domingo, junio 08, 2008

COMO SI UN ÁNGEL LOS SOSTUVIERA



* Foto de Valeria Marioni y Florencia Soler Abbate. hijasdelviento@hotmail.com



Aurora Nº 1*


*Vicente Feliú


Te ruego no olvidar amores anteriores
que son como peldaños de un camino hacia siempre.
Te ruego no olvidar alegrías ni dolores.
Te ruego no olvidar. Olvidar es la muerte.

Una mirada azul, un beso de mañana,
son gestos que al quedar, te conforman el ser.
Invita a sonreír toda nueva esperanza
si miras lo pasado, si insistes en crecer.

No temas recordar otro nombre en mi lecho,
piensa que al corazón no lo colma un color.
En todo acto de amor hay tanto de ocurrido
que si a olvidarlo fuera, no quedaría ni amor.

A cuánta amada ida habrás de agradecerle
los momentos tremendos que ahora vivo contigo.
A cuántos que has amado agradezco en silencio
los símbolos del sueño, del candor y el cariño.

Si cabe conclusión en un canto a la vida
sin que suene a discurso aprendido en boleros,
si cabe conclusión, a flor de despedida,
no olvides que el amor es asunto de todos.



-Enviado para compartir por María Bar. mariabarleiva@yahoo.es





COMO SI UN ÁNGEL LES SOSTUVIERA EL ALMA...




PERRA CON RUEDAS*



Una amiga adhería a la frase "la mujer que sabe cocinar tiene que ocultarlo", una millonaria ejecutiva dijo hoy que las mujeres son buenas en los negocios pero después, para explicar su éxito comercial, dijo "pienso como un hombre".
Crecí en una biblioteca libre, donde yo sacaba los libros que me llamaban desde los anaqueles. Todos estaban escritos por hombres. Yo pensaba que si quería escribir, debía hacerlo como si fuese un hombre y buscar un seudónimo al estilo de George Sand.
El feminismo trajo muchas conquistas y significó un avance en importantes temas, permitió accesos vedados y abrió numerosos espacios y armarios cerrados desde siempre. Pero nos quitó la inocencia de mostrar la ternura a flor de ojos, la piel que se estremece por una tristeza etérea.
Tenemos que pensar como hombres si queremos un lugar de los conquistados tan duramente. Eso nos han dicho.
Una mujer exitosa no puede permitirse la ternura, la vulnerabilidad, la emoción fácil y sincera. Eso nos muestran las mujeres exitosas y sus pares masculinos quienes les exigen conductas masculinas.
Sin embargo, hace un tiempo vi una película en la que moría un perrito y lo enterraban en la nieve. El suelo estaba congelado, lo taparon con nieve y nada más. Al final, contra toda lógica, cuando llega la primavera vemos cómo se derrite la nieve, vemos un mechón de pelo que queda expuesto, vemos,
contra toda lógica, si, que el perrito se levanta, se sacude, se aleja trotando con esa felicidad alocada de las criaturas pequeñas. Y una llora, y sonríe, y siente que el mundo a veces puede ser redimido con un milagro.
Contra toda lógica.
La directora de esa película de la que no recuerdo el nombre era, claro, si, era una mujer. Y filmó una cosa de mujeres. No pudo resignarse a dejar morir el perro en el relato ya que podía evitalo.
Y también es de una mujer el remate del film en que un hombre va a hacer sacrificar a su perra, vieja y enferma, para que no sufra. Se lo dice a la amante, quien lo acaba de despedir para que ya no vuelva. Cierra, ella, la puerta. La vemos en su departamento, sola, muy sola, alelada por la soledad reconcentrada que le espera. Vemos cómo corre hacia la puerta, vemos cómo alcanza al amante en la escalera. Una piensa que se asustó, que se arrepintió, que le va a decir que va a seguir siendo la otra, la segunda, la trampa. Pero le dice, solamente esto, le dice que necesita hacerle una pregunta. Nada más, no escuchamos ni vemos el final de la conversación en la escalera. Termina la escena.
Después un cartel nos advierte que han pasado seis meses. La mujer trota en una costanera. La cámara la deja pasar, y vemos, detrás, a la perra de su ex amante corriendo feliz con esa sonrisa que tienen los perros cuando corren, y corre con las orejas voladizas y con un aparato de rueditas atadas
a la cadera. Cómo no llorar en el cine, en el camino de vuelta a casa, cómo no llorar ahora que lo escribo.
La directora de esta película de la que sí recuerdo el nombre, "The Savages", es, y claro, si, es una mujer. Cosa de mujeres el filme. Cosa de mujeres. Trata de padres, hijos, soledades y renuncias. Trata del mundo real y de cómo hacerse cargo de ordenar un poco el pequeño mundo de las pequeñas vidas. Cosa de mujeres, ciertamente, la de ordenar las gavetas y las repisas, hacerse cargo de los niños y los ancianos. Enjugar lágrimas.
No hay nada reprensible en ser tiernas, en ser vulnerables, en dejar que el mundo nos conmueva. Renegar de una misma hace que los espejos reflejen monstruos. Nos mata lentamente, insidiosamente, de a poco y desde adentro. Si es el amor, si es la ternura la que nos define. Una mujer jamás estará sola. Siempre encontraremos una planta, un gato, una perra con ruedas a quien amar, mientras recogemos pedazos de vajilla, colocamos fotografías en los portarretratos y tendemos la cama.
Y a mucha honra.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com








