domingo, agosto 10, 2014

EN EL REVERSO DE LOS VATICINIOS...

 
 
*Obra de Cecilia Aguado.
https://www.facebook.com/cecilia.aguado.12?fref=ts
Villa Gesell. Argentina
 
 
 
 
 
Barril*
 
 
 
*De Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
 
 
 
Un ruido fuera de lugar la despertó esa noche. Sus padres habían salido a la feria de San Simón y no iban a volver hasta el día siguiente. Amada se levantó y bajó los seis escalones que separaban su habitación de la cocina. Los escuchó discutir. Cuando miró por la puerta entreabierta descubrió el barril de vino, que sus padres venderían en la feria, roto.
Tenía quince años.  Ella, junto a su familia y su pueblo, intentaban continuar con sus vidas en la medida que les fuera posible. Ellos habían tenido cierta suerte. Su padre Rafael se encontraba enfermo cuando estalló la guerra y aún estaba en la casa, aunque no se sabía por cuanto tiempo.
Su amiga Carmen, en cambio, vivía sola con su abuela. Su mamá y su papá habían escapado a zona republicana hacía un año, cuando corrieron los primeros rumores del avance de las tropas nacionalistas en Galicia.
Caminó en puntas de pie, se acercó para poder escuchar por qué discutían, incluso para descubrir porque el barril, con el vino tan preciado estaba roto.
Imaginó que entre los caminos de montaña la carreta habría avanzado con dificultad y en algún punto se habría atravesado un animal, quizás un vuelco, una piedra enorme. Sin ser vista, observó de cerca a sus padres, no estaban lastimados.
Mujer es una cuestión de humanidad
Escuchó decir a su padre. Sus gestos delataban su preocupación, incluso tristeza. Y su madre con voz temblorosa
Vamos a tener problemas, Rafael, acuérdate  lo que te digo.
Sus padres estaban a punto de entrar. Corrió escalera arriba. Su madre cruzó la puerta de  la cocina refunfuñando, puso la pava al fuego  y se sentó en una de las sillas que rodeaban su pequeña mesa. Su padre trataba de tranquilizarla, la abrazaba y buscaba calmarla. Su madre lloraba. Se paró y abrazó a su marido. La pava hervía en el fuego.
Amada se acostó escuchando latir su corazón muy fuerte, ya no pudo dormir en toda la noche.
Aquella tarde su padre había cargado el barril con vino en la carreta. La feria de San Simón era, en esos días, una de las pocas oportunidades de poder ganar unos pesos más allá de la poca comida que tenían, descontando la mayor parte que se  llevaban los patrones.    Todo estaba convulsionado, nada podía guardarse. Los nacionales habían tomado hacia un tiempo el territorio y si se encontraban con alimentos los llevaban para la tropa. Lo que se obtenía se consumía o se vendía. El vino no significaba demasiado dinero, pero igual era más que valioso. Rafael llamó a su mujer,  Ofelia salió secándose las manos en el delantal que llevaba atado siempre a su cintura. Le dijo que tenían un barril de vino, unos huevos y apenas un par de litros de leche. Era poco pero ambos coincidieron en que irían de todas formas.
