miércoles, julio 11, 2012

DE CORACEROS A INGENIERO DE MADRID

Inventren


Por el Midland, de Coraceros a Ingeniero De Madrid.




ESTACIÓN CORACEROS.
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A esa nube de recuerdos prestados*



Lo que ustedes llaman futuro ya no lo es. Al menos ya no lo es para nosotros. Existe el presente y esa búsqueda nostálgica de lo que se vivió en el pasado.
En Coraceros he conocido a  Mister Bill Handley, a quien le encantan el pasado y los trenes.
Del pasado remoto de su familia solo le llego una gorra, crónicas de periódicos, y unas pocas fotos familiares. Insisto, había futuro, para esas gentes después de la salud lo más valioso era el tiempo.
Y había que sacar fotos. Porque se envejecía. En un abrir y cerrar de ojos de nuestro "tiempo" se pasaba de ser un niño a un anciano. Las personas se desesperaban por dejar recuerdos y testimonios. La gran mayoría de los cuales eran arrojados a un contenedor al poco tiempo de su muerte física.
Del jefe de tracción Handley solo quedo una gorra, una foto del viaje inaugural y una crónica del periódico "La verdad" donde ni siquiera mencionaban su nombre.
Otro antepasado de Bill compro estas tierras. El edificio de la estación de trenes había sido expropiado para ser la sede de una escuela agraria que funcionó allí. Años después volvió el tren. El "New Midland Express", era un modo de viajar antiguo pero pensado por visionarios que lograron que sus trenes funcionen con el uso de energía limpia.

Alguna vez cuando encontró ese pelo perfectamente enganchado en el interior de la gorra pensó en clonar a aquel Handley de 1909. Luego desistió. ¿Para qué? ¿Para que sea un testigo del fin de lo real?
Enseguida volvió a la idea de ofrecer la experiencia de viajar en ese tren inaugural y ser alguno de los invitados. Hacer ese recorrido desde Puente Alsina hasta la Rica y de ahí volver a ser transportado a la  la estación Coraceros.
La ruptura de la relación espacio temporal ya no es un misterio  pero hay que tener el registro justo para poder viajar y regresar...

Fue un suceso. Miles de almas en pena buscaban algún rastro de su pasado, de cuando la vida era vida y había vida cotidiana, compañia, cariño, en fin, una vida que merecía ser vivida. Y eso es lo tenían esos hombres y mujeres del pasado que luchaban y vivian contra la adversidad hasta que la enfermedad o la vejez los desintegraba como sujetos.
Bill Handley me ofreció primero viajar a la Estación Saturno, para conocer uno de los últimos pozos de tiempo que la humanidad tuvo hasta el fin de la historia. Pero no, preferí conocer al más antiguo de los Handley y hacer el viaje inaugural en la formación traccionada por la locomotora número 24 bautizada "Hortensia González".
 Leí fragmentos de la crónica, antes de que James, el ingeniero jefe me transporte, "El 29 de julio de 1908 las empresas del F. C. Sud y del Oeste se hacen cargo de dar el dinero necesario para terminar la construcción de la línea Midland hasta Carhué. El día 15 de junio de 1909 pudo inaugurarse la primera sección de 139 kilómetros, uniendo Puente Alsina y Estación La Rica."
Muchos de los que viajan con la máquina de Bill Handley quieren ser uno de los personajes notables invitados: "Ministro de Obras Publicas de la Provincia Dr Echeverry, el ministro de hacienda Dr. Gandara, senador Joaquín V. González, diputados Pedro S. Barraza y Wenceslao Frías". O  alguno de los ingenieros como  "Miguel Olmos, Enrique de Madrid, J. J. Elordi, J. V. Inturriaga, Orlando Williams, Frank Foster, J. V. Cilley, H. C. Allen, J. Percy Clark, A. Lertora, F. J. Wythes, Wilson Jacobs, W. Shilton, Riach, Enrique Lavalle, Cristophen Hope, Alfredo Lavalle y Arturo Frostich."

Pero en mi caso, he pedido ser el Guarda de ese primer tren, el señor Felipe Salvi.

El viaje fue hermoso, aun me parece sentir el aire frío en el rostro.
He disfrutado del discurso del ingeniero Orlando Williams.
Luego de cumplida su misión en La Rica, la comisión de notables regresó a Buenos Aires por otra vía -la del ferrocarril oeste-.

Ya esta. Envie la señal de retorno al ingeniero jefe James Doohan y este me transporta al anden de Coraceros en el tiempo que ustedes demoran en parpadear. Ha sido una experiencia alucinante, pago de muy buena gana mi viaje al señor Handley  y prometo regresar a hacer otro de sus viajes por el antiguo ferrocarril Midland.
Vuelvo -una vez más- a esa nube de recuerdos prestados donde transcurro sin días ni noches, este presente continuo.


*De Urbano Powell. urbanopowell@yahoo.com.ar






ESTACIÓN HENDERSON.
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EL CUMPLEAÑOS DE LA POMBA*



A mi abuela Olga Tamayo, la Pomba

     
  La línea del tren pasaba a cincuenta metros de su humilde casa, que hasta los huracanes respetaban. De los peores embates salía el hogar de la Pomba y sus nueve hijos tan enhiesto como el junco que sobrevive mientras caen los árboles más fuertes. Cuando los dueños de casas de mampostería veían sus techos volar y sus paredes derrumbarse, aquella casita de madera los miraba como diciendo, “Tengo que ser fuerte… Si caigo, ¿a dónde irían a parar mis queridos habitantes?”

         “Es tan pobre que ni los ventarrones la quieren”, murmuraban con envidia las casas afectadas, mientras su dueños gastaban fortunas en repararla. Y el sonido de los trenes seguía acunando el sueño de la Pomba y los frutos de su vientre.

         Allí crecieron y se hicieron hombres y mujeres de bien. Tres murieron, quedaron seis. Llegaron numerosos nietos, biznietos... Nadie sabía la fecha del nacimiento de la fundadora de la familia, ella misma la ignoraba. Se llegó a pensar en la posibilidad de que fuera eterna. Cuando la hija mayor cumplió ochenta y uno, se decidió que la madre cumpliría cien al año siguiente, “No puedo imaginar que me concibiera con menos de dieciocho”.

         Se reunieron los hijos y nietos para organizar la celebración del centenario... Le regalaron mucha ropa. Se la colocó una encima de otra y pidió que le tomaran una foto, “para que nadie sienta que su regalo ha sido menos importante”.

         La familia la tomó por loca – tal vez la emoción disparó el resorte que no logró la edad -, más aún cuando ella solo echó en falta a la hija que vivía en la capital. No parecía notar la ausencia de los que habían fallecido.

         Mas la Pomba estaba tan feliz que ni siquiera estos comentarios pudieron empañar su primera celebración de cumpleaños. “Solo faltó una hija, ese tren se retrasó”, seguía afirmando, satisfecha, mientras miraba a la estirpe brotada de su vientre.

         Tenía razón.

         Los hijos desconocían, o pretendían desconocer, su facultad de ver más allá de lo circunscrito. Y ella sabía que la vida es un tren, que los recuerdos son escenas que pasan por las ventanillas de nuestra mirada, que siempre estamos viajando, así sea de una realidad a otra… y hay trenes que nunca llegan tarde.



*de Marié Rojas.
La Habana. Cuba.





ESTACIÓN MARÍA LUCILA.
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María Lucila*


"Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste"

Alejandra Pizarnik. -Caminos del espejo-


El hombre con el que me encuentro en el bar se llama Emilio, se entero de mi interés por escribir sobre la estación María Lucila del Midland. Dice que va a contarme algo de su historia personal que sin dudas tiene relación con la antigua estación de trenes. Le aviso que no logro escribir razonablemente bien y que más aún, tengo la sensación de que mi escritura empeora con el tiempo.

-No importa, vengo a contarle esto porque necesito que alguien lo escriba. -me dice con tono de suplica.

-Y porque a mi me duele tanto el pasado que necesito contarlo a quien tenga un rato para escuchar.

Lo que sigue es el relato del hombre, dos horas y media sentados, con tres cafés cortados de por medio que quiso invitarme si o si. -Me ofende si no me permite pagar a mi- dijo para terminar con mi resistencia.

En la estación María Lucila trabajaba su abuelo. Su madre nació allí y la llamaron María Lucila para homenajear a la estación que además de darle trabajo a su abuelo era su vivienda.

Pasó en el pequeño pueblo sus primeros años, luego de la nacionalización cuando el Midland paso a ser parte del ferrocarril Belgrano, al abuelo lo trasladaron un par de veces de estación hasta que se jubilo.

Lo cierto es que su madre pasó su adolescencia y juventud radicada en Avellaneda.

Se hizo amiga de la Alejandra Pizarnik, cuando era una chiquilina tímida y tartamuda. Y al menos una vez se fueron en tren a conocer el pueblo que lleva el nombre de mi madre.

El hombre me muestra una foto con dos jóvenes que posan para la cámara haciendo equilibrio sobre el riel, más allá se observa una estación típica del Midland pero es posible ver el lugar donde se colocaba el cartel con el nombre. Atrás de la foto puede leerse "con florita Pizarnik, María Lucila, enero del '53."

Mamá era una mujer hermosa -dice el hombre. Igualita a las chicas que dibujaba Divito.

Por alguna cuestión que desconozco lo único perenne en ella, lo que había echado raíces profundas era la angustia. Su verdad era una cuna de angustias de la que nadie había logrado sacarla.

(....)

Se equivocaron ella y mi padre en casarse. Mi padre era psiquiatra y mi madre su paciente, se enamoraron o se tuvieron lástima -vaya uno a saber- , o quisieron dar vuelta la historia de cada cual que los había llevado en ese punto de encuentro o desencuentro.

Usted sabe que todo, absolutamente todo en el universo se acerca o se aleja, pero nosotros nos ingeniamos para negar esas percepciones incomodas.

Creo que mi padre pensó que la iba a cambiar, no hay héroe más fallido que aquel que quiere cambiar una persona.

Llego a decírmelo una vez: -lo que no se da espontáneamente bien entre una mujer y un hombre no se lograra jamás. Nadie puede cambiar al otro -ni a sí mismo, según parece.

