*Dibujo de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
MANOS*
En mis manos
una esfera
Donde se
adormece un hada,
En tus manos
una rosa,
Un poema, una
guitarra,
En tus manos y
mis manos,
El tiempo que
nos aguarda...
Deja libres a
tus dedos
Moverse como
una danza,
Deja expandirse
a tus alas,
Deja perderse a
tu alma
Y tus manos y
mis manos,
Serán árbol,
flor y rama.
*De Marié
Rojas.
La Habana.
Cuba.
A ESO QUE SOMOS
TODOS LOS DÍAS...
Blinis de
salmón*
El salmón se
recuesta entre ramitas verdes en un lecho de blanco queso, sobre, una
masa tostada. Luce bien, los colores suaves y definidos. Arrollado como si
se abrazara a si mismo buscando amparo en un tiempo frío. Viene de ecos
lejanos de una Europa de ásperas heladas. Me invita con su rosado
fulgor, un poco íntimo, de refugiado, a que lo asile en mi boca.
Cuando lo
salvo, se derrama, acompañado por la crema, en mi. Sonrío, es
un sabor sin la rotunda fuerza mediterránea, un poco triste, pero inolvidable.
Entré con él a
un pasado de revoluciones libertarias pasando fronteras. En su gusto
siento a los que traían cierta ácida y esperanzada creencia en un mundo
mejor.
Él me
lleva a la fiesta del mar, de la amistad, mientras el queso juega a las
nubes o a la nieve, cintura que enlaza, que fluye, que despierta
recuerdos de lo que nunca se cocinó en mi casa.
Así sea*
*Por Juan
Forn
En 1971, una
sudafricana que había estado en un intercambio estudiantil en Detroit le llevó
un disco de regalo a su novio, al volver a Ciudad del Cabo: “Alguien me dijo
que va a ser el nuevo Dylan”. Era de un mexicano, o hijo de mexicanos, llamado
Rodriguez (así, a secas, y sin acento), que hacía un áspero folk de protesta
con su guitarra, aunque los músicos que lo acompañaban eran todos souleros de
Motown. El novio hizo escuchar el disco a sus amigos, todos fliparon, uno de
ellos lo pasó un día por la radio de la universidad, pegó tanto que lo siguió
pasando las semanas siguientes. Un empleado de la filial local de la Polygram
inglesa descubrió que tenía el disco de Rodriguez en el catálogo y convenció a
sus jefes de hacer una edición local. Era la Sudáfrica del apartheid: con la
excusa del boicot comercial no pagaban regalías a nadie. Igual, los ingleses
ignoraban quién era Rodriguez; lo tenían en su catálogo por esos acuerdos
transatlánticos con discográficas yanquis, pero para entonces el sello de
Detroit que apostó por Rodriguez ya había ido a la quiebra, luego de vender
menos de cien copias del disco. Digo esto porque Cold Facts vendió quinientas
mil copias en Sudáfrica en los años siguientes. Sus canciones ya eran himnos
(“The Establishment Blues”, “Hate Street Dialogue”, “Crucify Your Mind”) cuando
el gobierno afrikaaner se dio cuenta y las prohibió. En todo ese tiempo no
salió una sola nota o reportaje a Rodriguez en Sudáfrica; en el resto del mundo
tampoco, pero en quinientos mil tocadiscos sudafricanos sonaban sus canciones
sin que se supiera nada de su autor, salvo un rumor que corría de boca en boca
entre los fans: después de aquel disco, Rodriguez se había disparado una bala
en la sien o se había prendido fuego a sí mismo en medio de un concierto, o se
había matado de una sobredosis de heroína, o había matado a su esposa y lo
habían mandado a la silla eléctrica.
Imaginen que
todo esto lo cuenta, en el año 2006, un simpático barbeta, dueño de una tienda
de vinilos en Ciudad del Cabo, a un joven documentalista sueco que anda
viajando por el mundo buscando temas para filmar. “Para nosotros es como Dylan,
como Marley, como los Stones. Si no me cree, salga a la calle y pregunte a la
primera persona con que se cruce si puede tararearle una canción de Rodriguez.”
