*Dibujo de
Erika Kuhn.
http://obraerikakuhn.blogspot.com.ar/
Carta para una solitaria*
Esta carta no
tiene destinataria ni dirección.
La escribo,
subo a lo alto de un edificio y dejo que el viento la deslice a su antojo por
las calles o plazas, o quizás con mucha suerte ruede por la arena de alguna
playa.
Y dice:
...a vos, a tu
corazón llego, figura lánguida, ojos ardientes, boca sensual, manos inquietas
llenas de urgencias.
Mírate bien,
siente con pasión y comprobarás todo lo bueno que pasa.
Piénsate
deseada, joven y vital.
Mientras leés
esta carta estaré mirándote desde un átomo de aire. Enderazá tu espalda, poné
con firmeza tus zapatos en la tierra sin acomodar tu pelo, que ondee libre.
Creé que lo que
lees alguien lo escribió pensando en vos, quizás amándote.
Estoy segura
que la desdicha de ayer, las lágrimas de antesdeayer y el hambre de amor de la
semana pasada, se borrarán lentamente y esa sonrisa que se amplía y ese correr
hacia no sé dónde, será la mejor posdata de ésta, mi última carta.
YO
Elsa.
Y UN RELOJ INCESANTE QUE ASTILLA LA PENUMBRA…
*
habla el viento y a la vez
se abre la miel del espacio
tan apacible
la belleza asiste
a cada cuerpo que pasa
por el rayo de una voz
que Ahora surge en otro tiempo.
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
http://alejandraalmapoesias.blogspot.com.ar/
En el caudal espeso de mi sangre*
Te quedaste a
vivir
en el caudal
espeso de mi sangre.
Estás allí,
escondida,
ciñéndote al
redoble acompasado
de un corazón
que lentamente va apagándose...
Mas, de pronto,
te elevas
sobre el
silencio inerte de la noche,
de súbito
apareces, exultante;
un trote
repentino despereza mis venas
y estás de
nuevo ahí, llenando mi recuerdo
con el calor de
tu palabra ardiente...
Y por un
instante, creería que estoy vivo...
Pero pronto
recaigo en el letargo.
Lo demás es
quietud, desesperanza
y un reloj
incesante que astilla la penumbra.
Te quedaste en
mi sangre, a la deriva.
Yo
me he resignado
a ser tu laberinto.
-Publicó “El
alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
El último tren*
El tren no
llega. Odio esperar. Este andén parece un cráter que se abre a mis pies y no
paro de caer. Quiero irme ya ¿para que habré aceptado venir a este pueblo de
mierda?, siguiendo un amor ¡que ingenuidad! Tendría que haberme quedado en mi
ciudad, no sé si sería feliz, pero al menos no tendría esta grieta enorme que
me atraviesa el corazón y llega hasta el andén para que me caiga. Encima de
noche; con lo que odio caminar de noche estas calles, donde aún en la oscuridad
los ojos siempre miran y juzgan. En cambio en Buenos Aires lo mejor es la
noche, el anonimato, sus luces, su música, sus bares.
No te voy a negar
que quisiera estar volviendo con vos. El rencor no me alcanza para mentir. Te
odio y te amo tanto a la vez ¿Cómo es posible? −Dale vamos a vivir a provincia,
necesito el aire limpio, el verde, la paz, Buenos Aires me agobia, me enferma
¿Cuántas veces me enfermé el último año? mis bronquios no dan más.
Sabías muy bien
que no podía ir contra tal argumento, tu salud es lo primero. ¡Que imbécil! La
primera vez cuando bajé del tren tuve que apoyarme en tu hombro porque casi me
caigo del espectáculo que tenía en frente. Un puñado de negocios que no sumaban
más que diez y un bar ocupando toda una esquina, algunas casas y el campo ¿Qué
hago acá? Pensé, pero no te lo dije, y cuando te miré, esa sonrisa que me
derrite el alma; entonces sonreí, y te dije que me gustaba que acá ibas a
respirar mejor, que fue una buena decisión, que íbamos a ser felices.
Me esforcé ¡y
como! Nunca me escuchaste quejarme, viajé cada día dos horas de ida y dos de
vuelta a mi laburo, me fui cada mañana dándote un beso y sonriendo y volví cada
día con otra sonrisa para vos.
La gente no me
caía nada bien, chusmas todos viejas chusmas, hombres, mujeres, jóvenes o
niños. Los primeros tiempos fuimos los extranjeros, hasta que empezaron a
saludarnos por el nombre. Mostraban más afinidad con vos, te les metiste bajo
la piel, se notaba que te adoraban. Siempre te hablaban amigablemente, a mi
apenas un saludo con la mano o una inclinación de cabeza. Claro, yo nunca
estaba y vos siempre pendiente de ayudar a los vecinos y adentro del club
organizando una cosa y otra. Además, estaba tu enfermedad. Te encargaste de
contarles los terribles tratamientos que habías pasado, que habías elegido el
pueblo para recuperarte, lo importante que era para vos quedarte en casa y
disfrutar de una vida apacible. Notaban que necesitabas todos los cuidados que
yo te daba.
A pesar de
todo, estos últimos meses empecé a acostumbrarme, y hasta un poco el gusto le
tomé a esta tranquilidad avasallante. Incluso ansiaba la hora de volver a casa.
