sábado, febrero 09, 2013

A ESO QUE SOMOS TODOS LOS DÍAS...




*Dibujo de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
 
 
MANOS*
 
 
 
En mis manos una esfera
Donde se adormece un hada,
En tus manos una rosa,
Un poema, una guitarra,
En tus manos y mis manos,
El tiempo que nos aguarda...
 
 
Deja libres a tus dedos
Moverse como una danza,
Deja expandirse a tus alas,
Deja perderse a tu alma
Y tus manos y mis manos,
Serán árbol, flor y rama.
 
 
 
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
 
A ESO QUE SOMOS TODOS LOS DÍAS...
 
 
 
 
Blinis de salmón*
 
 
El salmón se recuesta entre ramitas verdes en un lecho de  blanco queso, sobre, una masa tostada. Luce bien, los colores suaves y definidos. Arrollado como si se abrazara a si mismo buscando amparo en un tiempo frío. Viene de ecos lejanos  de una Europa de ásperas heladas. Me invita  con su rosado fulgor, un poco íntimo, de refugiado,  a que lo asile en mi boca.
Cuando lo salvo, se derrama,  acompañado por la crema, en mi. Sonrío, es un sabor sin la rotunda fuerza mediterránea, un poco triste, pero inolvidable.
 
Entré con él a un pasado de revoluciones libertarias pasando fronteras. En su gusto siento a los que traían cierta ácida y esperanzada creencia en un mundo mejor.
 
 
Él  me lleva  a la fiesta del mar, de la amistad, mientras el queso juega a las nubes o a la nieve, cintura  que enlaza, que fluye, que despierta recuerdos de lo que nunca se cocinó en mi casa.
 
 
*De Cristina Villanueva.  cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Así sea*
 
 
 