El sueco lo hace: cuatro personas seguidas, de diferentes edades y color de
piel, le tararean una canción de Rodriguez. Y eso no es todo, dice el barbeta,
y procede a relatar que, en los años ’90, por puro fanatismo, colgó una página
en Internet pidiendo información de su ídolo, para al menos averiguar cómo
había muerto exactamente. En pocas líneas resumió lo poco que sabía de él y la
tituló “Buscando a Jesús”, porque creía que el primer nombre de Rodriguez era
ése. Resultó ser el de uno de sus seis hermanos: Rodriguez era el menor,
bautizado Sixto. Todo eso le informó por mail una hija de Jesús a nuestro
disquero sudafricano cuando éste ya se había olvidado de aquella página web.
Sí, decía la hija de Jesús, el tío Sixto había grabado un disco cuando era
joven, pero no se había matado después, ni había matado a nadie, ni estaba en
prisión ni seguía haciendo música tampoco: había trabajado toda su vida como
obrero de la construcción, ya estaba por jubilarse, seguía viviendo en el mismo
barrio pobre en el que había nacido, ella podía darle la dirección.
Nuestro barbeta
hizo algunos febriles llamados, después se subió al primer avión y llegó hasta
el monoblock donde vivía Sixto en Detroit para contarle que en Sudáfrica lo
adoraban y que para ellos sería un honor invitarlo a dar un concierto allá.
Sixto llevaba más de veinte años sin tocar una guitarra y no había compuesto un
solo tema desde 1971, pero aceptó igual. Llegó a Ciudad del Cabo pensando que
tocaría en un bar de mala muerte o en un salón vecinal. Cuando salió al
escenario con su guitarra, cinco mil personas lo aplaudieron de pie diez
minutos seguidos antes de dejarlo empezar a cantar. La experiencia se repitió
cinco noches seguidas, a sala llena, y después de esa semana de gloria Sixto se
volvió a Detroit, a seguir con su vida como obrero de la construcción, dijo el
sonriente barbeta, para estupor del documentalista sueco. ¿Eso era todo? ¿Así
terminaba la historia? Bueno, Sixto sabía que bastaba un llamado telefónico
para que le organizaran nuevos conciertos cuando él quisiera, pero nunca había
llamado. Agradecía educadamente la postal de feliz año que le mandaban ellos
cada diciembre, pero ni una palabra sobre volver a tocar. Según la última
postal, Sixto ya estaba por cumplir sesenta y cinco años y andaba mal de la
vista y con dificultades para caminar, de manera que sí: así terminaba la
historia.
No, dijo el
joven documentalista sueco, y logró llegar hasta Rodriguez y durante los
siguientes cuatro años siguió peregrinando desde Estocolmo a Detroit con una
camarita digital (y cuando le robaron la cámara siguió filmando con su iPhone),
habló con todos los que pudo hablar (porque Rodriguez era monosilábico frente a
la cámara) y después se sentó a llenar los huecos de la historia con imágenes
de animación hechas caseramente por él mismo porque ya no le quedaba una
moneda, y el año pasado mandó sin muchas esperanzas su documental (Searching
for Sugarman) al Festival de Sundance y desde entonces no ha parado de ganar
premios, y seguramente coronará con el Oscar en un par de semanas porque, desde
que el documental fue nominado, Rodriguez ha aparecido como invitado en los
programas más importantes de la TV yanqui (David Letterman, 60 Minutes) y ha
tocado a sala llena en Nueva York primero y en su ciudad natal después. No
quiso banda soporte; toca él solo con su guitarrita; empieza y termina cada
tema sin la menor ceremonia, como un aficionado practicando solo en su casa;
hace una detrás de otra sus viejas canciones como un fantasma, como un hombre
que encontró su pasado y no sabe bien qué hacer con él, y después espera
pacientemente que terminen los interminables aplausos para abandonar el
escenario. No ha reclamado las regalías por aquellas 500 mil copias vendidas en
Sudáfrica y ha repartido entre sus hijas lo que le vienen pagando por sus shows
desde que se estrenó el documental. Su disco se acaba de reeditar en Estados
Unidos, pero no han conseguido convencerlo todavía de que acepte hacer un disco
nuevo. Sigue viviendo en la misma casa, en el mismo barrio, sólo que ahora los
dealers del barrio llevan su cara en la remera y esperan ansiosos la noche de
los Oscar, pero nadie sabe a ciencia cierta si él asistirá o no a la ceremonia.
