*Dibujo de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
TODO ES POSIBLE
UN DÍA*
¿Qué hacer si
de repente
No me nace un
verso en la mañana,
Si olvido el
final de nuestra historia, si no
Enciendo una
vela al Dios de los Caminos?
¿A dónde iría
mi alma,
Navegante
errada,
Sin la fe, sin
la música, sin ti,
Sin mi
entrañable amiga La Locura?
Tal vez decida
probar mis alas, pese a todo.
Y mis escombros
coincidan en el vertedero
Donde se dieron
cita
Las cenizas del
Ave Fénix,
El canto de las
sirenas,
Las escamas del
Dragón,
El último
cuerno de Unicornio,
Los polvos que
derramaba el Hada Azul
Antes de
volverse autoestopista.
Y aún desde ese
olvidado rincón del universo,
contemplando
una deshilachada alfombra voladora,
Los vestigios
de mi ser preguntarán
Por qué el
mundo eligió renegar de los portentos.
Qué pudo
ocasionar tanta desidia...
Y una mariposa
que aleteó en el Amazonas
No sabrá que
sus efectos devastadores
Alcanzaron mi
almohada
De pronto, un
día.
*De Marié
Rojas.
La Habana.
Cuba.
FUNCIONAMOS PARA LA CITA CON EL MILAGRO…
El jardín del
desahogo*
Sobre una de
las paredes de mi casa de niña se extendía un bosque de tres a cinco árboles de
colores. Mi madre los había pintado a puro rodillo y con una paleta bastante
heterodoxa, tratándose de árboles, digna de un fauvismo de entrecasa. La pared
en cuestión, que todavía se yergue en mi memoria con la majestuosidad que le
imprimían mis ojos proyectando sobre ella las fantasías más delirantes, era el
resabio de una galería abierta al patio que se había extendido para agrandar la
superficie cerrada de la casa. Lo que antes era galería luego fue
"desahogo", así le llamaba, y le sigue llamando mi vieja a ese
espacio multiuso en donde convivían los más disímiles elementos: la máquina de
coser con su pedal eléctrico que varias veces nos dio patadas a mi hermano y a
mí por meter las manos en los lugares "donde nadie nos llama"; el
aparato de tevé "supersónico" blanco y negro que nos embobó hasta el
'85 cuando ocupó su lugar el pequeño y moderno cubo a color; varios rollos de
cinta super 8 que mi viejo usaba para trabajar, esparcidos por toda la
habitación --y suplantados luego por las terribles cintas VHS que acabarían con
el cine, y que por un tiempo parecieron lograrlo, hasta que el cine recuperó su
indiscutible y antiguo reinado--, y la moviola con la que empalmaba las cintas
super 8; la biblioteca, prodigioso mejunje que amalgamaba libros de química y
biología de mi madre con algunos clásicos, y no tan clásicos, de la literatura
universal, diccionarios de todo tipo y varias colecciones indescifrables; la
salamandra que en invierno humeaba la casa con vapores de hojas de eucaliptus;
una mesita de madera con sus cuatro sillas hechas por mi abuelo, pintadas de
rosado, cómo no, a pedido mío; lápices de colores y hojas completaban el cuadro
de ese lugar. El desahogo era el espacio para el devenir, para el simple estar
siendo, donde chicos y grandes disponían sus cuerpos en una mixtura de
quehaceres y placeres.
En el patio de
la casa que ocupo en este tiempo de mi vida, no hay jardines, o al menos no de
esos que parecen haber salido de un cuento de hadas o de la mano verde de
alguien proponiendo un orden al que la naturaleza siempre resiste en su sabia
anarquía de ramas y raíces. Hay, sí, un cantero rebelde, pedazo de tierra
contenida por cemento, en el que fueron cayendo azarosamente algunas semillas.
El tomate no prosperó, pero sí la albahaca que perfuma las hojas de zapallo
creciendo ajenas a la persistencia de los yuyos omnipresentes. La constancia
del yuyo me recuerda a la de la palabra, simiente poderosa de entendimientos y
desacuerdos humanos, que sin embargo se atrinchera y recrea en jardines
encantados cada vez que no la nombran sincera. Hace un par de años floreció la
estrelicia, reinando altiva en el centro del cantero. Desde ese día y cada vez
que anaranjada y azul se abre puntual en primavera, la visita un colibrí. Y
ahí, donde detiene su pico el diminuto helicóptero viviente, se posa absorta mi
mirada. El núcleo de néctar concentra nuestros esfuerzos por asir el mundo. Y
el aleteo, motor incesante, acompaña mis pensamientos.