La angustia de mi madre le impedía conectarse plenamente con los otros, estar presente y atravesar los acontecimientos que te van marcando en la vida.

Se fue cuando mi hermano tenía 5 y yo 3 años. Dejo una carta.

Mi padre después de leerla ni intento buscarla, entro en un profundo silencio que le duro meses.

Un día nos presento a su nueva mujer: Ella es Natalia, vivirá con nosotros -nos dijo.

Natalia nos crío y malcrío lo mejor que pudo.

Mi hermano creció, estudio ingeniería electrónica y se fue a vivir a Estados Unidos. Vive en Nueva Orleans, tiene mujer e hijos americanos. Un auto y vacaciones.

Mi padre tenia 70 años cuando falleció, era 8 años mayor que mi madre. Yo no había cumplido los 21.

años. Antes de enfermar, me invito a charlar en un bar.

Sin que se lo pidiera me dejo su consejo: -A los 20 años un joven debe elegir si en su vida será un hombre o un marido. Yo te recomiendo que seas un hombre...

Creo que le he fallado, no logre ni ser un marido eficiente ni un hombre en el sentido que creo que le daba a esa palabra mi padre con un tono cercano a lo sagrado.

*

De mi madre, quedaron casi todas las preguntas sin respuesta.
Nunca sabre si volvió a ver a su amiga Alejandra "la florita" como la llamaban los abuelos.
Hay un abismo de treinta años de silencio.
La tía Eugenia -hermana menor de mi madre- logró encontrarla unos meses antes de su muerte.

Tuvo una corazonada y la siguió. Volvió a María Lucila 20 años después de que cerraron el ramal los militares y se llevaron las vías. Y allí estaba mamá viviendo en la estación. Sin luz eléctrica, sin vecinos cercanos. Salvo una escuela pública ubicada enfrente de la estación no había nadie a Km.

Allí vivía mi madre. ya envejecida prematuramente. Sacando agua con una bomba manual, cultivando vegetales en unos pocos metros de quinta. Rodeada de pájaros -tenia muchos en jaulas- y otros que venían a visitarla a los que agasajaba regando la tierra con alpiste, o mijo o arroz según lo que tuviera.

No sabía nada del mundo, ni siquiera quien era el presidente de turno, no tenia radio ni televisión.

¿Sabe cual era una de sus costumbres? Sentarse con una silla a la hora de salida de la escuela y ver el rostro de los niños. Estudiarlos con detenimiento y luego verlos alejarse por el camino de tierra hasta que eran manchas blancas.

(....)

Sabía del suicidio de Alejandra y le dolía como si hubiera pasado apenas unos días atrás:
"Pobre Florita, repetía. Tan lúcida y tan frágil. Pobres todas las personas sensibles del mundo porque no tienen cabida". Eso es lo que me dijo mucho después la tía, a la que hizo jurar que no le diría a nadie donde estaba y como vivía.

*

Esto es lo que la tía Eugenia rescato: unas fotos, unos libros de Pizarnik con anotaciones de mi madre. Una historia clínica que le dieron en el hospital donde se observa que en los últimos años sufrió demasiado.
Muy poco para un enigma de más de 30 años.
El hombre vuelve a abrir el libro que le dejo su madre y me lee otra frase de Pizarnik remarcada con birome azul:

"Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia"

Así me siento, así me sentí siempre, -escribe al costado mamá- y espero que quienes esperaban algo distinto de mí puedan perdonar esta soledad en la que he hundido mis días.

Emilio derramó lágrimas. Arrugó con rabia una servilleta de papel después de secarse para evitar que sus lágrimas de sal caigan sobre el pocillo de café.

Al rato nos despedimos con un abrazo. Mientras caminaba por la avenida me di cuenta que ninguna historia de las que he podido contar son historias de vida de gente feliz.


*De Urbano Powell. urbanopowell@yahoo.com.ar





ESTACIÓN HERRERA VEGAS.
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La crisis del chocolate*          
         

*Por Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
Y hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com



¿Por qué íbamos a preveer errores, si avanzábamos sobre teorías sólidas?... La crisis del chocolate se extendía a nivel mundial. Parecía que las plantas de cacao se hubiesen puesto en huelga hasta que las especies transgénicas, introducidas a cada país con tratados de libre comercio, renunciaran a sus patentes en el mercado.

Eran esos tiempos futuros, o arcaicos (nadie lo sabe bien), en que el chocolate era valorado más que el oro u el cobre en estos días. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se vieron obligados a intervenir para rescatar al país de lo que los expertos ya llamaban "La Crisis del Chocolate", elaborando un oportuno plan, como en casos similares suelen ser elaborados.

Las ya tradicionales opciones fueron consideradas: instaurar una dictadura militar, despidos masivos, privatizaciones, permitir que una potencia invada al país para rescatarlo, incrementar la deuda externa... Incluso la opción de dejar al mercado nacional sin protección del Estado, para que por un milagro del mercado mundial se estabilizara el país y lo sacara de esta terrible crisis; algo así como cuando los extraterrestres secuestran a las personas (principalmente mujeres, aunque luego suele haber equivocaciones), y usando técnicas de inseminación artificial les dejan preñadas, solo que en este caso: usando dinero y países para los experimentos.

La crisis avanzaba rápidamente, y el plan debía ser definido; pero la experiencia histórica frenaba cada opción al recordar que ninguna de ellas, ni todas implementadas al mismo tiempo, resolvían crisis alguna y sólo protegía los intereses de los grandes capitalistas. Fue entonces que la respuesta que se buscaba, aquella que aportaría la evidencia rotunda de lo acertado de las doctrinas neoliberales, apareció para salvar al país: se adoptarían todas las opciones tradicionales, pero además, y ésta fue la gran respuesta, se construiría una fábrica de chocolate.

Y así fue: la construcción se inició un par de horas después de consumado el golpe militar. La localidad elegida fue el pueblito de Herrera Vegas, junto a la vieja estación abandonada del ferrocarril. Su construcción traería desarrollo y empleos a la localidad, además de chocolate a la nación.

Lo que causó la primera sorpresa fue el gran letrero a la entrada de la fábrica, que anunciaba el nombre: "Alfonso Luis Herrera"; que hacía recordar esos tiempos de la revolución mexicana de 1910, donde el tercer mundo había intentado definir una ciencia que se distinguiera del resto por haberse originado en un país llamado "subdesarrollado", y por haber intentado unificar la experiencia y expectativas del pueblo con las explicaciones naturales del Universo:

FÁBRICA DE CHOCOLATE "ALFONSO LUIS HERRERA"
Auspiciada por el Banco Mundial.
Herrera Vegas, Buenos Aires. República Argentina.

"El patriotismo tiene una base química, pues nuestras cenizas irán a formar parte de nuestros descendientes; estamos formados con detritus de nuestros antecesores y otros seres y minerales de nuestra patria. Después de una guerra, las sales de los muertos, por medio de los vegetales, el trigo, el pan, etc., nutrirán los futuros pobladores de la región en que se dieron las batallas, lo que significa una reconciliación química profunda de las razas combatientes" (Alfonso L. Herrera)

Al poco tiempo, las cosas marchaban como era de esperarse: la crisis poco o nada se había resuelto, las medidas adoptadas sólo habían logrado dar estabilidad a los grandes capitalistas, los pobres trabajaban más y comían menos, y la deuda externa se había incrementado en algunos millones de dólares. Todos llegaban a la estación Herrera Vegas con la curiosidad de saber qué se hacía en la fábrica, pero quienes lograban entrar salían siendo personas completamente distintas, aún cuando seguían siendo los mismos (algo por demás extraño de explicar).

Los rumores comenzaron a causar desconfianza, pues nadie había visto por la región algún chocolate de los producidos por la fábrica, y regularmente eran observados cargamentos que llegaban al ferrocarril, transportando equipos de laboratorio, secuenciadores de genes, sustancias químicas y demás cosas que pasarían inadvertidas, si a donde eran llevadas no fuera una fábrica de chocolate.

Y es que dentro de ésta, colocado inmediatamente en la entrada, se encontraba un espejo que tenía la curiosa propiedad de invertir la simetría de las moléculas en todo aquello que se reflejara en él. Este espejo era utilizado con el fin de invertir la simetría quiral en los seres vivos, pues una propiedad de todos ellos es que los elementos moleculares que los constituyen, en cuanto a los aminoácidos que forman parte de las proteínas y los azúcares que componen el material genético (ADN y ARN), se orientan a un lado en particular: los aminoácidos en los sistemas biológicos son izquierdos (levógiros), y los azúcares son derechos (dextrógiros). Bien, el espejo invertía esta simetría (esta quiralidad), en todo ser vivo que se reflejaba en él.

A poco de andar, nos dimos cuenta con Astrid que el proyecto real no iba a ser aceptado ni entendido. Aún en ese mismo Centro de Investigación Avanzada, donde se desarrollaban ideas muy audaces.

¿Cómo podíamos aceptar ser auditados por los organismos que financiaran las obras y el equipamiento? Tuvimos que fabricar chocolate -el oro de la época- para poder sostener la investigación básica.

¿Como explicar que el proyecto contaba con la colaboración de una civilización extraterrena? ¿O que nuestras creaciones genéticas estaban poblando el planeta incubadora Gl 581 C?

Nosotros trabajábamos en la inversión y/o modificación genética de la vida. No imaginábamos que nuestros procedimientos alteraran la ideología de los sujetos. El marco teórico nos llevaba a suponer que la ideología de los sujetos es más dura e inmutable que su genética.

Así pensábamos hasta poco tiempo atrás, cuando en el marco de la visita de un economista, jefe del Banco Mundial, ocurrió un acontecimiento imprevisto: Mientras el hombre recorría la línea de producción de monedas de chocolate -las cuales pueden ser consumidas o utilizadas como medio de pago hasta la fecha de vencimiento, pues vale aclarar que en nuestra época, el dinero es comestible y tiene fecha de vencimiento en su utilización- fue entonces cuando notamos que el espejo inversor había quedado descubierto por una esquina, y sin poder evitarlo, el economista se reflejó en él. Cruzamos miradas de pánico pero no ocurrió nada, todo siguió aparentemente igual.