En uno de los
tantos reportajes que le hicieron, Rodriguez enfrenta por enésima vez el
asombro del entrevistador ante su increíble historia y, detrás de sus
sempiternos anteojos negros, se limita a contestar: “Si hay cosas que tienen sólo
una posibilidad en seis mil millones de ocurrir, eso significa que hay una cosa
como ésta ocurriendo cada día en el mundo. Es decir que mañana habrá otra, y
ustedes irán detrás de ella, en lugar de venir hasta aquí”.
CRÓNICA ANDINA*
Crónicas del
Hombre Alto (n° 83)
Somos alrededor
de veinte los turistas que hemos decidido emprender la aventura –modesta, pero
aventura al fin- de hacer una hora de trekking en lo alto del Cerro Catedral. A
nuestras espaldas han quedado la estación superior de la aerosilla y la
tentadora comodidad de la confitería. A nuestra izquierda, flanqueando el
sendero, está la ladera del cerro, pura piedra desnuda de toda vegetación. A la
derecha, a unos dos metros de nuestro andar, hay un precipicio no apto para
quienes padecen de vértigo y, al mismo tiempo, una vista panorámica digna de un
documental de la National Geographic. Adelante –o, para ser más exactos,
arriba- está la meta: el mirador del Valle de Rucacó, un lugar conocido como El
Filo del Catedral. Si hemos de creer en las promesas formuladas, nos aguarda
allí una vista espectacular de la cordillera y -si tenemos suerte- el último
bastión de nieve que el inusual calor de enero le ha perdonado a la montaña.
Marchamos en
fila india, siguiendo a Eneas, nuestro coordinador. Lo hacemos en silencio, no
tanto por estricta obediencia a los consejos recibidos (permanecer
concentrados, no distraernos charlando con los compañeros), sino más bien
porque los pulmones se encargan de recordarnos a cada paso que estamos a 2000
metros de altura y conviene dosificar el oxígeno.
No sé, no puedo
saber qué impulsa a cada uno de los integrantes del contingente a participar de
esta excursión. Tal vez sea el deseo de ver nieve, tal vez la posibilidad de
acceder a un paisaje diferente al de las postales más conocidas de Bariloche,
tal vez la búsqueda de unas gotitas de adrenalina para condimentar las
vacaciones y compensar así, de manera simbólica, tanta rutina anual de
escritorios, teclados y expedientes. En cualquiera de los casos, pienso, esto
es lo más parecido a una experiencia de montañismo que nuestra condición de
bichos urbanos y sedentarios nos permite sobrellevar.
Llegados a
mitad de camino, Eneas nos agrupa para reiterar la advertencia que nos ha
anticipado ya un par de veces: a partir de ahora la travesía se volverá más
exigente y, una vez iniciado el tramo final, no habrá posibilidad de
arrepentirse. Por amor propio o por inconsciencia, nadie renuncia.
Efectivamente,
el sendero se hace más escarpado y el ascenso se torna un tanto engorroso. Hay
que prestar más atención al modo y al sitio exacto en que se apoyan los pies
para evitar enojosos resbalones a causa de las piedras sueltas. Las
pantorrillas empiezan a cuestionar mi decisión de haberlas sacado de su hábitat
natural de llanura. Transpiro y me agito. Afortunadamente, la ausencia de sol
ayuda a atenuar las incomodidades. Aunque en realidad, decir que está nublado
no sería del todo exacto, lo que en verdad sucede es que hay una nube posada en
lo alto del cerro y la estamos atravesando.
Empiezo a
preguntarme (supongo que no soy el único) qué estoy haciendo acá, por qué me
metí en todo esto. Básicamente, lo que me inquieta es pensar que debo regresar
por el mismo camino y no saber cómo haré para no terminar rodando al hacerlo.
Calculo que he llegado a ese punto crítico en que todo deportista siente la
tentación de abandonar la competencia y necesita apelar a su fortaleza anímica
y mental para continuar adelante. Digo “calculo” porque -¿hace falta
aclararlo?- no soy deportista. Sigo.
“Creo que
llegamos”, dice alguien, y parece que habrá que darle la razón, porque una
rápida ojeada hacia adelante permite comprobar que el sendero desemboca en el
abismo. Llegamos, sí; estamos en el punto culminante del Filo, un promontorio
que se asoma al precipicio como un suicida indeciso, una mano de granito que
parece rascar la panza del cielo. No hay ni rastro de nieve aquí pero no me
importa, no tengo tiempo de que me importe porque inmediatamente aparece ante
mí el Valle de Rucacó. Sobrio y espléndido, sereno y majestuoso, acariciado por
un tenue resplandor dorado que se filtra oblicuo entre las nubes que lo
mantienen en sombras, su visión emociona y abruma. No es simple hermosura de
postal; es una belleza honda, de esas que anulan la eficacia de cualquier
palabra.