Ahora, en este
atardecer de patio prestado por vacaciones, la guardiana de los seres que
reflejan todos los tonos de verde me cuenta la historia de sus plantas, porque
ellas también la tienen y la conservan en su memoria de savia, así me dice la
jardinera mientras riega cuidadosamente un jazmín. Distraído se pasea, o al
menos a mí me lo parece, un colibrí de estas tierras. Lo observo. Respiro,
profundamente. De las exóticas y llamativas flores que invaden el verde con
colores saturados y brillantes, elije una roja, pequeña y modesta. No pregunto
cuál es su nombre. Respiro el ritmo lento de los jugos que fluyen en
direcciones contrarias. Respiro creyendo que en el aire que inhalo regresa el
jardín del desahogo. No puedo evitar una sonrisa al pensar en mi madre y en su
acierto al bautizar aquel espacio en el que se respiraban encuentros y
desencuentros. Porque allí latía la vida, ese desahogo. Desahogarse, musito, es
respirar, es hallar la cadencia que nos conecta con la tierra. Y aunque aquella
pared de árboles haya sido blanqueada, debajo se esconde un bosque que sigue
palpitando en la memoria de mi cuerpo. Cada vez que me falta el aire, invoco el
juego de aquellos años y me exorcizo de blancuras para liberarme al caos de
árboles de colores y al aleteo de colibríes. Soy habitada por el desahogo.
CUANDO NO TE
PERTENEZCA*
Me pregunto
cuánto durará tu amor, qué parte de mí es la amada.
Si es a mí a
quien deseas o es a esta mujer que está a tu lado, que parece lo mismo pero no
es igual.
Alejada ya de
un hombre, me ocurre seguir preguntándome por su salud, por sus achaques, por
sus afectos y su transitar por las aceras. Alejada ya definitiva,
irrevocablemente, me ha ocurrido recordarlo con ternura, sonreírme en el
colectivo, desearle en silencio y desde lejos un feliz cumpleaños, si
necesitamos un ejemplo.
No soy afecta a
recontar defectos, a caer en críticas de acero y piel desgarrada.
Me ocurre
rememorar sin ira y con aprecio, me ocurre sentirme unida por un pasado común a
ese ser que ya es un extraño, y que ya hizo que los días y las noches me fueran
borrando de sus sábanas y del olor en los cabellos.
Y me ha
ocurrido golpe tras golpe escuchar que la otra mujer, la mujer de antes de mi
pareja ya no existe, no significa nada, es un fantasma, un cadáver amortajado
en el extranjero. Es la madre de mis hijos dirá, es aquella con la que cometí
el error de casarme, lo que sea, pero nada, nada de nada, ni un aleteo sutil de
sentimiento, ni una rosa en el libro, ni una cajita de fósforos escondida en un
cajón. Ni una sonrisa, por dios, para quien debe de haber reído, charlado,
hecho el amor en un lejano tiempo de felicidad.
Yo no nací hoy
ni me han parido ayer y sin historia. Los hombres que fueron parte de mi vida
fueron queridos, y no reniego tan pronto ni tan levemente de los afectos.
Quizás porque tomo tan en peso y profundidad la palabra amor es que me sea tan
difícil pronunciarla. Pero yo los he amado a todos, y a todos los sigo
queriendo.
No me mueve el
que este hombre sea mío, que sea hoy mi pareja, novio, esposo, lo que sea pero
mío. Lo quiero porque lo quiero, porque lo encuentro bueno, noble, propicio
para la querencia. Puedo quererlo sin posesión e inclusive desde el abismo de
las décadas o los kilómetros. Que no haya ni pueda haber un futuro compartido
no quita la ternura ni la calidez de una caricia lejana.
