*Dibujo de Erika
Kuhn.
Bajen las armas*
Rosario, 19 de
Diciembre de 2001
Escucha la
campana del despertador que marca las seis y se levanta. Hace unas horas que ya
no puede dormir por el calor que desde el amanecer pega en las chapas bajas de
su casilla. En realidad no es el calor, piensa. Lo que lo inquieta son los
veinte pibes que se va a encontrar cuando llegue al comedor y que la cuenta no
dé, porque lo que quedó del día anterior solo cubre la mitad de esas bocas
hambrientas. Piensa que no importa, que algo va a inventar y calcula que le
quedan seis horas para conseguir más. Después de pasar por el baño se prepara
el mate y repasa mentalmente los lugares posibles donde pedir lo que falta.
Traga con fuerza para empujar la sensación que le sube desde el estómago, la
que no se puede permitir, tiene que hundirla, ahogarla, para poder seguir.
Sale y en su
bicicleta va para la casa de Norma la coordinadora del comedor de la escuela.
De camino saluda a la gente del barrio. Las caras conocidas que se cruza cada
día, las que son su familia. Él es parte de ellos, así se siente, uno más, en
ese barrio que eligió para vivir. Llega a la casa de su amiga, pasa por el
pasillo al fondo y apoya la bici sobre una pared a medio construir, parte de la
futura casa de Norma y su familia. Cuando entra se encuentra a la mujer que le
toma la fiebre a su hijo. El nene tiene los ojos cerrados y la ropa empapada de
transpiración.
─ No puedo ir
hoy, perdonáme, Luisito está mal, pasó la noche delirando y tiritando, lo llevo
al hospital, te veo a la tarde y vemos.
Él no se anima
a recordarle que no alcanza lo que hay para el medio día y que no sabe qué
hacer.
─ Sí, quédate
tranquila, el nene va a estar bien, yo me arreglo, paso a la tarde cuando termine
en la escuela para ver como está.
Se despide con
un beso. Busca su bici y mientras pedalea intenta decidir cuáles son los
mejores lugares donde ir. No tiene suerte: ni el cura, ni Julio el dueño del
supermercado, ni los almaceneros. Nadie tiene qué ofrecer, reconoce la angustia
propia en todos ellos. Sabe que si dicen que no, es porque ya no les queda nada
para dar.
Llega a la
escuela. Hay tres pibes dando vueltas. Aunque sea temprano siempre los deja
entrar. Les abre la puerta y los deja que hagan lo suyo. Celeste, la otra chica
que ayuda en el comedor, entra detrás de él. Buscan lo que quedó de la última
comida. Cuando ella mira sobre la mesada entiende el gesto triste de su amigo.
─ No alcanza
¿no?
Busca en su
bolso, saca la billetera, tiene cinco pesos.
─ Mirá, vamos a
hacer así, dividimos las porciones y nos arreglamos con esto. Después del medio
día salimos para ver cómo hacemos una merienda. Les pedimos a los pibes que
vuelvan a las cinco─ le dice él.
Se hace la
hora, el resto de los chicos van llegando. Se arman los platos, quedan medio
flacos es más de lo que podrían comer en su casa. Él lo sabe. En la mesa faltan
tres chicos, de los que nunca fallan. A él le parece raro, le pregunta a
Celeste que le responde que no sabe nada. Entonces, escucha tiros, no uno
perdido (como suele pasar) muchos, cerca, cada vez más cerca, y gritos y
puteadas. Mira por la ventana y de ahí ve a un policía disparando. Sin pensarlo
corre arriba del techo para alertar que no disparen que están solo los pibes.
Se trepa por la escalera de atrás, sube y no puede creer lo que ve: dos
patrulleros y un puñado de policías disparando a mansalva para cualquier lado,
con todas sus fuerzas grita:
─ Paren, por
favor, acá solo hay pibes comiendo.
Entonces siente
en el pecho un fuego, como un rayo que lo atraviesa y un dolor tan fuerte que
no lo deja seguir de pie. Cae de espaldas, ya no puede mantener los ojos
abiertos. Se le cierran. Lo último que piensa es quien carajo va a darle de
comer a los pibes mañana.
El silencio de
los pájaros*
Los pájaros no
cantan.