Hasta que un día me dolió una muela.
Ya me molestaba
cuando tomé el tren seis y media de la mañana, intenté no darle bola, un
analgésico y listo. Bajé en La Plata, compré un agua y me tomé una pastilla
esperando el alivio que nunca llegó. Para el medio día ya no aguantaba más, no
podía ni pensar. Le pedí permiso a mi jefe y me fui. Llamé a mi dentista y
conseguí que me atienda de urgencia. Terminé todavía con dolor esperando el
tren dos horas antes de lo habitual. Bajé del tren en nuestra estación
sintiéndome un poco mejor y hasta con cierta alegría de disfrutar un par de
horas más de ese día juntos. Caminé las cuatro cuadras que separan nuestra casa
de la estación, abrí el portón, la perra me saltaba y me movía la cola, fui por
la puerta de atrás, cuando estoy a punto de agarrar el picaporte levanté la
vista, a través del vidrio partido de la puerta, los vi: los dos desnudos bailando
un tango, y te miro y se te ve feliz, como pocas veces te vi conmigo, siento
que la cabeza me va a explotar quedo inmóvil ahí mano en el picaporte y pies
estaqueados al piso por unos segundos que se hacen eternos, hasta que
reacciono.
Me di media vuelta
y me fui, le pegué una patada a tu perra pesada que pegó un grito que espero
hayas escuchado. Volví a la estación como por inercia ¿A dónde iba a ir? Esperé
el siguiente tren a La Plata, finalmente después de media hora lo tomé. A la
tercera estación me bajé y me crucé a un bar a tomar un café y hacer tiempo. La
cabeza me daba vueltas, no sabía que pensar, y tus palabras para convencerme de
mudarnos no paraban de resonarme como un eco eterno, ¿habrá sido antes o
después? ¿Cuándo empezaste a engañarme? No sé si quiero saberlo alguna vez.
Calculé la hora y tomé el tren que me correspondía.
Llegué a casa y
te encontré pintando como si nada. Yo igual, como si nunca me hubiese
encontrado esa misma tarde con la imagen de la traición.
Cenamos como
todos los días, te dije que me dolía la muela y me fui a dormir temprano, en
realidad no pude pegar un ojo. Cuando me aseguré que dormías, me levanté y en
silencio junté un par de cosas indispensables y me fui para no volver.
Acá estoy,
esperando el último tren, no vuelvo más, no sé a donde ir, no tengo a donde ir
sin vos, caigo finalmente en la cuenta que no tengo a nadie en el mundo más que
a vos, sin embargo no quiero simular. Las luces del tren que se acerca se hacen
cada vez más grandes, de repente tienen tu rostro y tu cuerpo desnudo,
parpadeo. No es posible, y aun así, ahí estás, en esas luces, entonces, salto a
tu encuentro.
Saltar*
llevar la contundencia de una flor
al vértigo
que nunca tuvo nombre.
*De Alejandra Alma.
https://www.facebook.com/alejalma
http://alejandraalmapoesias.blogspot.com.ar/
Aparecidos*
Los aparecidos
lo tomaron por sorpresa una noche y ya no lo dejaron nunca. Eduardo tenía
sesenta años y llevaba muchos viudo viviendo solo en un departamento que le
quedaba grande. Una noche después de cenar apenas un sándwich se fue al living
a ver la televisión. Hizo zapping un rato, se encontró con una escena de
película: Jack Nicholson frente a una mesa revisaba papeles y fotos, era una
película que ya había visto y lo había conmovido, un hombre como él en una
vejez solitaria. Apagó la televisión y fue a buscar sus fotos viejas que
guardaba en aquel baúl que todos los que habían vivido allí sabían no se tocaba.
Fue a su estudio, buscando primero sus lentes acercó una silla al baúl y lo
abrió. Se encontró con las fotos familiares que él había tomado. Frente a sus
ojos desfilaban sus hijos de bebé, sus hijos dando sus primeros pasos, en el
jardín de infantes, en la escuela, en la universidad, fiestas de bautismo,
comunión, cumpleaños, millones de momentos que el captaba con su cámara. Cuando
miró el fondo del baúl asomaron muchos sobres prolijamente catalogados por mes
y año: las otras fotos que sacaba con la misma cámara.
Apenas empezó
su trabajo se decidió a tener un archivo personal, era una pequeña obsesiva
compensación extra. Estaba haciendo Patria y quiso tener un registro de
aquello. Entró en la SIDE por sus habilidades como fotógrafo. El año en que su
suegro, militar retirado, le habló de la propuesta de trabajo era un año de
mucha convulsión. Se necesitaban fotógrafos para tareas especiales de
investigación, a él la idea le gustó de entrada, por fin iba a poder sacarse de
encima esos trabajos que odiaba: las fiestas ajenas. No tenía ningún interés en
ocuparse de buscar buenas tomas frente a gente que le era indiferente. Este
laburo era otra cosa, estaba aportando la punta del ovillo para poder salvar a
la Patria de esos que querían contaminarla, malditos bolches, siempre los había
repudiado, no entendía de que se la daban ¿Qué se creían que Argentina era
Cuba? ¡Que tentación tan grande! Hacer uso de su pasión para torcer el curso
del país, el lente como un arma. Dijo que sí.
