miércoles, febrero 20, 2013

ESTACIÓN BLAS DURAÑONA

 
 
 
 
Inventren
 
 
 
 
TREN AL OCASO*
 
 
 
*Por Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
Los Scozziero llegaron a la Colonia en la misma época que mi abuelo y arrendaron un campo pegado a la chacra de Luis Burki.
Como ambas eran familias numerosas no me resultó extraño cuando mi padre me contó que los desafíos de fútbol eran de clan a clan y a veces se mezclaban los Galaretto, también vecinos en ese tiempo.
A algunos miembros de la familia Scozziero conocí y traté: especialmente los dos hermanos menores, a uno que apodaban Petiso y que era muy amigo de mi padre y el menor de todos a quien conocimos como Fatiga, un recio zaguero de nuestro Club con el que compartí el equipo cuando él ya se retiraba. Era un grandote que metía miedo por la pinta, pero más bueno que el pan fresco, y creo que oficiaba de albañil hasta donde yo sé, porque se fue del  pueblo  y no volvió nunca.
Ellos se mudaron al pueblo con su mamá viuda, muy amiga de mi nona Laura. Y allá me llevaba ella porque se iba a visitar a su comadre doña Ángela, quien me atosigaba de bizcochuelos dulces, mientras le daba razones de su ahijado que no era otro que el que llamaban Petiso,  porque su nombre se me perdió para siempre. Fue solterón hasta que dejó de serlo pues se casó bastante grande y una de sus características que más recuerdo era su fanatismo por el color rojo de nuestra camiseta. Allí también me encontré un día con un chico de mi edad, cuyos padres habían fallecido. El flamante huérfano fue criado por doña Ángela y enseguida se ganó el mote de Niño Dios. Con él tuve con quien jugar cuando acompañaba en estas –para mí- aburridas visitas sociales, de mi inefable abuela, quien en una época se hacía acompañar por mí. Íbamos a lugares donde  yo me aburría siempre, pese a que primero me lo tomaba con entusiasmo. Estas incursiones turísticas con mi abuela incluían excursiones a los cementerios a llevar flores a los deudos. Y como ella tenía familiares en Firmat, Villada y Chabás, no era raro que nos tomáramos el tren y allá íbamos en esas actividades necrológicas, donde por suerte siempre me premiaba con algún helado, ya que en los puestos de todos los camposantos nunca faltaban los heladeros con sus  carritos entoldados tirados por su caballito manso.
Mi abuela reforzaba los premios al regreso, comprándome revistas de historietas en la casa La Primitiva de don  José Bessone.
En ese tiempo el mundo se reducía a muy pocos lugares. La casa, la cortada donde jugábamos, la escuela y algún paseo a la chacra de algún pariente. Por eso, ante la inminencia de un viaje en tren me ponía en un grado de ansiedad notable y aún de alegría. Por supuesto  nada comparable a nuestros viajes esporádicos a Rosario, para visitar a mi abuela materna, la también inefable nona Elisa, quien nunca aprendió a hablar la castilla, como ella repetía. Pese a que vivió sesenta y cinco años en este país que aprendió a amar como nadie.
Viajar en tren constituía en ese tiempo tal vez la concretada aventura más preciada que yo podría experimentar.  Elegía siempre la ventanilla y aunque íbamos  en segunda clase con sus incómodos asientos de madera, me encantaba ir con el oído atento al traqueteo y los golpes del  convoy que ya me sabía de memoria. Mientras miraba el vuelo alto de los pájaros, las mariposas y los panaderos que entraban por las ventanillas abiertas en el verano y el campo que retrocedía con sus vacas, sus sembrados y sus molinos que echaban agua para las vacas “que dan la leche para los niños” , según supo escribir don José Pedroni para siempre.
Lo cierto es que desde esa ventanilla todo era posible, desde la observación de aquella naturaleza exultante de vivos colores verdes hasta el sol que daba de pleno sobre las parvas que se llenaban de gorriones, de lechuzas avizorando ratones desde los postes, y estaban tan quietos que solo sus grandes ojos vivían en aquella estampa no tan frecuentemente hoy pero que la memoria aviva y agiganta.
Al llegar a Firmat, después de haber pasado el Puente de las vía donde nace el arroyo Saladillo, el paraje Las  Plantitas y Cañada del Ucle, el tren paraba para cambiar de locomotora porque la dirección a Rosario era opuesta de las que veníamos.
Después de un rato largo donde uno podía bajarse a comprar un helado el tren proseguía  su marcha.
Luego vendrían los ruidos conocidos: el vendedor de sándwiches, el que pasaba con su gran bolso de gaseosas frías y el vendedor de diarios y revistas y era donde siempre mi madre me compraba una de historietas.
Al atardecer, luego de más de cuatro horas y media nos íbamos aproximando a destino, no sin antes haber visto una blanca bandadas de cigüeñas o de garzas  atravesadas por el sol cayendo en el horizonte, donde todo era ocaso.
 