Una inmensa
sequía de trinos
llena de
desesperanza esta aurora borrosa.
Los pájaros no
cantan. No hay motivo.
Han sido
demasiadas las batallas.
Pocos, los
hombres que han de regresar.
Abajo, en las
trincheras,
muchedumbres
yacen en silencio.
Hace tiempo que
enviaron su carta,
su última
carta,
el último adiós
de un pueblo agonizante
a otro pueblo
que espera agonizando
mientras
lágrima a lágrima construye
la historia
irreflexiva de un planeta que muere.
Los pájaros no
cantan. Ya no hay pájaros.
Acaso solamente
la sombra de unas aves
marchitas,
taciturnas,
cabizbajas como
ángeles caídos,
rompe la
inmovilidad de este amanecer baldío.
Quizá esta
noche el sol se hunda definitivamente.
-De El
horizonte traicionado
*
“De mí depende
que la hora que debo vivir sea un perfume distinto y abierto o una emboscada
que yo misma me fabrico.”
JUEGO DE
LETRAS*
Tenía todo
preparado. Los folios, a la izquierda. Bolígrafos, dos de cada color −rojo,
azul y negro−, a mi derecha. El ordenador, en el centro. La silla, muy cerca de
la mesa, con el cojín para los riñones, dos paquetes de cigarrillos y un vaso
de whisky con hielos. Así me imaginaba la mesa de un escritor, aunque todo
revuelto. Caótico.
Mezclé los
bolígrafos con las hojas. Se cayeron folios y bolígrafos. Les di una patada.
Escritor maldito, me dije con sonrisa diabólica. Encendí un cigarrillo, que
saqué de uno de los paquetes de Marlboro que había comprado esa mañana. Imaginé
que me entrevistaban, para El País o El Mundo, y puse posturas de gran
intelectual; ahora con la mano izquierda, en la frente, apretando las sienes,
ahora con el cigarrillo en la boca intentando decir algo ingenioso tras la tos.
Tiré la ceniza, que cayó dentro y fuera del cenicero. Cogí el vaso de whisky.
Lo moví, circularmente, necesitaba oír el clic, clic de los hielos. Me lo llevé
a la nariz y bebí. No me gustó el sabor, tampoco el del tabaco, pero daba un
toque especial, de artista.
Dejé que el
cigarrillo se consumiese, que los hielos se deshicieran y me acerqué el
portátil. Los dedos en el aire, como pianista al comienzo de un concierto.
Estaba en tensión; demasiada tensión para una buena escritura. Le di dos sorbos
al whisky. El nombre del personaje. Ricardo. Me gustaba, tenía fuerza. Ricardo
Corazón de León. Ricardo III.
Di a la «r»;
una, dos, tres veces. Mantuve el dedo presionado. Las erres fueron uniéndose
hasta llenar la pantalla. Las borré. Pensé en lo difícil que era escribir. Solo
sentarse frente a una pantalla tan blanca atemorizaba; parecía que las
palabras, las ideas, huyesen, como esas erres que ya había borrado.
Antes de
retirar el ordenador y probar con el papel, di a la «r» y la guardé como
documento. Me hizo gracia mi hazaña, que celebré con caladas al cigarrillo y un
buen trago de whisky. Cogí folios y el bolígrafo negro. «Espalda recta, ojos al
frente», me dije acordándome de la mili, «al objetivo». El objetivo era
escribir algo, lo que fuese, aunque estuviera mal escrito. Sentir que a un
sujeto sigue un verbo, que los complementos se van arrimando a la frase, que a
una frase sigue otra, que hay armonía entre ellas, que van casi de la mano.
Encendí un cigarrillo y contemplé el humo. Cuántas veces había soñado
desaparecer de una manera tan elegante. Adquirir esa materia volátil.
Cómo empezar.
Ricardo, a sus treintaicinco años. Horrible. Ricardo, hombre sincero y robusto.
Hombre sincero y robusto. ¡Dios! Las taché. Los críticos lo reprobarían.
Mientras pensaba en el argumento, dibujé erres; mayúsculas, minúsculas,
alargadas. Cuando me cansé, arrugué la hoja y la tiré a la papelera. Hice una
buena canasta. Apagué cigarrillo y portátil, y fui al baño.