Al final de la visita, Astrid acompañó al hombre hasta la estación. Para el horario de llegada del tren faltaban unos 20 minutos. Al rato de llegar, el hombre se disculpó un momento para ir al baño de la estación. Caminó hasta el muro lateral -pintado impecablemente de color arena- y allí, a la vista de muchos pasajeros que aguardaban el tren al igual que él. Extrajo de sus ropas un aerosol de pintura. ¿Lo había robado de nuestra fábrica, en la sección donde rotulan la producción embalada en cajones?

Astrid  saco fotos con la cámara de su teléfono celular mientras ese economista del Banco Mundial pintaba el muro, y otras al graffiti finalizado:

"La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido en sus servidores asalariados"
-Marx y Engels-

"El capitalismo es una mafia"

"Lea El Capital y El Manifiesto Comunista".

Ya ha pasado algún tiempo y todavía no tenemos una explicación confiable a este suceso.





ESTACIÓN HORTENSIA.
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Estación Hortensia*


“Hermoso día para pasear”, piensa, mientras el sol les arde sobre la piel, gradual pero implacable, en esta calurosa mañana de enero. Su hermosa y vivaz hijita de casi tres años lo toma de la mano y no deja de relatarle lo que ve, excitada y con ojos asombrados.
-¡Papi, unos pajaritos! ¡Uuuuuhhh! -, y agrega con decisión: –Yo voy a volar como los pajaritos.
-¿Y si en lugar de volar por el aire, volamos en un tren? -, propone él, midiendo la distancia que les resta: detrás de la arboleda de araucarias se encuentra la estación.
-¡Un tren, sí! Me encanta viajar en tren-, y se cuelga de su brazo, apurando la marcha.
Una suave brisa mitiga el progresivo calor de la mañana. Mire donde mire, estallan los colores bajo el poderoso sol del verano. Y al acercarse a los límites de la estación, contempla casi como al descuido, a un costado del camino de grava, un enorme macizo de hortensias que lo proyecta abruptamente hacia el pasado…
…¿Cuánto tiempo hace que no piensa en aquellas hortensias del jardín de su casa, en Mar del Plata? En aquel sendero de ladrillos húmedos que llevaban hasta el quincho, donde chirriaban las brasas de la parrilla, su padre acomodaba el fuego, y el asado con los chorizos se iba cocinando lento y parejo debajo de un cartón extendido. En la sombra mohosa de aquel pino centenario, cuya frescura regaba hacia las tres casas vecinas. En las ligustrinas que se desbordaban, aferradas con firmeza al alambre tejido. En la ropa limpia que su abuela había colgado de la soga que cruzaba el parque. En las rejas nuevas que su padre había hecho instalar pocos años antes, a raíz de los robos cometidos en el barrio, incluso en aquel mismo jardín, del que unos malditos rateros se habían llevado durante la noche un secarropas, algunas herramientas, varias reposeras plásticas, y la mesa de tablones de madera que conservaban desde hacía décadas.
¿Cuánto tiempo…? Los recuerdos le resultan extraños, como si perteneciesen a otra vida, o quizás a otra persona. ¿Acaso fuera así? ¿Cuántas cosas le han ocurrido durante aquellos años, desde la última vez que pisara aquel entrañable parque cubierto de hortensias? ¿Cuántas vivencias, compartidas o en soledad? Aunque a él le costara recordar momentos de soledad; siempre había preferido evocar momentos compartidos con sus afectos, tener más presente una risa que un silencio. Recuerdos de sus tres hermanos menores, recorriendo las parquizadas cuadras del Barrio Constitución hasta la playa, mientras cargan con el mate, a veces la sombrilla, y comentan películas vistas, o libros e historietas leídos. De su abuela, quien hoy ya no está, preparando las mismas tortas fritas con grasa vacuna que solían amasar y cocinar a la par en aquel campo de Entre Ríos, escuchándola decir que “al menos, con eso los chicos tenían un alimento para la tarde”. De su padre, acompañándolo a hacer compras a bordo de una vetusta camioneta Datsun, que continúa funcionando de manera inexplicable, escuchándole narrar las mismas anécdotas de siempre, referidas a su pasado familiar o laboral –vinculado de por vida con el ferrocarril-, ayudándolo a terminar las frases y recibiendo como habitual corolario la pregunta: “¿Cómo: ya te lo conté?”.
“¿Dónde se ha ido todo eso?”, se pregunta, hipnotizado por las frondosas hortensias, oyendo muy a lo lejos el incesante parloteo de su hijita, aferrada de su mano mientras ingresan a la estación, recorren el pasillo de la boletería cerrada, se acercan al andén. “¿En qué me convertí?”
Imágenes sin conexión aparente se le presentan delante de sus ojos; escenas editadas de diferentes películas conforman en un caos particular su propia película, la de su vida, tan errática y variada como la de cualquiera, con una enorme cantidad de detalles que la terminan haciendo única. Recuerdos de sus afectos primarios, claro está, pero también de sus amigos, sus ex parejas, sus compañeros y compañeras de trabajo… Todos aquellos que alguna vez, en determinado momento, han sido significativos en su vida y le han dejado una marca, que por pequeña que sea, hace una enorme diferencia: la de que hoy, él sea de esta manera y no de otra…
-Ahí viene el tren -, se escucha decir, al arrodillarse junto a su hijita y señalar con el brazo extendido hacia el horizonte, donde la inconfundible silueta del frente de una locomotora diesel se recorta contra la profundidad de la vía, haciendo sonar su estridente silbato en la distancia.
El se ha convertido en esto: hoy es padre de familia. Además de ser amigo inclaudicable de sus amigos, de atesorar el cariño hacia sus hermanos -aunque se vean poco, y dos de ellos también hayan sido padres-, de agradecerle a sus padres todo lo que han hecho por él –con sus aciertos y sus errores-, de ejercer con su título profesional y poder vivir de eso –algo que hasta hace unos años no le parecía muy tangible-, además de todo eso tiene una familia que adora, una hija que lo enternece como nadie pero que también lo saca de quicio, una mujer a la que considera un par y en quien confía plenamente.
El, de alguna forma, ha dejado de ser hijo y se ha convertido en hombre. Y la evocación de las hortensias se lo recuerda de manera inexorable.
-Vamos a volar…¡en tren! -, grita ella, agitando los brazos, dando emocionados saltitos a su lado.
-Si, hijita -, murmura él, mirando hacia el futuro. –Vamos a volar…



*De ALDIMA.  licaldima@yahoo.com.ar
Marzo de 2011

 



ESTACIÓN ORDOQUI.
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Estación Ordoqui*


"Y le ofreció la aventura vulgar del encuentro en un cuarto de hotel
Amor no es literatura si no se puede escribir en la piel" (J.M.Serrat)



