martes, agosto 12, 2014

ENTRE LAS FISURAS QUE VAN DEJANDO EL TIEMPO Y LA ANGUSTIA...


 
- Wayne Brown.
-Fuente: "Vientos y mareas de West Indies/ De Jamaica a Guyana – 71 poemas".
 
 
 
 
 
 
EN LA COSTA*
 
 
 
*Wayne Brown
 
 
El almacén del paseo marítimo
está vacío esta noche. En el océano
la luna brilla, es una luna de invierno,
en una nube de enredadas alas de polilla.
 
¿Por qué me incorporo a estas horas de la noche
descalzo en un muelle roto?
Nunca vi a los galeones entrar en la luna,
ni la gran casa que ardió sobre la colina,
 
y el pescador impuntual
que salió de repente de la nada
haciendo círculos con sus largos remos,
no tenía nada que decirme.
 
 
Noche, no estoy llegando a ninguna parte.
Muchacha de la isla, tengo miedo, no me abandones.
 
 
 
***
 
 
-Wayne Brown nació en Port of Spain, Trinidad & Tobago, en 1944. Fue educado en escuelas de su ciudad natal, para recibir después una formación en lengua y en literatura en universidades de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Ya desde su primer libro, On the Coast and Other Poems (1972), afirmó una producción
de notable madurez estética. Brown dio conferencias sobre poesía y sobre escritura creativa en distintas casas de estudios, desde la Universidad de West Indies, en Kingston, hasta la Universidad de Lesley, en Boston. En 1981 preparó la antología de Derek Walcott, Selected Poetry, que publicó la editorial Heinemann,
en lo que fue todo un anticipo. El poeta también publicó narraciones, hasta que en 1989 salió de imprenta su segundo poemario, titulado Voyages. Entre 1984 y 2009 mantuvo una columna crítica llamada “In our time”, difundida en periódicos caribeños de gran tiraje, dedicada a temas políticos y culturales.
Desde 1997 residió en Jamaica, hasta su muerte en Stony Hill, en 2009.
 
 
*Del libro inédito de Eduardo Dalter "Vientos y mareas de West Indies/ De Jamaica a Guyana – 71 poemas".
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
ENTRE LAS FISURAS QUE VAN DEJANDO EL TIEMPO Y LA ANGUSTIA…
 
 
 
 
 
 
 
 
EL HABLA DE LAS MUJERES*
 
 
 
