lunes, agosto 04, 2014

A ORILLAS DE LAS TIERRAS SILENCIOSAS...

 
 
 
*Obra de Claudio Uzal.
-Su Exposición "SEMILLAS AL VIENTO"
Desde el 7 Agosto al 3 Septiembre. SALA ARISTAS. \Gijón
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
A orillas
de las tierras silenciosas,
allá,
donde no se atreven los pájaros,
he abandonado el corazón.
 
Los lobos
de mis pesadillas
lo han cuidado
del dolor que no duerme.
 
Ya no es mío.
Ya no me pertenece
Es apenas otra fiera solitaria,
vagando por la tierra,
desamparada,
pero viva.
 
 
*De MARIANA FINOCHIETTO.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
A ORILLAS DE LAS TIERRAS SILENCIOSAS…
 
 
 
 
 
 
 
 
 
JUEGOS APASIONADOS*
 
 
 
 
*De Irma Verolín.
 
 
 
Como mi abuelo estaba convencido de que nadie en esta vida puede vivir sin, por lo menos, una pasión, le sugirió a mi abuela que empezaran a jugar a la escoba de quince. Mi abuela dijo “sí” a regañadientes. Era un sí que estaba a medio camino entre la negación y el condicional. Y ahí quedó el asunto.
Al día siguiente mi abuelo salió a comprar el mazo de cartas. Las sacó de la caja y las dejó con provocación sobre el mantel de hule en el que mi abuela ya había puesto la mesa para comer. El dibujo del mantel era cuadrillé y el revés de las cartas se le asemejaba bastante, eso le dio a mi abuela el pretexto para decir que no las había visto. Pero las había visto. Cuando llegó la hora de levantar la mesa, mi abuela ya no pudo disimular más su disimulo. Sin embargo la hora de jugar no iba a ser a la siesta, sino después, a eso de las seis o siete de la tarde. No bien empezaron a jugar a la escoba de quince, mi abuela supo que ese juego no iba a gustarle nada, nunca, y también que estaba condenada a padecerlo. Así es que la pasión de mi abuelo o, al menos, el intento por despertar una pasión, no fue otra cosa que un esfuerzo o un motivo de aguante para mi abuela, que tomaba las cartas con cierta aversión y las echaba al tuntún sobre la mesa como pretendiendo sacárselas de encima o terminar de una vez por todas con esa cuestión engorrosa.
Muy pronto mi abuela se acostumbró a perder y mi abuelo a que ella perdiera, mientras la espiaba por encima del horizonte defectuoso que las tres cartas formaban en su mano. Mi abuelo tiraba su carta dando un golpe seco, con la evidente intención de que medio mundo se enterara de que allí, en el departamento número dieciocho del séptimo piso, ellos despertaban una pasión: la pasión por la escoba de quince.
Jugaban generalmente con la televisión encendida. No la miraban, pero los sonidos, la música, las palabras que se escapaban de la parte trasera del aparato aplacaban el ruido seco que los nudillos de mi abuelo producían al golpear en la mesa y de nuevo sus “te gané otra vez” y ese chistido apagado que muy para sus adentros emitía mi abuela y del que nadie, nadie, nadie jamás se percataba; y ella menos que nadie. El horario del juego coincidía con el del noticiero, así que daba la impresión de que a ninguno de los dos le importaban un comino las calamidades que ocurrían en el mundo o, muy por el contrario, que le importaban demasiado, al punto de llevarlos hasta tal extremo de la indiferencia para soportar el dolor. Digamos mejor que lo que se decía del mundo y la pasión de mi abuelo buscaba armonizarse, entrar en consonancia o acaso hallar un sitio entre el borde de la mesa y la parte trasera del televisor que tolerara su mezcolanza.