Descienden del tren casi al mismo tiempo, aunque no llegan a verse hasta pasados varios minutos, cuando la casi totalidad de los pasajeros ya ha abandonado la plataforma. Se encuentran en aquel espacio desierto, descubriéndose en una sonrisa compartida, él de traje sport, ella muy informal, mientras el tren se aleja pitando hacia la próxima parada. Se acercan resueltos, quizá algo temblorosos, para fundirse en un breve pero intenso abrazo. Un reencuentro entre el pasado y el presente, con un secreto
anhelo de futuro.
Caminan uno junto al otro hasta salir de aquella antigua estación, rozándose las manos. Al cruzar la calle encuentran un bar, clásico, con mucha madera.
Se sientan junto a la ventana, al solcito, pudiendo elegir ubicación al haber varias mesas vacías a esa hora de la mañana. Piden dos cafés, sin leche ni crema, y vuelven a mirarse.
Más de quince años de distancia entre ambos se volatilizan en segundos.
Parece como si se hubiesen visto el mes pasado, o tal vez un año antes. La esencia de la relación está allí, inquebrantable, como si ambos la hubiesen preservado para llegar a este momento, como si nunca se hubiese muerto entre los dos. Contemplándose a pocos centímetros, evaluando cada detalle, sorprendidos ante la decantación del tiempo.
La charla comienza con el intercambio habitual de figuritas: ¿en qué estás trabajando?. ¿te casaste?. ¿cuántos hijos tenés?. ¿qué fue de la vida de tus hermanos?. ¿y de tu vieja? El cruce de los relatos se abre paso en la memoria de ambos, cada uno modelando el camino recorrido en su propia vida hasta entonces. Y en medio de tanta frase interrumpida por la emoción de querer contarse todo, silenciando quizá lo más importante, no dejan de contemplarse. El la ve mucho más bonita que en su adolescencia, sin haber perdido la frescura, con los rasgos marcados de haber vivido mucho, con la risa chispeante de siempre. Ella lo ve más calmo, con menos pelo y más canoso, con esa típica profundidad en la mirada que lo atraviesa todo, atento a cada cosa que ella dijese. Y a medida que van pasando los minutos, que el café desaparece o se enfría en el pocillo, que la rigidez inicial que los dominara se va diluyendo, sin darse cuenta comienzan a extrañarse.
De pronto, ya no están más allí. La charla los lleva por caminos transitados en otra época, volviendo atrás en el tiempo, para descubrirse solteros e inexpertos, con la torpeza propia de la juventud para saber qué hacer con ese sentimiento que nace dentro del pecho y se proyecta de diversas maneras hacia el otro. El siempre quiso cortejarla de manera romántica, respetándola por sobre todo, y le escribió extensas cartas que ella releería durante años, volviendo a escuchar a su lado la voz de él -única para ella- al repasar aquellas arrugadas líneas, consiguiendo recrear la magia del primer momento, sintiendo cómo la calmaba con sólo hablarle, contemplando en ella a una persona además de una mujer. Por su parte, ella siempre se maravilló de que alguien pudiese considerarla de esa forma, ya que la diferencia en el trato habitual que mantenía con los demás varones que la rodeaban era abismal, acostumbrada más al lenguaje de los cuerpos que a la palabra. Y generó algo que él jamás había conocido hasta entonces de esa manera: lo excitó. En aquellos veranos que pasaron juntos en las llanuras entrerrianas, rodeados de árboles y caballos, saboreando mates y tortas fritas, a medio camino entre la estancia familiar de él y las estrechas calles del pueblo de ella, el sentimiento fue creciendo y madurando para ambos, quizá con tonos diferentes, pero siempre pujante, con el impostergable deseo de volverse a ver.
Hasta que promediando él los veintiún años, y ella con los dieciocho recién cumplidos, una madrugada de enero el destino los encontró en una bocacalle del pueblo, con varias copas de más, y el desvencijado jeep en el que viajaban con amigos y parientes volcó al morder el ripio de la cuneta en una maniobra desafortunada, y todos a su vez mordieron el polvo, algunos más que otros. Ella rodó y quedó en shock por algunos minutos, afortunadamente ilesa, hasta que escuchó los alaridos de él, atrapado debajo de una de las ruedas del vehículo, y volvió a la realidad sólo para ver cómo su mundo se derrumbaba. De pronto, sintió que a pesar de cada desencuentro amoroso estaba a punto de perderlo, y se le estrujó el corazón. Hizo todos los esfuerzos posibles por acompañarlo mientras estuvo internado, mientras él sufría tendido en aquella cama de hospital, con un brazo y una pierna quebrados -inmovilizados por toda una estructura ortopédica-, canalizado con una botella de suero y aguardando un par de operaciones. Fue en aquella
habitación, una madrugada en que ella se quedó a cuidarlo, dos días después del accidente, cuando se besaron por primera vez. Ella sentía que era la única manera en que podía reconfortarlo, para que sintiera menos dolor y estuviese más vivo. Pero las ilusiones de él se dispararon al infinito.
Volvieron a encontrarse un mes después, ya dado de alta, en casa de él, mientras hacía su rehabilitación física, y ella se tomaba unos días de inesperadas vacaciones en Buenos Aires. Otra madrugada de besos y caricias, de mates y canciones en la cocina, que acrecentaron aún más -si fuera posible- el amor que él le profesaba en solitario desde hacía mucho tiempo.
Se distanciaron por espacio de varios años, entre nuevas idas y venidas cuyo recuerdo se desdibuja, él siempre buscándola, con el corazón en la mano, ella siempre toreándolo, esquiva pero sin desaparecer. Hasta que otro verano, seis años después de aquel accidente, él la invitó a pasar la tarde en la casa quinta que una tía le pidió que cuidase, y ella aceptó gustosa, sabiendo que se reencontraría con su amigo de siempre, cuyo único adjetivo válido que pudiera definirlo correctamente fuera "incondicional". La tarde discurrió en el parque arbolado, entre mates y anécdotas, hasta la noche, cuando ella quiso irse a su casa después de cenar y él no la dejó.
Terminaron jugando de manos y cayendo muertos de risa en una pileta, estrategia que él usara para que ella no pudiera irse, aunque tenía puesta una bikini debajo de la ropa mojada. Pasaron la noche juntos, con un abrazo que comenzó al borde de la pileta y se continuó dentro de su cama, charlando y tarareando canciones, mientras las horas pasaban y la magia inundaba la noche sin que se hubiesen desnudado. La atracción seguía siendo la misma del primer día, pero él ni siquiera se animó a volver a besarla, temeroso de que lo rechazase como con aquel último beso en la puerta de la pensión, seis años antes, él aún calzado con muletas, ella transitando sus primeros meses de vida lejos de su familia, en la capital.
Aquella noche de la zambullida, ella deseó concretamente hacerle el amor, porque el clima gestado entre ambos era el mejor, y sin embargo. . algo la detuvo. Una sombra que quizá se le haya presentado varios años antes, en la cocina de la casa de él, mientras lo veía acurrucado en su silla de ruedas, y se lamentaba de no tenerlo entero y de una pieza para poder abrazarlo y besarlo como a un verdadero hombre, y no como a la estatua enyesada que tenía delante. Una sombra que esa noche de la zambullida se le grabó para siempre: la del sexo imposible. Esa maldita sombra que había marcado la diferencia desde el principio, y que a pesar de llegar a nombrarse como "respeto" o "romanticismo", quedó bautizada desde entonces como "admiración".
Sombra que lo tornara inalcanzable, diferente al resto de los mortales, incorpóreo en su propia idealización.
El permaneció expectante, soñando con el momento preciso en que ella accediera a entregarse por su propia voluntad y sin reservas. Ardiente fantasía que lo consumiera durante eternas noches de insomnio, intentando abrazar en la oscuridad a ese cuerpo que se le escabullía en el recuerdo. Y a pesar de sus caprichosas insistencias, de la muda negativa de ella, de la pujante incomodidad que creció entre ambos luego de aquella madrugada de la casa quinta en la que yacieron juntos en traje de baño, ninguno de los dos supo cómo manejar las sensaciones que les despertara semejante atracción. Y volvieron a dejar de verse, portazo mediante, esta vez de manera definitiva. .¿O no?.
La bruma del recuerdo abre paso a esta realidad de bar de provincia, quince años después, ambos casados, con hijos en edad escolar o aún usando pañales, con responsabilidades propias, maduros y asentados -como los buenos vinos-, contemplándose a los ojos, disfrutando de lo increíble. Una mirada que tiende un puente entre ambas sensibilidades, pero que los sigue incomodando.
Un sentimiento que no debería estar presente, que tendría que haber fluido por su cuenta hacia el olvido, que pertenece a un pasado que ya no existe.
¿Qué estamos haciendo acá?, parecen preguntarse sin decirlo, aunque ninguno se atreva a tomar las manos del otro, sabiéndose en peligro, con el vértigo de estar de pie al filoso borde de un abismo sin retorno.
Ambos lo saben, pero es él, como siempre, quien pone en palabras lo que ambos sienten. Y tararea aquella canción de Serrat, que cuenta de las aventuras vulgares y la literatura sobre la piel. Pero ella baja la mirada, juguetea con la cucharita, suspira hondamente. No sabe qué decir, balbucea incoherencias, y él tampoco se atreve a más. ¿De qué vale insistir con una excitación del pasado, que recuerda erotismos casi ajenos a este producto adulto que la vida ha ido moldeando? Parecen haberse convertido por un instante, desde que se sentasen a la mesa de este bar, en aquellos mismos adolescentes que correteaban bajo el sol a la vera de un arroyo entrerriano, pescaban con red, se iban a bailar las noches del sábado al club del pueblo, y tomaban mate en la galería de la estancia o una cerveza en el pool. Pero vuelven a mirarse, y siguen siendo un hombre y una mujer sentados en un bar, cada uno con su historia y sus romances pasados, con una vida hecha. Ambos saben que la magia se extinguirá ni bien se separen, volviendo cada uno a su vida de siempre. Porque ella, aunque apenas lo diga, prefiere quedarse con su ilusión de un amante fantasma, que la viste como nadie con palabras hermosas, antes que verse frustrada ante la vacuidad de una relación sexual igual a todas, donde la magia se pierde y sólo quedan los cuerpos extenuados. Y quizá él tampoco tenga la valentía, como ya le ocurriese de adolescente, de abordar lascivamente a esta mujer. Algo parece detenerlo, como si aún la sostuviese en aquel altar romántico de su juventud y no pudiese desterrarla hacia la más cruda carnalidad, o simplemente lo devore la culpa de engañar a su mujer por primera vez. ¡Qué odiosas son las primeras veces!, piensa él, y evoca sin quererlo a sus primeras ex novias.
El silencio resulta más incómodo aún que cualquier negativa que pudieran decirse. El ordena la cuenta. Ella extrae una cámara digital y le pide al mozo que los retrate cuando vuelve a darles el cambio. El quiere una copia de esa foto. Ella quisiera que él le garabatee en alguna servilleta una enésima poesía en la que le declare todo su amor. El se conforma con mucho menos: una caricia, un beso que llevarse de recuerdo.. No han tenido más que esto en esta historia compartida. Y sin embargo, es precisamente eso lo que han vivido: una historia. Un romance que se extendió a lo largo del tiempo, con sus vaivenes y anécdotas, sus encuentros y soledades, sus roces y ansiedades, sus palabras y miradas.
¿De qué sirve mantener un contacto posterior a este café?, piensa él, aturdido de no concretar hoy lo que ansiara durante tantos años, sabiendo que por su propia salud mental deberá sumergir todo este sentimiento nuevamente en el arcón de los recuerdos de donde parece haber surgido; o de la cámara criogénica donde se conservara congelado e intacto, dispuesto a resurgir en cuanto las condiciones necesarias estuviesen dadas. Ella tiembla por dentro de solo pensar en acariciarlo desnudo, pero le resultaría imposible, algo prohibido, de lo que quizás se arrepienta por el resto de su vida; ha traspasado la línea sin retorno del matrimonio, se ha civilizado, ya ha cometido sus locuras de muy chica, ¿para qué arriesgarse a algo de lo que no está segura. como quizá nunca lo estuvo de nada? Ambos cargan con sus temores, sus vacilaciones, y un intenso contacto con el otro que no quisieran perder ni aun estando lejos, o muertos.
A paso lento y vacilante se dirigen hacia la puerta. Cada uno lleva una marca en el corazón que los unirá de por vida, y hoy la han descubierto, casi aterrados. La tensión erótica entre los dos permanece inmutable. Y al llegar a la calle, donde sus caminos se bifurcan, ella para tomar el tren de regreso, él para adentrarse en la ciudad, se detienen frente a frente, arrasados por las emociones, conformándose con un reencuentro que ha sido demasiado breve, pero sin lugar en sus conciencias para generar algo más.
El abrazo, cálido, estrecho, cariñoso, los funde en un preciado instante de intimidad. Aunque puedan dejar de verse para siempre, esta despedida tiene un sabor mucho más grato y entrañable que el de la última vez, resentidos y asustados. El se aferra a ella sin deseos de dejarla ir, queriendo retenerla a su lado para cuando tenga ganas de reír, guardándola como un tesoro muy preciado del que desconoce su verdadero valor. Y ella en sus brazos, sencillamente se encuentra en paz, ajena a cualquier tristeza o desilusión que pudiera enfermarla en sus horas de soledad, mientras ordena la casa o espera que sus hijos salgan del colegio. Fantasean con compartir la vida cotidiana del otro, visitándose en familia, conociendo al resto de sus seres queridos. Pero ambos saben que nunca lo harán. Que éste es el final, y que preservan la ilusión, por sobre todas las cosas.
 Los únicos besos que se permiten -muchos, que nunca se terminen-, son en la mejilla o en el pelo. Sus embarcaciones zarpan en direcciones distintas, y la sirena de un puerto imaginario ya clama por la partida. Deben irse, por más que se resistan. Y aunque se digan lo contrario, saber que nunca más se
volverán a ver.
Se tienden las manos al alejarse. Al dar la vuelta y seguir su camino, ella se emociona, casi al borde de las lágrimas, que esta vez son de felicidad. Y él, con la mirada perdida en el horizonte, sabe que para encender de nuevo la cámara criogénica.