La mujer volvió a las tareas que la tenían ocupada todo el día adentro de su pequeña casa, mientras sus hijos y su marido trabajaban en el campo sin descanso. Limpiaba y remendaba ropa, cocinaba, fregaba los pisos, se ocupaba de sus hijos. También ayudaba a su marido cuando iba a la romería.
Salieron esa noche con las pocas cosas que habían reunido, tenían que viajar toda la noche para poder llegar cuando amaneciera. Despidieron a sus hijos. Amada estaba a cargo por ser la mayor, tenía orden de dar de comer a sus hermanos y acostarlos. Cenarían lo mismo que todos los días: pan negro, mojado en vino con apenas unos granos de azúcar.  Se subieron al carro y comenzaron a andar.
Recorrieron los caminos de montaña que conocían de memoria sin decir una palabra. Últimamente era difícil encontrar qué decir. Después de unas horas de marcha, vieron algo que les llamó la atención. Rafael tocó el brazo de su mujer y le señaló  el bulto al costado del camino. Frenó la carreta.  A unos pasos de distancia ya podía distinguirse que se trataba de una persona, aunque no podían ver en qué estado se encontraba. Él se arrodilló al lado del cuerpo, Ofelia se mantuvo de pie a unos centímetros de distancia. Era un hombre boca abajo, sus ropas estaban sucias y sus pies descalzos. Cuando Rafael lo dio vuelta se encontró con la cara del padre de Carmen, deformado por los golpes pero aún sin dudas era José. Habían sido vecinos toda la vida. No eran precisamente amigos, solían discutir mucho por sus ideas políticas. Ofelia paralizada se llevó las manos a la boca para ahogar un grito y un llanto que apenas pudo contener y se filtró entre sus dedos. Él la miró, le dijo que no podían dejarlo ahí, ella respondió que estaba loco si pensaba entrar al pueblo con un muerto en la carreta, menos con un muerto republicano, eso y una sentencia de muerte eran la misma cosa. Estaba claro, sin embargo, no iba a dejar a José tirado, a merced de los animales, como si fuera poco menos que un perro. Eso argumentó, que hasta los perros eran sepultados en su pueblo.
Rafael miró a su alrededor buscando una respuesta. Dejar a José ahí no era una opción. Dio vueltas caminando alrededor de su mujer, el  muerto y la carreta. Cuando levantó la vista se encontró con el barril de vino. Le pidió ayuda a su mujer para bajarlo. En silencio, lo empujó  al suelo tirando todo el vino que fue absorbido en un segundo fugaz por la tierra. Ofelia miraba a su marido sin entender, hasta que vio como él hacía rodar el barril vacío hasta el cuerpo de José. En ese momento  entendió. Rafael volvió a pedirle ayuda.  Él sabía lo que pensaba su mujer: no debían meterse. Ofelia obedeció. Como pudieron metieron el cuerpo de José dentro del barril. Lo subieron a duras penas a la carreta. Desanduvieron  el camino.
Cuando llegaron a la aldea, el pueblo entero dormía. Se acercaron a la parte trasera de la casa de José y allí dejaron su cuerpo.
Volvieron a su casa con el barril roto.
 