Cualquiera sabe que llevar adelante una pasión exige constancia y riesgo y, más aún, cuando la pasión debe ser promovida por alguien tan desapasionada como mi abuela. A esas alturas tan altas de la vida, mi abuelo no era consciente de eso, menos mal que su carácter metódico actuó a su favor sin que él mismo lo sospechara. Se volvió más terco que nunca en su afán de jugar a la escoba de quince. Es probable que el simple hecho de obligar a los números a que sumaran siempre la misma cantidad le impusiera un orden o le diera un cauce a sus emociones. Y no es menos probable que al procurar obsesivamente cumplir con esa cifra, día tras día, hiciera nacer un pequeño deseo que con el tiempo se acercara al fervor. De esa manera y como quien no quiere la cosa, en algún momento y con la ayuda de circunstancias favorables, mi abuelo terminaría rozando la tan ansiada pasión. Claro que también existía la posibilidad de que esto no sucediera.
A mi abuela nunca le gustaron los números impares y sin duda este era un gran inconveniente que se interponía entre mi abuelo y su búsqueda de la pasión. De esto, por supuesto, él jamás  tuvo la menor sospecha. Si bien se trataba de despertar pasiones, mi abuelo tenía el absoluto convencimiento de que, aún para lograr tan desbocado objetivo, el juego debía ser realizado monótona, rigurosamente, con el mismo énfasis que él le imprimió desde el principio, énfasis que el acto de echar la carta patentizaba y que la hartada resignación de mi abuela no hacía más que ridiculizar.
Las  noticias de la televisión variaban, aunque no tanto como hubiera sido recomendable. En los momentos en que se pasaba la propaganda, los números apilados sobre el mazo y los que muchas veces mi abuela musitaba con un tono de voz áspero y monocorde, parecían alcanzar un sentido vagamente glorioso que inmediatamente se pulverizaba cuando el noticiero anunciaba catástrofes y muertes.
Cuesta imaginar que la pasión por el juego no se despertara teniendo en cuenta que detrás de cada carta se escondía una antiquísima historia de transgresiones, de inquisición, de magias de todos los colores, de gitanas adivinando porvenires, pero la vejez cuando es una vejez genuina, hecha y derecha, bien asentada sobre una considerable cantidad de años, puede incidir bastante en contra. Sin embargo conviene aclarar que teniendo en cuenta la sumatoria de tradiciones centenarias que traían las cartas, desde un punto de vista estrictamente numérico, no eran poca cosa con respecto a las dos vejeces juntas que mi abuelo y mi abuela sumaban. A lo mejor la culpa de todo  la tuvo el noticiero. O a lo mejor fue el destino. Lo cierto es que una tarde, sin pasión y sin siquiera un enojo digno de sostener el acto, mi abuelo se levantó y dijo a los gritos:
-¡Ah! Esto no lo aguanto ¡Me estás haciendo trampas!
Entonces, sin mediar gesto amenazante ni nada que se le pareciera, agregó las palabras menos esperadas:
- Este tipo de infracción sólo puede ser debatido en el sindicato.
Mi abuelo se refería, lógicamente, al sindicato de jugadores de escoba de quince. Al principio mi abuela se resistió, aunque sabía de antemano que resistirse era inútil y hasta absurdo. Al final no tuvo más remedio que aceptarlo. Ese fue el desenlace de una historia y el inicio de otra. Bien sabido es que el sindicato tenía cierta predilección por las mujeres y que su presidente era una señora gorda y bigotuda con tendencias feministas. En fin. Cuando el sindicato interviniera iban a suceder muchas cosas. Ya sabemos que los sindicatos se nutren de un sentido ejemplar de la justicia o, si se quiere, de la pasión por la justicia. Pero a mí nadie me saca de la cabeza que lo que empujó a mi abuelo a llegar a una situación tan extrema fue el aburrimiento de sumar siempre, siempre quince. Quiso romper un orden para ver si por las hendijas se filtraba alguna clase de pasión. La idea de una trampa, quién puede negarlo, es muy propicia para eso. Lo ha sido así desde el principio de los tiempos. Y mi abuelo lo sabía, como buen hombre que era, lo sabía perfectamente. Claro que esta es, desde ya, otra historia.
 