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
“Si la escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese camino que los separa del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la escritura”, escribió Tamara Kamenszain. (”Bordado y costura del texto”).
Ahora, en un rincón muy alejado, aletargado tal vez de mi memoria, lo recuerdo al leer estas palabras. Mi abuela materna, recién instalada en Rosario, viajaba a mi pueblo para acompañarnos a mi madre y a mí, en esos meses en que mi padre viajaba al Sur a cumplir con sus tareas de la cosecha fina, como se llamaba a la trilla del trigo en ese tiempo.
Eran tiempos laxos para nosotros que descansábamos de esa especie de Catón, que era mi padre muy adicto al autoritarismo y la censura.
Todavía recuerdo aquella noches en que yo recostaba mi breve cuerpo de no más de cuatro años en la cama grande mientras mi madre y mi abuela, acomodaban ropa, zurcían o remendaban, o directamente la cosían con esa máquina que inventaba el ruido de la lluvia. En un momento, sólo oía sus voces cuyo sentido no lograba descifrar porque venían en un dialecto dulzón del sur de Italia. Llegaban esas voces protectoras y queridas como arropándome, como bañándome de abandono, como produciendo en mis músculos esa laxitud que me introducía en el sueño paulatino y lentamente, como si yo fuera un leve pájaro que recibe sobre sí el peso de una montaña de plumas. Así de blando, así de dulce era todo.
Al otro día despertaba en mi cama, justo debajo de una ventana que daba a un ceibo pletórico por el canto de los pájaros y con ese despertar y con ese ceibo que ya no existe, sueño todavía.
Del clarificador texto de Kamenszain digo solamente que es una manera de explicar  tal vez el origen de toda creación poética y cito luego unas palabras de Eloisa, hermana de José Lezama Lima; que copio:
“Las mujeres de aquella familia invertían gran parte del tiempo en interesantes diálogos que se interrumpían para proseguir la cotidianidad y se volvían a hilar con una técnica perfeccionada. Esos diálogos dieron a los niños de la familia una cultura insuperable…”
Y vuelvo entonces a aquella edad donde no recuerdo ningún día donde no brillara el sol, donde yo no estuviera en compañía de mis amigos, donde el cielo no fuera sino azul y los pájaros no fueran sino esas flechas veloces que cruzaban el aire en aparente desorden y caos, pero nosotros sabemos que un orden mayor, rítmico y señero seguramente tienen.
También recuerdo que en mis incursiones por la casa, o para tomar agua, por un alto en los juegos, o ya porque mi madre me llamaba para la merienda, yo oía los restos, las hilachas desvaídas o misteriosas que mi madre, mis tías o mis abuelas compartían.
Muchas veces lo pensé, pero ahora estoy convencido al leer esas palabras de Tamara Kamenszain, fue que en ese lugar de bordado y de costura  nacerán los futuros escritores. De esos fragmentos de conversaciones a veces misteriosas, a veces en un secreteo que implicaba una mirada dulce de mi madre como para que yo comprendiera que no podía oír cosas que eran inconvenientes  para un niño. ¿Un amor perdido de alguien tal vez? ¿La que fue abandonada? ¿La que se fue con su amor? ¡Quién sabe! Pero en ese trasiego, en ese ir y venir ellas iban armando esa “costura” de sentido, que se aposentaba en mí como una mariposa, que luego volando me traería la poesía.
Creo haber leído en García Márquez alguna vez, que las mujeres son, al fin de cuentas, las que arreglan el mundo que los hombres desordenan y arruinan con sus  desaguisados y sus guerras.
También aquellas reuniones, que no excluían el trabajo, y que tal vez lo potenciaran, eran un espacio u ocasión para los mimos extras porque esas mujeres siempre llegaban con presentes seguramente comestibles: pasteles, tortas, buñuelos, esas exquisiteces de las que yo daba cuenta sin ningún rubor ni ninguna timidez.
Esas voces, ese parloteo entusiasta me sigue todavía, cuando no está ninguna de ellas viviendo sobre la faz de este planeta y ya sus voces y sus risas se han acallado para siempre. No sin antes dejar a un hombre, ya con sus años, que vive agradecido porque esa herencia llegó a transformarse con los días que se arracimaron duramente sucesivos.
Nadie sabe cuánto daría por dormirme oyendo las voces de mi madre y de mi abuela que acompañaban mi sueño blando al compás de ese dialecto dulzón que atraviesa para siempre mi vida y mi escritura.
Y hoy, cuando despierto en las mañanas no están ni el ceibo, ni los pájaros, ni aquella ventana pintada de verde ni la voz querida de mi abuela, parándose en la puerta, preguntándome cómo había dormido y que ya tenía el desayuno preparado.
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Nadar
río arriba,
remontar la corriente,
con el cuerpo
magnífico y sereno,
temblando
en el esfuerzo
contra la helada
tensión del agua.
Río arriba,
por la mera pulsión
del instinto,
con los ojos ciegos
deslumbrados de vida.
 
Un instante.
Y bajo el mismo sol
crece un dolor
desde el músculo
al río,
que desborda
que inunda.
Y el miedo se abraza
al cuerpo náufrago
y ya no se suelta.
Perdido
en la inmensidad del agua,
en el ruido del oleaje
que no cesa,
que no ha cesar ya nunca,
se comprende
que vivir
es aferrarse a una certeza
en un río
de inhóspitas preguntas.
 
 
 
*De MARIANA FINOCHIETTO.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La de la buhardilla*
 
 
Entre yo y yo la extraña, la que no se coaguló en eso que me nombra. Entre yo y yo las ruinas de la certeza. Entre yo y yo, miro por la ventana de mi casa de la infancia una calle tranquila. Las señoras buenas con cara de malas. Las malas sonríen desde la enredadera por la que se suben a los sueños. Unos hombres hermosos llegados de una guerra lejana, de un país que ahora no existe. La barrera de la lengua o alguna otra pone en la escena algo de lo prohibido. Cerca, una fábrica de chocolate, no una niña que come chocolates, el lugar donde nacen los chocolates. Esa cierta desmesura que guarda lo contenido. La calle, las veredas limpiadas con la fuerza de un verdugo que decapita al erotismo. Hay vecinas que hablan de las otras, con la escoba y la lengua como armas.
 