 
 
 
 
 
 
ESTACIÓN BLAS DURAÑONA
 
 
 
 
 
 
El último tren*
 
 
 
*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
 
 
 
 
El tren no llega. Odio esperar. Este andén parece un cráter que se abre a mis pies y no paro de caer. Quiero irme ya ¿para que habré aceptado venir a este pueblo de mierda?, siguiendo un amor ¡que ingenuidad! Tendría que haberme quedado en mi ciudad, no sé si sería feliz, pero al menos no tendría esta grieta enorme que me atraviesa el corazón y llega hasta el andén para que me caiga. Encima de noche; con lo que odio caminar de noche estas calles, donde aún en la oscuridad los ojos siempre miran y juzgan. En cambio en Buenos Aires lo mejor es la noche, el anonimato, sus luces, su música, sus bares.
No te voy a negar que quisiera estar volviendo con vos. El rencor no me alcanza para mentir. Te odio y te amo tanto a la vez ¿Cómo es posible? −Dale vamos a vivir a provincia, necesito el aire
limpio, el verde, la paz, Buenos Aires me agobia, me enferma ¿Cuántas veces me enfermé el último año? mis bronquios no dan más.
Sabías muy bien que no podía ir contra tal argumento, tu salud es lo primero. ¡Que imbécil! La primera vez cuando bajé del tren tuve que apoyarme en tu hombro porque casi me caigo del espectáculo que tenía en frente. Un puñado de negocios que no sumaban más que diez y un bar ocupando toda una esquina, algunas casas y el campo ¿Qué hago acá? Pensé, pero no te lo dije, y cuando te miré, esa sonrisa que me derrite el alma; entonces sonreí, y te dije que me gustaba que acá ibas a respirar mejor, que fue una buena decisión, que íbamos a ser felices.
Me esforcé ¡y como! Nunca me escuchaste quejarme, viajé cada día dos horas de ida y dos de vuelta a mi laburo, me fui cada mañana dándote un beso y sonriendo y volví cada día con otra sonrisa para vos.
La gente no me caía nada bien, chusmas todos viejas chusmas, hombres, mujeres, jóvenes o niños. Los primeros tiempos fuimos los extranjeros, hasta que empezaron a saludarnos por el nombre. Mostraban más afinidad con vos, te les metiste bajo la piel, se notaba que te adoraban. Siempre te hablaban amigablemente, a mi apenas un saludo con la mano o una inclinación de cabeza. Claro, yo nunca estaba y vos siempre pendiente de ayudar a los vecinos y adentro del club organizando una cosa y otra. Además, estaba tu enfermedad. Te encargaste de contarles los terribles tratamientos que habías pasado, que habías elegido el pueblo para recuperarte, lo importante  que era para vos quedarte en casa y disfrutar de una vida apacible. Notaban que necesitabas todos los cuidados que yo te daba.
A pesar de todo, estos últimos meses empecé a acostumbrarme, y hasta un poco el gusto le tomé a esta tranquilidad avasallante. Incluso ansiaba la hora de volver a casa. Hasta que un día me dolió una muela.
Ya me molestaba cuando tomé el tren seis y media de la mañana, intenté no darle bola, un analgésico y listo. Bajé en La Plata, compré un agua y me tomé una pastilla esperando el alivio que nunca llegó. Para el medio día ya no aguantaba más, no podía ni pensar. Le pedí permiso a mi jefe y me fui. Llamé a mi dentista y conseguí que me atienda de urgencia. Terminé todavía con dolor esperando el tren dos horas antes de lo habitual. Bajé del tren en  nuestra estación sintiéndome un poco mejor y hasta con cierta alegría de disfrutar un par de horas más de ese día juntos. Caminé las cuatro cuadras que separan nuestra casa de la estación, abrí el portón, la perra me saltaba y me movía la cola, fui por la puerta de atrás, cuando estoy a punto de agarrar
el picaporte levanté la vista, a través del vidrio partido de la puerta, los vi:  los dos desnudos bailando un tango, y te miro y se te ve feliz, como pocas veces te vi conmigo, siento que la cabeza me va a explotar quedo inmóvil ahí mano en el picaporte y pies estaqueados al piso por unos segundos que se hacen eternos, hasta que reacciono.
Me di media vuelta y me fui, le pegué una patada a tu perra pesada que pegó un grito que espero hayas escuchado.  Volví a la estación como por inercia ¿A dónde iba a ir? Esperé el siguiente tren a La Plata, finalmente después de media hora lo tomé. A la tercera estación me bajé y me crucé a un bar a tomar un café y hacer tiempo. La cabeza me daba vueltas, no sabía que pensar, y tus palabras para convencerme de mudarnos no paraban de resonarme como un eco eterno, ¿habrá sido antes o después? ¿Cuándo empezaste a engañarme? No sé si quiero saberlo alguna vez. Calculé la hora y tomé el tren que me correspondía.
 