Ahora los tenía
otra vez frente a frente, jóvenes mujeres y hombres, incluso adolescentes, en
la puerta de la quinta de Olivos, Junio del 73 su primer trabajo, después
vinieron miles: gente saliendo de universidades, clubes, departamentos, casas,
encontrándose en estaciones, plazas, imágenes que lo llenaban de orgullo. Era
imposible hablar con nadie de su pasado, el país estaba dado vuelta, aquello
que treinta años antes fue motivo de medallas y honores, se había transformado
en un riesgo de cárcel. Por suerte nadie lo había nombrado nunca en ninguna
causa. Él trataba de no preocuparse por lo que podría pasar pero a veces era
difícil controlarlo, cuando abría el diario o en el noticiero se hablaba de un
nuevo juicio, el pulso le temblaba, y por un tiempo no lograba desprenderse de
una sensación de inquietud difícil de sobrellevar. No se arrepentía, la guerra
se peleó desde todos los frentes, él daba el primer paso, la investigación con
su grupo de tareas, las fotos, los datos que iniciaban el principio del fin
para los otros que había que exterminar.
Se detuvo en
una foto en particular: las escalinatas de la Facultad de derecho, dos chicas
bajan las escaleras, una de ellas le llama la atención, el nombre no se lo va a
acordar, aunque de ella se acuerda muy bien. El pelo lacio largo, sus ojos
celestes profundos, un cuerpo que lo hacía estremecer y su sonrisa amplia
dirigiéndose a la otra chica que a su lado era insignificante. La sostuvo en la
mano minutos eternos, sabía como había terminado. De ella se encargó de saber.
Mucho tiempo quiso creer que podía ser una de las elegidas para la
rehabilitación, hasta que le confirmaron su final: el río de la plata, un vuelo
de la muerte, unos meses después de que él sacara esa foto. Todavía lo
emocionaba verla, necesitaba prepararse un té. Dejó la foto en el escritorio y
fue a la cocina. Cuando estaba a punto de entrar sintió un ruido, creyó que el
viento habría entrado por la ventana y tirado algo. No recordaba haber dejado
la ventana abierta, cuando abrió la puerta ahí estaba ella mirándolo fijo, los mismos
ojos, apoyada en la mesada de frente a la puerta ¿podía ser posible? ¿Se estaba
volviendo loco? Con paso apurado regresó al estudio, con la respiración agitada
buscó la foto, cuando la tuvo en la mano, trastabilló, tuvo que sentarse de
golpe en el sillón para no caerse: en la foto solo quedaba la joven
insignificante mirando al vació y de ella en la imagen ni el rastro, dio vuelta
la foto como si pudiera haberse escapado hacia la otra cara del papel, allí
tampoco la encontró. Tomó aire con todo el coraje que pudo encontrar y entró a
la cocina, ahí seguía ella en la misma posición sin hablarle, solo mirando
delante de la mesada donde tenía que buscar sus cosas para el té. No supo que
hacer, cerró la puerta y la trabó con una silla bajo el picaporte, decidió irse
a tomar el té al bar, quizás cuando volviera ella se hubiese ido. Deseó que
fuese una mala pasada de su mente, últimamente se olvidaba algunas cosas, no
encontraba los objetos donde creía haberlos dejado, tenía que ir al neurólogo
urgente.
Cuarenta
minutos, un té cargado y una caminata más tarde, puso la llave en la cerradura
para entrar, camino sigilosamente como si alguien durmiera y no pudiera ser
molestado. No fue a la cocina directamente, primero fue a ver la foto, lo
inesperado volvió a asaltarlo por sorpresa: las escalinatas de la facultad
estaban desiertas. Corrió la silla y abrió, tal como lo imaginaba, las dos en
la cocina lo miraban en silencio.
Se encerró en
su habitación. Durante una semana no volvió a ver las fotos, ni fue a la cocina,
bajó al bar para cada una de las comidas. Compró los mínimos utensillos que
necesitaba para un té o un café y una pava eléctrica que instaló en su
habitación. ¿Cómo seguir ahora? El neurólogo que lo vio de urgencia no encontró
nada fuera de lo común en la batería de estudios y técnicas que le administró,
en el motivo de consulta omitió hablar de los aparecidos, no era cuestión de
quedar como un loco. Lo cierto es que aunque no los quisiera nombrar ahí
estaban, permanecían.
Cada vez eran
más, en cada foto que iba a buscar se encontraba con vacíos que directamente se
convertían en presencias en cada rincón de su departamento. Recuperó la cocina
e intentó vivir como si ellos no estuviesen. Los días pasaban y la convivencia
era cada vez más complicada, no se puede vivir con gente que te mira a cada
momento de tu vida. Salía un poco más pero no tenía donde ir, y salir
presionado por los aparecidos era una forma de cobardía que lo abrumaba. Hasta
que tuvo la idea de exterminarlos por segunda vez, la segunda muerte. Juntó
todas las fotos en una olla grande, las roció con alcohol, mucho alcohol, buscó
la caja de fósforos y le tiró uno al montón.
Los bomberos
lograron apagar el incendio cuando para él ya era tarde, no hubo que lamentar
más victimas.
Y SIN EMBARGO…*
Campanillas
violeta,
ínfimos
adornos,
enredaderas de
ferrocarril.