Entre yo y yo, veo en la ventana una de mi. La imagen se desgana, se deshace, aparece la protagonista de un cuento que todavía no leí, que me arrastra al Danubio.
 
Una en Pest la otra en Buda
 
Una en la vereda, la otra mira desde su alta buhardilla-cárcel
 
En la calle hay vida, vendedores, romances, juegos.
 
Por suerte la ventana se inclina a la vida, sin cables. Ningún botón podrá oscurecer la grieta en la cabeza ventana. Los golpes dejan sangre, pelos, abren fisuras en el muro. Por los libros se escapa la escritura. La grieta se abre, en la herida de lo establecido un brillo resplandece.
 
Entre yo y yo, la palabra
 
 
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Persecución*
 
 
 
No es fácil determinar en qué momento apareció; tampoco sabría decir cuándo adquirí la seguridad de que venía siguiéndome, pero desde que soy consciente de ello me siento levemente incómodo y, con el paso del tiempo, esta situación ha empezado a resultar extremadamente molesta.
Mentiría si dijese que hay algo irregular en su comportamiento. En realidad, lo único que hace es caminar detrás de mí, a unos pasos de distancia. Nada que no pueda verse en cualquier otra ciudad, a cualquier hora del día. Nunca antes la he visto, ni es probable que ella me conozca, lo cual acaso fuese un motivo, siquiera remoto, para caminar en pos de mí por toda la ciudad.
Si lo miramos bien, no puede decirse que sea una niña, aunque así me lo pareció al principio. Alguna vez he aprovechado el reflejo de un escaparate para observarla, siquiera un segundo: su rostro no refleja en absoluto ninguno de los síntomas característicos de toda persecución. Por el contrario, parece completamente tranquila, como entregada a la meditación o al olvido. Un espectador casual acaso pudiera sospechar que su itinerario es tan arbitrario como el mío, y que el hecho de ir delante o detrás es tan irrelevante como, por ejemplo, los nombres de las calles que atravesamos en nuestro coincidente tránsito. Pero si entro en una tienda o en un bar, ella permanece afuera, esperándome sin impaciencia, y reanuda la marcha en el momento en que vuelvo a salir a la humedad que impregna las calles.
No se me malinterprete: En ningún momento ella ha hecho nada que pudiera molestarme. Se limita a imponerme su presencia a una distancia razonable. No voy a ocultar que en algunos momentos, en determinadas calles poco transitadas, saber que ella estaba ahí, unos pasos más atrás, me ha resultado reconfortante, ya que no soporto la visión de las paredes grises que la soledad oscurece aun más y el silencio multiplica implacablemente.
Podría pensarse que todo es producto de mi imaginación, que me invento estas cosas, que los médicos no erraron al diagnosticar mi enfermedad. También podría ser que para ella todo esto no fuese más que un juego inocente. ¿Por qué, entonces, son infructuosos todos mis esfuerzos por despistar su vigilancia? Si avanzo lentamente, ella camina despacio; si lo hago más deprisa, ella acelera la marcha; si corro, corre también. Siempre se mantiene a la misma distancia. No parece interesada en alcanzarme, pero tampoco permite que me aleje demasiado. Me pregunto cuánto durará esto, y si en verdad es posible concebir un final que pueda satisfacernos a ambos.
 
(Aunque es un hecho perdido en mi confusa memoria, he de confesar que yo también, en mi lejana juventud, fui siguiendo a alguien durante algún tiempo. Quizá supe quién era, pero ahora ya no recuerdo su rostro, ni su forma de caminar, ni las calles por las que transitábamos. No era un juego: Esa persecución, aunque pueda parecer un disparate, determinó mi futuro).
 
Tal vez por eso me siento tan apenado ahora que, al girar con disimulo la cabeza frente a uno de los multiplicados zaguanes que salpican el incomprensible itinerario, he podido constatar, acaso sin sorpresa, que la niña ha dejado de seguirme. Probablemente ha encontrado por fin su propio camino y ya no me necesita. A pesar de la aparente incomodidad que me provocaba su presencia, ahora echo de menos sus pasos leves a mi espalda. Pero la esperanza también es una forma de rebeldía; por eso, de cuando en cuando, al volver cualquier esquina, echo un rápido vistazo hacia atrás: No es imposible que alguna vez mis ojos me muestren una sombra, o la vaga sospecha de una sombra siguiéndome, justificando así, de uno u otro modo, mi errático caminar por estas calles que se me antojan eternas.
 