Mi abuelo se presentó en el sindicato una siesta muy calurosa. La presidente no estaba, había ido a Río Hondo para disfrutar de unos baños termales. Lo atendió su secretaria, una mujer bastante joven y redondita que sonrió para sus adentros, no pudo evitar pensar en lo de siempre: “Todos los que se acercan al sindicato son viejos”. Se preguntó una vez más si la escoba de quince era un juego perimido, en amenaza de extinción o si sólo los viejos se animaban a reclamar sus derechos. No quiso ni imaginarse que poco y nada la gente joven se sintiera atraída por un juego que a ella  personalmente le resultaba subyugante. Mi abuelo se aclaró la garganta con un débil carraspeo  antes de decir:
- Buenas tardes, vengo a sentar una queja.
- ¿Contra quién? – preguntó la secretaria que, como era su costumbre, pensó que había hecho una pregunta insoslayable ya que la escoba de quince era un juego de contrincantes.
- Contra mi mujer.
La secretaria ya había sospechado que debía tratarse de un familiar, un pariente cercano o de algún vecino. La escoba de quince es  en esencia un juego para gente confianzuda. Nadie sale a la calle a jugar a la escoba de quince. Lamentablemente no puede decirse siempre lo mismo de la canasta y menos que menos del póquer. La secretaria miró a mi abuelo a los ojos. Acostumbraba hacer eso cada vez que alguien se presentaba para sentar una queja. Era como un reto, una manera de darle a entender: “Ahora o nunca, si se va no vuelva más por aquí”.  Con ese gesto ella realzaba la importancia de la queja y, de paso, la alta función que tenía el sindicato de la escoba de quince en la sociedad. Mi abuelo daba la impresión de no querer parpadear, ya sea por el susto o el exceso de responsabilidad.
Después de un largo silencio, la secretaria dejó escapar:
- Bueno.
- Ella hace trampas... – recitó mi abuelo.
La voz de mi abuelo había sonado rotunda aunque un poco apagada, quizá como resultado de la ofuscación y la tristeza que se le había ido acumulando en el trayecto de su casa hasta el sindicato. La secretaria tuvo ganas de decirle que esa era una respuesta demasiado dura y que, además, había que probarlo. Por eso se apuró a preguntar:
- ¿Tiene testigos?
Escuchar semejante pregunta fue como si a mi abuelo le hubieran clavado un puñal en el pecho. No, no los tenía. No tenía ninguna forma de demostrar nada. Y hasta sintió que la secretaria lo sabía antes de que él contestara.
- No – dijo – No tengo.
- Mmmmmmm... entonces...
Mientras tanto mi abuela se distendía en el sillón mirando la telenovela. Aunque su gesto era inexpresivo, si alguien se acercaba lo suficiente podía descubrir en sus ojos un brillito de revancha.
Los forcejeos verbales entre mi abuela y mi abuelo duraron un tiempo demasiado largo, duraron y se terminaron, como todo en este dichoso mundo. Al final el convenio fue el siguiente: era preciso optar por una solución intermedia,  liberar a mi abuela de la tortura de jugar, pero no por ello obligar a mi abuelo a que renunciara a la búsqueda de su pasión. De modo que contrataron a un señor  ya casi anciano para que jugara por ella. Esto, obviamente, complicó las relaciones con el sindicato, lo que redundó en un empeoramiento en la relación conyugal entre mi abuela y mi abuelo. Mi abuela por su parte, que estaba lisa y llanamente influida por las historias de las telenovelas mejicanas, habló de divorcio. Fue espantoso, sobre todo para mi abuelo que se sintió muy desconcertado al no existir un sindicato de maridos que intercediera y lo guiara en un asunto tan enojoso. También lo fue para el señor contratado, quien se quedó sin empleo de la noche a la mañana, porque mi abuelo se deprimió mucho y perdió de un momento a otro su interés por despertar en él la pasión por la escoba de quince y cualquier otra sucedánea o distante a ella. Las cosas  terminaron mal. Mi abuela tuvo, por supuesto, la última palabra, que fue la siguiente:
- Esto pasa cuando se despiertan pasiones tardías.
El divorcio fue un hecho inevitable. No transcurrió mucho tiempo para que un nuevo desenlace se sumara a este conjunto hilvanado de sucesos desafortunados. Mi abuela murió en un geriátrico y mi abuelo en la casa de una de sus sobrinas nietas, con una diferencia de escasas semanas. Hoy, el mazo de cartas, manoseado y pringoso, es el juego preferido de una bisnieta, que nació unos meses después de la muerte de mis abuelos. Se trata de una nenita risueña. Da gusto verla echar una a una las cartas sobre el piso para combinarlas de un modo sumamente original, se diría que con excesivo entusiasmo, con un entusiasmo que, de buenas a primeras y ayudado por el tiempo, podría deslizarse hacia alguna clase de pasión.
 