Cuando me dicen
que me aman, y cuando me lo dicen ahora mientras cocino, o escribo, o recorto
una cartulina azul. Cuando me dicen que me aman, me pregunto cuánto durará este
amor, cuán larga es su sombra, hasta adónde abarca. Me pregunto, mi amor, si tu
cariño tiene una correa como esos perrillos volubles, que tan pronto saltan al
amigo que llega, como le dan la espalda y son todo fiestas para el nuevo
visitante.
Sin necesidad
de que la estatua de alabastro sea de mi propiedad puedo disfrutar su belleza,
sin que la magnolia presida mi jardín puedo admirar sus flores de gigante, sin
que estés a mi lado puedo valorarte. Y no te negaré cuando la noche caiga, ni
cuando el gallo cante hasta la tercera vez.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
NO MÁS*
No más país
De bruces sobre
el escudo
Veo pasar los
patricios
Que ayer bebían
café a la sombra de los plátanos sonantes
En minutos será
noviembre
Escucho la
radio con cierto desdén
Me vuelvo un
animal doméstico
Un corredor de
seguros
Otro más que
carga maletas
No más
Detenida la
estirpe
Me arrojo
cuatro pisos abajo
No más.
*De Reynaldo
García Blanco. regabla@cultstgo.cult.cu
"Un color
amarillo" *
DIARIO DE
SENSACIONES ...
Así rezaba el
título del ejemplar ajado, que pareció olvidado junto al arbusto.
- ... Pinamar
te da sorpresas, como la vida... -, el comisario Wensell, no resistía la
tentación, cada vez que podía, de parafrasear a Blades.
- ... no parece
un olvido ... -, reflexionó en voz alta Dasta, repitiendo un ritual que los
unía, obsesivamente, nunca ponerse de acuerdo.
- ... tanto
olvido suelto en la playa ... - reiteró Wensell.
Tampoco incluía
entrar en razones.
Dasta, en
tanto, apreció el lugar retirado y silvestre, un mérito de dudosa originalidad,
según él, para quienes manejan los destinos de la villa.
Seguro, como
nunca, de que los prominentes, como gustaba ironizar, jamás aceptarían el
término.
- ... parece
una libreta de apuntes... pero... anda tanto loco suelto en la arena... vamos a
llevarlo... tal vez podamos identificar al propietario y devolverlo... -
- ... ¿porqué
masculino? ... Dasta se volvió, brusco.
- ... ¿que tan
seguro de un hombre? ... repicó.
- ... una
corazonada ... en realidad no lo sé ... me salió así ... y voy a creerla ... -
respondió Wensell.
Los dos revisaron
durante un rato más, el lugar, tampoco sabían porqué.
Sin cambiar
palabra eligieron seguir por la playa rumbo al parador de “El Pájaro”.
Ambos sabían
que allí todo era posible, incluso ser bien atendidos.
- ... primero
vos ... Dasta ... quien te dice que sacás una nota de ahí... uno nunca sabe...
–
Mientras
buscaban comodidad, Dasta parecía inescrutable.
Aprendió, con
Wensell, a no retrucar porque sí.
Ya sentados y
pedida la bebida, Wensell displicente, le arrojó sobre la mesa desnuda, pero
acogedora, el libro de notas con tapas oscuras,
decidido él, a
dormitar un rato. Dasta, dispuesto, comenzó a hojear las primeras páginas.
" ... se
aproximaba el mediodía y el sol gastaba contra la carne los sedimentos de sal.
Mientras
caminaba por la playa colmada, contemplaba el estacionamiento de cuerpos
estoicos recibiendo la dosis estimada, para un bronceado decoroso.
Siempre me
pregunto cuántos disponen de tiempo para admirar la naturaleza en los lugares
que visitan y concluía que, en esos sitios, el caudal de posibles, disminuye
sensiblemente.
¿Que sucedería
si presenciaran el imprevisto?
Nunca llegaba a
respuestas satisfactorias.
Tropezaba con
la incertidumbre.
Si la estupidez
colectiva desembocaría en el terror y nunca en la maravilla.
Aceptaba en
éste juicio el exceso de escepticismo.
Lo cierto es
que me atribulaba la idea de un fenómeno que pasase inadvertido para el mundo,
afirmando aquella carrera loca por una
materialidad
asfixiante.