...tiene que volver a escribir....


"No hay nostalgia peor
que añorar lo que nunca jamás sucedió"
"Por las arrugas de mi voz
se filtra la desolación
de saber que éstos son
los últimos versos que te escribo
para decir con Dios:
¡a los dos nos sobran los motivos!"
(J.Sabina)



*De ALDIMA.  licaldima@yahoo.com.ar
Abril de 2011




ESTACIÓN CORBETT.
http://inventren.blogspot.com.ar/2011/06/estacion-corbett.html




Un hombre y su obra*



De pronto me había inventado un oficio, es probable que mi ocurrencia fuese algo común. Pero preferí imaginarme fundando una praxis, la antropología de las subjetividades ó dicho de otro modo de la persona y su obra. La vida, o un encuentro casual con su prima Sofía, me permitió acceder al fantástico mundo del arquitecto Jerome Ricardo Klepka.
Sofía es la hija Slawek Klepka, el inventor al que conocí durante una internación de mi padre.
Fue un encuentro casual en el tren, ella que subió en Aldo Bonzi y se sentó justo enfrente mío.
Tardamos unos momentos, la circunstancia había sido dolorosa y pasaron muchos años.
Ella, antes de bajar en Libertad, dejó la idea: "Quiero que escribas de mi primo Jerome y su obra".
A los pocos días fui a visitarla, tomé un te rojo con miel y pase mucho tiempo observando el museo casero que Sofía tiene sobre las invenciones de su padre Slawek.
Ella no me dijo demasiado de su primo, era el hijo de su tío tan polaco como su padre. Había estudiado arquitectura pero su pasión era el arte y la escultura. Había preparado una caja con planos, dibujos de esculturas y cuadernos donde anotaba frases o explicaba el significado de sus obras.
-No dejes de ir a Corbett, es su gran obra. Sugirió cuando ya estaba en la puerta a punto de irme.

Mientras viajaba en el tren hasta Corbett me daba cuenta que el arquitecto Klepka tenia curiosidad por culturas lejanas. Decidió colocar 109 esculturas u obras de arte en el predio reciclado de la estación y aledaños. "Como los 109 trofeos que debía cazar un Maharajá" había anotaciones en un cuaderno que ligaban esta ocurrencia con lecturas de Salgari.

-Pero esta es una cacería de recuerdos propios a los que debo darles una materialidad. -escribió.

La estación de Corbett es realmente impresionante. Habría que tener conocimientos de arquitectura para poder describirla bien, pero no tiene nada que ver con la sencillez de las otras estaciones del ferrocarril. La única vía del Midland se abre en cuatro a unos cien metros antes de ingresar a la estación.
La sorpresa es mayor cuando uno pone el pie en el andén. La cartelera indica que la estación anterior es Ramnagar y que la estación de origen de la línea es "Old Delhi Railway Station".
La ventanilla donde se compran los pasajes indica que las tarifas están en Rupias y que esa es la moneda en la que deben abonarse.


El hotel se llama "Edward James Corbett Resort" y queda a metros de la estación. Es un hotel de tres estrellas con baño privado y cuesta 1050 Rupias por noche. Agradecí que tuvieran la gentileza de cambiar mis pesos por Rupias y pedí una habitación por una noche, casi seguro de que con un día completo podría recorrer el parque natural y las obras de arte que Jerome había dejado allí plantadas para que sean vistas e interpretadas por los visitantes.


Ni bien entré pude escuchar del conserje una historia que habla de la personalidad del arquitecto. Durante la obra del reciclado del hotel, el hombre había tenido una fuerte discusión con el contratista que colocaba el parquet. La discusión había llegado al punto de la furia y los hombres iban a arreglar sus diferencias a trompadas. Hasta que el parquetista lo insulto en ruso y Klepka le contesto con otro insulto similar también en idioma ruso. -Sofía me había contado que Jerome había aprendido ruso porque su padre lo hablaba como segundo idioma;  ya en su adolescencia había decidido estudiarlo bien para leer a grandes escritores como Gorki en su idioma madre.-
La cosa es que el conocimiento común de un idioma y de cultura eslava los hermanó. El contratista y el arquitecto comenzaron a cantar juntos canciones tradicionales. Para festejar el descubrimiento, Jerome fue hasta su auto, trajo una botella de Grappa Chizzotti y brindaron con los obreros presentes en la obra.
-Como Ud. mismo podrá observar, el parquet de pinotea ha quedado impecable. -Remató el conserje.

Me di cuenta durante un buen rato antes de lograr dormir en una cama desconocida que la idea de escribir sobre un hombre y su obra no es tarea sencilla -al menos con Klepka- . Una segunda idea que había tenido durante el viaje en tren estaba en cuestión,  ¿Podría escribir sobre lo visto en Corbett un artículo en Wikipedia? No quería -como muchas otras veces- plantearme objetivos demasiados alejados, tenía certeza sobre las limitaciones de mi escritura. Sin respuesta, lo mejor fue dormirme y esperar que el día siguiente aclarara con su luz las cosas.

Desayune mirando al verde del parque un cielo amplio y celeste hasta el horizonte. El día se mostraba como una promesa esplendida. Como muchas otras veces sentía incomodidad con la soledad. Casi siempre mi trabajo me llevaba a llegar y permanecer solo en diferentes hoteles, la soledad me convertía en un observador o en un cazador de imágenes más precisamente. Me llamó la atención la remera que usaba un hombre con la pelada artificial en su cabeza. Tenía menos de cuarenta años, y el aspecto de un cuerpo trabajado en horas y horas de gimnasio. Parecía estar en una gira de negocios con socios o clientes. La remera decía: "Y si la mujer del prójimo me desea a mí".

No quise distraerme más. Llevaba en un bolso un par de cuadernos donde Jerome Klepka describía el origen de las obras que iba a ver ni bien me animara a salir al afuera del hotel.

En el pequeño parque lindero al que miran los ventanales del comedor esta el monumento a Edward J. Corbett. Es una escultura de hierro negro donde una figura con cuerpo humano y cabeza de Tigre. Arriba de la cabeza, esa figura lleva el sombrero clásico que hemos visto en las películas llevar a los cazadores. Esa figura lucha con una enorme víbora que se enrosca por su cuerpo desde su pie izquierdo. La serpiente termina en una cabeza humana -como las que pintaban en el renacimiento con una cabellera bien densa- esa cabeza humanizado mantenía colmillos y lengua de serpiente.
La estatua tiene el subtítulo de "Metamorfosis".

En el cuaderno dice -textual- : "Metamorfosis". Fue con la infección del colmillo izquierdo. Tenía la mitad del rostro con aspecto felino. Sentía que la fiebre era una enorme serpiente que se enroscaba. Deliraba. Lo más lógico es que la serpiente tuviera en su rostro el aspecto de la serpiente a la que llamamos, afiebrados de autoengaño, "ser humano".


La estatua tiene en su base enorme de cemento la inscripción de autoría: JEROME RICARDO KLEPKA. ESTATUARIO. ARQUITECTO. CLONADOR PAISAJISTA.

Alejándose de la estación y el hotel -a menos de un Km.- hacia el norte esta la entrada al Parque Natural, situado en las tierras de la antigua estancia de los Corbett. Allí quedaron al aire libre las obras de arte de Klepka. La entrada al parque cuesta 250 rupias, el equivalente aproximado a 5 Euros.
La primera obra que pude observar se titula: "El rollo del tiempo".

Escribe: "Después de la salud, el tiempo es lo más valioso que posee una persona. (...) Pensé en las manos de mi padre, en los objetos que había dejado abandonados en el galpón de la casa. Había dos lavarropas oxidados, una heladera Siam. Los alambres que sostenían la antigua parra habían quedado formando un rollo, una nebulosa galaxia que ya no podría volver a extenderse. Fue mi hijo quien lo bautizó como rollo del tiempo"

Unos metros más adelante pude observar que una de las vías del ferrocarril ingresa en la antigua estancia y lleva al tren hasta un apeadero sencillo situado en el costado soleado del casco.

Me gusto mucho la obra dedicada a Kurt Vonnegut. "Insectos atrapados en ámbar" Son piedras traslucidas apiladas como un muro adentro hay cuerpos de insectos con cabeza humana. Arriba del muro desfila un soldado con un uniforme alemán de la segunda guerra.

Jerome anotó: están mi padre y mi tío en la guerra, nunca saldrán del todo. En el oído les quedara el zumbido de los proyectiles que reventaban el tímpano. Al leer esto, había podido volver a ver por un instante los ojos vivaces de mi padre cuando recordaba la noche iluminada por los proyectiles en la batalla de Montecassino.

Cuando retorné del parque estaba bastante cansado y era de noche, había comido algo en un pequeño restaurante ubicado en el casco de la antigua estancia. Recordé que el último tren hacia Old Delhi ya había partido. Decidí quedarme otra noche en el hotel y partir en la mañana luego del desayuno. Volví a la habitación, me bañe con una ducha que no logre regular bien, asi que con el agua casi fría afloje el cansancio y me dispuse a dormir. La cercanía al campo convertía al hotel en un espacio de resonancia de lo lejano y lo inmediato a la vez. En la habitación contigua una pareja había comenzado a hacer el amor. Se escuchaba como la mujer jadeaba. Dije: este Jerome, ha sido un gran artista, pero como puede ser que haya construido estas paredes con paneles de yeso que no aíslan nada.
Desde el campo empezó a ganar espacio el sonido de un tren acercándose. Es el tren que va a Moradabad y retornara mañana para llevarme a Old Delhi. Por momentos el sonido del tren se mezclaba con los jadeos de la pareja de la habitación lindera. Cuando llego a la estación se escucharon los sonidos del vapor de la locomotora. Ese ruido inconfundible de las vaporeras. ¿Será una North British o una Vulcan Iron Works? El tren partió, su sonido se alejaba mientras el de la pareja que hacía el amor sin agotarse se mantenía constante.

