*Foto de Karina Giglio.
*
Una cuerda en
el día. No una cuerda que aprese y lastime. Una que sostenga y cuide. Que
comunique en la distancia. Tal vez un cordón para confiar.
*De Valeria
Cervero. valecervero@hotmail.com
APARICIONES*
*Por Jorge
Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Ignoro si los
recuerdos de un hombre pueden ser infinitos. Solo sé que son permanentes.
Albas,
amaneceres, mediodías que enseñoreaban un destino en la infinitud de la pampa
que criaba el estupor de la perdiz y la orondez vigilante de la lechuza
bordeando los caminos.
Las luces que
expulsaban la cerrada sombra nocturna eran provistas por los famosos soles de
noche, tirando una luz blanca, lechosa, envolvente.
Uno podría
entonces, guiado por el instinto del mancarrón de turno ir atravesando leguas
en un sulqui traqueteante e incómodo, con las piernas heladas si era invierno,
a pesar de las frazadas con que las cubríamos.
Uno podría
andar largo rato por remotos caminos vecinales, en la pura oscuridad de la
noche con los mil ruidos que el campo impone a pesar del engañoso silencio, con
el miedo cerval que producía el grito alegórico de las lechuzas y ver allá
lejos un halo protector de luz que arrojaba el bendito sol de noche desde una
chacra escondida entre las sombras más profundas de los árboles.
Llegar, ser
recibido por un tropel de perros toreadores y garroneros amén de bochincheros
hasta que el amo saliera a recibirnos y los calmara a su vez, era todo un rito.
Allí podríamos
bajar y luego de los saludos de rigor, desentumecer las piernas hormigueantes
de tanto llevarlas encogidas sobre el pescante.
Los mayores
hablaban de las cosas del campo, mientras apuraban un vino espeso y unos
olorosos y ricos embutidos también preparados por toda la familia y gozos del
paladar a que también los niños hacíamos honor.
El campo,
alrededor de la pequeña casa rodeada de frutales y animales domésticos, iba
ciñendo como un anillo oscuro nuestro ánimo. Nos sentíamos más pequeños aún en
ese lugar protegidos por el calor de la cocina económica, engullendo siempre
sus marlos, combustible del pobre chacarero de entonces.
Si la charla se
extendía invariablemente caía en el tema de los aparecidos, las luces malas y
las sepulturas. Como aquel a quien la viuda había acompañado una legua desde un
cruce oscuro, montada en su caballo blanco, toda ella vestida de negro y con
largos cabellos sueltos al viento, bien pegada a los rayos de la rueda del
sulqui, sin hablarlo, sin mirarlo.
O aquella
historia que se contaba: de las luces malas que seguían a las cabalgaduras y
los jinetes que se aventuraban más allá del boliche de La Legua donde según se
decía habían muerto algunos hombres en feroz pelea a cuchillo.
O esa otra
historia que aún hoy me acongoja: un par de mis tíos pasó una noche por el
cementerio en un sulqui cargado de rocío. Venían de una chacra lejana donde
cortejaban a un par de chicas. Allí habían jugado al truco con el padre y los
hermanos, habían tomado un par de copas de caña porque lo exigía el crudo
invierno, pero es seguro que no estaban borrachos, además no era su costumbre
el beber en exceso. Al pasar por el cementerio, salió de entre las sombras un
animal grande, no tanto como un caballo y no tan pequeño como un perro grande.
Se colocó junto al caballo que de puro espanto no respondía a las riendas.
Comenzó a galopar casi, y en una loca carrera por despegarse de esa aparición
se pasaron de largo la tranquera de su propia casa y terminaron en el pueblo.
Como el único bar que estaba abierto a esa hora era el del Gringo Andrina,
hacía allí enfilaron. Dicen que el Gringo los vio tan blancos que aunque quiso
que le sonara a cuento lo que le decían terminó por creerlo y hasta él mismo se
impresionó, pese a que no era ningún nene de pecho como para irle con cuentos
de aparecidos.
De todos modos,
el Gringo les dio unas copas de espirituoso aguardiente y de tanto insistir les
terminó prestando una hermosa escopeta belga de dos caños que era una verdadera
belleza.
Ya más
repuestos, se volvieron a sus casas, pero por otro camino, por las dudas.
Esas
supersticiones populares tan respetadas eran la comidilla de las familias y se
incorporaban rápidamente al parnaso de la milagrería que trataba de encontrarle
—como la esfinge de Edipo— una razón y un aviso.
Esas
supersticiones, digo, eran el magma donde transitaba la infancia con sus
miedos, sus angustias, el relato que al otro día haríamos en la escuela,
amparados por la aliviante luz del sol.