LA OCTAVA MARAVILLA*



*De Vlady Kociancich.


30



Profundamente dormido crucé el Atlántico. En sueños me habrán bajado del avión durante la escala en Madrid, porque después no lo recordaba y me desconcertó encontrarme en Orly con la tarjeta de tránsito en la mano. Mientras los otros pasajeros pegaban la nariz a los ventanales del aeropuerto para la mirada nostálgica que exige el paso por la Ciudad Luz, yo no sacaba los ojos de mi Bulova. Eran las cinco de la tarde. A las ocho y treinta salía el último vuelo de Francfort a Berlín.
De acuerdo con la opinión de compañías aéreas, una hora basta y sobra para cambiar de avión. Pero tengo una desagradable tendencia a recordar mejor mis fracasos que mis éxitos. Empecé a inquietarme. Miraba cada uno de los relojes electrónicos. Como robustos hermanos mayores, todos corroboraban la vocesita de mi Bulova. Al temor de leer mal la hora se agregaron, muy pronto, otros miedos igualmente ridículos: el de no oír la llamada de embarque, el de equivocarme de avión. Cuando el altavoz anunció una salida, corrí hacia la puerta numerada. era Braniff hacia Nueva York. La gaffe me serenó. Comprendí. No. No era tan tonto preocuparse.
Si perdía el último vuelo a berlín estaría obligado a pasar la noche en Francfort, sumando una mañana más al día de atraso. No me importaba tanto llegar tarde a la feria como encontrar que mi reserva en el Kempinski había vencido. Caer en una ciudad europea en medio de un congreso y sin habitación reservada significa, con suerte, una pieza en los suburbios, sin suerte, el tren. Me gusta tomar, cuando hay ocasión, el Trans-European Express, o cualquiera de sus parientes, pero la idea de andar pasando en sueños de ciudad a ciudad, en ese último recurso de alojamiento, mientras la ITB y mis obligaciones esperaban, me ponía nervioso.
Entre París y Francfort, no hice otra cosa que rezar que fuera cierto el lugar común de la eficiencia germana. de tanto en tanto, Fiumicino se me aparecía, bello y terrible como Lucifer, para recordarme la maldad de que es capaz un aeropuerto cuando se viaja con apuro. A manera de cruz, yo empuñaba el folleto de Lufthansa.
Cuando bajé en francfort sudaba. Pero Lufthansa no había mentido. Con infinito alivio contemplé las torres, rampas, pistas, aceros, vidrio, plástico, el duro estilo del futuro.
Me encontraba en uno de los aeropuertos más modernos del mundo. Tan moderno que en vez de carteles, los largos e intrincados pasillos tenían una señalización hecha de letras sueltas y números. La novedad me divirtió. Pensé: "Un siglo más y nos comunicaremos con el abecedario y los números primos".
Delante de la impecable cinta transportadora, que trajo mi equipaje inmediatamente, seguía riéndome solo, imaginando libros y diálogos cifrados que traducirían gigantescas computadoras a lectores ciegos y conversadores mudos. Así conté los paquetes de revistas (no faltaba ninguno), recogí la valija, apilé todo en un carrito reluciente. Ahora debía marchar al mostrador de Pan american y comprar el pasaje para Berlín. Entonces se me cortó la risa.
¿Dónde estaba el mostrador de Pan American?
Miré a mi alrededor. Hermosas letras y elegantes números. B-4, Cc-6a, AR-5. Y así, sucesivamente. El último de los pasajeros bajaba, inalcanzable, por una escalera mecánica. Tardé preciosos minutos en descubrir los teléfonos de información. Otros, en descifrar el cartel con instrucciones.
Medio minuto más en elegir entre los cinco idiomas. Aunque parezca absurdo, en estos casos siempre voto por el inglés. No porque lo domine tanto como para preferirlo a la lengua madre sino porque las eses sibilantes, la jota y la zeta del español, me confunden.