 
 
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL AROMO*
 
 
 
A la orilla del mar
el viento corre
sin sobresaltos,
violento sobre el agua
Cierto sabor salado,
gotitas diminutas
y un aromo invernal,
pardorrojizo y espinoso
permanece
sobre su tallo, irreductible.
 
La arena
va y regresa, lleva y trae,
y golpea con violencia
entre sus ramas
y el aromo
en su tallo, imperturbable,
espera simplemente
que regresen las flores.
 
 
*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
Villa Gesell
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Del otro lado de la cerca*
 
 
 
 
*De Nechi Dorado. nechi.dorado@gmail.com
 
 
 
-Ya se que vas a volver a decirme que estoy loca, que sigo siendo eso que llamás una especie de bípeda parlante que pasa la vida saltando un poco acá, un poco allá, como si nunca hubiera sentido paz. Siempre dijeron eso, vos, el, ella, todos. Y la verdad que nunca me importó, no se si me habré sentido cómoda en ese devenir o por ahí asumí ser algo así como  una rara avis pero ¿qué importa a esta altura? ¿Por qué esa compulsión por buscar explicación a  todo si nunca se llega al corazón del nudo que se forma casi, casi, sin que nos demos cuenta?
Creo que siempre traté de durar de la mejor manera posible, la que menos dañe, la que me permitiera evadirme al menos por un buen rato de las garras de la angustia cuando me di cuenta que trataba de instalarse  como una amiga inseparable. Yo no quiero acostumbrarme a la tristeza  a mí nunca me gustó que me impongan más de lo que me impusieron. Todo fue dándose casi naturalmente un día de vaya a saberse cuándo o por qué. Fue cuando creía estar enloqueciendo, cuando las situaciones me superaban o no sabía develarlas, vos sabés que tampoco soy de echar culpas porque por suerte las religiones no lograron hacer nido en mi alma.
Te conté que aquella vez encontré una cerca grande, pesada, de rejas sólidas, negras y brillantes, de esas que se veían en las casonas viejas de los libros de cuentos. Recuerdo que de alguna manera me pareció que del otro lado de esa verja la vida parecía ser menos conflictiva. Curiosa como siempre fui, pegué el salto buscando…
¡Qué se yo qué busqué! Tal vez zafar de alguna imposición, de la larguísima lista de demoras donde el “no” era el corolario de cualquier inquietud. Cualquiera, hasta la más inocente.
La cerca representó para mí la huída momentánea, el sacudón de todo lo que me angustiaba. Ya se qué como elección no fue buena, pero vos sabés que no encontraba las alternativas. Cruzarla era como entrar en una especie de búnker de hierro donde las cosas más fuertes se demoraban, quedaban estáticas por un tiempo y así fui construyendo mi paisaje imaginario aséptico. Un aislamiento que con el transcurso de los días me permitía recuperar fuerzas para volver a irrumpir por las mismas situaciones que me impulsaban a esa especie de hueco salvador.
No era tanta la gente que andaba del otro lado de la cerca. La que había no pedía nada, solamente hacía una pasadita como para quedarse tranquila viendo que todavía estaba viva, apenitas escuchaba las voces que quería escuchar, las que por una cosa u otra ya habían dejado de sorprenderme en la cotidianeidad. Y me refugiaba en esa fugacidad tan mirando hacia la nada hasta que las cosas que me impulsaban a esa huída transitoria se fueran calmando. O no, mejor dicho hasta que el callo que daba lugar a la costumbre se fuera formando, dejara de doler tanto y la dureza y yo aprendiéramos a convivir en esa rara situación de conveniencia mutua.
Así fui aprendiendo que de este lado de esa reja  todo es más versátil, las cosas se van desencadenando con demasiada prontitud. Buenas y malas, más o menos, tolerables o no, pero pasan rápido, a veces hasta parece que te llevan puesta y te arrastran convirtiéndote en torbellino descontrolado.
