ariel Ramírez (La Misa Criolla). La música de fondo serán villancicos del Coro de Lia Molina. Comentarios sobre la navidad en Latinoamérica y Austria de Walkala, Maximilian Schönberger y Johannes Rössler.
¡Les deseamos una feliz audición, unas alegres fiestas de fin de año y un feliz inicio del 2008!



ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!



REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067




Los escritos del año...*



Les propongo que cada cual elija un texto.
Uno solito de aquellos textos que le hayan conmovido más entre aquellos publicados en Inventiva durante el 2007. Asi despedimos y recibimos un año con una antología construida entre todos.

(Hasta el 30 de diciembre inclusive, espero vuestra elección)

Abrazo fuerte y lo mejor al porvenir para cada uno.


*Eduardo F. Coiro inventivasocial(arroba)hotmail.com







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