 
 
 
 
 
 
EN EL REVERSO DE LOS VATICINIOS…
 
 
 
 
 
 
 
 
 
GUERNICA*
 
 
“…la pintura no está hecha para decorar las habitaciones.
 Es un instrumento de guerra ofensivo y defensivo contra el enemigo….”
Pablo Picasso
 
 
 
Ellos vienen de la tierra de los triángulos.
Del hambre flaco. De la boca vacía.
Los perros y la sequía son una cruz de palo.
Langostas en el techo y en el lecho alacranes.
Un toro: Blanca cabeza y cuerpo oscuro.
Son los excluidos de la Historia.
Expulsados del Paraíso terrenal.
Tierra de desapegos. Ojos en la nuca.
De muertos tumefactos. Vivos. ¿Vivos?
Mujeres quebradas pero no quebrantadas.
Lengua como estilete para pelear llorando.
Niños de sangre blanca.
Paloma y lirio. Ala caída.
La paz se ha transformado en cuervo.
Platos vacíos. Mesas tristes.
No solo de pan vive el hombre.
¿Dónde estarás, amor?
Mi caballo, ah, mi caballo. Ya cae.
Inocente víctima. Lanza maldita.
Llevan a cuesta cándidas certidumbres
Y esperan. No saben lo que esperan. Pero esperan.
Hay que saltar la franja. La tierra no es de nadie.
Ni el sol, ni el agua, ni las gasas, ni la tierra.
La esperanza es el maná y el grial.
El hombre. No. No. Y eleva sus manos de retama.
La mujer tiene un nidal en sus brazos de tierra.
¡! No, mi niño no!! Llévame contigo. La casa cae.
Mi pechos plenos, denme otro niño!
Otra, apenas una vela trae. La noche se hace día.
Trae el fuego, la purificación. La ventura y la espiga.
Ella es un volcán apagado. Una brisa quieta.
La rosa de los vientos yace quieta. Callada.
El hombre es un hálito agitado. Un grito. Un soplido.
Y estallan como estalla este agosto.
La hambruna no los para. Nada ni nadie.
La vida no se inmoviliza con cuchara de palo.
Afrodita los cubre con su manto. Santa María, madre.
La zarza arde pero no se consume.
Violentos torbellinos apuñalan las cruces.
Un semental. Una hembra. Pan. Espada y flor.
Se descalzan reverentemente.
Pelo revuelto. Mordidas. Revolcones.
Él la vuela tal si fuese torcaza. Tan leve. Tan sutil.
Ella abre ventanas. Del cielo. Todas.
Cierra, raudamente las puertas.
(Los chacales acechan)
Sabor a tierra. A sal. A miel y acíbar.
La ley de gravedad es desatino. Invento terrenal.
Levitan. Vuelan. Suben. Bajan. Bocas. Ojo a ojo.
El remolino enloquece la rosa de los vientos.
Bebamos del Leteo. Lenguas. Caos. Caos.
Amor, ven. Cierra mis ojos negros.
Cúbrelos. Cúbrelos.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
LESAKA*
 
 
 
Lesaka es un nombre que me abre las puertas del alma, que me llena las manos vacías de aromas de tiempo; un nombre de piedra y de gentes, de música y de danza milenaria.
Hay que estar en el pueblo antes de que comiencen las ceremonias, hay que agolparse con la multitud blanca de pañuelos color sangre. Hay que escuchar el euskera de las madres y de los muchachos que se aprontan para el desfile. Hay que aguardar con la expectación de quien sabe que se desatará una tormenta.
Las callejuelas de casas con balcones pródigos en flores serán un mar rumoroso hasta que la orquesta ambulante rompa a sonar con alegría. En ese preciso momento, cuando los instrumentos se hagan sonido y los muchachos avancen bailando con los bastones engalanados, la emoción se agolpará en los ojos desprevenidos.
Y una no sabrá muy bien qué cosa es la que punza el pecho, si la música que ya ha resonado en este aire cuando los abuelos de los abuelos de los músicos daban pasos infantiles, vacilantes sobre las piedras. Si las casas que están allí como brotadas del alma de este suelo. Si lo que comprime el alma es esta gente que vive su folklore con la participación de quien es dueño y no sólo espectador.
La procesión que recorre las callejuelas zigzagueantes, que sube y baja por aceras en declive es totalmente real y monolítica. Celebran sus ritos. Los suyos, los ritos de los antepasados que en este momento son ellos mismos, y cómo, me pregunto, cómo saber si es ahora lo que ocurre o si es el pasado que no retorna porque jamás se ha ido.
La bandera será descendida desde el balcón del ayuntamiento, por afuera la bajarán, como trofeo de los soberanos que son todos los que aquí desfilan, y se la llevan porque les pertenece. Pasearemos la bandera por el pueblo mientras la banda desfila y los jóvenes se acaloran en un continuo avance y retroceso debajo de sus bastones festoneados.
Una pérgola de bastones, un arco vivo para que el pueblo llene la iglesia. Y luego a seguir el desfile, a pasearlo al santo, y más atrás, más atrás siglos más atrás, la bandera girará con el esfuerzo enorme de un hombre que aquietará las aguas y alejará las plagas. La bandera por sobre la cabeza, en círculo mágico mientras los muchachos bailan en los pretiles del puente.
No se siente impostura, no se palpa la obligación  de representar una actuación para turistas. Lesaka baila y hace música, y se previene de los males que acechan los sembradíos. Es Lesaka la que se hace una reverencia, se mira al espejo, se pasea a si misma a través de la historia y las generaciones.
Lesaka es todo eso, la música festiva, los dantzaris, el pétreo mediodía, la historia en la línea de las manos, en un San Fermín que ya existía precediendo al cristianismo, en un pueblo que ya estaba allí cuando los lobos, cuando los osos, cuando el nebuloso pasado.
La santidad no está en el sufrimiento, también en la fiesta. Lo dijo el sacerdote y estoy de acuerdo.
Lesaka vive y goza de excelente salud y magnífica alegría.
 