*Por Juan Forn
 
 
En 1971, una sudafricana que había estado en un intercambio estudiantil en Detroit le llevó un disco de regalo a su novio, al volver a Ciudad del Cabo: “Alguien me dijo que va a ser el nuevo Dylan”. Era de un mexicano, o hijo de mexicanos, llamado Rodriguez (así, a secas, y sin acento), que hacía un áspero folk de protesta con su guitarra, aunque los músicos que lo acompañaban eran todos souleros de Motown. El novio hizo escuchar el disco a sus amigos, todos fliparon, uno de ellos lo pasó un día por la radio de la universidad, pegó tanto que lo siguió pasando las semanas siguientes. Un empleado de la filial local de la Polygram inglesa descubrió que tenía el disco de Rodriguez en el catálogo y convenció a sus jefes de hacer una edición local. Era la Sudáfrica del apartheid: con la excusa del boicot comercial no pagaban regalías a nadie. Igual, los ingleses ignoraban quién era Rodriguez; lo tenían en su catálogo por esos acuerdos transatlánticos con discográficas yanquis, pero para entonces el sello de Detroit que apostó por Rodriguez ya había ido a la quiebra, luego de vender menos de cien copias del disco. Digo esto porque Cold Facts vendió quinientas mil copias en Sudáfrica en los años siguientes. Sus canciones ya eran himnos (“The Establishment Blues”, “Hate Street Dialogue”, “Crucify Your Mind”) cuando el gobierno afrikaaner se dio cuenta y las prohibió. En todo ese tiempo no salió una sola nota o reportaje a Rodriguez en Sudáfrica; en el resto del mundo tampoco, pero en quinientos mil tocadiscos sudafricanos sonaban sus canciones sin que se supiera nada de su autor, salvo un rumor que corría de boca en boca entre los fans: después de aquel disco, Rodriguez se había disparado una bala en la sien o se había prendido fuego a sí mismo en medio de un concierto, o se había matado de una sobredosis de heroína, o había matado a su esposa y lo habían mandado a la silla eléctrica.
Imaginen que todo esto lo cuenta, en el año 2006, un simpático barbeta, dueño de una tienda de vinilos en Ciudad del Cabo, a un joven documentalista sueco que anda viajando por el mundo buscando temas para filmar. “Para nosotros es como Dylan, como Marley, como los Stones. Si no me cree, salga a la calle y pregunte a la primera persona con que se cruce si puede tararearle una canción de Rodriguez.” El sueco lo hace: cuatro personas seguidas, de diferentes edades y color de piel, le tararean una canción de Rodriguez. Y eso no es todo, dice el barbeta, y procede a relatar que, en los años ’90, por puro fanatismo, colgó una página en Internet pidiendo información de su ídolo, para al menos averiguar cómo había muerto exactamente. En pocas líneas resumió lo poco que sabía de él y la tituló “Buscando a Jesús”, porque creía que el primer nombre de Rodriguez era ése. Resultó ser el de uno de sus seis hermanos: Rodriguez era el menor, bautizado Sixto. Todo eso le informó por mail una hija de Jesús a nuestro disquero sudafricano cuando éste ya se había olvidado de aquella página web. Sí, decía la hija de Jesús, el tío Sixto había grabado un disco cuando era joven, pero no se había matado después, ni había matado a nadie, ni estaba en prisión ni seguía haciendo música tampoco: había trabajado toda su vida como obrero de la construcción, ya estaba por jubilarse, seguía viviendo en el mismo barrio pobre en el que había nacido, ella podía darle la dirección.
Nuestro barbeta hizo algunos febriles llamados, después se subió al primer avión y llegó hasta el monoblock donde vivía Sixto en Detroit para contarle que en Sudáfrica lo adoraban y que para ellos sería un honor invitarlo a dar un concierto allá. Sixto llevaba más de veinte años sin tocar una guitarra y no había compuesto un solo tema desde 1971, pero aceptó igual. Llegó a Ciudad del Cabo pensando que tocaría en un bar de mala muerte o en un salón vecinal. Cuando salió al escenario con su guitarra, cinco mil personas lo aplaudieron de pie diez minutos seguidos antes de dejarlo empezar a cantar. La experiencia se repitió cinco noches seguidas, a sala llena, y después de esa semana de gloria Sixto se volvió a Detroit, a seguir con su vida como obrero de la construcción, dijo el sonriente barbeta, para estupor del documentalista sueco. ¿Eso era todo? ¿Así terminaba la historia? Bueno, Sixto sabía que bastaba un llamado telefónico para que le organizaran nuevos conciertos cuando él quisiera, pero nunca había llamado. Agradecía educadamente la postal de feliz año que le mandaban ellos cada diciembre, pero ni una palabra sobre volver a tocar. Según la última postal, Sixto ya estaba por cumplir sesenta y cinco años y andaba mal de la vista y con dificultades para caminar, de manera que sí: así terminaba la historia.
No, dijo el joven documentalista sueco, y logró llegar hasta Rodriguez y durante los siguientes cuatro años siguió peregrinando desde Estocolmo a Detroit con una camarita digital (y cuando le robaron la cámara siguió filmando con su iPhone), habló con todos los que pudo hablar (porque Rodriguez era monosilábico frente a la cámara) y después se sentó a llenar los huecos de la historia con imágenes de animación hechas caseramente por él mismo porque ya no le quedaba una moneda, y el año pasado mandó sin muchas esperanzas su documental (Searching for Sugarman) al Festival de Sundance y desde entonces no ha parado de ganar premios, y seguramente coronará con el Oscar en un par de semanas porque, desde que el documental fue nominado, Rodriguez ha aparecido como invitado en los programas más importantes de la TV yanqui (David Letterman, 60 Minutes) y ha tocado a sala llena en Nueva York primero y en su ciudad natal después. No quiso banda soporte; toca él solo con su guitarrita; empieza y termina cada tema sin la menor ceremonia, como un aficionado practicando solo en su casa; hace una detrás de otra sus viejas canciones como un fantasma, como un hombre que encontró su pasado y no sabe bien qué hacer con él, y después espera pacientemente que terminen los interminables aplausos para abandonar el escenario. No ha reclamado las regalías por aquellas 500 mil copias vendidas en Sudáfrica y ha repartido entre sus hijas lo que le vienen pagando por sus shows desde que se estrenó el documental. Su disco se acaba de reeditar en Estados Unidos, pero no han conseguido convencerlo todavía de que acepte hacer un disco nuevo. Sigue viviendo en la misma casa, en el mismo barrio, sólo que ahora los dealers del barrio llevan su cara en la remera y esperan ansiosos la noche de los Oscar, pero nadie sabe a ciencia cierta si él asistirá o no a la ceremonia.
En uno de los tantos reportajes que le hicieron, Rodriguez enfrenta por enésima vez el asombro del entrevistador ante su increíble historia y, detrás de sus sempiternos anteojos negros, se limita a contestar: “Si hay cosas que tienen sólo una posibilidad en seis mil millones de ocurrir, eso significa que hay una cosa como ésta ocurriendo cada día en el mundo. Es decir que mañana habrá otra, y ustedes irán detrás de ella, en lugar de venir hasta aquí”.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
CRÓNICA ANDINA*
 