El diálogo fue corto.
-¿Podría informarme dónde se encuentra el mostrador de Pan Am?
-Segundo piso, corredor 3B, sección M, punto 4.
Colgué. Marqué el número del francés.
-¿Podría informarme donde se encunetra el mostrador de Pan Am?
Tampoco entendí, pero la voz de la telefonista sonaba más amable en la lengua de Hugo, de modo que me atreví a preguntar:
-Disculpe, pero no logro orientarme. ¿Cómo debo hacer para llegar al mostrador de Pan Am sin guiarme por letras y números?
Un silencio. Tal vez una muda exclamación: ¡Sudamericain!
-Muy bien. Dígame en qué piso está usted, señor.
Eché una ansiosa mirada a mi alrededor. Con tanta rampa, desnivel y entrepiso, no era fácil determinar si estaba en el primero, el segundo o el cuarto. Colgué.
el miedo de perder el avión multiplicaba espirales, ángulos, puertas que daban vaya a saber adónde. Iba a empujar el carro hacia cualquier salida cuando apareció un piloto de SAS. En medio de mi angustia no atiné a pedirle que me indicara el camino hacia Pan American. Le pregunté en qué piso estábamos. Sacudió la cabeza con esa tristeza resignada de quien corrobora, una vez más, la abundancia de estúpidos en el mundo, mientras yo, empujando el carrito, volaba hacia el teléfono, marcaba el número que me quedaba (el del español) y gritaba:
-¡Estoy en el primero, señorita, en el primero!
-Esto es Informaciones, señor.
la fría voz, española de diccionario, me serenó. Expliqué, me contestó:
-Debe descender un piso.
Ahora no estoy seguro de que oí descender. quizá dijo ascender.
Descender. Bien. Ni rampa, ni ascensor, ni declive. Nada más que la escalera mecánica. De sólo mirarla daba vértigo. y yo con un carro cargado de treinta kilos de revistas, más veinte de la valija, más el sobretodo. conocía esos carritos y sabía que fueron fabricados para engancharse automáticamente a los peldaños. Pero me costaba creerlo. Desde arriba, asomado al abismo, imaginé la valija despanzurrada, toda mi ropa en el piso. ¿Y con qué papel, con qué hilo armaría nuevamente los paquetes de ejemplares de ALAT?
Tragué saliva, empujé el carrito y salté tras él. El descenso me pareció eterno. Cuando estuve a salvo, fui informado de que el mostrador de Pan American quedaba dos pisos más arriba. Todavía hoy tengo pesadillas con esas escaleras mecánicas.
De la media hora que me restaba para alcanzar el avión, empleé cinco minutos en juntar coraje para meter el carro en la vía y escalar la cumbre. Me aterraba pensar en la posibilidad de un desenganche y yo, ahora debajo del carro. Apelé a la lógica: si el carro había descendido plácidamente, ¿por qué no iba a ascender de la misma manera? Tres segundos más tarde, a medio camino entre la cima de esa montaña y el hospital, rezaba: "Eficiencia alemana, Dios, que exista, que no me falle ahora, que no me toque un error de fábrica, un obrero distraído, un arquitecto imprevisor". Miré hacia atrás y tuve que agarrarme del pasamanos con todas mis fuerzas para no caer arrastrado por el vértigo. Intenté concentrarme en el punto de destino. "Para desenganchar el carro, acordate, hay que apretar los frenos y empujar y ya está". Vi el piso tan cerca que ya me creí en él, volando en dirección al mostrador de Pan
American. Apreté los frenos. Empujé.
Y el carro se trabó.