Sobre las pilas
de escombros,
entre las vías
abandonadas,
tapando techos
agujereados,
entre los
hinchados cadáveres
de perros
envenenados.
En la miseria
última y final.
Sobre chapas,
hierros y
pobreza
desvencijada,
debajo de
carrocerías deshechas,
se abre la flor
inesperada,
maravillosa,
de la alegría.
EL DESPROMOVIDO*
*De Elsa Osorio. eov@elsaosorio.com
http://www.elsaosorio.com/
Cuando subió al
tren en la estación de Luján, aquel tipo ya estaba allí. No lo eligió para
recorrer juntos el trayecto hasta Once, fue el azar de cada domingo por la
noche, cuando los últimos trenes llegan casi llenos desde Mercedes y resulta
imposible encontrar un asiento solitario. Marcos había atravesado los pasos de
un ceremonial que otros muchos pasajeros repetirían sin suerte: recorrió el
pasillo central del vagón con el cuello estirado y los ojos muy abiertos
buscando un asiento doble sin ocupantes.
No deja de ser
desalentador que cientos de personas obligadas y dispuestas a viajar juntas se
esfuercen por subrayar el interés en viajar solas, piensa ahora, refugiado en
el balcón de su casa. No quiere que su insomnio despierte a Maite. Ella no sabe
nada, Marcos ha decidido no contarle lo que le sucedió en el tren, como si
fuera él ahora quien debe guardar el secreto, quien debe ocultarse.
Al llegar a la
mitad del pasillo, Marcos se detuvo y paseó una mirada distraída con la que
pretendía atrapar la persona más anodina, la menos llamativa, con quien
compartiría la próxima hora y media de su vida. Aunque tampoco puede
desprenderse de la responsabilidad de haberse sentado a su lado, y no al lado
de cualquier otro, de alguna manera lo eligió entre todos los pasajeros del
tren, reconoce mientras enciende un cigarrillo. Fue su cara neutra, esa
expresión ausente en sus ojos, ni muy alto, ni muy bajo, ni muy joven, ni muy
viejo, sin señas particulares visibles, como diría algún formulario. Y si
Marcos no quería hablar con nadie, ¿por qué, cuando pasaron por Lezica, le
respondió a su primera pregunta?
-¿Qué pone en
el cartel? No lo he podido leer.
Podría haber
hecho un simple hum, o alzarse de hombros como si no conociera la respuesta y
perder su vista en la revista, pero no.
-Lezica y
Torrezuri.
-Vale, gracias.
Sintió
curiosidad cuando escuchó esas palabras: pone, vale, el leve ceceo. ¿No lo
habrá invitado él, sin querer, a llenar de palabras esa hora y pico que
faltaba? Tampoco podría decir que el hombre había insistido en hablar. Las
frases se fueron encadenando naturalmente. Ahora, mientras camina impaciente
por el balcón de su casa, se propone recordar frase a frase, hasta las más
intrascendentes, para saber cómo llegaron a que Marcos le dijera su nombre y
apellido, porque fue entonces que todo tomó ese disparatado curso. Fue él quien
hizo la segunda pregunta.
-No sos
argentino -lo tuteó-. ¿Gallego?
El hombre
sonrió:
-No, no soy
gallego, soy argentino, pero vivo en España, hace muchos, muchos años, tantos
que ya ni conozco las estaciones de tren. ¡Tantas cosas han cambiado en estos
años! -y entonces hubo un frenazo, como si lamentara haberse expresado
demasiado, y como para cerrar agregó-: Bueno, es lógico, yo no hacía
habitualmente este trayecto cuando vivía en Argentina.
En ese punto,
cuando supo que el hombre, aunque afable, tampoco era de esos que le gusta
andar contando su vida por ahí, parco como él mismo, Marcos pudo haberse
callado, tan tranquilo y la vida como siempre. Aplasta el cigarrillo contra la
baldosa con el pie, como si en esa fosforescencia roja estuviera lo que el
hombre le contó.
Tampoco Marcos
es de los que van haciendo negocios en los trenes, o en donde sea. Algo le cayó
bien del tipo, debe reconocerlo, aunque no había nada demasiado especial en lo
que hablaban, lugares comunes: el estado de los trenes en la Argentina, los de
alta velocidad en Europa, los cambios que encontraba en la ciudad. A la altura
de Moreno, cuando hicieron el trasbordo, el hombre le caía francamente bien,
casi un cómplice. A propósito de la carne, Marcos le contó que había visto a
unos turistas sacando fotos a la carne argentina en un restorán de Puerto
Madero.
-¿Estuviste en
Puerto Madero? -le preguntó.
Un escueto sí
fue su respuesta, era prudente, pero Marcos adivinó en su expresión tensa,
contenida, un leve disgusto, un cierto rechazo, el mismo que él siente por ese
símbolo de los años noventa, por más bello y pintoresco que sea. Eso ya creó
una alianza y Marcos entonces se olvidó de que lo que estaba buscando era
alguien con quien no hablar, que no existiera, que lo dejara a él con sus
pensamientos.
Tal vez por ese
capricho hospitalario de los argentinos con los extranjeros -el otro era un
extranjero aunque argentino-, o aún peor: para mostrarle al otro que tiene la
precisa, esa porteñada, lo cierto es que Marcos le recomendó una parrilla donde
hacían la carne como en ningún lado, barata y con una atención excelente. Decí
que vas de parte mía, él, el piola, el amigo del dueño, Marcos Waissman.