Mientras me
subía los pantalones, me vi en el espejo. Tenía más ojeras. Lo blanco de los
ojos con venas rojas. Me dolía la garganta. Saqué la lengua; amarillenta. No
quise seguir indagando.
Miré por la
ventana del salón, mientras pensaba en la tontería que había hecho guardando un
documento solo con la letra «r». Me reí. En el piso de enfrente, vi al viejo
que hablaba dirigiéndose a un reloj de pared. Recordé que había imaginado que
era viudo y que ese reloj antiguo sería un recuerdo de su mujer, como si ese
objeto fuera la imagen personificada de ella. Me pregunté si hablaría todas las
noches dirigiéndose a él. Quizá queden conversaciones pendientes, o le eche
cosas en cara. Puede que le cuente lo que hace cada día, cómo va el país, algún
cambio en el barrio, la ampliación del metro, la muerte de algún conocido. Si
tienen hijos, le comentará cómo les va en el trabajo, con sus mujeres, cómo van
creciendo los nietos.
El reloj de
pared, pensé. Una abuela que se llevase mal con su nieta podría dejárselo en
herencia. Este podría llegar en una caja de contrachapado, pintada de negro,
que le recordase el féretro de su abuela. Símbolo: reloj de pared−abuela. Como
símbolo podría meterse en muchas historias, menos macabras. Desde que le
dejaron la «caja» la nieta no sale de casa y, aunque sabe lo que es, no se
atreve a abrirla. El desenlace: la nieta puede quedarse velando al reloj,
contándole todo el daño que le ha hecho. Muy parecido a Cinco horas con Mario.
Descartar.
Se me ocurrió
otra historia. Cogí mi cuaderno, me senté en el sillón y escribí: Un hombre
está leyendo. Le molesta el ruido que hace el reloj de pared. Se le hace
insoportable. Ese tictac repetitivo, monótono. Cuando no aguanta más lo tira al
suelo, destrozándolo. Vuelve a leer. No puede concentrarse. Echa de menos ese
ruido que antes le desesperaba. Levanta el reloj y coge los trozos, poniéndolos
en su sitio. Las manillas marcan la hora en que se paró. Once menos cuarto. Se
sienta frente a él y espera a que sea la hora.
Fui a mi
estudio. No quería perder tiempo, tenía que escribir.
Estuve media
hora escribiendo y borrando. Decidí dejarlo. Abrí el único archivo que tenía.
La «r» parecía mirarme con altivez. Me surgió la idea para un relato. Un hombre
escribe. Una hora, cuatro. En la pantalla, una «r». Sigue escribiendo. Las cinco,
las siete. En la pantalla, una «r». Llega la noche. El cuello le duele, los
músculos de los hombros tiran. Necesita un descanso pero sigue escribiendo.
Mañana, mediodía, noche. Solo oye el ruido de sus dedos en las teclas de
plástico. «La historia fluye», piensa y sonríe. En la pantalla, una «r». La
mira, desafiante. «Levantarme, huir». Pero el hombre sigue; sigue escribiendo.
*
Perdida
en la ciudad
busco mi cruz
del sur.
¿En qué rincón
del cielo
confundida
entre la urbana
luz
brilla mi
estrella?
Era tan vasta
la noche de mi
infancia
reflejada en el
río,
tan extensa la
noche
de horizonte a
horizonte.
Bajo este cielo
acotado
al límite
lineal
entre
edificios,
todos los
barcos naufragan.
*De MARIANA
FINOCHIETTO.
A mi niña niña
*
En un largo
aliento llego del destierro
sobornando
silencios.
Soñé que me
llamabas.
Te oí muy
lejos... tan pequeña tu voz.
Mi angustia fue
abriéndose paso
en un bosque de
estrellas.
Y te hallé en
aquel ciruelo tan blanco
que asomado a
la tapia, refugiaba la infancia.
La mirada,
extraviada.
Pido tu perdón
por los sueños
que no pude
cumplirte
y a veces
reclamabas.
¿Sabes lo que
es ser pájaro en jaula?
A veces dolían
las alas. De no volar dolían.
De pensarte
dormida esperando
sin tener
hilados para deshacer
que alimentaran
tu esperanza.
Estoy de
regreso mi niña.
No he
conquistado ni Itaca ni nada.