Llegué a casa y te encontré pintando como si nada. Yo igual, como si nunca me hubiese encontrado esa misma tarde con la imagen de la traición.
Cenamos como todos los días, te dije que me dolía la muela y me fui a dormir temprano, en realidad no pude pegar un ojo. Cuando me aseguré que dormías, me levanté y en silencio junté un par de cosas indispensables y me fui para no volver.
Acá estoy, esperando el último tren, no vuelvo más, no sé a donde ir, no tengo a donde ir sin vos, caigo finalmente en la cuenta que no tengo a nadie en el mundo más que a vos, sin embargo no quiero simular. Las luces del tren que se acerca se hacen cada vez más grandes, de repente tienen tu rostro y tu cuerpo desnudo,  parpadeo. No es posible, y aun así, ahí estás, en esas luces, entonces, salto a tu encuentro.
 
 
 
 
 
 
Llueve*
 
 
 
Llueve, me gusta la lluvia. Me gusta el perfume de la tierra bendecida, los colores intensos de la naturaleza cuando llueve.
También llovía ese día de octubre cuando decidí irme, sin saber exactamente dónde, pero partí.
Mientras caminaba hasta la estación de trenes decidí dónde debía ir. Demoré nueve horas en llegar al lugar elegido.
El sol se ocultaba cuando el tren llegó a la estación, caminé unas cuadras y fui hasta el lago, me senté en la orilla y respiré profundamente ese aroma conocido y los recuerdos acudieron…
 
“Había nevado durante toda la noche y había mucha nieve delante de nuestra casa, mi hermano y yo la observábamos desde la ventana del primer piso y él tuvo una idea genial, hacer un túnel que recorriera todo el jardín, me preguntó si lo ayudaría y yo feliz respondí que sí. Después de un desayuno suculento nos abrigamos, nos pusimos guantes, gorros y salimos. Mi abuelo había dejado una pala en la puerta y ese fue nuestro instrumento, mi hermano cavaba y yo sacaba la nieve sobrante con un balde. Estuvimos toda la mañana trabajando y mi abuelo nos observaba divertido, mientras mi abuela protestaba porque decía que íbamos a enfermarnos. Después del almuerzo la obra quedó concluida y recorrimos varias veces ese túnel con nuestros amigos.
Estaba próxima la Navidad y como todos los años emprendimos la búsqueda del más hermoso pino, mi abuelo era el encargado de llevarlo hasta la casa, allí lo colocábamos en un balde con arena, previamente mi abuela lo había forrado con papeles de colores. Yo me ocupaba de decorarlo con caramelos forrados con papales metalizados, mandarinas y velitas blancas. Una vez terminado nos gustaba sentarnos en silencio a contemplarlo. Con el correr de los días los caramelos eran reemplazados por piedritas que envolvíamos con esmero para que mi abuela no notara la falta, ahuecábamos las mandarinas y las rellenábamos con bollitos de papeles, de esas travesuras participaba mi abuelo, de éstas y de muchas mas. En esos días mi abuela comenzaba a hornear unas ricas galletas de miel y canela, el aroma era delicioso pero nos estaba prohibido probarlas, eran para la Navidad. Ella las guardaba en frascos de vidrio y cerraba con llave la alacena. Cuando mi abuela dormía la siesta, mi abuelo robaba galletas para nosotros. Comprendí que ese era un juego no sólo nuestro, también de ellos.”
 