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
UN DÍA COMO OTRO CUALQUIERA*
 
 
 
 
Como si fuésemos niños que juegan en un jardín, conociendo y comprendiendo a los niños por lo que son.
Crónicas Marcianas
Ray Bradbury
 
 
 
El sonido del despertador obligó al niño a desperezarse. Comenzaba el día… Tomó la leche de la nevera. Abrió la alacena, cogió el paquete de cereales con formas de pelotitas, llenó un plato donde derramó un poco de leche. Luego de deleitarse con las pelotas infladas, decidió dejar el resto.
 
Abrió el closet donde lo esperaban los uniformes en sus perchas. Tomó una camiseta y un jean, podía darse el lujo de hacer novillos. Salió al portal donde lo esperaba su bicicleta. Pedaleó hasta que el sonido de su estómago lo devolvió al hogar, a las bandejas para microondas que le dejaban sus padres por si llegaban tarde. Masticó mientras escuchaba el CD de cantos gregorianos, sabiendo que a su madre le molestaría que lo hubiese tomado sin su permiso.
 
No saltaría el turno de la tarde. Era bueno mantener ciertas rutinas. Demasiada libertad puede hacer daño. Cambió el atuendo por un uniforme y caminó las cuadras que lo separaban de la escuela. Pasó junto al busto de Atenea y cruzó la puerta.
 
Se sentó en el pupitre, mirando el pizarrón, llenando una vez más el espacio que le correspondía en el aula, vacía desde que una insólita epidemia había arrasado con la especie humana, exceptuándolo a él, único poseedor de una misteriosa inmunidad.
 
Le preocupaba el momento en que llegara el corte de electricidad. Aunque, pensándolo bien, quedaban las conservas, y cuando estas arribaran a su fecha de vencimiento, habría árboles con frutos a su disposición. Incluso, si tomaba aquel arco que había visto en la vidriera, podría vivir de la caza... Los pájaros estaban proliferando a su gusto, ahora que no había humanos, y le había parecido ver en el barrio a algún ciervo escapado del zoo.
 
Quién sabe si hasta entrar en la tienda de armas y regalarse una escopeta de esas que sólo se pueden tener cuando se es mayor de edad. Con muchas municiones.
 
Sonrió. Era hora de recoger los libros y volver a casa, antes de que la oscuridad se enseñoreara de las calles.
 
 
 
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba
 
 
 
 
 
 
 
 
ACERCA DE LAS HUELLAS*
 
 
 