Entonces el
hombre abrió los ojos y le dijo muy lentamente, con una voz que parecía venir
de muy lejos, del más absoluto asombro.
-¿Vos? ¿Vos sos
Marcos Waissman? ¿En serio sos Marcos Waissman?
Lo primero que
pensó Marcos es que el tipo se había confundido, porque él tampoco es nadie
conocido, nadie de la revista Caras, ni de la política, ni de la farándula, ni
del arte, nadie como para que un tipo que vive afuera hace años sepa quién es.
Y recuerda
ahora esa sensación absurda que lo invadió, ese querer ser, aunque sea por un
rato, el Marcos Waissman que el tipo creía, el que le emocionaba tanto
encontrar.
-¿Marcos
Waissman ? –insistió-. ¿De agosto del 47?
Pero ¿qué
estaba pasando? ¿Por qué ese hombre sabía la fecha de su nacimiento? Y era
auténtica emoción lo que mostraba, piensa ahora mientras enciende otro
cigarrillo, pero cómo iba a imaginar Marcos a qué se debía.
-Pensé en
buscarte hace tiempo -la voz turbada, conmovida-. Hace años que lo imagino,
pero no lo hice, y de hecho, tampoco creo que te hubiera buscado ahora, en este
viaje.
-¿A mí me
buscabas? –le preguntó, y en voz más baja-, ¿y por qué?
Se arrepintió
de inmediato, Marcos no quería saber. Había acertado la fecha de casualidad.
Era un loco, o un homosexual que quería levantárselo con ese verso, y él, sin
darse cuenta, le había dado calce. Debería haberse sumergido en la revista. Sin
embargo, no pudo sustraerse a la mirada húmeda y agradecida fija en él, un
absoluto desconocido tan queriéndolo, así, de golpe y porque sí. El hombre
tardó un tiempo en responderle. No debió ser fácil confesárselo, admite
ahora, mientras se sirve un whisky en el living.
-Porque yo fui
vos durante años -le reveló al fin, casi feliz.
Entonces Marcos
abrió la revista, tratando de desentenderse, pero no pudo impedir que esa voz
grave y susurrante se lo contara, haciendo caso omiso de la página abierta que
Marcos nunca leyó.
-Yo militaba en
Montoneros, pero tuve diferencias importantes con la línea que imponía la
conducción, y lo dije. La organización me «despromovió». ¿Cómo explicarte? Ni
adentro ni afuera. Yo no fui el único despromovido. El oficial responsable
decía en una reunión: «Lo adecuado es que el compañero sea despromovido para
que procese sus disidencias en la base, y no impida el correcto
funcionamiento», y ya, la sentencia. Era duro ser despromovido: tus amigos
-todos militantes a esa altura- desconfiaban de ti, eras el blanco fácil de
cualquiera al que le caías mal por no importa qué motivo, no tenías más
responsabilidades. Y María, mi mujer, era un cuadro importante. Nos separamos y
yo le dejé la casa que alquilaba, sabiendo que allí se seguirían haciendo
trabajos de prensa. Dejarles la casa era lo correcto. Y también una puerta
abierta, un permiso a mi libertad, una buena manera de estar sin estar, y
resolver mis contradicciones. Yo me sentía parte de la Orga, aunque no
estuviera de acuerdo con la lucha armada.
»No podía ni
imaginar lo que iba a suceder unos meses después. Y no fue por ellos que lo
supe, lo leí en el periódico: en mi casa, en la casa alquilada a mi nombre,
habían encontrado el cadáver de un hombre muy conocido. De María y de los otros
compañeros ni palabra, el único con nombre y apellido era yo. Y entre hacer
volantes y secuestrar y matar a un tipo importante hay una pequeña diferencia.
»Yo estaba en
una pensión de Jujuy con Mirta, mi nueva compañera, cuando me sorprendió la
noticia. Nuestro plan era seguir hacia el norte: Bolivia, Perú, y más, una
Latinoamérica idealizada por nuestra juventud, que nos recibiría con los brazos
abiertos para vivirla a fondo, y nos ofrecería trabajos temporarios para seguir
recorriéndola. Pero qué frontera íbamos a pasar si, según el periódico, yo me
“había dado a la fuga” y estaban persiguiéndome.
»¿Y ahora qué
vamos a hacer?, me preguntó Mirta, mientras preparaba su bolso, con la
intención de rajarse.
»De un teléfono
público llamé a alguien de la Orga, tampoco a ellos les convenía que me
detuvieran. Me ofrecieron seguridad, estaría escondido hasta que pudieran
sacarme del país.
»Siete meses
estuve encerrado, Mirta me vino a ver un par de veces, y en una de esas
visitas... zas, pero eso te lo cuento después. Al fin me trajeron tu
pasaporte, mi foto, tu nombre, tu fecha de nacimiento, tu número de documento.
Repetí varias veces los datos para hacerme a la idea.
»Mirta viajó
con su propio pasaporte, ella no estaba fichada, y Lucila en su panza. Lucila
Waissman, como la anotamos en México.