A menudo
reflexiono si el tiempo del suceso estaría próximo.
El estado de
descomposición, requería una sacudida, un desequilibrio, algo que escapase a
las facultades humanas.
Los
interrogantes me excedían.
Sentía
inhibición para el comentario, por temor.
El riesgo de
enrarecer aún más mi medio de relación, me acobardaba.
Carecía de
referencias.
Sin embargo, la
fascinación del tema, cavilando, me alejaba peligrosamente de la realidad.
Debía
esforzarme en balancear mis anhelos con la expectativa cierta.
Almacenaba una
atención latente, para no sorprenderme cuando aquello ocurriese y quería estar
en condiciones de captar el suceso en
toda su
magnitud.
Este ejercicio
preparatorio, iniciático, lo afrontaba sin antecedentes.
No sabía como
encararlo e improvisaba reacciones que me permitiesen determinar si los
reflejos coordinaban con la velocidad adecuada, si la sensibilidad era
receptiva.
Toda esta
gimnasia del aguardo, con el tiempo, fue algo inherente a mi personalidad.
Me sorprendía
con actos impensados que captaban estados de ánimo especiales, en sucesos
cotidianos.
Tan solitario
adiestramiento, me alejaba.
En soledad se
agudizan los sentidos y el contacto con los demás parece lesionar el delicado
filo que se va adquiriendo.
Su valiosa
posesión gravita, inexorable, obligando a continuar, impide retroceder.
Imposible el aturdimiento
y la confusión; es un camino que se va estrechando.
Cada abrupta
pulgada que se transita, es desmenuzada minuciosamente, incorporando el
sedimento que nutre la búsqueda.
La paciencia se
hace sólida, contundente y móvil.
El tiempo útil
cambia de color y sonido, aquilata únicamente el valor del descubrimiento, que
se adhiere natural y flexible a nuestro yo.
Esta capacidad
de moldeo tan coherente y precisa, alegra la dimensión que transitamos.
Es un suave
bienestar no expandido, modulación armónica.
Facilita su
integración a la percepción automática.
Todo es
prolijo, una perfecta maquinaria imposible de ser arrebatada a la serenidad
contemplativa inexorable.
Allí cada
color, cada sonido, es degustado.
Funcionamos
para la cita con el milagro.
En la recordación,
había llegado, caminando, a un sector menos concurrido de la playa.
Mi piel recibió
y transmitió el frío del agua, en imperceptible canalización de sensaciones,
separándolas de la atención principal.
Pero algo más
sucedía, era una tenue llamada al mecanismo minucioso.
Inmediatamente
y como ajena, una imperiosa apertura sensorial, una extrema agudización, una
tensión maravillosa, densa, indetenible, comenzó a circularme, pulgada a
pulgada, expectándome integralmente.
Era el aviso.
Informe.
Latente.
Me contemplé
serenamente.
En calma pese a
no saber cómo ni donde.
El cielo
tonalizaba azules extraños.
Ningún cambio
perceptible se advertía a la común observación.
Yo sabía que
estaba sucediendo algo.
Era imposible
el error, estaba para eso.
Ningún sonido
fuera de lugar preludiaba cambios.
Sin embargo, la
proximidad, la inminencia, era casi un dolor físico, brutal, increíble.
Y
repentinamente...¡allí estaba!.
El mar fracturó
una calma imprevisible.
Pareció
detenerse casi, tan bruscamente que adquirió la sutileza de pasar inadvertido.
El rumor,
perenne, se asordinó gradualmente.
La mudanza
sónica resultó terrible.
Un cambio de
partitura notable, etéreo, profundo, la sonoridad dejó de tener dirección.
La
petrificación; la paralización; la indefensión; es que asistía al monumental
espectáculo del asombro, cuando alzándose lejos, muy lejos, en
la sombra de la
profundidad, un color amarillo vivo, oscilante, comenzó a elevarse acercándose
hacia la playa, expandiéndose silenciosa y armoniosamente.
Me interné en
el agua.
Esa familiar
oposición de masa líquida no existía; era deslizarse en un prado algodonado y
verde, desperdigado a mi paso.