 
 
-Blogs de Irma Verolín. http://www.suryalotoreiki.blogspot.com/
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
ACERCA DE LA ALDEA.*
 
 
 
Conserva un suave gesto de abandono,
los rasgos de la ausencia apresados en el óvalo de un viejo relicario como aquel rizo opaco que nadie reconoce.
Es un rostro entre azogues,
una fotografía en tonos sepias de algo que ya no existe,
que jamás ha existido salvo en la desmemoria de encajes, terciopelos, abanicos de nácar, peinetones, zarcillos.
Hacia la plenitud de los cereales, el sur le extiende su actitud de pan, de lluvia sin cerrojos;
le entrega sus corolas de ceniza, su estambre de humo espeso.
El sur es una dalia advenediza que enciende lejanías por donde migran ángeles y dioses
tal y como si fueran hojas secas en el advenimiento del otoño.
Hacia el norte acontece el reino del delirio,
el perfil de un silencio que aúlla como ortigas o eclipses o cigarras;
como el vientre desnudo de los cardos reclamando otro cáliz, otro estambre desde donde parir las soledades,
la impenetrable angustia de la sed y la espina.
Hacia el norte sucede el seco territorio del olvido.
Las espadas vinieron a fundarla en medio de sus ríos.
La pensaron albatros, golondrina. Ella tuvo actitud de mariposa.
En las manos cruzadas sobre el pecho retiene el mismo gesto desvalido
de quien ya no recuerda las sílabas estrictas que aluden a la luz de la esperanza, conjuran algoritmos o naufragios.
El gesto desolado de quien clausura cielos y horizontes con urdimbres de espesas telarañas
impidiendo a los duendes sobrevolar la tarde, custodiar las palomas, amparar los follajes de campanas.
Por eso, cuando trepan las auroras sobre la arboladura de los templos,
cuando el reloj del claustro amnistía los trinos con su dedo de sombra,
cuando las aves nacen al arrullo, al hambre cotidiano;
escarba con las uñas debajo de los sueños en busca del idioma que la nombra por su nombre de santa.
El nombre que tatuaran las leyendas en registros, archivos y sepulcros.
Las espadas llegaron a fundarla en medio de la nada.
La pensaron camelia, siempreviva.
Ella escogió lo efímero y salvaje,
la silvestre humildad de las verbenas.
 
 
 
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
PROYECTO EGON*
 
 
 
El equilibrio perfecto entre la orientación de los paneles de luz solar y el fluido de las cañerías hidropónicas, hacían que las flores de coloridas, estuvieran en su máximo esplendor. Un aroma inconfundiblemente fresco, invadía los rincones de la sala de trabajo
La ciencia había avanzado. Resuelto el misterio de Dios, ya no había necesidad de ser bueno, por algún motivo sobrenatural sino por uno mismo y para soportar mejor la convivencia con los demás humanos o con los otros habitantes del universo.
Sin embargo, la ciudad no se adaptaba a los nuevos tiempos y se había convertido en un nido de crímenes y de robos incontenible. La oportuna intervención del proyecto “Ciudad Segura” que había sido gestado y experimentado, se perfilaba con franco éxito. Stephen Egon, su genetista e ideólogo, comenzaba a disfrutar del incipiente prestigio, sobradamente ganado.
Había diseñado un plan biológico, donde se dotaba de inteligencia a las especies vegetales que engalanaban las amplias terrazas, también inteligentes. Las mismas rodeaban el punto de observación y experimentación y contribuían a los resultados favorables.
 