-¿Qué? -los
ojos de Marcos desencajados-. ¿Tuviste una hija y la reconociste con mi
pasaporte?
-Sí, tuvimos
una hija, preciosa, tiene veintiséis años y vive en un barco, en Inglaterra. Y
con tu pasaporte también me casé con Mirta.
-¿Pero cómo es
posible? -Marcos no podía recuperarse del asombro-. ¡Entonces soy bígamo! Es
increíble, aquel tipo, el que me convenció de que le entregara mi pasaporte y
denunciara su pérdida unos meses después, me dijo que era para salvarle la vida
a alguien, jamás pensé que lo iban a usar para casarse, para tener hijos. ¿Te
das cuenta de los kilombos que pude tener si mi mujer se enteraba que tenía una
hija en México, que allí estaba casado con otra?
-Yo también
tuve problemas. ¿Qué crees? Tengo seis años menos que tú. ¿Ves esta calva? No
es nueva, con el afán que puse en parecer mayor, en tener tu edad y no la mía,
a los veinticuatro se me empezó a caer el pelo, a los treinta tenía esta...
¿cómo se decía?... esta bocha, esta bola de billar que ves ahora. Y con lo de
tu apellido, ¡vaya historias que viví!
»Una vez en
México, te vas a reír, había una chavala, una mexicana, en la facultad, que me
miraba con ganas, o eso me pareció. Me invitó a cenar a su casa. Hasta perfume
me puse. Cuando entré y vi la mesa puesta, las velas, no lo dudé: esa noche me
la tiraba. Ella me anunció unos platos que había preparado, los nombraba como
paladeándolos, y yo ni idea de qué me hablaba, pero antes, me dijo, tenía una
sorpresa para mí, imagina lo que pensé. Pero no. Esther sacó libros, papeles, y
me preguntó si mis padres eran de tal o de tal pueblo de Alemania. Ella también
era judía. Y una experta. Me pareció imposible improvisar, ya bastante era
inventarme una biografía con seis años más, le dije que mi familia no hablaba
nunca de su pasado, que lo habían dejado atrás, seguramente porque no quería
que nosotros, sus hijos, sufriéramos lo que ellos cuando emigraron a la
Argentina. A propósito, Marcos, ¿fue tu padre o tu abuelo? ¿Huyeron de los
progroms a fines del XIX, con la guerra o cuándo? Me lo han preguntado
infinitas veces.
-Mi padre es un
sobreviviente de un campo de concentración, la familia de mi madre, rusa, vino
antes de la guerra.
-Yo, desde
aquella noche en México, hice a tu abuelo ya en la Argentina, me daba no sé qué
meterme con la guerra, aunque era más fácil, está el cine, la literatura. Pero
si me encontraba con otra como Esther... Me soltó un discurso insoportable
–aunque sensato- sobre el error de mis padres en ocultar sus raíces, y me tuvo
horas, días, explicándome. Al fin se enrolló con Fishbein, otro argentino,
judío pero de verdad. Eso es algo que tuve que aprender, atribuir los méritos
de mi inteligencia, de mi constancia, de mis sesudas elucubraciones, a mis
raíces judías. Pero en España, no sólo no me sirvió para nada, sino que perdí
una chica con la que salía y que me gustaba mucho. «Lo lamento, Marcos, mis
padres son muy católicos y me han prohibido que salga contigo», me dijo. Y eran
vascos, como yo.
-¿También en
España viviste con mi nombre?
-Sí, muchos
años. Tantos que, al final, ya ni sabía quién era. Para regularizar la
situación tenía que venir a la Argentina, blanquear, encontrarme con un pasado
doloroso, todo muy duro. Pero lo hice, por Lucila. Hace cinco años que tiene mi
apellido. Ondart. Perdón, no me he presentado, Juan José Ondart, mucho gusto,
Marcos Waissman, estoy verdaderamente encantado de conocerte, y muy pero muy
agradecido. Si puedo hacer algo por vos, no dudes en pedírmelo.
Fue una idea
fugaz, que no alcanzó a tomar consistencia en el tren, apenas una frase: sí, lo
mismo que yo hice por vos, pero Marcos sólo le pidió que le contara más,
necesitaba saber qué había estado haciendo su nombre tantos años en otras
ciudades, en otros continentes. ¿Cómo él no se enteró nunca? Porque el otro
Marcos Waissman no hizo nada raro, ningún desfalco, ningún asesinato -una risa
simpática- no, te dejé bien afuera, quedate tranquilo, escribí artículos con un
cierto éxito, eres bastante conocido en el medio publicitario, y en cine, una
autoridad. ¿Te gusta el cine?, le preguntó.
Marcos se alzó
de hombros, un poco achicado por la palabra autoridad, él va al cine, no mucho,
porque discute horas con Maite que nunca entiende lo mismo que él de las
películas. Le gustaría leer los artículos -y mostrárselos a Maite- pensó
insólitamente. ¿Estarán en internet?, le preguntó. Juan José no sabía,
probablemente, pero tenía fotocopias, ¿se las enviaba?
-¿Y la vida
amorosa? -preguntó, aún repicando ese temor que había sentido de que el tipo
fuera gay, que Marcos Waissman en Europa, en México, fuera gay. No podría decir
por qué, pero no le gustaba la idea.