En cualquier lugar una locomotora atraviesa la noche. Otra mujer, se enciende, hecha vapor, jadea. Hay viajes que crean la vida y otros que la llevan de un sitio a otro.
Antes de entrar en el sueño arrullado por los sonidos del amor. Se impone la necesidad de que alguna enseñanza para mi vida. Pensé, en lo apropiado que era el título de una de las obras de Jerome Ricardo Klepka: "Lo erótico es la vida".


*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com






ESTACIÓN SANTOS UNZUÉ.
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¿REENCUENTRO Y DESPEDIDA?*


(2° parte) El deseo no pide permiso
      

  
  “Me debés un café”, le aseguró él, aquella mañana otoñal frente a la antigua estación ferroviaria, envuelto por un abrazo del que no quería desprenderse, para luego zambullirse en una pretendida ilusión de olvido que nunca llegó a concretarse. Las imágenes de aquel breve encuentro con ella danzaban continuamente delante de sus ojos. Cada situación de pareja que escuchaba en boca de terceros, o cada detalle que lo asaltaba en forma de canción oída al pasar, eran referidos exclusivamente a ella, como si cualquier extraño le estuviese adivinando el pensamiento al comentarle experiencias ajenas. Ella regresaba a su vida después de permanecer varios años sepultada, como un angustioso espectro casi imposible de eliminar, aterrándolo de madrugada con una extraña mezcla de placer y dolor, generándole el deseo de volver a bailar juntos -como durante aquellos veranos compartidos-, asomando por la mañana en alguna oculta fotografía dentro de la infinita maraña de carpetas de su computadora. Sólo que esta no-muerta, sin necesidad de alimentarse de su sangre, le iba chupando gradualmente su fidelidad conyugal. Situación que ella misma, lejos de sentirse satisfecha, la padecía…
            Ella vivía conmocionada, maldiciendo el día en que se le ocurrió citarlo para tomar un café, sólo por el mero hecho de volver a verse después de tanto tiempo. Aunque nada había sido del todo inocente: sabía que el encuentro no le resultaría un hecho cotidiano y sin consecuencias. Sólo que nunca supuso que sus expectativas iniciales fuesen desbordadas de aquella manera. El estaba igual, como si los años no hubiesen hecho mella alguna en su esencia, como si continuase siendo el mismo adolescente que la deslumbrara hablando de lo que fuera, a veces sin que ella pudiese seguirlo, pero fascinada frente a tanta inteligencia. Y frente a él, contemplándolo sin percatarse del paso del tiempo, se sentía a su vez una adolescente, dispuesta a salir corriendo de la estructura familiar que la rodeaba desde hace años, para sumergirse en situaciones descabelladas, fuera de toda lógica racional, incluso peligrosas…
            Durante los siguientes días, él había conseguido garabatear algunas frases inconexas, queriendo darle forma creativa a sus sentimientos, al menos para sepultarlos dentro de un escrito, cualquiera fuese la forma que éste adoptase. Quiso escribir poemas, letras de canciones, algún cuento, hasta esbozó una novela –interrumpido a cada rato por las chispeantes visitas de su hijita de casi tres años en el estudio-, pero las palabras se le fugaban de las manos sobre el teclado, causándole un fastidio que acrecentaba con mayor potencia sus deseos eróticos. El cuerpo no lo dejaba pensar. Y la razón venía perdiendo la batalla de manera vergonzosa.
            Ella aguardaba cada mañana a que su marido se llevase a los chicos al colegio y se fuese a trabajar, para hacer a un lado sus tediosas tareas domésticas, revolver entre sus forradas cajas de zapatos, y así reencontrar aquellas que contenían sus más preciados bienes, sobrevivientes de innumerables mudanzas, contenedoras de sus entrañables recuerdos del pasado. Allí estaban, víctimas inocentes del paso del tiempo y el manoseo de su dueña, las interminables cartas que él le escribiese hacía más de quince años, incluso hasta casi veinte, con una tinta ya ilegible, algunas hasta pegadas con cinta para que dejen de seguir rompiéndose en los dobleces, testimoniando palabras que con el paso del tiempo ella conoce ya casi de memoria, pero que cada vez que las lee, le parece volver a escucharlo. Esa es su letra, son sus palabras en forma de carta o de canción, como si aquellas ajadas hojas de papel lo mantuviesen vivo durante todo este tiempo, acompañándola desde el pasado a pesar de sus numerosos cambios de domicilio y de pareja. Tal vez, alguna de estas solitarias mañanas en que releyó estas cartas, se le haya ocurrido la peregrina idea de reencontrarlo más allá del recuerdo, beneficiada por la tecnología virtual cuando una tarde la sorprendió desde la pantalla de su computadora un correo electrónico firmado por él. Idea que pareció ir cobrando forma con el paso de los días, o de los meses, y que de pronto plasmó a través del chat, propuesta que él aceptara de manera gustosa pero incauta.
            “Así estoy yo… así estoy yo sin ti”, le canta Joaquín Sabina en sus auriculares. Pero se resiste, detesta caer en la melancolía, cambia pronto de canción. Escucha a Madonna en su última gira mundial, arengando al público argentino –aunque semejante potencia produzca en él quizá un efecto contrario, que lejos de sedarlo, lo excite aún más-, y aunque el poderoso ritmo bailable lo distraiga por un rato, las imágenes de ella regresan cada vez más letales. Evoca sin quererlo esos ojos, aquella mirada que lo contempla indefensa, conocedora del efecto devastador que la presencia de él causa en sus emociones. Y toda su estructura de razonamiento cae derribada, porque ha vivido equivocado desde que la conoció: ella ha permanecido enamorada de él desde el momento mismo en que leyera su primer escrito, donde tímidamente le confesaba gustar de ella, y él no ha sabido percibirlo. Todos los desencuentros posteriores fueron producto de su propia inexperiencia y del temor de ella; o de ambos, a qué negarlo. El nunca antes había estado con una mujer, ella nunca antes había recibido una declaración de amor propia de cuento de hadas. Y así estuvieron siempre, a medio camino entre la excitación y su consumación, avivando el deseo mutuo pero de algún modo resistiéndose a concretarlo, a pesar de las insistencias de él o de la angustia de ella. Así vivieron, extrañándose, recordándose, buscándose, para luego desconocerse al encontrarse, impotentes de acercarse definitivamente, temerosos de romper un hechizo forjado a dúo sin saberlo.
            Hasta que la tensión se les desbordó incontenible, envileciendo sus sueños húmedos, para descubrirse necesitándose más allá de cualquier limitación. Y fue él quien la llamó una mañana, tembloroso ante el abismo, para decirle que el deseo no pide permiso. Que deseaba con el alma hacerle el amor. Que no aceptaría una negativa por respuesta. Que arriesgaba la posibilidad de seguir viéndolo en el futuro. Que necesitaba desterrar este fantasma para siempre, y poder seguir así con su propia vida. Aunque ninguno de los dos supiera qué pudiera suceder después…
            Miles de fantasías se le agolparon a ella en el corazón, mitad conscientes, mitad inconfesables. Dudó mucho en darle una respuesta, sin poder pensar, mareada frente a tantas posibilidades. ¿Por qué decidió complicarse la vida al citarlo en aquel bar? Si tenía un mundo ordenado y rutinario en el que nada la sorprendía, predecible en su propia fijeza… Ahora dudaba de todo. ¿Y si ceder a la tentación con él se convertía en una extraña especie de adicción, de la cual no pudiera sustraerse una vez que la probase, y por cuya abstinencia debiera padecer en soledad el mayor de sus sufrimientos amorosos? El miedo a perder lo conseguido en todos esos años –un marido, sus dos hijos, un hogar familiar- la estremecía sin piedad, y a la vez, un secreto deseo de rejuvenecimiento palpitaba en sus entrañas, haciéndole cosquillas en los pies, impulsándola a vivir la última deuda pendiente de su adolescencia; quizá, su última gran aventura.
            Así que una mañana, con la cara de él devorándose desde el recuerdo todo su campo visual, sin pensar demasiado en nada, ni siquiera en el increíble coraje que estaba necesitando para levantar el teléfono y marcar su número, decidió terminar con tanta incertidumbre, atravesando con su propio deseo aquella tupida jungla de sus dudas. Y dejando a un lado la imagen de él como amigo entrañable de su familia de origen, compinche en la adolescencia de sus hermanos, a la presencia de su marido y de sus queridos hijos, incluso hasta su rol de ama de casa, queriendo simplemente sentirse VIVA, se lanzó hacia el abismo…