Es más, nunca
me he ido.
Siempre te
llevé conmigo.
Abrazo-fruto-edredón-poema-abrigo.
*
podría decir
que hice panqueques
que ordené los
placares
que hizo mucho
calor durante el día
que presagia
tormenta y que todos miramos para arriba
pidiendo que no
caiga piedra ni el viento sea importante
que mañana es
viernes y que tal vez tenga visitas
que hay flores
amarillas en la mesa
que quedan
pocos números para vender
que amo el
trabajo que hago
que
me gusta el sol
el canto de los
pájaros
pisar las hojas
secas en otoño
reir y cantar
que tengo hijos
maravillosos
que agradezco
la vida cada día
que los libros
son una de mis pasiones
que tengo ganas
de viajar
que no hay
canal para mirar televisión
pero no
solo voy a
decir
que me
encantaría que estés acá...
porque se
ensaya el olvido
y sin embargo
uno se olvida
de olvidar
LAS LIBRES
JAULAS*
Puede ocurrir
que una se siente en un parapeto en el Parque del Sur, y que al lado haya
una persona que refleje el cielo con los ojos. Y puede ocurrir, también,
que en vez de darse a la lectura del libro que descansa sobre el pasto,
una se dedique en silencio a observar las evoluciones de los pájaros.
No siempre se
da la felicidad completa, pero esta vez supongamos que el árbol sobre las
cabezas se desgrane en minúsculas florecillas como pequeños plumeritos amarillos,
y que tal color coincida exactamente con el de mi pantalón, fusionándolo de
esta manera con la copa del árbol y con el cielo
que se deja ver
entre las hojas.
Y, en esa tarde
quieta, puede ser que al dejarse fascinar por los saltitos de los gorriones,
recuerde una que estas avecillas son esencialmente libres, y que tal esencia
impide la tozuda tarea humana de enjaular la belleza.
Así, en la
dulce pereza, surgirá la pregunta ociosa sobre el tamaño que debería de tener
una jaula, para que proporcione a un gorrión la ilusión de libertad que impida
el que se estrelle contra el tejido.
Debe de haber
una exacta medida, un espacio cúbico calculable y preciso que demarque la
sensación de ser libre.
Ocurrirá
entonces inevitablemente que una mire alrededor, que reflexione sobre las
sutiles cadenas y los invisibles lazos que construyen la propia jaula, y sin
lugar a dudas una saludará en silencio a los hermanos gorriones, y envidiará
melancólicamente a las aves migratorias, cuyas cárceles son quizás estrechas,
pero al menos muy largas.
*
en una pequeña
libreta
mi Nona anotaba
las compras del
día
Don Blas 90.000
australes
Don Blas era el
almacenero de la calle Brandsen
en Ramos Mejía
un señor alto y
monocromático
que le fiaba a
la Nona la mercadería
entonces
volvíamos
con el
changuito lleno
y una Coca Cola
gigante me iba guiñando el ojo
algún
postrecito Yimmy de vainilla con dulce de leche
y los fideos
mostachole que a la Nona le salían tan ricos
es su nieto
Irma? le preguntaban
sí, vino de La
Plata a visitarme
y uno se sentía
embajador de los pájaros
al mediodía
llegaba Pochi, mi amigo, mi viejo...
con la camisa
azul de colectivero
y me daba
algunas moneditas para ir al kiosco
teníamos apenas
eso
y una montañita
de arena donde armaba madrigueras
para mis
juguetes.
en 1992 hicimos
un metegol que todavía debe andar por ahí
desintegrado
por el tiempo.
los dos
murieron en Haedo, cerca de Ramos.
por eso no me
gusta Haedo
por eso no me
gusta la Muerte
porque uno
tenía poco realmente pero ese poco era todo
uno va
quedándose solo
como un árbol
como una
palabra a la que le van arrancando las vocales.
había un
duraznero en el patio que planté de pequeño
qué lluvia
qué manos
cual Dios se
atreverá a derrumbarlo/
Reproducción
natural*
Desperté-
¿Sería por el olor insoportable a desinfectante?- Una mujer vestida de blanco
me observaba.
-¡¿Cómo se
siente hoy Marcela?!
Miré hacia mi
costado pensando que le hablaba a otra persona pero un par de cortinas,
quitaban la visión de la cama vecina.