Se trabó y empezó a caer, milagrosamente enganchado tadavía, esa mole de valija y paquetes y metal, sobre mi cuerpo. No tenía escape por ninguno de los costados. Sin una gota de pudor, grité. Mi ángel de la guarda andaría por el aeropuerto de Francfort, me escuchó. Unas manos fuertes agarraron las manijas del carro, tiraron hacia arriba. Las mías, flojas por el vértigo y sudadas, no habían apretado suficientemente los frenos.
-Danke schön, danke schön -balbuceé.
Mi salvador era un hombre joven, un típico alemán de pelo rubio y ojos grises, que me ofrecía una sonrisa tranquilizadora.
-Bitte sehr.
Quise decirle que me había rescatado de la muerte (por lo menos de una estadía en el hospital más cercano con algunos huesos rotos) pero no hablo alemán. Hice un gesto de impotencia:
-Ich sprache nicht Deutsch.
-Ja. -La sonrisa brilló en su saludable cara alemana, se encogió de hombros y prosiguió su camino.
Temblando todavía, con un terrible dolor de cabeza y una puntada en el estómago, llegué al mostrador de Pan American. Minutos después me desplomaba en el asiento del último vuelo a Berlín. aturdido por la estremecedora experiencia de las escaleras mecánicas, agotado por la carrera, los nervios y luego la felicidad de avanzar hacia la cama en el Kempinski, cerré los ojos. me despertó la azafata con un golpecito en el hombro. dijo algo en alemán, yo asentí. Había aceptado el bocado de rigor.
Me disgusta comer en los aviones, en bandejita, platos y cubiertos de chiste, rodeado por extraños. Pero cuando la chica puso delante de mis ojos un sandwich anémico, sentí hambre y lo devoré. en vez de Coca-Cola, pedí una cerveza. El sandwich, más que una comida era una excusa, y la cerveza aunque milagrosamente fría, no estaba buena. sin embargo, me animaron. Por primera vez volví la cabeza hacia mi compañero de asiento.
Era el alemán de las escaleras mecánicas. Leía Stern muy concentrado y fumaba un cigarrillo de tabaco fuerte. la coincidencia me alegró y me entristeció al mismo tiempo. Tenía ganas de hablar con él y no sabía alemán. No soy demasiado comunicativo, pero el agradecimiento por su oportuna intervención rompió las barreras de la timidez y del idioma.
-Bitte... Du bist... Ich bin...
alzó los ojos de la revista y me miró sin reconocerme.
-Ich bin der man in dem mekaniken "stairs"...
Sonrió ahora.
-Ah, ja, bitte sehr.
tendría aproximadamente mi edad, pero levaba sus treinta años con la displicencia física del hombre que hace mucho deporte o vive al aire libre. La camisa de cuello abierta, los jeans, la tricota de lana anudada en la cintura, el informal corte de pelo (como si se lo hubiera tijereteado él mismo en un arranque de apresurada pulcritud), lo rejuvenecían. Vi arrugas junto a los ojos claros, celestes o grises. Muchas y hondas. No le agregaban años. Eran arrugas de risa.
esa cara, con esa sonrisa fácil y esas arrugas que parecían tener vida propia, me pareció extraordinariamente simpática. Hacía pensar en una de esas raras personas de naturaleza bondadosa, a las que todo divierte, que todo lo disfrutan.
-Ah, ja, die stairs! -exclamó.
Stairs. ¿Comprendería inglés? Le pregunté. Sí, comprendía.
Nada acerca tanto a dos desconocidos como compartir un idioma. Su inglés no era muy bueno -vocales demasiado abiertas, consonantes demasiado blandas, una sintaxis trabajosa que destilaba pesadamente del alemán- pero nos entendíamos. Sobre todo, me entendía. Cómo hablé.
Dos razones explican mi verborragia. Una, la lasitud que sucede a un estado de excitación violenta; dos, me daba cuenta de que a él le costaba hablar inglés y sentía la necesidad de mostrarme generoso con mi salvador llenando los blancos del diálogo.
Le hablaba de la Feria de Berlín.
-¿Usted es uno de los expositores? -preguntó.