Un ruido extraño me volvió a la realidad y sentí una gran nostalgia por aquellos años vividos en Italia.
Me incorporé y decidí caminar los pocos metros que me separaban de la casa. Ya eran las 21 horas cuando toqué el timbre
En un rincón de la casa un pino descansaba en un balde decorado con papeles de colores y sobre la mesa los caramelos envueltos en papeles metalizados y las mandarinas aguardaban que unas manos conocidas las ubicara donde debían estar.
 
 
 
 
 
 
BOLETOS*

No nombraré la ciudad porque la ciudad es múltiple, y porque lo que allí sucede, bien puede suceder a diario en otra ciudad, en otro país. Acaso cambien los nombres, los rostros, los objetos.
Yo, turista en todas partes, eterno extranjero, pertinaz inhabitante, venía caminando hacia la estación, con mi maleta medio vacía (maleta de nómada incurable, brevísimo catálogo de recuerdos y ausencias, inútil equipaje), y un creciente cansancio que se iba acentuando a medida que mis pies cruzaban más fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba sellos. Puesto que aún faltaba más de una hora para la salida de mi tren, tomé asiento en una terraza sombreada.
Enfrente, al sol, había varios niños jugando. Niños pobres, harapientos, de los que abundan en los alrededores de casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba alguien con traje, o con aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo y se acercaba al desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es antiguo. Se trata de billetes viejos, sin premio, que los chicos recogen del suelo o de las papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia de nuevos. A veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay gritos y amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no caer en manos de la policía.
No muy lejos de allí, las máquinas excavaban lo que muy probablemente se convertiría con el tiempo en un centro comercial o un edificio de oficinas. Quizá a causa del monótono ruido de las excavadoras, me amodorré un poco.
Una voz suave me despertó.
- Señor...
Cuando levanté la vista, una chiquilla morena, con dos trenzas medio deshechas y una mancha oscura en la mejilla, me ofrecía uno de aquellos billetes.
Mi primer impulso fue echarme a reír y despedir a la mocosa con unos céntimos o con la amenaza de la policía, que es el remedio habitual en estos casos, pero algo en su mirada me impedía hacer una cosa así.
- El número es lindo -dijo, tratando de vencer mi indecisión con esas simples palabras.
Entonces la miré con más detenimiento. Sus ojos no eran los de una niñita suplicante, no eran ojos mendicantes, ni ojos víctimas; tampoco eran los ojos pícaros de quien está estafando a un turista crédulo; aquéllos eran los ojos firmes y tranquilos de alguien que sólo pide lo que por derecho le corresponde.
No lo dudé un instante. Conté algunas monedas y puse en su mano el dinero que costaba el billete. Ella me dio las gracias, sonrió dulcemente y regresó junto a sus amigos. Mientras la miraba alejarse correteando alegremente, guarde el papelito en mi cartera, junto a la fotografía de Mariela.
Miré el reloj. Había que irse. Mi tren estaba a punto de llegar.
Sé que es innecesario contar lo que sigue, decir que aquel fue el primero de una larga colección de boletos caducados, que hubo en mi camino otras muchas estaciones, otros niños y otras excusas, que en cada lugar que visité fui atesorando con avidez los boletos que aquellos niños famélicos me ofrecían, siempre ante la atenta y burlona mirada de los testigos, ciegos, incapaces de percibir que todos y cada uno de aquellos papelitos medio arrugados tenían un premio mucho más valioso que el que indicaban los números impresos.
Durante años he llevado conmigo ese primer boleto, prueba irrefutable de que la escena anteriormente narrada no fue un sueño. A veces, contemplo la cifra, ("-El número es lindo") como si en ella pudiera leerse algo que no fuese una sucesión más o menos armoniosa de dígitos. A veces, contemplo la cifra como esperando que esos signos revelen algo que en realidad no necesita ser revelado.