Las pequeñas
ventanas con rejas, permitían la entrada de los cálidos rayos que reposaban
sobre la colcha impoluta que abrigaba mis piernas.
-¡Mire que es
remolona ¿eh?! Hora de almuerzo y usted con los ojitos cerrados.
-Giré la cabeza
para el lado contrario al anterior y tampoco nadie en esa cama.
-¿Va a tomar un
caldito? ¿Cómo se siente? Ahora va a venir la mucama a traerle sopa y un tazón
de gelatina.
Apenas podía
hablar. Tenía los labios secos y pegada la lengua al paladar. Tal vez las
medicinas.
-Levante el
bracito, a ver si tiene fiebre.
-¿Dónde estoy
enfermera?-
-En el
hospital.
-¡Qué hago acá,
señorita?
-Hummm, pocas
líneas pero tiene todavía - murmuró la enfermera y sin aclarar más escribió en
su planilla.
-¿Por qué la
internación, dígame?
-¿No recuerda
por qué? Inquirió molesta.
-No, señorita,
¿puede decírmelo por favor?
-Cuando venga
el doctor le pregunta. Ahora estoy apurada. Haga pis, aquí tiene la chata.
-Déme el
papagayo ¿cómo voy a usar yo una chata?
-Vamos, apúrese
que tengo que atender a otras pacientes.
Pasé la mano
por mi bajo vientre, extrañamente plano, estaba vendado y al tacto me dolía.
Algo atrajo mi
mano al sexo. A pesar del dolor y de las vendas, lo toqué…¡¿QUÉ ME HABÍAN
HECHO?!
- Apenas pude
levantar la cabeza para mirarme: intentar saltar de la cama del susto y la
impresión fue lo mismo. Atiné a gritar pero me salió un gemido que la enfermera
no escuchó, tal vez, por encontrarse a cinco camas de distancia midiéndole la
fiebre a otra internada.
-Incrédulo
volví a palpar la zona genital. Algo no está funcionando me alarmé.
-¡Quédese
quieta sino no voy a poder desatar sus piernas para que pueda bajar de la cama
cuando esté mejor! –Recriminó la enfermera cuando pasó a retirarme la
chata.-¿No tiene ganas de hacer?- Volvió a escribir en la planilla.
-Enfermera ¿qué
me pasó?
-Cuando venga
el doctor le pregunta.
-¿A qué hora
llega el médico?
-Más tarde,
tenga paciencia. Mire, ahí llegó el almuerzo. Coma, después vengo a ver cómo
sigue.
Corrigió el
goteo del suero y caminó hasta la cama siguiente.
El especialista
se acercó rodeado de otros médicos.
-¿Cómo está mi
amiga?
-Dr ¿¡Qué
sucede!? ¡¿Qué han hecho en mi sexo?!
- La anestesia
está pasando y la falta del miembro es el resultado de la operación a la que
fue sometida.
-NO ENTIENDO
¡¿PARA QUÉ HE SIDO OPERADO DE ÉSTE MODO?!
-Un
experimento.
-¿QUIÉN
AUTORIZÓ UN EXPERIMENTO SOBRE MI? ¿ME ESTOY VOLVIENDO LOCO?
-Si amiga, si
no obedece se volverá loca y es parte del tratamiento y usted no es una hombre
sino una mujer y bien femenina por lo que usted misma palpa. Ahora a callar que
el estar nerviosa perjudica la recuperación. No se preocupe, pronto su mente,
dejará por completo de extrañar el sexo anterior.
-Señorita,
aplíquele el hipnotizante y que vuelva a dormir hasta la hora de merienda.
La debilidad
impidió rebelarme y los gritos fueron acallados por el rápido efecto de la
inyección.
-En el
laboratorio, lo que sobran son masculinos- Alcancé a escuchar- Necesitamos
femeninos para que puedan reproducirse naturalmente. Todo bien, en una semana
volverá a su jaula.
Villa Gesell
*
“Los ojos del
ser humano están llenos de interrogantes y tumbas.”
***
INVENTREN
Próximas estaciones literarias:
SALADILLO
NORTE.
-Por Ferrocarril Provincial-
J.J. ALMEYRA.
-Por Ferrocarril Midland-
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
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