Dos mujeres
formales, la primera, la que lo metió en el lío no la cuenta, Mirta y una
alemana . De Mirta se separó, con la otra no hubo papeles, tampoco hijos.
¿Amantes? Ondart sonrió misteriosamente.
-¿Cuántas?
¿Muchas?
No puso ningún
reparo en responder, una manera de reconocerle algún derecho, después de años
de usurpar su nombre, su vida misma.
-Nunca las
conté, lo normal, unas veinticinco, treinta, quizás alguna más... A ver si me
acuerdo de alguna remarcable... Sí, una francesa que hacía películas porno pero
de calidad, guapísima; una ecuatoriana militante y muy sensual, qué mujer
maravillosa, a ella casi le cuento la verdad, pero me contuve, años de
disciplina; la mujer del director de la agencia, una burguesa interesante; una
directora de cine a quien le va bastante bien ahora; una... rara mezcla de
ternura, erotismo, lucidez, pero una bruja que... No, qué estoy diciendo, ésa
no, porque ya era Juan José. Tienes suerte -le dijo con acento gallego-, eran
mejores las de Marcos que las de Juan José.
Y esta vez
Marcos, orgulloso, lo acompañó en la risa. ¿Y dónde había vivido con su nombre?
En México, en el DF, luego en Madrid, unos meses en Londres, en París, largos
meses en Hannover, con su mujer alemana, en Praga, cuando fue por lo de los
artículos y se quedó más de un año, pero cómo me olvidé: Tina, fantástica,
lástima que no haya querido venirse conmigo a Madrid.
Y Marcos, una
sola ciudad, Buenos Aires, de Lomas de Zamora al centro, ya de novio con Maite,
uno que otro viajecito a Mar del Plata, a Mar de Ajó, Bariloche para los veinte
años de casados, avión y autobús, todo un derroche. Le sobran los dedos de la
mano para contar las amantes, cuando tuvo esa aventura con la contadora se
moría de miedo de que Maite o su jefe se enteraran. Mientras tanto, este tipo,
que quién sabe si no fue él quien mató al otro, por qué tiene que creerle,
paseándose por todo el mundo, con mujeres espectaculares, diosas, y ganando
seguramente mucha más guita que él. Y encima seis años menor.
Sin embargo,
cuando le contó la primera parte de su historia, a Marcos hasta le dio pena,
pobre tipo, sin comerla ni beberla, tener que exiliarse en una ciudad
desconocida, sin un mango y con la nena que acababa de nacer, teniendo que
fingir que era mayor y judío, y con la mujer que le pasaba factura por haberse
ido con él, hay que ver las minas, siempre reclamando. Él no la obligó, Mirta
fue porque quería, y embarazada encima en esa situación. Aunque valiente la
piba, Maite no se animó nunca y no se movió de Buenos Aires.
Marcos, ya en
el tercer whisky, mira a Maite dormida, y se pregunta por qué se ha quedado
toda la vida con ella. La quiere, sí, no como cuando se fueron a vivir al
centro, tantas esperanzas, pero tampoco le tiene bronca como en esos años en
los que ella, siempre cansada, reventada, protestando, cómo vamos a tener
chicos si no tenemos un mango. ¿Cuántas tienen menos y tuvieron hijos? Cuando
Marcos se puso por su cuenta y se pudieron mudar a otro departamento y
comprarse el auto, ya se habían olvidado de los hijos, ellos son así, solos,
siempre tíos, y ahora resulta que una chica que vive en Inglaterra, en un
barco, es, fue, durante años su hija, en los papeles.
Con el cuarto
whisky, Marcos se convence de que debió haber renunciado al banco mucho antes,
que tendría que haberse animado con aquella chica, que debió separarse cuando
Maite se negó a tener hijos, que no debió aceptar ese socio. Pero él siempre
inmóvil, como si algo lo retuviera en esa siempre misma vida, sin saber por
qué. Ahora lo entiende, es porque Juan José Ondart se la usurpó.
El otro la pasó
mal, cierto, no es para envidiarlo, pero vivió de todo, no es para compadecerlo
tampoco, bien le hubiera gustado a Marcos estar en todas esas ciudades, y
escribir en revistas y diarios y tener tantas mujeres. Y quién sabe cuánto más,
porque apenas conoce lo que tuvo tiempo de preguntarle en el tren.
Ahora trata de
recordar a ese compañero de colegio que le pidió su pasaporte para salvar a un
amigo. Fue un encuentro casual, Marcos le tenía cariño pero ya no compartían
nada en aquel entonces. Hablaron mucho en ese bar. No recuerda cómo logró
convencerlo, sí que se lo ocultó siempre a Maite, sabía que ella no estaría de
acuerdo. A él, en cambio, le produjo una secreta alegría que no se agotó -debe
reconocer- el día que denunció en la policía el robo de su pasaporte. No, le
duró años. Cuando se enteró por los diarios, durante el Juicio a las Juntas, de
lo que no quiso ver, de lo que apenas lo rozó por azar, se felicitó. Era más
algo suyo, un tímido orgullo, que la historia que le contó su antiguo amigo a
quien no volvió a ver. Cómo imaginarse que la vida lo iba a enfrentar un día a
su otro yo.