*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
Durañona*
 
 
 
Siempre le gustaron las plantas y los jardines, y aunque también se daba maña para hacer arreglos de albañilería y así ganarse unos mangos con la changa, Néstor decidió que tomaría la podadora, la pala y el rastrillo para ganarse "el pan nuestro de cada día". Por esas cosas de la vida, alguien lo puso en contacto con las autoridades del club de campo "Arboleda del Monte" donde, entrevista mediante, tuvo que dar cuenta de sus habilidades cortando el pasto y arreglando el jardín de una de las casas, bastante descuidado después de algunos meses de ausencia vacacional de sus inquilinos. Su trabajo agradó mucho a las autoridades, y muy pronto quedó contratado en forma efectiva para el mantenimiento general del predio.
En un principio le costó acostumbrarse al entorno. La imagen de las casas recortadas contra el horizonte le parecía extraída de alguna revista de decoración que viera en la sala de espera del traumatólogo de su hija. Esos colores chillones que herían la vista, modeladas con el antiguo estilo de los ladrillitos de juguete, y unas puertas y ventanas que parecían construidas en plástico, aunque al tocarlas uno tuviera la desagradable sensación de percibir la consistencia y el sonido del metal. Néstor sentía cierto escozor al contemplarlas, como si fueran ajenas al lugar donde se encontraban. Pero la tarea era abundante, y con el correr del tiempo se fue tornando indiferente a ciertos detalles, concentrándose exclusivamente en los parques y jardines.
Se fue haciendo conocer por todos. Y si bien le pagaban un sueldo fijo por mes, fue haciendo una diferencia al aceptar distinta clase de changuitas de parte de los residentes: cambiar el cuerito de una canilla, encolar una silla, reparar una ventana de enrollar… Tareas que hasta hacía unos años parecían impensables en un country, hoy se habían tornado cosa de todos los días. Había que contemplar la posibilidad de ahorrar unos pesos, con el dólar tan alto…
Pero también recibía algunas donaciones, de ropa que los dueños de casa ya no usaban, o de libros que podían servirle para sus hijos en la escuela, elementos que agradecido guardaba en el carrito que arrastraba detrás de la bicicleta, y que generalmente representaban una alegría cuando llegaba a su casa. Apenas le servía la mitad de las cosas que llevaba, pero nada era despreciable; su mujer bien que sabía darse corte con la aguja y el hilo, y si no, su cuñado sabría vender bien los libros usados. Todo funcionaba en equilibrio.
Néstor vivía cruzando el antiguo terraplén donde, casi treinta años antes, existiera la vía del Ferrocarril Provincial, que unía La Plata con Mirapampa, y del cual hoy no quedaban ni rastros; los rieles y los durmientes habían desaparecido, robados por manos anónimas, o bien sepultados por el paso del tiempo. Cada vez que pasaba en bicicleta por aquel lugar, abundante de ralos pastizales, evocaba aquellas entrañables épocas de su infancia, cuando se escondía entre la maleza que circundaba la vía, para ver pasar aquellos imponentes trenes cargueros, arrastrando una fila infinita de vagones, transportando las más diversas y a la vez misteriosas mercancías.
Recordaba con nostalgia ciertos juegos: cómo solía depositar monedas de cinco o diez centavos sobre los ardientes rieles de la tarde, esperando que el mastodonte metálico llegara en hora y aplastara con su potencia colosal aquella diminuta monedita, revoleándola en el aire y –en caso de encontrarla, luego del impacto- palpando la cruel curvatura que le había impreso a su superficie. Lo mismo hacía con las latas de conserva vacías que encontraba por ahí, contemplando luego con sumo interés el efecto devastador que podían producir tantas toneladas de metal lanzadas a toda velocidad.
Ignoraba por qué, pero esas imágenes habían ido resurgiendo del fondo de sus recuerdos en los últimos días. "Me estaré volviendo viejo", pensaba, con una tenue sonrisa asomando entre sus labios, y la profunda sensación de evocar un pequeño fragmento de su vida donde recordaba haber sido feliz, sin preocupaciones ni dolores en el alma. Esas angustias que luego sedimentan en el corazón, provocando
la -quizá inevitable- pérdida de cierta infantil ingenuidad.
Hasta que una fría tarde de invierno lo comprendió todo.
Estaba casi terminando de quitar los yuyos de un cantero, luego de podar una planta que Miss Mary, la dueña de casa, ya no quería ver más, cuando vio llegar a Mister Steven Durañona, a bordo de su flamante Jaguar color azul. Se saludaron cortésmente, y apenas unos minutos después, Néstor lo vio salir otra vez. Se dirigió hacia el cobertizo, luciendo un impecable tweed bordeaux, contrastando con la circunstancial desprolijidad de las ramas de la planta recién podada, desperdigadas a su alrededor, y un par de minutos después regresó, cargando algo bastante pesado.
-Néstor, ¿sería tan amable de ayudarme? -, preguntó al pasar junto a él. –El estudio está helado, y quisiera prender la salamandra…
Él estuvo a punto de aceptar, como de costumbre, cuando vio lo que aquel hombre llevaba entre sus manos: un taco perteneciente a un aserrado durmiente de ferrocarril.
Se quedó petrificado; un escalofrío le recorrió la espalda. Quebracho puro; como el que aserraban cuando era chico cerca de su casa, una vez concluidas las tareas de reparación del ramal, que no tardó mucho en cerrarse, ante la inminencia del cambio económico generado por la dictadura militar. El estupor se vio reflejado en su cara, porque Mister Steven volvió a pedirle:
-¡Néstor! ¿Sería tan amable? Hace mucho frío acá afuera, y esto está muy pesado…
Él actuó de manera automática; le quitó el taco de entre las manos y lo entró en la casa, dejándolo junto a la salamandra del estudio. Mister Steven le pidió que hiciera un par de viajes más, y finalmente, encendieron juntos el primer fuego. Una vez que comenzó a arder, Mister Steven Durañona encendió su pipa y le dio las gracias, además de un módico billete por el servicio.
-Gracias -, dijo él, y señaló hacia los tacos restantes. -¿Dónde la consiguió? Es buena madera.
-Me la vendió un pibe por acá cerca, a unos metros de la autopista. Dijo que la conseguía fácil. Era mucho más barata que comprarla en otro lado. Y por lo que vi, me pareció que prendería bien.
Al salir, pleno de congoja, recogió sus enseres de manera mecánica, juntó las ramas con el rastrillo, limpió todo con rapidez, y se alejó. Mientras avanzaba por el parque, en las últimas luces de la tarde, reparó en unos juegos infantiles que regularmente había visto desde hacía meses, pero que recién ahora le llamaban la atención. Sobre todo, su estructura.
Tanto en las hamacas, como en la viga del tobogán, o el conjunto entero de las vigas paralelas para colgarse, habían utilizado rieles de ferrocarril. Pulidos y sin óxido, pintados de diversos colores, pero rieles al fin y al cabo. Preservados de la muerte, más no de la rapiña…
Desde esa tarde, aceptó muy poco, casi nada, de las tareas que pudieran ofrecerle como changa. Menos aún, las dádivas que solía agradecer con tanto entusiasmo, pensando en sus hijos. Notó que comenzaba a trabajar con menor entusiasmo, así como a faltar bastante, pretextando cualquier excusa.
Y a pensar seriamente que debería buscarse otro pueblo donde poder trabajar en paz. Bien lejos de ese club de campo.