Cuando regresás,  te das cuenta que acá la gente se odia y mañana se amiga, otros no se hablan nunca más y van tomando forma y cuerpo como de robot. Cada uno, si mirás bien, anda metido en una especie de escafandra y ni se entera de lo que le ocurre a quien le pasa por al lado. La vida para ellos parece transcurrir dentro de un ombligo y los que se atreven a salir de ese agujero cubierto de pelusas suelen enfrentarse a realidades que habrán de trastocarlo fácilmente. Sobre todo si no encuentran el refugio donde acovacharse un rato, hasta que la situación se calme.
A mí nunca me gustó eso, pero me tocó adaptarme, como a todo. Entonces, cuando las penas apretaban y hacían nudos resbaladizos que si querías zafar, te apretaban mucho más, era cosa de arrimarme al confín del paisaje y saltar para el lado donde el silencio te dejaba notar que vos eras vos, no lo que querían que fueras. Me quedaba allí un tiempito, el necesario hasta sentirme fuerte, pero siempre regresé por más larga que fuera la intromisión en esa especie de remanso.
En esos momentos era cuando las fuerzas se recomponían, comenzaba a emprender el regreso para enfrentar la realidad de la que dicen que uno no debería alejarse pero yo tengo mis dudas. ¡Qué se yo! Estamos tan cargados de pautas dictadas vaya a saber por qué cerebro manipulador, imperativo, determinante, que hace uso de una prepotencia de situaciones que siempre terminamos aceptando. Yo preferí  escaparme de esa telaraña. Vos, como amiga, en tantos años nunca aceptaste eso que llamabas mis huídas. Y no porque no me comprendieras, sino porque el miedo te metió su semillita.
Entonces empezaba tu perorata y comenzabas a martillarme la cabeza sin dejar de hacerme notar que debía cuidarme, que tu preocupación era mucha, que temías por ese eterno trajinar de idas y vueltas, nunca quisiste -o no pudiste, mejor dicho-  aceptar que era mi juego, irresponsable tal vez, pero que era la única herramienta que encontré como para mantenerme viva, medio a salvo, partida pero en vías de recomposición constante. Fueron tantos los años que compartimos, vos admirando el que llamaste mi poder de recomposición. Yo admirando tu capacidad para mantener la  serenidad y el equilibrio. Creo que eso fue lo que nos mantiene y mantendrá unidas, la diferencia y el respeto además del tremendo cariño.
No te asustes amiga mía, vos sabés que del otro lado de mi cerca ando solo cuando me hace mucha falta. Que luego regreso como si nada a esta margen, con el oxígeno circulando normalmente aunque sea por un breve lapsus y no salto por un buen tiempo.
Creéme que se está bastante bien allá, no sé si decirte que todo parece más claro o no lo es, lo que sí puedo distinguir es que  no sentís la presión que te impone  pensar en qué es lo que tenés que hacer y qué es lo que no. Digamos que no hay nada que tengas que… (Bah,  directamente no podés)
Y lo mejor de todo es que no estás anestesiada, hay algo que te permite pelearte con vos misma, preguntarte hasta cuándo tendrás que recurrir a ese refugio. Cuándo será el día que puedas cerrar esa verja para siempre dando paso a otra vida menos agitadita, pero de momento no encuentro ese momento…
Pensá que allá siento que soy (i) responsable de mí misma. Nada me daña, hasta permito que me crezcan alas y que las cosas se vayan dando, las tome o las deje sin complejos ni culpas. ¡No me digas que eso no es bueno!
Por supuesto comprendo también que aceptar o no esa regla sin reglas tal vez no sea fácil para todos. De este lado, si te fijás, verás que la gente termina siempre igual: adaptada. Domada. Estática, Temerosa, Prejuiciosa. Ordenada. Apabullada. Insatisfecha. Moderada. Acartonada.  Enquistada en cuadrados tan limitantes como estrictos, que tácitamente te marcan un hasta acá llegaste y listo.
Tu pragmatismo te exige razonar en lo que debe hacerse para vivir mejor: Pensar un poco más en uno,  saber marcar límites y eso yo también lo siento imprescindible aunque muchas veces, cuando quiero tirar de la puntita del hilo para acercarlo, se me escapa. Dar, en tanto y en cuánto puedas, sin exigirte tanto. Hacer consultas al médico al menos una vez al año. ¡Me canso de reírme cuando te cuento que todos los que conocí murieron rodeados de médicos!  Que cuando te llega la hora y no se quién carajos maneja ese reloj odioso, te vas hasta sin desearlo. Y veo tu cara de resignada al repetirme:
-¡Yo no se para qué te pido que te cuides si no me vas a dar bola!
Y me das pie para responderte:
-Jatejoder, que el día que se me ocurra cuidarme va a ser cuando ya no pueda levantarme. Todos nos morimos, hermana. Antes o después, lo importante es no morirnos de miedo a morir  y a eso me aferro con uñas y dientes. (Aunque hoy confieso que no tanto)
-Dejame que quiero defenderme de lo que para mí es una descomposición que nos marcaron como premisa excluyente. Vos estás de este lado, de allá no hay nada. Pero ves que acá es donde te muelen a palos, propios y ajenos, mientras que allá te acaricia el silencio y te abraza, y te seca las lágrimas y te sopla bajito y te despeina y te levanta la falda y te llena los ojos de lucecitas.
Ahora fijate, hace rato que no andaba por la cerca, venía demasiado tranqui y eso mismo me lo hiciste notar hace unos días entre mates y bizcochos y tu orden firme de “apagá ese pucho” que  interpreto apenitas como un “abrí la ventana”…
Hace rato que no volvía a la cerca, andaba bien, sin grandes sobresaltos personales, apenas los que vemos en las noticias que no son pocos pero nos pegan distinto, pero de pronto, cuando menos lo esperábamos apareció el impulso irresistible de atravesar el férreo límite. Fue cuando recibí aquella noticia tan dura y por supuesto recurrí a vos como hago siempre. Creo que esta vez me empujaron de un boleo, aunque no puedo recordarlo bien.
Lo único que sí,  tengo grabado,  es que recibí como si toda la ira de un ser descontrolado se abalanzara sobre mi metro y medio del suelo, haciéndome estallar un rayo que pareció  partirme el pecho. Increíble si tenemos en cuenta lo que venimos hablando de tantos golpes, tanta furia resistida, tanto dolor, que se yo. Sentí la espina del odio irracional dando en el blanco inmovilizado de mi pecho.
¿Y quién dijo que  iría a aceptar esa situación dolorosa?  Eso sería pedir mucho, fue allí que pensé que lo mejor era levantar vuelo, agitar mis alitas en reposo y arrimarme a la verja que esa mañana hasta me pareció casi escabrosa. Algo parecía llamarme y fue así, de pronto lo vi, tan bonito, tan chiquito recostadito sobre una mesita blanca. Solo pude mirarlo desde un poco lejos, pero me invitaba a acercarme. Su carita reflejaba paz, era una cosita así chiquitita, como dormidita y hasta me pareció que me guiñó un ojito sin que nadie se diera cuenta.
Era una invitación que fue paralizando a la sorpresa. No lo pensé ni un segundo, levanté mi pierna y salté hacia donde estaba continuando su reposo. Por supuesto, la reja marcaba la divisoria. Estiré mis brazos queriéndolo traer de este lado, me pareció tan desprotegido en esa soledad sin nadie, sin mí, algo impidió que él atravesara la reja pero para este lado. El nuestro, el ordenado, el indicado. No tenía siquiera la opción de elegir y yo, casi en la desesperación del pánico, no encontré más opción que levantar mi pierna derecha para saltar hacia donde él estaba. Me miraba desde sus ojitos cerrados y su naricita parecía un botoncito. Había como un llamado extraño entre nosotros. Solo eso.
Nos miramos, cada uno desde su propia visión y fue allí cuando me/le prometí  volver cada día para comenzar un juego en el que solos los dos tendríamos espacios. Creo que le gustó la idea, si hasta creí verlo sonreír desde una boquita chiquitita donde seguía reflejándose la idea de un sueño en paz. En paz implantada, impuesta, exigida.
Estuve un rato y lo despedí casi con naturalidad y se que él entendió que regresaría todos los días. En pocos minutos nos hicimos amigos, tanto,  que hoy se que me espera. Cada vez que aparezco extiende hacia mí su manita rosada, me toma de un dedo y juntos nos vamos saltando del lado del que a él no le permiten salir. Del lado de mi cerca.