*   *   *


La misma estación ferroviaria de hace un tiempo atrás, otra soleada mañana de otoño. El llega primero, con una ansiedad inusitada. Hasta hace pocos minutos, viajaba tarareando canciones de Sabina, metiéndose en clima, entusiasmado. Pero ni bien desciende del vagón, un creciente temblor le ataca las tripas, le contractura la espalda, le seca la boca. Ella no llegó. ¿Vendrá? ¿O se arrepentirá a último momento? Le tiemblan las manos. Camina a lo largo de la plataforma, sale despacio de la estación, crujen las hojas secas bajo sus pies, contempla el bar de enfrente con renovada añoranza. Evoca sus ojos, sus manos, su risa…  Respira hondo. Siente que si piensa sólo un poco más en lo que está a punto de hacer, dará media vuelta y huirá corriendo de allí, el corazón devastado por la culpa y estrujado en un puño. Tiene que recordarla como la última vez, inundarse de su recuerdo, ahogarse en su mirada… ¿Vendrá?
 Sin que lo perciba, otro tren acaba de llegar a sus espaldas. Y apenas da un paso, resuelto a esperarla dentro del bar y salir ni bien la vea, o quizá buscando excusas para cruzar la calle y zambullirse en el primer colectivo que lo saque de allí, cuando unos dedos lo llaman por detrás. Al volverse está ella, con una media sonrisa que intenta disimular el enorme susto que le oprime la garganta, aunque con su habitual transparencia en la mirada. Se abrazan de nuevo, sintiendo que aquel contacto de la última vez tampoco ha desaparecido. No se dicen nada. Entonces él le busca la boca, y ella le devuelve el beso más que complacida, deshaciéndose en sus brazos, experimentando una corriente eléctrica a lo largo de su cuerpo que la despabila del tedio cotidiano hasta los huesos.
Caminan tomados de la mano, hablando poco, temblando mucho. Según él, hay un hotel cerca, aunque nunca lo haya frecuentado. Ella se deja llevar; no podría hacerse cargo de nada. Pocas cuadras más adelante lo encuentran, tapado por unos enormes maceteros con ligustros que le dan una ilusoria imagen de privacidad. Al ingresar, la sensación de angustia crece entre los dos. Esto no lo han vivido nunca juntos. ¿Cómo será? ¿Qué actitud tomará el otro en una situación como ésta? ¿Aflorará en el momento más íntimo del encuentro algo desconocido, que los espante, o será la escena soñada que han imaginado durante años? La pregunta atraviesa sus mentes al unísono, aunque ninguno se anime a decirla en voz alta, o a querer pensar demasiado.
El paga en la caja -“Ya no hay vuelta atrás”, piensa-, toma la llave con una mano, a ella con la otra, y ascienden al primer piso por un pasillo estrecho y una escalera oscura. Desde que se vieran hace unos minutos, pareciera que no pudieran despegarse el uno del otro a menos que sea absolutamente necesario. Pero caminan hacia la puerta de la habitación como autómatas, sin saber muy bien qué están haciendo ahí.
Al entrar, ven una habitación simple, con una cama de dos plazas dominando la escena, algunas luces de colores, y espejos por todos lados. Nada de excentricidades. El revisa los botones, gradúa la iluminación, y consigue bajar el volumen de una horrible música instrumental que apenas continúa escuchándose. Se quita la campera y la contempla a su lado. Ella permanece de pie, mirando en derredor como si fuese su primera vez. Palpitan con extrañeza, ¿incómodos? El se quita el pulóver y la toma de un brazo con suavidad. Recién entonces ella lo vuelve a mirar a los ojos, y el puente invisible que ha existido entre ambos desde que se conocieran se tiende nuevamente en su total intensidad. La sonrisa aflora en sus rostros, las miradas se iluminan, y una risa cómplice y nerviosa crece entre los dos, impulsándolos al abrazo.
 Besos y caricias llegan con naturalidad, con muchísima ternura. Consiguen sentarse al borde de la cama, mientras ella se va quitando su propio abrigo y él busca en la campera hasta encontrar el MP3 en un bolsillo y encenderlo. La embriagante música del saxo de John Coltrane, con Johnny Hartman entonando “My one and only love”, los envuelve y transporta hacia otro lugar, quizá desconocido, donde ellos sean otros de los que son, reinventándose al estar juntos.
Muy lentamente la ropa va cayendo junto con sus miedos, los besos crecen en intensidad, la pasión se instala y despliega sin brusquedades. El la recorre, cubriéndola de besos, estremeciéndola al acariciarle una piel tan suave con la yema de sus dedos, oliendo el perfume de su cabello al hundir su cara en él, contemplando esta belleza que sólo ha madurado con la edad. Ella lo toca para saber que él está allí, que no se extinguirá en la vorágine de sus sueños, que esta situación está ocurriendo realmente, aunque buena parte de su mente se lo niegue, y a él también. Las contracturas y temblores parecen haberse fugado muy lejos, relajándolos como nunca antes, con el vago recuerdo de aquella noche en la clínica mientras él estaba internado, previo a sus operaciones, o en la cocina de su casa, una tórrida madrugada de febrero. Besos que saben mejor que aquellos, potenciados por el tiempo y la experiencia.
Finalmente se desnudan por completo, y sus imágenes rebotan sobre todos los espejos, multiplicando su deseo hasta el infinito. Ella lo recuesta sobre el colchón y se le trepa encima, sin dejar de besarlo, respirando agitada, mientras él teme no llegar a ponerse el preservativo, al acariciarle las nalgas y ser transportado por este vertiginoso huracán de sensaciones hacia las profundidades de su ser, allí donde el pensamiento ya no tiene cabida, deshaciéndose del beso para acariciarle un pezón con los dientes… Y se siguen tocando, gustando, chupando, fregando, mordisqueando, como si nada de lo que hicieran les alcanzase, con una extraña mezcla de dulzura y de pasión.
Hasta que consigue entrar en ella, previa protección, y el lento vaivén de las caderas adquiere un ritmo compartido, una cadencia propia, evocándoles por un segundo aquella plasticidad y sincronía que descubrieran entre ambos al bailar, allá lejos en el tiempo, envueltos como ahora por la música. Como si cada movimiento de uno tuviera su reflejo en el otro, ya estén sentados frente a frente, o acostados uno encima del otro, o yaciendo de costado… Y aunque en el infatigable rodar de los cuerpos jadeantes ella apenas se dé cuenta de lo que piensa, sí se percata de que lo que alguna vez fantaseara como adicción al hecho de estar con él……pareciera recién haber comenzado…
 Misteriosamente, es tal la conexión que han logrado desde que se iniciara la música en el MP3, que alcanzan juntos el orgasmo, atravesados por una descarga eléctrica que los estremece por entero al gemir al unísono. El se desploma entre espasmos sobre ella, agotado, intentando recuperar el aliento, embriagado por su perfume a mujer, sintiendo que el cuarto gira a su alrededor, multiplicada su imagen sobre el techo y las paredes, perdiendo la total noción del espacio. Ella lo abraza con una ternura desconocida, cálida y vigorosa a la vez, deseando en lo más profundo del alma que este instante se eternice, que lo recuerde cada vez que se sienta vacía y triste, que le sea imposible de olvidar. Y a medida que pasan los segundos, transformados en minutos, en medio de las cariñosas frases que se prodigan el uno al otro, una pregunta va cobrando forma entre ambos, ineludible, decisiva…
“¿Y a partir de ahora… qué hacemos?”
Ambos creen que cualquier cosa que digan, cualquier movimiento que realicen, sería capaz de desvanecer para siempre este maravilloso hechizo que los funde en una sola entidad. En este espacio que han creado entre los dos, todo parece tan simple, tan pujante, tan hermoso… ¿Para qué destruirlo pensando en lo que pueda ocurrir una vez que abandonen este cuarto? ¿Por qué atormentarse desde ahora con la idea de que van a extrañarse, necesitarse, enloquecerse al estar separados? ¿Y si eso no ocurriese? ¿Y si sólo fuera un lento fluir del sentimiento, que quizá les provoque el día de mañana un nuevo deseo por volver a verse?
Para ella, nada parece lento ni posible de moderar a futuro. Lo quiere, lo necesita, quizá hasta lo ame con locura. Es lo más mágico que le ha pasado en la vida. Es mucho más hermoso de lo que fantaseaba mientras releía de memoria aquellas viejas cartas. Es REAL, es un hombre que lejos de ser sólo palabras está VIVO… Y no sabe aún cómo entender esta arrolladora irrupción de la realidad comparada con la imagen ideal que en soledad se formase de él. Por su parte, él se siente como un adolescente que acaba de tener su primera relación, con la energía necesaria para seguir ni bien recupere el aliento, pero también con el devastador efecto sensorial que le causa la sorpresa de lo nuevo, concretizando una expectativa moldeada y pulida durante años. Sólo que hace rato que dejó de ser un adolescente, y lo que se le juega hoy es algo más que un momento sexual…
Entonces la razón, la maldita razón que le carcome el cerebro desde que tuvo conciencia para pensar, esa puta razón que nunca lo dejó vivir en paz, le dice “Ya está, boludo: levantate y rajá, que esto se terminó”. Y por otro lado, experimenta esa misma sensación de adicción que le brota a ella por cada uno de sus poros. Siente que le está por estallar la cabeza. ¿Cómo se puede vivir amando a dos mujeres a la vez? Y ella, temblando aún de felicidad, sin deshacer este tierno abrazo que quisiera no terminar nunca, quizá llega a la misma conclusión: el corazón dividido entre dos amores. La culpa… La maldita, torturante, repulsiva y puta culpa… ¿Cómo se hace para seguir viviendo después de esto?
Se miran a los ojos, profundamente. Se intuyen similares, tanto en el placer experimentado minutos antes, que ha superado cualquier imaginación, como en el terror que comienza a ganarles la jugada si no se tornan precavidos y reprimen lo que sienten cada vez con mayor intensidad.. Maldita adicción… Maldita atracción… Maldita calentura que no cesa… Ni aún habiéndola concretado…
El deseo nunca pide permiso… arrasa sin medir las consecuencias.
Se besan por enésima vez, y casi como en un juego infantil, dicen al mismo tiempo la frase que los suspende colgados de la ilusión, una vez más, para que esta función del Gran Circo del Amor no termine, para que las payasadas y acrobacias que les nacen de las entrañas sigan por tiempo indeterminado, para que los puñales del mago hagan centro en el corazón de ambos, para que continúen haciendo equilibrio sobre un cable por encima del abismo, para que los rombos y cascabeles de los coloridos disfraces les oculten el miedo, para que las fieras que albergan dentro de sus pechos no se domestiquen a fuerza de latigazos, para que la frescura de su juventud compartida no se muera nunca.
“¡El primero en levantarse de la cama, pierde!”
Y así permanecen, hipnotizados por una sonrisa que se torna sonora carcajada, que los impulsa a las cosquillas y al juego de manos, hasta que suene la campanilla del teléfono, y una voz impersonal les anuncie que “Su turno terminó”…



