lunes, julio 23, 2012

CUANDO LA MUERTE QUISO ROBAR LA LUNA...


*Obra de Vicente Bonachea.
Cuba




INCONCLUSO[1]


A Vicente Bonachea


La mujer más delgada,
Más antigua,
Ensilló su pálida cabalgadura.

Pluma de cisne en ristre
Tomó la red,
El ramo de heliotropos,
La peonza,
El faro en miniatura…

Echó en su cesta
El quitasol para engañar las horas,
El cuerno de unicornio como anzuelo,
La cigarra que adormece con su canto,
El cebo feliz de una pavana.

Besó en los labios al fauno,
Helado mármol,
Bebió de su boca el chorro agudo
De agua acontecida.

Se persignó frente a la higuera,
Cerró la verja,
Asumió el camino de sus pasos.

“Esta noche atraparé la luna”,
Dijo al trigo.


*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba
[1] Este poema está inspirado en un grabado del pintor cubano Vicente Bonachea (1957-2012), titulado “Cuando la muerte quiso robar la luna”.





CUANDO LA MUERTE QUISO ROBAR LA LUNA...





ESTOCOLMO*


Algo.
  Puede ser una mueca, una corona, un sacrilegio,
Flota en un océano de sangre bajo  un  cielo metal hirviente.
Concreto, como  una piedra atada al cuello,
O difuso como una picadura de avispa o  de picana.
Por momentos se asemeja  a un anillo de esponsales
A un  garfio de hierro.
Se  adhiere como pólvora  o miel amarga.
Se escurre en  las cuencas vacías.
Silbido  de ruiseñor.o bala.
En mareas profundas no obedece a la luna ni a los vientos.
Va  y viene. Arremete, empuja, retrocede, avanza.
La certeza es  su duda.

Un remolino de cuchillos hace trizas el  follaje.

Raspa la secreta flor.
Lentamente, voluptuosa pluma.
Luego  rápido, más rápido.
Galope de un potro enceguecido por la  metralla y la vía  láctea.
El  blanco  es la cabeza, explota en el vientre.
Desnuda los  anhelos y las ansias.
Desdibuja la cordura.

Arden.
  Río congelado de amor y odio.
Crece la tormenta y el latido.
La sombra de Tupac Amarú se asoma  en la ventana.
¿Quién  juzgará ese deseo  no deseado?

Yermos ropajes de salitre
Desnudan la herida  abierta del estigma.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar






Tintura para Cristales *



I


Tuviste suerte
de que sólo te mutilara
de una mordida
aquél animal;
Pudo haberte devorado
de un sólo bocado...


(me dijeron,
mientras me trasladaban
al hospital)



II

Vaya que tienes suerte
de ganar el salario mínimo;
Pudieras estar sin empleo
y sin poderte comprar
un bonito
teléfono celular...


(dijeron,
mientras yo
me encogía de hombros)



III

Qué persona
tan llena de suerte eres,
Pudiste haberte topado
con un grupo
de asesinos a sueldo;
Menos mal
que tan sólo fue
la policía federal...


(clamaba una multitud,
mientras yo sentía
cómo mi cabeza era partida en dos,
aquel día en que marchamos para protestar
en contra de los recortes presupuestales
y por una educación de calidad)



IV


Qué suerte tienes
de que te hayan
roto el corazón;
Pudiera haber sido
que nunca te hubieras enamorado...


(dicen)


V

Tienes suerte
de tener
un gobierno neoliberal;
Ten en cuenta
que pudo ser mucho peor...


(aunque yo,
a un paso de caer sin control
por las escaleras de la clase media,
no encuentro clara la diferencia
de lo que dicen)




VI


No cabe duda
que una suerte divina te cobija...


(¿por qué?, pregunté)


Tu país es tan sólo
una colonia económica,
también cultural, alimentaria,
y hasta digamos que política
de las potencias imperialistas;
Pero recuerda
que pudiste haber nacido
con una ciudadanía
en un país
con ocupación militar...



VII


Ah...

(dije)


*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com







 EL PRÓXIMO VERANO*

          