Dije que asistía como periodista y, arrastrado por la elocuencia, exageré bastante sobre mi profesión.
-Así que escribe -comentó, como si ese hecho le interesara particularmente.
Me disculpé. Tanto como escribir, en fin. Pero traducía. Una repentina nostalgia por el postergado cuento de Conrad, que cargaba en todos mis viajes con la vana esperanza de traducirlo, me llevó a confesarle:
-Me gusta mucho traducir, tal vez porque se parece más al hecho literario que cualquier trabajo periodístico.
-¿Traduce del inglés?
-Sí, es el idioma que conozco mejor.
Suspiró.
-Y el italiano es una lengua tan hermosa. Siempre me propongo aprenderla, siempre postergo el estudio.
-A mí también, el italiano me gusta mucho y lo postergo.
Me miró sorprendido. Luego se echó a reír.
-Qué buena broma.
-¿Broma?
-La de que un italiano postergue aprender su propia lengua.
-¿Qué ialiano?
-¿Cómo qué italiano? Usted.
Me reí yo, ahora.
-No soy italiano, soy argentino.
Abrió la boca. quiso decirme algo y no pudo. Frescas carcajadas lo sacurieron. Era pura arruga, pura risa. Luego. Palmeándome el brazo, sofocado, exclamó:
-¡Pero te das cuenta, che! ¡Qué fauna, los argentinos, qué fauna! ¡Los dos porteños, rompiéndonos el alma para hablar en inglés!
Sé que no es un sentimiento de patriota, pero enterarme de que el simpático alemán de las escaleras mecánicas era argentino enfrió inmediatamente mi cordialidad.
Con mucho cuidado evitaba el contacto de la delegación argentina en los congresos y el cruce accidental en hoteles y medios de transporte donde oía el acento nacional. No sólo se trataba de una retirada prudente ante la amenaza de los tangos llorones y el desafinado folklore de turistas y emigrados, la queja y la comparación agotadora entre cada ciudad europea y Buenos Aires, la inevitable conclusión de que no se puede vivir en un sitio que no tenga 9 de julio, obelisco, Corrientes, dulce de leche y bifes de chorizo. Era (¿ a qué negarlo?) que las cuerdas de la guitarra (que hallo más placentera en la ejecución que la audición), el fuelle del bandoneón (que me aburre hasta hacerme llorar), el dulce de leche (que me empalaga), el bife (que reemplazo sin escándalo por cualquier alimento), las calles porteñas (que confundo) y, sobre todo, la inflexión y los giros idiomáticos de nuestro castellano, me arrancaban del apacible olvido europeo, me devolvían con una cachetada al recuerdo de Victoria, de mi pasado y de mi patria.
El anuncio de que en pocos minutos aterrizaríamos en Berlín me alivió. Pocos minutos que aprovechó mi ahora charlatán compañero de viaje para informarme que se llamaba Juan Pablo Miller y que estaba filmando una película. Fingí interés. Habló con fervor de la tecnología alemana. Recordé la falla del carrito, pero no hice comentarios. me abrumó con cifras en marcos y al cabo de un rato comprendí que se refería a la inversión de unos productores cinematográficos de Berlin. Completamente olvidado de su primera fase nostálgica y nacionalista (tango, Corrientes, bife, dulce de leche), me dijo, mientras recogíamos nuestro equipaje de la cinta transportadora:
-Esto no es la indiada, viejo. Acá se respeta la cultura.
En la parada de taxis le di la mano. Entonces me sonrió. La misma sonrisa, generosa y simpática, de las escaleras mecánicas, me avergonzó. Saqué una tarjeta del bolsillo.
-Cuando vuelvas a Buenos Aires, llamame y nos encontramos para tomar un café.
-Y aquí, ¿dónde parás?
Dudé un instante. Luego me dije: "Pero qué porquería que soy, realmente, qué fanático".
-En el Kempinski.
Silbó admirativamente.
-Caray -dijo.