Es extraño esto
de tener la cabeza metida en una nube y ver las montañas desde arriba. Extraño,
conmocionante y profundo. Uno se siente partícipe de la mirada de los dioses
sobre el mundo. Y claro, vistas las cosas desde esa perspectiva impregnada de
parámetros divinos, todo lo humano parece insignificante, ridículo. La soberbia
se desvanece por reducción al absurdo, se vuelve insostenible. La cordillera
nos devuelve la conciencia de ser tan sólo partículas fugaces, extraviadas en
una inmensidad que nos precede, nos excede y perdurará millones de años cuando
ya no estemos.
Después del
previsible ritual de fotos, después del rosario de exclamaciones de asombro y
comentarios admirativos, Eneas nos invita a hacer silencio y concentrarnos en
el paisaje, enfocados en el aquí y el ahora. Le hacemos caso. Por unos minutos,
sólo escuchamos el suave zumbido del viento. Confieso que tengo ganas de llorar
y que sólo un estúpido pudor frente a las presencias ajenas me impide hacerlo.
Comenzamos el
descenso. Me basta recorrer unos metros para comprender que lo difícil no será
afrontar las irregularidades del camino. Lo verdaderamente difícil será
conservar esta pureza, evitar que se vaya deshilachando a medida que nuestros
pasos nos devuelvan a eso que somos todos los días.
Más allá del
centro de la flor*
En un pueblito
de pocos habitantes, tan pocos que se conocían todos, vivían también tres
viejecitos muy viejos. Tan ancianos que nadie recordaba en que momento llegaron
al barrio.
¡Tan de otro
tiempo!
La gente de
mayor edad pero con menos ancianidad que ellos, susurraba que cuando el barrio
fue fundado los tres ya estaban allí. También comentaban que cuando nacían los
niños ellos guardaban las historias de vida escritas en pétalos de flores;
nadie las vio jamás, sin embargo, todos hablaban de eso.
Ellos eran como
un misterio vivo cuidadosamente protegido del paso de los años y no creo
equivocarme, si agrego, que con el paso de los siglos.
También dicen
que tenían una flor hermosa y que alguna vez comentaron que atravesando el
centro de ese núcleo de pétalos irisados, había otro pueblo, casi como otro
mundo muy diferente al que conocemos y que estaba habitado por otros seres.
Dicen que ellos
alguna vez contaron que en ese lugar casi mágico, todo el día se escuchaba una
melodía muy suave, tan bella, que hasta tenía la propiedad de alimentar a la
vida.
Contaban que
allí tenía su refugio la paz, dado no había lugar para odios ni rencores,
envidia ni frustraciones. Tampoco existía elemento capaz de contaminar las
arterias y era por eso que la sangre fluía por un hilo conductor que impedía
que se fueran apagando sus latidos.
Lanzaban sus
afirmaciones con contundencia y simplicidad como para que todos las pudieran
comprender, ellos manejaban la simpleza de los grandes pensadores, no les hacía
falta retocar las palabras, querían que todos pudieran entender su mensaje,
letrados e iletrados, pobres y ricos, buenos y malos. Solo había que querer
escucharlos. Solo eso.
A diferencia de
los que estaban de este lado del centro de aquella flor, allá el espanto jamás
unió a nadie, tal vez porque nadie actuaba por separado. El espíritu colectivo
se desarrollaba en ese mundo con la misma naturalidad con que la flor exhala su
perfume.
Contaron una
tarde, a esa hora en la que el sol afloja la tensión de los músculos de sus
rayos mientras la luna va despegando su modorra, que del otro lado de esa flor
volvían a sentir, pero esa vez mucho más cerca, el murmullo de otra despedida.
Nuevamente alguien estaba próximo a partir de allí y era imposible retenerlo.
Decían que cada partida era motivo de tristeza pero no de desesperación, sabían
que alejarse era algo natural y como tal había que aceptarlo.
No había en esa
conclusión atisbo de pasividad, mucho menos de resignación, simplemente que así
era como se daban las cosas y no siempre es fácil torcer el rumbo cuando parece
sellado su tránsito imponderable.