*De ALDIMA.
licaldima@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
Jogging*

La actitud de un potus 
en la enfermedad de una maceta
o tal vez,
un ladrido antiguo
en el eco que seduce a la ventana:

Lo que queda del día
son apenas las sobras

La calle trae el olor de las horas
con ese vaho dulce del cianuro
del aliento tibio de los muertos nuevos

Yo quería llegar a la noche;
a su noche, no a la mía

Es por eso que corrí

Corrí con el potus en la mano
y el perro antiguo y su mordida
sobre el temor de mis talones

Y es por eso que grité,
el llanto de un violín ahogado
con la goma sobre el barro
el chasquido de la rótula, 
el hueso herido

Y es por eso que lloré pies,
y lloví la fila de mis hormonas tontas
sobre las pistas en mi frente

Y es por eso que cerré el rubor de las manos
cuando tuve el árbol en la boca,
mientras el trayecto se rompía 
con el ruido a jarra vacía
de la sangre cuando cae y roe

No hubo manera de llegar

Aún cuando toda la muerte
se desprendió del viento
que almacené en mi pelo
 
 
 
*De Marcela Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
***
 
 
Inventren Próximas estaciones: 
 
 
 
LUCAS MONTEVERDE.
-Por Ferrocarril Provincial-
 
 
 
 EMITA. 
-Por Ferrocarril Midland-
 
 
 
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-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
 

INDACOCHEA.  LA RICA.

SAN SEBASTIÁN. 
J.J. ALMEYRA.  INGENIERO WILLIAMS.

GONZÁLEZ RISOS.  PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.

PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO.

KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.

LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.

ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI. 
 
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE. 
 
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.  
 
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.
 
 
 
-las estaciones por venir en el ferrocarril  Provincial:
 
 
EMILIANO REYNOSO.
 
SALADILLO NORTE.   GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS.
 
JOSE RAMÓN SOJO.  ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
 
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
 
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
 
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
 
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 
D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
 
  ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
 
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.
 
 
 
 
 
 
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