*De ALDIMA.  licaldima@yahoo.com.ar
Mayo de 2011




ESTACIÓN DUDIGNAC
http://inventren.blogspot.com.ar/2011/11/estacion-dudignac.html




El Sur (Dudignac)*


Podría abrir los ojos, encogerme de hombros, decir: “no sé qué estoy haciendo aquí”. Y sería verdad, al menos parcialmente. Toda verdad es incompleta, eso lo sabemos. Porque el conocimiento de nuestra propia realidad también es parcial. Verdad es que nunca antes había oído esa palabra, pero no es menos cierto que escucharla me trajo, de repente, imágenes de un tiempo ya pasado, de un lugar nunca visto, de una música extraña…
Creo que lo dijo Urbano Powell, una tarde imposible, mateando. Aunque ya no sé si es recuerdo o presunción. Evoco la palabra: “Dudignac”, una voz pronunciándola, el tenue escalofrío que mi cuerpo sintió… Otra voz, no la primera, apuntó: “eso está en Europa, en Francia, en el sur”, y la primera voz, tranquila, replicó, “no, ché, eso está aquí mismo, a poco más de 300 kilómetros de Buenos Aires, cerca de Nueve de Julio. Es un pueblito… y bueno, también es una estación abandonada…” un silencio expectante, un leve carraspeo “de aquellas del Midland, ya sabés”.
Y yo, que escuchaba en silencio, con el corazón encogido, no sabía, pero… supe.
Supe que tenía que ir a esa estación, y no, no me pregunten, porque aun hoy, aquí sentado, todavía no tengo una respuesta… No podría precisar tampoco los acontecimientos que siguieron. Todo fue un vértigo de acciones sumidas en la niebla. Sé que hablé con personas a quienes no conocía, que acumulé datos innecesarios, que hice preguntas cuya respuesta en realidad no me importaba, porque desde el primer momento, desde que aquella voz pronunció esa palabra, yo sabía que un día mis pies se posarían en la antigua estación abandonada, en ésta en la que ahora me encuentro, viviendo en primera persona esta historia que ni siquiera yo comprendo…

El verde tiene muchos tonos, hay muchos verdes, pero el sur francés es otra cosa. No lo sé yo, yo nunca estuve allí, nunca salí de esta tierra que a veces me resulta inhóspita, pero a la que, sin saber muy bien el motivo, no puedo dejar de amar… Yo no lo sé, repito; pero lo sabe él: ese hombre que escribe, ese hombre que está escribiendo estás líneas, alguna vez estuvo allí, en ese sur plagado de colinas verdes y valles inmensos que su palabra inhábil no alcanza a describir de forma precisa…

Pero yo no lo sé, yo nunca estuve allí. Sin embargo, si cierro estos ojos, testigos de la infamia de más de medio siglo, que sin querer mirar lo han visto casi todo… Si aquí sentado cierro los ya cansados ojos y dejo que mi mente vague libre, puedo sentir el olor de esos viñedos que no son de estas tierras; puedo percibir, sin ver, esos árboles verdes, ese césped que es casi un resplandor a ras de suelo, los diminutos pueblos que adornan las laderas. Pero si abro los ojos, si cedo a la tentación de lo real (pero ¡qué sabemos en el fondo si es, en verdad, real!), vuelvo a estar aquí en Dudignac, una vieja estación abandonada por la que ya no pasa el tren; o tal vez sí: un tren fantasma que no conduce a ningún sitio, sólo al recuerdo de otras gentes que están lejos de aquí, allende el mar y el tiempo, escribiendo palabras que yo no entendería.

Allí, en ese otro lado, en ese otro sur que nunca vi, la estación tiene vida. Hay viajeros que esperan, viajeros que conversan, viajeros solitarios que no saben muy bien cuál será su destino (si lo miramos bien ¿quién sabe, en realidad?). Hay funcionarios con sus uniformes un tanto gastados por el uso, hay maletas, cigarrillos, un viejo reloj, expectativas… Acaso alguna vez, ese hombre que escribe, estuvo en tal lugar, acaso él escuchó la música que ahora, sentado en este banco con los ojos cerrados, me parece evocar.

Con los ojos cerrados se siente un viento fresco, la caricia del sol en pleno rostro, ese sopor me lleva hacia lejanas fechas, me invaden los recuerdos de aquella primavera (¿qué primavera? pienso) Aquella primavera que es mi otoño, tal como siempre fue. Con los ojos cerrados casi puedo sentir el temblor de la tierra, el sonido lejano de un tren que va acercándose, las voces que resuenan alrededor de mí…
Y aunque sepa que por aquí no pasa el tren desde hace más de treinta años, es tan grato dejarse seducir por esa magia… Tal vez sólo por eso, permanezco sentado en este banco, con los ojos cerrados, aguardando en secreto la llegada del tren, ese tren que es tan sólo una esperanza, la inverosímil fantasía de un alma que dormita.
Y entonces, él también, ese hombre que escribe, puede cerrar los ojos; allí parapetado tras su mesa, puede cerrar los ojos, recobrar ese olor casi olvidado, sentir la emanación de los viñedos, las voces, las campanas, y retornar al día en que llegaba el tren que no pudo tomar en su lejana Europa (ese tren que había de conducirle a su destino). Nada importará entonces si el nombre no es el mismo, si es apenas el eco de una voz junto al fuego, una simple palabra que se quedó prendida en el alféizar gris de esa ventana que algunos llaman alma. Tal vez así los dos: ese hombre que sueña (si es que es él, el que sueña), y este hombre que espera (si es que soy el soñado) podamos al final entremezclar nuestras ficciones: su Sur con este Sur, el mío con aquel que nunca he conocido.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/





ESTACIÓN MOREA.

http://inventren.blogspot.com.ar/2012/02/estacion-morea.html





Quisiera que Estuvieras Aquí*

Me crié con la idea de que en mi país todos somos holgazanes. Todo lo que producimos es inútil. Que hasta el maíz y el chocolate, nacidos aquí, se hacen mejores si vienen de fuera.

Crecí mirando que a toda Latinoamérica se le educa igual: no aspiramos a otra cosa que no sea tan sólo intentar copiar lo que viene de lejos de nosotros.

Siempre viví despreciando lo hecho aquí, aún cuando las manzanas fueran iguales y no hubiera mayor diferencia entre un pantalón de aquí y uno de allá, que la marca y la leyenda “hecho aquí” o “hecho allá”.

Con el tiempo, me comenzó a resultar difícil aceptar que todo lo que hacemos es inferior.

Un día, comencé a notar que nuevos productos llegaban al municipio en que vivo: fruta colorida como la luz que se refleja en la lluvia, y que se decían ser las mejores, todas ellas venidas del pueblito de Morea, en el Partido 9 de Julio... Ropa hecha en Morea, licuadoras, televisores, computadoras... Todo ello asegurando ser lo mejor.

La gente por acá los compraba y quedaba muy complacida de su adquisición.

Yo me alegré de saber que por lo menos existía un pueblo latinoamericano orgulloso de sí mismo, digno de su historia. Meses después de la llegada exitosa de los productos (ideados, desarrollados y traídos directamente de Morea), se anunció la construcción de una terminal de ferrocarril, aquí, donde vivo, y con destino directo al pueblito argentino, rehabilitando la vieja Estación Morea. La obra se anunciaba como la gran maravilla moderna, y un eje de comunicación y comercio, tan importante que nunca se había ideado algo igual en la historia del capitalismo. No entendía por qué un pueblo como Morea, quería comunicarse con un pueblo como el mío, tan incrédulo de sí mismo y dispuesto en todo momento a negarse.

Cuando la línea del ferrocarril estuvo terminada, compré de inmediato mi boleto para ser de los primeros en viajar, desde la terminal de Cholula, hasta Morea. Todo mi trayecto no pude dejar de pensar en la gente que iba a conocer: imaginaba a todos seguros de su pueblo, de su poder productivo, de su importancia histórica; no como nosotros, siempre tratando de imitar a quien viene de lejos.

El viaje duró a penas unas horas, pues la locomotora, poniendo en alto el lugar a donde nos dirigíamos, era hecha completamente en Morea. Cuando llegamos, noté que la locomotora de regreso estaba hecha en Cholula, lo que me causó algo de asombro.

Me bastó con una inicial caminata para aumentar más este asombro, y desconcierto: la gente allí vivía contenta de sus electrodomésticos, comía lo que, a su parecer, era la mejor fruta, vestía gustosa trajes de todos colores y conducían vehículos muy confortables... Y en todos ellos, y ante la vista de todo quien le mirara, relucían las etiquetas que ponían en alto el lugar de donde habían venido esos artículos: "Hecho en Cholula", y la gente se arremolinaba a la salida de la Estación Morea, para ver a esa gente que venía de aquel orgulloso pueblito mexicano, quienes creían en sí mismos, en su fuerza productiva, en su importancia histórica... Quienes, seguramente, sólo venían para constatar lo buenas que eran las mercancías que producían.


*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com






ESTACIÓN  INGENIERO DE MADRID
http://inventren.blogspot.com.ar/2012/04/estacion-ingeniero-de-madrid.html




De paso*




Lo pensó así en el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte: La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.
Tal vez fue ese detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea, imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada, infinitesimal. Las biografías las
escribe gente viva sobre gente muerta (o gente muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos, puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no queda registro en parte alguna...
Vio las vías perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente perdidos o inimaginables.
Así sucede -pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro! Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.
Desencuentros... Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero ¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo
de sacar del bolsillo el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también -por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia. (Pero -atinó a pensar más o menos
confusamente- ¿hay algún lugar que no esté alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba, hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía. De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo, estaba solo.
Los desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y ¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación? Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:
"Hablar de nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí
en esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.
¿Amistad? Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad? Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en
ese mismo andén conversaron durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.
De los dos jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba, sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.
Hizo un gesto vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará haciendo ahí?
Después de un rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
- Está esperando.
El joven le mira, incrédulo.
- ¿El tren? Pero entonces tal vez deberíamos decirle...
- Probablemente él sabe.
- Pero si supiera, entonces...
El viejo calla. Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz grave, sentenciosa.
- Hay gente que va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales, insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora espera. Nada más.
Y sin mirar atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/



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