Era tal la
magia del misterio que irradiaba la presencia de los viejecitos, que cuando
llegaban a la zona más poblada del barrio eran los únicos que hablaban. Solo
ellos comunicaban alguna novedad y luego se retiraban tan silenciosos como llegaran.
Sin embargo, pese a que todos los escuchaban con aparente atención, muy pocos
eran los que prestaban atención a la profundidad de sus palabras.
Ese día no fue
diferente, ellos hablaron y los habitantes escucharon sin procesar frases ni
contenido; cada uno estaba inmerso en sus propios problemas, enroscado adentro
de su caparazón, aislado, tratando de seguir esa carrera loca, compulsiva,
convirtiendo a las horas en rivales de la vida.
Tal vez por eso
a nadie le interesaba saber de dónde venimos o hacia adonde vamos, por qué
estamos de este lado o cual será el lugar que nos espera en el tiempo.
Al amanecer del
nuevo día que habría de ser igual a todos los días, una noticia fue corriendo
de boca en boca conmocionando al barrio. Todos querían ser los primeros en
anunciarla. Como siempre, dar la primicia se convertía en el eje central de
cada individualismo. Nadie sabía nada, pero todos decían saberlo todo.
Cuando la
mañana todavía no había abierto sus ojos en el hospital del pueblito había
nacido el bebé de Marcela y Ramiro. El pequeño se llamaría Joaquín.
Los habitantes
celebraban que el barrio seguía creciendo, ese era motivo más que suficiente
para despertar sonrisas efímeras, pronósticos de destinos o elucubraciones
sobre el futuro cercano y el que no lo era tanto.
Desde lejos,
precisamente adonde un árbol centenario tenía clavadas sus raíces, capaz de
soportar tempestades y olvidos, los viejecitos miraban la escena que agitaba al
pueblito.
-Todavía no
comprenden, murmuraban con tristeza, tal vez algún día alguien…
Un poquito más
lejos, entre la pulcritud del cuarto donde estallara el primer llanto del bebé,
otra flor se fue cerrando, lentamente.
PLAN DE MUERTE*
No tenía
ningunas ganas de morir y había concebido un plan infalible. Llevaba desde los
75 años planeándolo, o sea que eran más de 15 años en los que había estudiado a
fondo la estrategia.
Ahora, con 90
años, estaba en la cama esperando la llegada de la muerte, expectante pero
tranquilo. Ella se presentó puntual y siguiendo las formas: Túnica negra con
capucha (no muy limpia) harapos en los bajos, voz cavernosa y guadaña.
... - Buenas
tardes, muerte. Te estaba esperando.
- Buenas
tardes. ¿Eres de los que esperas?. Eso es que quieres intentar algo.
- Bueno,
únicamente tengo una solicitud, pero si no quieres oírla, me muero y en paz.
- Dime qué
quieres - preguntó la muerte curiosa.
- He sido
afilador toda la vida y me gustaría comprobar el filo de tu guadaña, con la
cantidad de trabajo que tienes debe estar muy afilada.
La muerte, sin
pensarlo, me entregó la guadaña y en el momento que la tuve en mi poder,
sonreí. Mi plan se había cumplido. La muerte sin su guadaña no podría matar.
- Lo siento,
muerte, pero sin tu guadaña no puedes hacer tu trabajo - dije sonriendo.
- ¿Crees eso?.
Mira lo que hay grabado en el filo.
- ¡Es mi
nombre! - exclamé asombrado - Debe ser porque me ibas a herir con ese filo.
- No, te
equivocas, yo no trabajo así. También a la muerte le llega la modernización. Mi
guadaña no es más que una agenda electrónica donde programo el trabajo
pendiente. Yo como mato, es así...
Y me mató.
*
a veces soñamos
el amor
nos conmueve el
espejo
de un otro que
nos mira
a veces
... inventamos
abrazos
y nos duelen
las lágrimas
a veces
abrimos las
ventanas del alma
y otro corazón
vuela como un pájaro
a veces
caminamos
juntos todo el infierno
nosotros los
que hacemos el dolor
somos todos los
miedos
hacedores de
pasos y regresos
somos un esbozo
de sombra en el espejo
magos del
exilio
y nos atrevemos
a aceptar todos los rostros
coraje de luz
en el espejo
*De alba estrella Gutiérrez.
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***
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