*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar


 En ese tiempo los veranos podían sostenerse en el sonido estridente de las cigarras que detenían el silencio de una abeja y ponían equilibrio en la cintura del mundo. Las palomas zureaban desde muy temprano de una forma particular, las tijeretas circunscribían círculos en el aire límpido, estático. Mi madre entonces decía: “hoy se prepara el calor, sólo falta que canten las chicharras”. Chicharra era el nombre popular de esos bichitos que nunca vi porque se mimetizaban con las hojas de los árboles, y era inútil que uno buscara el origen de ese ruido estridente  porque cuando creía descubrirlas, el ruido aparecía en otra parte.
            Entonces, promediando la mañana una chillaba ostentosamente y luego otra y otra y luego un coro insistente que explotaba a lo largo de los paraísos, los fresnos, los siempreverdes, las higueras bobas y esos sauces majestuosos debajo de los cuales mi padre levantó un parrillero para gloria de los días, porque allí crepitaron las brasas de todos los asados cuando los días fueron felices e inolvidables.
            Los calores más que sofocantes tenían una permisividad umbrosa bajo los árboles frondosos, siempre y cuando uno mantuviera una inmovilidad casi imposible  para la nerviosa actividad a la que nos sometía nuestra propia inquietud, nuestro propio cúmulo de intereses inmediatos, porque al no mediar el compromiso de la escuela, el ocio era total y la disciplina hogareña muy laxa porque eran tiempos de cosecha fina,  la del trigo y mi padre andaba trepado a las trilladoras por diversos puntos de la pampa húmeda.
            Muchas veces he escrito que en aquel tiempo las calles eran de tierra, y en el estío se juntaba un polvo de cinco centímetros que quemaba como brasa nuestros pies generalmente descalzos en la época, y que debíamos sortear como podíamos esa calcinación y pisar la gramilla refrescante de la vereda mientras íbamos haciendo los mandados.
            En el tráfago de esos días veraniegos que partieron para siempre podíamos ver pasar el carro rechinante de Juan Ugolini con su carga preciada de sandías, las mujeres con pañuelos que protegían sus cabezas del sol ígneo, con sus delantales húmedos y sus manos con olor a perejil, a cebolla, a cualquier cosa que delatara la tarea interrumpida y que mientras  compraban al hombre silencioso con su sombrero de corcho, aprovechaban para pasarse alguna información confidencial o una receta de cocina. Y como es casi de manual, la purretada merodeando esa exquisitez prometida, deseada y regalona.
            Si era mediodía el paso de don Francisco Spina, vecino y peluquero, contento en medio de la calle, la cabeza mal cubierta por una improvisada sombrilla de rama de paraíso cortada al paso. Don Francisco venía  silbando, cantando o haciendo bromas a todo viandante que se le cruzara en el camino, grande o chico, le daba lo mismo: tal era su alegría de vivir.
            Después de almorzar era la siesta sagrada, imposible de evitar por los mayores, y, de algún modo imposible no trasgredir por los más chicos. La cañada de Compañy era una alternativa que no se podía eludir porque el deseo del chapuzón refrescante valía cualquier sacrificio, hasta  aquella que incluía una paliza o unos chancletazos muy benévolos de madre permisiva. Si por caso el que infligía el castigo era el padre, la cosa cambiaba en ciento ochenta grados.
            -Es que mi marido tiene la mano muy pesada, por eso no me gusta que le pegue a los chicos- repetía mi madre en rueda de mates con tías o vecinas.
            También pasaba a esa hora de la siesta el carrito de los helados, que en ese tiempo eran dos. El de don Zimo Callegari –con sus toldito blanco tirado por un caballo oscuro- y el de don Miguel Balagué, todo amarillo con su caballo blanco. Entre las dos y las cinco de la tarde, se paseaba por el pueblo el muchachito de turno voceando los preciados helados que uno para variar no compraba porque faltaba esa esquiva moneda de los pobres. Esos chicos eran mis amigos: Albertito Nocino, Valentín Prámparo, Roberto Vega, Hugo y Miguel Correa y algún otro que se quiso caer de mi memoria.
            Al atardecer ya bañados y vestidos con ropas decentes nos darían permiso para dar una vuelta  hasta el club donde los mayores estarían jugando al básquet y al final del partido las mesas se irían cubriendo con parsimoniosos parroquianos en procura de un vermouth con picada o una cerveza.
            Con el sol todavía alto regresábamos a casa. Con suerte habríamos tomado algún helado.
            En ese regreso no era raro que nos cruzáramos  con el camioncito comunal del riego que manejaban don Pedro Aimetti, o Donato Yocco, según dieran los turnos. Ese camioncito cuyo radiador tenía una tapa de bronce iba tirando el agua en esas calles polvorientas que se aplacaban a medias con esos chorros insuficientes tal vez para tanta avidez como no vieron  otros tiempos.
            Este era el tiempo del verano, con sus inconvenientes y sus cosas bellas como eran el ocio y la alegría.
            Aún faltaba mucho tiempo para el invierno, cuando la escarcha vendría para quedarse y las golondrinas cruzarían el aire, erráticas, haciendo justamente lo contrario: buscando el viento que las llevara hacia tierras cálidas hasta el próximo verano.






También el mar*


También el mar empuja dócilmente
antiquísimos mundos diminutos,
de noche, cuando el sueño
atraviesa los muros, profanando
las sílabas errantes de los cuentos.

Es, entonces, la luna, burladero,
refugio de las hadas y los ogros
que en consorcio planean sin rubores
la ruptura del viejo pergamino.

En otro lugar duermen
su sueño sin sonidos ni esperanza
los héroes del pasado
en un tálamo de cruces, vómitos y olvido.

Antiguos mensajeros, mientras tanto,
se despojan del tedio acumulado
y vierten sobre el agua y en el viento
viejas plagas, del tiempo rescatadas.

La iniquidad ensombrece el firmamento.
Bandadas subterráneas afloran como fuentes
emponzoñando ríos y acuarelas.
Flores de plástico y metal se adueñan de los bosques
y un rapsoda es lapidado por castores
bajo una luz violácea que desdibuja el orbe.

La razón nos confiesa que todo está perdido.

Pero el pequeño ladronzuelo
ataviado con la sangre de sus muertos
y el barro primordial que le sustenta,
ha conseguido hacerse con la llave
que conduce a la aurora o al destierro.



De Extrañamientos y rescates.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/






POR UNA CABEZA*


Asomada con mi enorme cabellera a la ventana del mar

 veo subir un pájaro entre las transparencias

nos amamos en el templo.

Siempre hacen los cuerpos un templo del sitio del abrazo donde se vuelve a ligar lo desligado.

Él se enredaba en mi como en una interminable  serpentina de algas

yo resbalaba en él hasta llegar al hueco del deseo.

Después lo de siempre,

Poseidón me entregó indefensa

sembraron de serpientes mi cabeza

no pude mirar sin volver de piedra lo que miraba.

Al final como la de tantas mujeres rodó mi cabeza

con un sueño de redes en el pelo

una mirada propia de luz que no se baja

y un abrazo de agua para la hoguera de las

OTRAS  de resplandecientes, estremecedoras

cabelleras inadaptadas.


*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com



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