Crónicas del Hombre Alto (n° 83)
 
 
Somos alrededor de veinte los turistas que hemos decidido emprender la aventura –modesta, pero aventura al fin- de hacer una hora de trekking en lo alto del Cerro Catedral. A nuestras espaldas han quedado la estación superior de la aerosilla y la tentadora comodidad de la confitería. A nuestra izquierda, flanqueando el sendero, está la ladera del cerro, pura piedra desnuda de toda vegetación. A la derecha, a unos dos metros de nuestro andar, hay un precipicio no apto para quienes padecen de vértigo y, al mismo tiempo, una vista panorámica digna de un documental de la National Geographic. Adelante –o, para ser más exactos, arriba- está la meta: el mirador del Valle de Rucacó, un lugar conocido como El Filo del Catedral. Si hemos de creer en las promesas formuladas, nos aguarda allí una vista espectacular de la cordillera y -si tenemos suerte- el último bastión de nieve que el inusual calor de enero le ha perdonado a la montaña.
 
Marchamos en fila india, siguiendo a Eneas, nuestro coordinador. Lo hacemos en silencio, no tanto por estricta obediencia a los consejos recibidos (permanecer concentrados, no distraernos charlando con los compañeros), sino más bien porque los pulmones se encargan de recordarnos a cada paso que estamos a 2000 metros de altura y conviene dosificar el oxígeno.
 
No sé, no puedo saber qué impulsa a cada uno de los integrantes del contingente a participar de esta excursión. Tal vez sea el deseo de ver nieve, tal vez la posibilidad de acceder a un paisaje diferente al de las postales más conocidas de Bariloche, tal vez la búsqueda de unas gotitas de adrenalina para condimentar las vacaciones y compensar así, de manera simbólica, tanta rutina anual de escritorios, teclados y expedientes. En cualquiera de los casos, pienso, esto es lo más parecido a una experiencia de montañismo que nuestra condición de bichos urbanos y sedentarios nos permite sobrellevar.
 
Llegados a mitad de camino, Eneas nos agrupa para reiterar la advertencia que nos ha anticipado ya un par de veces: a partir de ahora la travesía se volverá más exigente y, una vez iniciado el tramo final, no habrá posibilidad de arrepentirse. Por amor propio o por inconsciencia, nadie renuncia.
 
Efectivamente, el sendero se hace más escarpado y el ascenso se torna un tanto engorroso. Hay que prestar más atención al modo y al sitio exacto en que se apoyan los pies para evitar enojosos resbalones a causa de las piedras sueltas. Las pantorrillas empiezan a cuestionar mi decisión de haberlas sacado de su hábitat natural de llanura. Transpiro y me agito. Afortunadamente, la ausencia de sol ayuda a atenuar las incomodidades. Aunque en realidad, decir que está nublado no sería del todo exacto, lo que en verdad sucede es que hay una nube posada en lo alto del cerro y la estamos atravesando.
 
Empiezo a preguntarme (supongo que no soy el único) qué estoy haciendo acá, por qué me metí en todo esto. Básicamente, lo que me inquieta es pensar que debo regresar por el mismo camino y no saber cómo haré para no terminar rodando al hacerlo. Calculo que he llegado a ese punto crítico en que todo deportista siente la tentación de abandonar la competencia y necesita apelar a su fortaleza anímica y mental para continuar adelante. Digo “calculo” porque -¿hace falta aclararlo?- no soy deportista. Sigo.
 
“Creo que llegamos”, dice alguien, y parece que habrá que darle la razón, porque una rápida ojeada hacia adelante permite comprobar que el sendero desemboca en el abismo. Llegamos, sí; estamos en el punto culminante del Filo, un promontorio que se asoma al precipicio como un suicida indeciso, una mano de granito que parece rascar la panza del cielo. No hay ni rastro de nieve aquí pero no me importa, no tengo tiempo de que me importe porque inmediatamente aparece ante mí el Valle de Rucacó. Sobrio y espléndido, sereno y majestuoso, acariciado por un tenue resplandor dorado que se filtra oblicuo entre las nubes que lo mantienen en sombras, su visión emociona y abruma. No es simple hermosura de postal; es una belleza honda, de esas que anulan la eficacia de cualquier palabra.
 