Para encontrar las huellas en los desfiladeros de la sombra hay que encender los párpados.
Y andar hacia la luz multiplicada en vértigo de astillas devorantes.
En la edad no nacida....
Para encontrar vestigios de esas huellas hay que bucear en lo alto de la noche hasta que el sol renazca,
hasta que se adivine su mirada de claras insolencias entre la desnudez de las retamas y algunos crisantemos regurgiten su polen ambarino
y el horizonte sea un fulgor que nace más allá de los miedos.
Para encontrar los signos de las huellas hay que hurgar entre matas y plantíos hasta que el alba llegue, sigilosa, cuajando los panales,
la sangre de las uvas, la templanza, las gotas de rocío aferradas al borde de las hierbas,
a la modestia de los brotes tiernos, a las impertinentes telarañas urdiendo sus encajes en el ramaje del verano.
Para encontrar indicios o señales,
perfiles de pisadas sobre las nervaduras de las piedras, las entrañas del fango, las arenas salvajes, la piel de los helechos, la espalda de los musgos,
hay que adiestrar los ojos, sostener el esfuerzo, defender la esperanza y hacerse responsable de las rosas.
Y si acaso no basta,
tal vez sea necesario instaurar talismanes: una liturgia, un sueño, una leyenda de maderos gastados.
Enhebrar gargantillas de palabras, guirnaldas de piadosas margaritas, breves escapularios donde guardar un rizo, un rostro, una plegaria,
plumas de colibríes, huesos como reliquias,
amuletos nacidos de la sangre, la memoria, las grietas del lenguaje.
Algún cenote, altar, cosmogonía,
donde ofrendar un corazón de pájaro al severo regazo de los dioses, como salvoconducto o patrocinio.
Y aun cuando no alcance,
transitar las tinieblas curando las heridas de cada desengaño, repitiendo cautelas, laberintos, preguntas encrespadas
hasta que los silencios se desgarren como un cielo tendido en el advenimiento del relámpago.
Proseguir caminando entre la incertidumbre y el asombro
inaugurando todos los milagros
hasta que los latidos de la hoguera estallen en el tiempo,
en la estupefacción de las camelias, en el reverso de los vaticinios.
Para rastrear las huellas
hay que encender los párpados.
 
 
 
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
las cosas oxidadas remiten al tiempo.
el óxido es el tiempo.
una lata de arvejas semienterrada en un
terreno baldío es el tiempo a punto de
desgranarse
bastaría entonces que una mano de mujer
la tomara
la llevara a su casa
la lavase con ahínco
cantando una canción cualquiera
la llevase a su cama
le dijese buenas noches
antes de apagar la luz
y la lata antes oxidada perdida anónima
sacaríase de encima ese animal silencioso
ese óxido tiempo
esas lluvias que le hicieron daño.
lo mismo
exactamente lo mismo
le ocurre al corazón del hombre/
 
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
ENTRE LOS VIVOS*
 
 
Las tumbas se recortan en la niebla. Algunas, más antiguas que otras, se distinguen por el musgo que las recubre o por el mayor o menor brillo en el bronce, donde figura la denominación del óbito. Golpes de lluvia torrencial intercalados con lloviznas insistentes y ráfagas de viento, hacen que el cementerio se vuelva inhóspito, un refugio poco agradable. Es, en esos días, cuando los nombrados en las lápidas, cobramos fuerza y corremos a guarecernos entre los vivos.
 
 
*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
La piedra
sólo puede ser.
No es más
que un solo estar
inmóvil....
Es en vano
la caricia del viento,
el llanto de la lluvia.
La piedra es sólo piedra.
En su vasto elemento
de estático coraje,
ignora
que la espera
el destino de las piedras.
Quebrarse,
disgregarse,
fundirse con el viento,
llover con otras lluvias.
 
 
 
*De MARIANA FINOCHIETTO.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Coro de sonrisas*
 
 
 
Y un coro de sonrisas, satisfechas y amables,
te acogerá en su seno (serás uno de ellos).
 
Será la hora de los brindis, de la Ceremonia iniciática,
la hora de las palabras de consuelo
y las palmadas en la espalda,
la hora de las alabanzas, la turbia hora
de la comprensión y la derrota.
 
Ahora todos te abrazan, te elogian, te celebran,
todos los ojos te buscan esperando
tu gesto definitivo.
 
Pero en el horizonte la senda continúa,
hay un camino que fluye, repta, se despeña,
se abisma en hondonadas de misterio,
se yergue hacia montañas invioladas,
se retuerce, se corta, recomienza,
gira sobre sí mismo, a veces se bifurca,
poco a poco se estrecha, danza, asciende,
se pierde en la distancia reclamándote.
 
 
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De La estrecha senda inexcusable
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
seguir mariposas azules
 
en silencio
 
seguir intactas
 
siempre
 
un vuelo adelante
 
sentir
 
cómo el silencio es
 
y alcanza.
 
 
*De alejandra alma. almaalma3h@gmail.com
 
 
 
 
***
 
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