A medida que me
acercaba, alejándome de la orilla, las formas se convertían en hermosas
mariposas amarillas, iguales, perfectas, disimulando su número, en nubes
simétricas, fluctuantes, brillantes.
Al tomar
contacto con las primeras, me pareció oír como su roce producía un sonido
familiar.
Aceleré el
paso.
Si me internaba
más, se haría perceptible.
¡Efectivamente!
... el avance, fue tornando audible todo aquello.
Maravillado,
rodeado, coreado por ese misterio, creí dar forma al murmullo.
¡Sí, eran
frases ... ! Palabras.
Hilando el tono
musical ... ¡se podía! ...
Agudizándome al
límite caminé y caminé, hasta que sonreí, plácidamente ante la invasión,
buscando comprender y comprendiendo.
Volví la cabeza
hacia la playa distante y a mis espaldas una suave brisa comenzó a impulsarme
gradualmente a mayor velocidad.
Perdía contacto
con el piso, pero mejoraba el desplazamiento, sintiéndome libre, ágil.
Fue en ese
instante que miré mis brazos y ví que, lentamente, tomaban formas distintas ...
color amarillo vivo ...
Dasta, luego
del tercer intento, había logrado que Wensell, sin abandonar la indolencia de
ojos cerrados y adoración solar, desde el nuevo sitio descubierto, aceptara,
con la música de Patty y Tuck, haciendo Glory, enterarse del contenido de
los apuntes.
El comisario,
distendido, disfrutaba cuando podía, de cada oportunidad.
Astillas de
libertad.
Peajes de la
vida, se decía.
Dasta, absorto
por la lectura, Wensell laxo y ausente, eran acompañados, desde algunos
minutos, por una hermosa mariposa amarilla, posada en un ángulo de la mesa.
Dasta dejó la
libreta abierta donde culminara la lectura. Perplejo, pero práctico por
temperamento, sacudió la cabeza.
La mariposa
pareció preferir la tibieza de las páginas. Se ubicó en el centro de la
libreta.
Levemente movió
las alas.
Dasta,
distraído, se aferró al entorno multicolor.
No le gustaba
proponerse entender cosas poco claras.
Resistía la
aventura de pensar, aunque fuese su trabajo.
Quería
mantenerse seguro y distante.
Buscó el
horizonte sereno.
¿Para qué? si
igual se vive, tanguedió para consigo.
Wensell mantenía
silencios de pestañas caídas.
Sin embargo, se
movió rápido, era su oficio.
En un sólo
movimiento cambió la postura.
Se irguió en su
asiento.
Estiró su
cuerpo flexible.
Se inclinó
sobre la mesa.
Cerró, de un
golpe, la libreta y rezongó ...
- ... esto es
evidencia ... vamos que es tarde ... - y partieron juntos, camino del
arenal ...
VERANOS ENTRE
DINOSAURIOS*
Para Augusto
Monterroso, casi diez años después de su partida.
Para Raúl,
amigo de letras que vive de marzo en marzo.
La llegada del
verano anunciaba el verdadero inicio del ciclo anual.
Disfrutaba
caminar diariamente hacia la costa cercana, sumergirse en la transparencia y
terminar la mañana secándose al sol mientras conversaba con sus dinosaurios.
Los dinosaurios
– jamás les dijo que les llamaba así – eran sus amigos de esa hora y lugar. Un
grupo que oscilaba entre los sesenta
y los ochenta,
edades que le parecían lejanas e inalcanzables desde su juventud. Maestros del
arte de estar alegres sin tener causa,
de la conciencia
de que cada día puede ser el último, razón más que suficiente – si faltasen
otras - para disfrutarlo, agradecer, vivir con el corazón abierto y una sonrisa
en los labios.
Algunos veranos
un rostro desaparecía y era sustituido por uno nuevo, de modo que la colonia se
mantenía a pesar del paso del
tiempo, años,
décadas…
Pero nada la
preparó para aquel despertar, cuando una simple mirada al espejo le reveló que
se había convertido en uno más entre los
dinosaurios.
*De Marié
Rojas.
N del A:
Augusto Monterroso, 21 de diciembre de 1921, 7 de febrero de 2003, escritor
latinoamericano conocido por sus relatos
hiperbreves,
especialmente “El Dinosaurio”.
***
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