Es extraño esto de tener la cabeza metida en una nube y ver las montañas desde arriba. Extraño, conmocionante y profundo. Uno se siente partícipe de la mirada de los dioses sobre el mundo. Y claro, vistas las cosas desde esa perspectiva impregnada de parámetros divinos, todo lo humano parece insignificante, ridículo. La soberbia se desvanece por reducción al absurdo, se vuelve insostenible. La cordillera nos devuelve la conciencia de ser tan sólo partículas fugaces, extraviadas en una inmensidad que nos precede, nos excede y perdurará millones de años cuando ya no estemos.
 
Después del previsible ritual de fotos, después del rosario de exclamaciones de asombro y comentarios admirativos, Eneas nos invita a hacer silencio y concentrarnos en el paisaje, enfocados en el aquí y el ahora. Le hacemos caso. Por unos minutos, sólo escuchamos el suave zumbido del viento. Confieso que tengo ganas de llorar y que sólo un estúpido pudor frente a las presencias ajenas me impide hacerlo.
 
Comenzamos el descenso. Me basta recorrer unos metros para comprender que lo difícil no será afrontar las irregularidades del camino. Lo verdaderamente difícil será conservar esta pureza, evitar que se vaya deshilachando a medida que nuestros pasos nos devuelvan a eso que somos todos los días.
 
 
*De Alfredo Di Bernardo alfdibernardo@fibertel.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
Más allá del centro de la flor*
 
 
 
*Por Nechi Dorado. nechi.dorado@gmail.com
 
 
En un pueblito de pocos habitantes, tan pocos que se conocían todos, vivían también tres viejecitos muy viejos. Tan ancianos que nadie recordaba en que momento llegaron al barrio.
¡Tan de otro tiempo!
La gente de mayor edad pero con menos ancianidad que ellos, susurraba que cuando el barrio fue fundado los tres ya estaban allí. También comentaban que cuando nacían los niños ellos guardaban las historias de vida escritas en pétalos de flores; nadie las vio jamás, sin embargo, todos hablaban de eso.
Ellos eran como un misterio vivo cuidadosamente protegido del paso de los años y no creo equivocarme, si agrego, que con el paso de los siglos.
También dicen que tenían una flor hermosa y que alguna vez comentaron que atravesando el centro de ese núcleo de pétalos irisados, había otro pueblo, casi como otro mundo muy diferente al que conocemos y que estaba habitado por otros seres.
Dicen que ellos alguna vez contaron que en ese lugar casi mágico, todo el día se escuchaba una melodía muy suave, tan bella, que hasta tenía la propiedad de alimentar a la vida.
Contaban que allí tenía su refugio la paz, dado no había lugar para odios ni rencores, envidia ni frustraciones. Tampoco existía elemento capaz de contaminar las arterias y era por eso que la sangre fluía por un hilo conductor que impedía que se fueran apagando sus latidos.
Lanzaban sus afirmaciones con contundencia y simplicidad como para que todos las pudieran comprender, ellos manejaban la simpleza de los grandes pensadores, no les hacía falta retocar las palabras, querían que todos pudieran entender su mensaje, letrados e iletrados, pobres y ricos, buenos y malos. Solo había que querer escucharlos. Solo eso.
A diferencia de los que estaban de este lado del centro de aquella flor, allá el espanto jamás unió a nadie, tal vez porque nadie actuaba por separado. El espíritu colectivo se desarrollaba en ese mundo con la misma naturalidad con que la flor exhala su perfume.
Contaron una tarde, a esa hora en la que el sol afloja la tensión de los músculos de sus rayos mientras la luna va despegando su modorra, que del otro lado de esa flor volvían a sentir, pero esa vez mucho más cerca, el murmullo de otra despedida. Nuevamente alguien estaba próximo a partir de allí y era imposible retenerlo. Decían que cada partida era motivo de tristeza pero no de desesperación, sabían que alejarse era algo natural y como tal había que aceptarlo.
No había en esa conclusión atisbo de pasividad, mucho menos de resignación, simplemente que así era como se daban las cosas y no siempre es fácil torcer el rumbo cuando parece sellado su tránsito imponderable.
Era tal la magia del misterio que irradiaba la presencia de los viejecitos, que cuando llegaban a la zona más poblada del barrio eran los únicos que hablaban. Solo ellos comunicaban alguna novedad y luego se retiraban tan silenciosos como llegaran. Sin embargo, pese a que todos los escuchaban con aparente atención, muy pocos eran los que prestaban atención a la profundidad de sus palabras.
Ese día no fue diferente, ellos hablaron y los habitantes escucharon sin procesar frases ni contenido; cada uno estaba inmerso en sus propios problemas, enroscado adentro de su caparazón, aislado, tratando de seguir esa carrera loca, compulsiva, convirtiendo a las horas en rivales de la vida.
Tal vez por eso a nadie le interesaba saber de dónde venimos o hacia adonde vamos, por qué estamos de este lado o cual será el lugar que nos espera en el tiempo.
Al amanecer del nuevo día que habría de ser igual a todos los días, una noticia fue corriendo de boca en boca conmocionando al barrio. Todos querían ser los primeros en anunciarla. Como siempre, dar la primicia se convertía en el eje central de cada individualismo. Nadie sabía nada, pero todos decían saberlo todo.
Cuando la mañana todavía no había abierto sus ojos en el hospital del pueblito había nacido el bebé de Marcela y Ramiro. El pequeño se llamaría Joaquín.
Los habitantes celebraban que el barrio seguía creciendo, ese era motivo más que suficiente para despertar sonrisas efímeras, pronósticos de destinos o elucubraciones sobre el futuro cercano y el que no lo era tanto.
 