Por medio de complejísimas manipulaciones genéticas, se había conseguido que plantas carnívoras, fueran capaces de detectar en cuestión de segundos, a cualquiera que se aventurase, en una edificación privada o pública, con intención de robo o asesinato. Las exuberantes y novedosas combinaciones químicas, llevadas a cabo en el laboratorio más, la inclusión de nuevos nutrientes en las cañerías hidropónicas, que regaban los canteros de turba donde crecían los caprichosos vegetales, habían logrado convertir sus ya extrañas formas y sus estrategias de pillar insectos, en eficientes detectores, para distinguir y atrapar a los rebeldes sociales.
El concepto de unir la infraestructura física a la tecnología, para anticiparse e influenciar sobre la situación criminal, previniéndola y así reducir su actuar, había fracasado, incluso con muchos policías de más. La tasa de crímenes en la ciudad, crecía en un treinta por ciento, a pesar de la mezcla de aplicaciones predictivas, sensores de vigilancia y automatización. Cámaras que podían ubicar una imagen sospechosa, ordenadores que la analizaban y transmitían en segundos, al pensamiento tecnificado, las señales con coordenadas de posicionamiento. A pesar de ello, la probabilidad de evitar robos o salvar vidas no disminuía lo suficiente.
Como parte de la acción de concretar ciudades futuristas eficientes, se estaba presenciando un parcial pero inaceptable fracaso tecnológico. Finalmente, el Proyecto Egon, basado exclusivamente en el desarrollo de la capacidad vegetal, de detectar el aroma que despiden las hormonas del delincuente, en el momento del acto delictivo, parecía estar a la altura de los avanzados planes, tendientes a incluir material de la más sofisticada tecnología.
Se acercaba la fecha de la presentación en sociedad del novedoso diseño.
Egon y su equipo no habían descuidado ningún detalle. Se trataba de un simple repaso final antes de ser evaluados por el mundo. En toda la extensión de la palabra, para que el proyecto funcionase, sólo se necesitaba un pequeño jardín, estratégicamente ubicado en cada hogar o espacio comunitario, sembrado de carnívoras, manipuladas genéticamente.
- La ciudades del futuro son un floreciente negocio- reflexionó el satisfecho Egon, sabiendo de las ganancias que obtendría por sus experimentos.
Vio sobre el fondo del cielo azul, aproximarse el pequeño móvil volador de su esposa que, como todos los días, luego de dejar a los niños en el moderno establecimiento espacial donde estudiaban, aterrizaba en la explanada del balcón terraza, para compartir el café de rutina, admirando las numerosas especies que integraban el vivero del laboratorio.
El matrimonio seguía tan enamorado como el primer día.
Se acercaba el cumpleaños de Egon y los preparativos serían especialmente originales dado el acrecentamiento económico en que había entrado la familia más, el agradecimiento que le debía el personal bajo su dirección, por la generosidad con que el jefe, había sabido compartir el éxito.
Se abrazaron y besaron con alegría y Egon la llevó de la mano, ubicándola en el sillón frente al soleado ventanal.
Marcia sirvió café mientras le comentaba entusiasta sobre los planes acerca de la fiesta:
Le fue difícil no sonreír al observar la costumbre de su esposa, de comer solamente, las aceitunas que adornaban los emparedados.
-Vas a tomar el color de las olivas si sigues comiéndolas de ese modo, no dejas ninguna para mí- le reprendió tiernamente Egon, antes de continuar diciendo:
-queda en tus manos, tesoro. Sabes que las fiestas no son mi fuerte y mucho menos cuando son para homenajearme-
-Stef, cariño, esta es la oportunidad en que deberías estar más entusiasmado por tus festejos cumpleañeros. Mandatarios de estado, la comunidad científica, el laboratorio en pleno, la prensa, tus hijos, toda tu familia merecen que estés feliz, por este reconocimiento al trabajo y al amor que nos brindas cada día.
-Bien. Sólo por daros el gusto ¿cómo piensas tú que se hará entonces? -
-Luego de participar de la fiesta principal donde serás homenajeado por las autoridades privadas y públicas que se haya previsto, tendremos un ágape aquí mismo, en el laboratorio, con tus colegas y personal de maestranza-
Acaba de informarme tu secretaria que, para el festejo público, luego de la presentación oficial del proyecto –manifestó, dejando la taza vacía sobre la bandeja del café- se han contratado instalaciones especiales con servicio incluido y ya sabes, para el privado, organizaremos una reunión informal. He acordado el mismo catering que adquirimos para nuestras celebraciones familiares.
La fiesta más importante la tendremos tú, nuestros hijos y yo, durante el crucero sorpresa que te he preparado pero de eso hablaremos después.
La acompañó hasta el jardín – plataforma, cortó una bella flor rosada y colocándosela en el cabello, abrazó nuevamente a su esposa. Abrió la portezuela del móvil y volvió a besarle la frente, antes de que ella emprendiera vuelo hacia el hogar y él regresara a sus interesantes experimentos.
Había sido un año agotador, no le vendría mal el período de descanso que se habría ganado luego de los festejos en su honor.
Durante la presentación oficial del proyecto, Egon estuvo brillante. El mundo científico había aplaudido de pie. La exposición le había surgido con naturalidad y había sido comprendido con amplitud, a pesar de las dificultades propias de un sector del público, neófito en cuestiones científicas.
Su esposa lucía más bella que nunca. Resaltaba su tipo oriental, los ojos rasgados, su nariz tan fina y la piel semejante a la porcelana.
Sus caderas pequeñas y su forma de bailar y moverse durante la fiesta. Los brazos y el talle perfectos y sus miradas, hacían de éste, el mejor día de su vida.
¿Qué más podría pedir un hombre para la plenitud que sus éxitos científicos, la delicia de sus hijos y el amor de la mujer más bella del mundo?
La noche avanzó como si transcurriese en cámara rápida. Primero los discursos, las felicitaciones oficiales, los aplausos, la despedida. La huída al laboratorio por la portezuela trasera del imponente salón, donde se realizó la entrevista periodística internacional.
El festejo privado sucedió mejor de lo programado: íntimo, cálido, familiar. Los niños de los empleados y los suyos, se desplazaban divertidos de un lado a otro, entre las asombrosas flores de coloridos matices.
La comida, como siempre, exquisita y suficiente. Marcia era una gran anfitriona a pesar de que su mirada, se cruzaba continuamente con la de Egon buscando aprobación.
Poco a poco los niños del personal se durmieron en los sillones y sus padres, casi ebrios, comenzaron a subirlos a los pequeños móviles voladores y a alejarse rumbo a sus hogares.
La sala principal del laboratorio se había convertido en un mar de botellas vacías, platos descartables, servilletas arrugadas.
Los hijos de Egon dormían en su salita privada y su esposa se ocupaba de prepararse para regresarlos al hogar familiar. Egon despidió al último de sus colegas.
Agotado y feliz, se sentó en los sillones de la terraza, a disfrutar del perfume de las flores del jardín, del aire cálido y del incipiente amanecer.
Al momento apareció Marcia, el precioso vestido arrugado, los pies hinchados pero sonriente y con un Dry Martini en cada mano.
Mirándolo a los ojos, besó a Egon en los labios y cuando él se disponía a beber, con mirada pícara, se anticipó a robarle la aceituna que adornaba su copa.
Fue cuestión de un instante. Un latigazo le arrancó la mano y la planta la deglutió.
 