*Fragmento de La Octava Maravilla. Seix Barral. Biblioteca Breve-








La cabalgada de Plumkier*


Clop - Clop - Clop - Clop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - Clop - Clop - Clop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - potoclop - Clop - Clop - Clop.

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*de Joan Mateu. joan@cimat.es







EL PERRO NEGRO*



*Por Miriam Cairo cairo367@hotmail.com



Los perros de mi calle son muy animosos. El buen humor les permite superar cualquier complicación, como huir de la perrera o sobreponerse en el día de las patadas que les propinan los vecinos que no los soportan. Por haber nacido en las calles, han desarrollado las astucias propias de los desposeídos. Si un coche los atropella, ellos cojean; si tienen hambre piden comida y si enferman de moquillo, mueren sin darle al asunto mayores vueltas.
Su aspecto es exótico: pelaje oxidado, orejas oblicuas y hocico indefinido: ni demasiado prominente, ni demasiado chato. Así como Mickey Rourke erotizó a las mujeres de los '90 con su aspecto callejero, los perros de mi calle tienen un encanto especial para las hembras. Los dueños deben cuidar que no se les escapen las glamorosas mascotas, porque ellas inmediatamente corren a buscarlos, a olerlos, a hacerse pasar la lengua.
No es un exceso autorreferencial, sino la observación exhaustiva del fenómeno, la que me lleva a sostener que, a la dicha conyugal, estos perros la han conseguido en segundas nupcias. Se les nota en la cara. Duermen junto a sus compañeras como si un ángel les sostuviera el alma. Ladran animosos durante el día y patrullan la cuadra como leones, por las noches. Tienen el vigor propio de los felices.
Mis perros andan desnudos en invierno y en verano. Entierran sus huesos en mi jardín, duermen sobre mis plantas y me agasajan con meneos de rabo cuando llego o me voy de casa. Ellos no son quejosos. No protestan por la falta de agua en los charcos; no se amargan si los perros vecinos pasean en coche ni
envidian que se recorten el bigote y se laven los dientes. Entre ellos, Fogwill podría distinguir a los que quieren ladrar como los perros de Aira, y a los que se niegan a imitarlos. Al viejo le gustaría estar sentado junto a mi ventana, viéndolos retozar y oyéndolos discutir, porque mis perros tienen un natural sentido del humor y de la decencia.
Una de las hembras de la cuadra, la más llamativa y celosamente cuidada por sus dueños, esta mañana ha venido a mi jardín a disfrutar del olfato procaz del perro negro. La perra, saltarina y nerviosa, no se quedaba quieta. Daba coletazos histéricos. Luego, correteaba con los ojos saltones y la boca entreabierta. Siguió corriendo durante mucho tiempo. No parecía cansarse.
Hasta que en un momento el perro negro la interceptó con la prestancia propia de los que han nacido de los lobos. Resueltamente la husmeó y le dio pequeños latigazos con la lengua. Los otros perros los rodearon y les hicieron coro. Todos los machos esperaban su turno para poseerla. La hembra jugaba a una fingida resistencia. Yo la conozco bien. Aunque lleve collar y ostente abolengo, es una perra cualquiera. Es capaz de soñarse lamida por el labrador de Enrique Iglesias.
El perro dio algunas vueltas a su alrededor con el fin de hacerse desear, hasta que fuera ella quien le aullara con urgencia. La hembra, primeriza pero intuitiva, se ubicó en la mejor pose que haya inventado la madre naturaleza. Entonces el negro la montó frente al blanquísimo de ojos amarillos, frente al oscurísimo de pecho dorado y frente al fortísimo mestizo de ovejero, que dejó preñadas a varias perras. Disfrutaba ser mirado por sus amigos, que esperaban ansiosos por clavarle el colmillo a la vaporosa presa.
El negro parecía un dios siberiano, brillante y poderoso. Con destreza animal desplegaba tan admirable vigor, que hasta a la virtuosa vecina de enfrente, viuda desde hace más de una década, le habrían hecho temblar piernas.
En un instante, la hembra dejó escapar un alarido cuando la flecha negra encontró la jugosa herida abierta. Ante el aullido, el negro se detuvo como un experimentado semental y otra vez la embistió con más ímpetu para que la hembra, la viuda y los amigos se le derritieran.
Los dueños llegaron advertidos por algún vecino preocupado por la conservación de las razas puras y de la sangre sin mezcla. La mujer, asqueada por el frenesí desaforado de su precoz cachorra y de las horribles bestias, gritaba, maldecía y trataba de separarlos, ignorando las enseñanzas que hemos recibido todas las mujeres buenas: nunca hay que hacerlo por atrás, porque al igual de lo que ocurre con los perros, los genitales, se sueldan.


*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-13851-2008-06-07.html






*


Queridas amigas, apreciados amigos:

El domingo 8 de junio del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor argentino Ezequiel Viñao. Las poesías que leeremos pertenecen a Raúl Tápanes López (Cuba) y la música de fondo será de Machu Picchu (Andes).
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo! Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com


Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067



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