Desde lejos, precisamente adonde un árbol centenario tenía clavadas sus raíces, capaz de soportar tempestades y olvidos, los viejecitos miraban la escena que agitaba al pueblito.
-Todavía no comprenden, murmuraban con tristeza, tal vez algún día alguien…
Un poquito más lejos, entre la pulcritud del cuarto donde estallara el primer llanto del bebé, otra flor se fue cerrando, lentamente.
 
 
 
 
 
 
 
 
PLAN DE MUERTE*
 
 
 
No tenía ningunas ganas de morir y había concebido un plan infalible. Llevaba desde los 75 años planeándolo, o sea que eran más de 15 años en los que había estudiado a fondo la estrategia.
Ahora, con 90 años, estaba en la cama esperando la llegada de la muerte, expectante pero tranquilo. Ella se presentó puntual y siguiendo las formas: Túnica negra con capucha (no muy limpia) harapos en los bajos, voz cavernosa y guadaña.
 
... - Buenas tardes, muerte. Te estaba esperando.
- Buenas tardes. ¿Eres de los que esperas?. Eso es que quieres intentar algo.
- Bueno, únicamente tengo una solicitud, pero si no quieres oírla, me muero y en paz.
- Dime qué quieres - preguntó la muerte curiosa.
- He sido afilador toda la vida y me gustaría comprobar el filo de tu guadaña, con la cantidad de trabajo que tienes debe estar muy afilada.
 
La muerte, sin pensarlo, me entregó la guadaña y en el momento que la tuve en mi poder, sonreí. Mi plan se había cumplido. La muerte sin su guadaña no podría matar.
 
- Lo siento, muerte, pero sin tu guadaña no puedes hacer tu trabajo - dije sonriendo.
- ¿Crees eso?. Mira lo que hay grabado en el filo.
- ¡Es mi nombre! - exclamé asombrado - Debe ser porque me ibas a herir con ese filo.
- No, te equivocas, yo no trabajo así. También a la muerte le llega la modernización. Mi guadaña no es más que una agenda electrónica donde programo el trabajo pendiente. Yo como mato, es así...
 
Y me mató.
 
 
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
 
 
 
 
 
 
*
 
 
a veces soñamos
el amor
nos conmueve el espejo
de un otro que nos mira
a veces
... inventamos abrazos
y nos duelen las lágrimas
a veces
abrimos las ventanas del alma
y otro corazón vuela como un pájaro
a veces
caminamos juntos todo el infierno
nosotros los que hacemos el dolor
somos todos los miedos
hacedores de pasos y regresos
somos un esbozo de sombra en el espejo
magos del exilio
y nos atrevemos a aceptar todos los rostros
 
coraje de luz en el espejo
 
 
 
*De alba estrella Gutiérrez. alba.estrella@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
***


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