 
*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Otras definiciones para el diccionario III*
 
 
 
Adjetivo...
Cuadro pequeño pintado a la caída de la palabra,
colores del hexámero que el aedo otorga al alba,...
pisada que precede al grito ingenuo de un ángel.
Habitante único y descontento del último planeta.
 
 
Planeta...
Poliedro enésimo de las órbitas milenarias,
puñado de caminos que sueñan hacia el mar,
sombra que recorta el cielo del astrónomo.
Molienda de minerales y caricia de lo verde.
 
 
Verde...
País habitado por hombres provistos de raíces,
flor que retorna hacia el misterio de ser hoja,
piel de ciertos reptiles a la luz del amanecer.
Jade surgiendo de las entrañas de la tierra.
 
 
Tierra...
Recipiente de todos los caminos y su memoria,
cielo de ciertos pájaros que vuelan invertidos,
la pesadilla terrícola del insomne de la luna.
Rueca de colores que el profeta lega al discípulo.
 
 
Discípulo...
Hombre que a causa de la caída valora la lágrima,
escultura de arcilla fresca en la mesa del alfarero,
herida múltiple que salpica el madero de una cruz.
Siervo atroz de la palabra y esclavo del Ouroboros.
 
 
Ouroboros...
Nombre incorruptible del primer sueño de dragón,
esa pretérita serpiente incansable y mordedora,
confusión que impera sobre el principio y el fin.
Síntesis del caos que se renueva como un susurro.
 
 
Susurro...
Seda rasgada que seduce a un diseño de Dalí,
página de un libro que no quiere ser encadenado,
beso de mujer que ahoga un grito de distancias.
Cueva donde se ocultar las voces de la conciencia.
 
 
Conciencia...
Música que en el final estremece nuestro cuerpo,
pequeña deidad que nos impone su amistad,
camino que siempre tiende hacia el interior.
Recurso póstumo del poeta asesino de la nostalgia.
 
 
*De Jorge Lacuadra.  jorgelacuadra@hotmail.com
–2005.-
 
 
 
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