El quinto
whisky, mañana no va a trabajar, hablará con Ondart. Si necesita algo, que
cuente con él, le dijo. Bien, quiere sus papeles, su documento, su identidad,
quiere irse del país, de su siempre misma vida. Ahora le toca a Marcos.
Tan simpático
que parecía Juan José en el tren, tan no dudes en pedírmelo, y a la hora de los
papeles, nunca mejor dicho, el tipo que no y que no. Que cómo podía ocurrírsele
algo así, no estamos en dictadura, y Marcos no ha robado, ni estafado a nadie,
según le ha dicho a Juan José, no tiene razón alguna para huir. Sí que la
tiene, está harto, de todo.
Juan José le
está muy agradecido, pero le parece de una frivolidad extrema -que lo disculpe
pero no puede decirlo de otra manera- querer ser él, sólo porque está cansado
de su vida. Que se vaya, que se lo diga a su mujer, a su socio, que lo deje
todo. Pero querer que le pase lo mismo que a Juan José en 1975... no sabe lo
que dice. Lejos ese gesto duro, esa voz crispada, del agradable que se emocionó
nada más conocer el nombre de Marcos: ¿Tienes idea de lo que significa no vivir
con tu propio nombre, estar disimulando, escondiendo, forzando, resbalando el
día entero a una zona de peligro?
Claro que le
contó esa anécdota de México jocosamente, mirado de lejos, hasta puede ser
divertido. Podría contarle muchas otras que no lo harían reír: no poder volver
cuando tu madre se está muriendo, regañar a tu hija de cuatro años porque dijo
papá Juan, no, papá se llama Marcos, la niña llorando porque no entiende,
escuchar una mujer enamorada llamándote con otro nombre, inventarte serio, un
hombre seis años mayor, escribirte una historia que desconoces para no meter la
pata otra vez, reservar todos tus recuerdos con candado porque cómo ibas a
haber remado en Rowing, por favor.
Marcos pensó
que Ondart tenía razón, pero él también a su modo, y ya no estaba borracho como
anoche. Lo que Juan José le reveló de su vida con el nombre de Marcos, le
mostraba todo lo que él no hizo, esos artículos escritos con su nombre, esas
mujeres, esas ciudades, esos trabajos. ¡Una hija! Qué le costaba darle su
documento, ponerle la foto de Marcos, y sobre todo prestarle ese pasado que
Marcos ahora podría contar a quienes conociera. Le quedaba cuánto de vida,
diez, quince años. ¿Cuánto tiempo usó Ondart su nombre? Años.
Juan José lo
miraba serio, sin pronunciar palabra. Marcos supo que lo estaba escuchando, y
negoció: Ni siquiera te pido el pasaporte, dame la cédula de identidad, el DNI,
me voy a Brasil no más, y contame tu vida con mi nombre en Londres, en Madrid,
en Praga.
Encontrarse con
Sbartti después de tantos años y para pedirle un favor era una pesadilla para
Juan José. Lo contactó por María, su primera ex mujer. Y ahí estaba, entrando
en el café La Paz, canoso, rengo y con los brazos abiertos para estrecharlo.
Los rencores fundidos en un abrazo. Tenía que pedirle un favor, Sbartti, no va
a decirle por qué, lo mismo que alguien había hecho años atrás, pero al revés.
Y no tendría otra que otorgárselo, que se las arreglara. Al fin fue Sbartti,
Juan José se enteró años después, en Madrid, uno de los responsables del
cadáver en su casa, la que le dejó a María.
-¿Vamos ao
cinema, Joao José? -pregunta Berenice, acercándole una caipirinha.
-Cine no,
ricura -responde Marcos, una sonrisa espléndida en su cara bronceada-. Demasiados
años escribiendo sobre cine, ahora playa y amor. En Londres me harté de ver
cine, pero allí llueve mucho. Aquí hay sol, playa. E você.
-Incluido
en "CALLEJÓN CON SALIDA" de Elsa
Osorio.
Editorial
Planeta. 1º edición Buenos Aires. 2009
*
yo amaba (el
uso del pretérito imperfecto
es solo una
cuestión
de estilo)
profundamente
las arterias
que recorrían el dócil cuerpo astral
de esa mujer,
la olía desde los pies
hasta la nuca
y en cada
acuífero un olor diferente anhelaba
llenaba el aire
de mástiles y de galpones y de ventanas,
desnuda era un
edificio donde uno andaba descalzo
corriendo como
loco, entrando en todas las habitaciones
apretando todos
los botones de sus ascensores
era hermosa
como una lámpara impura, sucia, lejana
tan mía que
daba pena a veces abrazarla porque
sonaban
entonces ampulosos estómagos de mandriles
violines
rabiosos y tintines furiosos de llaves vivas,
yo amaba cada
pozo o aljibe donde hundía mis ojos
porque uno se
hartaba al final de tanto paraíso propio
porque si uno
pateaba de pronto su boca con un beso
todos los
pájaros muertos de frío se revelaban
abrían sus ojos
espectrales y dulces
y comenzaban a
darse las cabecitas grises contra los
muebles,
entonces la habitación quedaba hecha jirones
que daban la
impresión de vías retorcidas sobre cruces,
yo amaba (esto
es imperfecto porque debiera decir amo)
caminar en sus
tinglados, tocar sus patios,
comer de toda
su animal hermosura la comisura reseca
de su sombra/
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
***
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