Jugamos como hace tanto tiempo  olvidé que se podía jugar, como te dije antes, de ese lado, que ahora es su lado, todo transcurre como más liberado. El mantiene las ganas de corretear que desde esta perspectiva absurda hace rato que perdimos, justamente, por permitir que jueguen tanto con nosotros. Absurdamente tanto que hasta nos arrancaron las ganas de intentarlo. Pero vamos a procurarlo sin horarios, sin promesas,  a las puertas de la cerca que se abre ni bien voy llegando con el apurón que nos acompaña siempre a los que andamos por estos confines.
Quisiera que no te asustes si no me ves tan seguido, amiga mía;  acordate que siempre dijiste que cuando me voy siempre vuelvo. Siempre volví. Ya no quisiera que sientas miedo por perder esta locura mía, ni que creas que quedarás sola de este lado del paréntesis trazado. Tal vez desde allá  yo te sirva para invitarte a recorrer otros lugares algún día. Voy a ser buena guía, te prometo.
Vieras que lindo lo pasamos, que maravilla parece el día cuando comenzamos a jugar corriéndole carreras al viento. Nosotros ya sabemos que somos un poco brisa; nos divertimos juntando bichitos que nos ganan carreras por el césped. Nos reímos mucho cuando silbo desafinando y a él le suena fuerte el sonido que solo nosotros escuchamos.
Nos revolcamos por la gramilla  y el otro día, cuando empezó a lloviznar,  pudimos trepar por la pollera de una nube que hasta nos permitió hacer vuelta carnero sobre su falda impecable, algodonada. Ya le dije a él que voy a  ponerle cascabeles en el ruedo para que hagan ruidito y despierten a los grillitos que duermen de día. Y el se ríe, cree que de este lado de la verja la gente anda un poco loca como yo. Y le confieso que si, porque no pienso mentirle en nada.
Cuando nos despedimos y regreso sola a esta solemnidad acotada, nunca nos decimos cuándo será el próximo encuentro, apenas agitamos nuestras manos y él queda riendo,  mirando como salto para este lado de la verja y se sonríe viendo que todavía pueda caer y levantarme.
Volveré todos los días, quiero enseñarle cosas que  no verá porque ya te dije, ni siquiera tuvo la oportunidad de conocer este espacio por esas imbecilidades que nunca se entienden.  Le contaré que en este extraño mundo de marionetas todo es muy lindo, pero que no existe la libertad que uno pudo imaginarse algún día.
Le contaré que lastimaron a las estrellas, que se hace mucho daño y que hay niños que lloran llantos provocados. Le contaré que si lo hubieran dejado saltar, no hubiera permitido que  le hagan daño y le hubiera enseñado a refugiarse de ese lado donde ahora está condenado a permanecer. El no elige.
Le contaré que acá muchas veces el hombre mata al hombre. Y que otras,  mata al niño, argumentando error humano.
Comprenderá mi pequeño que de momento nos toca vernos de a ratos, pero que llegará el día en que no nos separaremos. Que iremos por el prado buscando los sueños que saltaron antes que yo y le diré que él será quien deba enseñarme a buscarlos,  porque de momento ese es su lugar y está conociendo mejor que yo los recovecos.
Hasta que llegue el día que andaremos explorando  juntos nuevas especies de flores. Hasta que llegue el día que salgamos a hacerle zancadillas a la luna para que entre en calor cuando el sol se apague. Y haremos ring-raje con los luceros. Y haremos coros de sapitos y cargaremos la luz de las luciérnagas cuando la fatiga las apague. Y nos iremos al mar a salvar olas en la rompiente.
Y atraparemos la lluvia para bañarnos los dos y arrastrar  toda esta carga que acarreo luego de estar tantos años en este mundo real contaminado. Y sabrá mi pequeño que en ese lugar donde  duerme su rato en mi ausencia, anduve muchos años,  y que ahora voy ensayando un arrorró desafinado para cantarle cuando me quede con él y seamos uno.
Como te dije, amiga mía, del otro lado de la cerca donde por una cosa u otra siempre anduve…
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
“Se escribe entre las fisuras que van dejando el tiempo y la angustia.”
 
 
*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
 
 
 
 
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