Aún hoy,
confieso, no sé si no apuraría el paso a rebencazo limpio si me tocara pasar
una medianoche con vehículos de aquellos como un moderno Auriga que huye de las
mismas Erinias sin temor de ser tomado por cobarde, como no lo eran los héroes
de la antigüedad clásica cuando huían de los oscuros designios de los dioses.
Esto, claro
está, pidiendo disculpas por comparar mi miedo con el de Héctor después de la
toma de Troya, cuando no pudo sobrevivir a la cólera del divino Aquiles Pelida,
a quien mis simpatías nunca alcanzaron porque estaba ayudado por una diosa
mezquina y él mismo no era de la madera imperfecta de los hombres de carne y
hueso de cuya debilidad nunca abjuraron.
*
todos somos
sobrevivientes de algo.
del amor
de la locura
de la soledad
de la rabia.
sobrevivientes,
incluso, de la alegría diaria.
todos hemos
alguna vez sobrevivido a un milagro.
somos
sobrevivientes de la codicia
con que la
lluvia
tuerce las
campanas.
cuántas veces
te habrás visto
compañero y
amigo
sobrevivir
a la mano que
te sacaba las pulgas
que te rascaba
la espalda.
esto pasará
dejando árboles que aullarán a la luna.
dejando mujeres
que parirán bosques de fuego.
todos somos
sobrevivientes de dioses neuróticos.
estamos hechos
de la ceniza de los pájaros
de la roja
alegría de la historia.
*De León
Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
LA FORTALEZA DE
LA SOLEDAD*
*De Carlos
Gardini.
Ese verano tuvo
sus ventajas y sus desventajas. En la casa que habíamos alquilado papá podía
hacer asado con más frecuencia, pero cenábamos afuera menos seguido, y en ese
pueblo casi no había donde cenar afuera. No había juegos electrónicos, ni
alquiler de bicicletas, ni tantas heladerías, ni chicas regalando muestras de
crema o bronceador, pero todo era más barato y más tranquilo, y mamá decía que
papá necesitaba descansar en serio y no podíamos gastar mucho.
La playa era un
desierto inmenso. No te pisaban ni te tiraban arena ni te clavaban la sombrilla
al lado, y se podía jugar a la pelota, aunque casi siempre había que jugar
solo.
A papá y mamá
no les gustaba ir a la playa todos los días, pero en ese lugar me dejaban ir
solo y yo podía explorar a mis anchas, con el bolso a cuestas, lo poco que
había para explorar.
No recuerdo el
nombre del pueblo, quizá porque mi memoria lo ha borrado en su afán de borrar
la culpa. Recuerdo anchos atardeceres donde el mar era pura luz, y el muelle de
los pescadores, y el único cine del pueblo, que se llamaba Gran Fénix y tenía
un solo acomodador que también vendía las golosinas. Y recuerdo a mamá leyendo
una novela en la playa, y a papá prendiendo el fuego para el asado, y a la
familia que alquilaba la casa vecina. Y recuerdo un quiosco, y las pocas calles
asfaltadas, y las noches de luna, y recordando tantas cosas no recuerdo lo
único que quisiera recordar, una simple sonrisa.
Recuerdo que
era una sonrisa, recuerdo el momento y el lugar, pero si intento verla en mi
memoria, evocar el dibujo de la sonrisa, sólo veo una sombra, y alrededor la
playa y el mar como un planeta desierto.
Ese verano hubo
revistas, largas tardes de pescar sin pescar y un par de películas, pero no
hubo ruido, y cada vez que llego a un lugar tranquilo y ancho es como si
llegara de nuevo a ese verano, donde sé que hay una sonrisa dedicada a mí que
yo no podré ver nunca.
En otro lugar,
en esos lugares ruidosos y atestados, no habría conocido al Rubio. Habría
tenido otros amigos, habría ido con ellos a la playa, al cine y a los juegos, y
tal vez después de las vacaciones nos habríamos carteado o llamado por
teléfono. No volví a ver al Rubio, y nunca le mandé una carta, quizá temiendo
que él supiera y quisiera acusarme. En todo caso fue un temor injusto, pues el
Rubio nunca me habría acusado aunque hubiera sabido lo que pasó..
Conocí al Rubio
en el muelle de los pescadores, la única construcción que se veía en toda la
playa, salvo por un espigón ruinoso y enmohecido donde las olas se estrellaban
con fuerza, como queriendo torcer aún más los fierros oxidados que sobresalían
del cemento. Le decían el Rubio, pero no sé si era rubio. Recuerdo que tenía el
pelo claro, largo y sucio, con algunos mechones atados con piolines que él
usaba como ayudamemoria. Esto es para acordarme de comprar el pan a la vuelta,
decía el Rubio, tocándose un mechón; y esto es para acordarme de comprar la
leche.
Yo iba al
muelle de mañana, caminando por la playa, pero el día en que conocí al Rubio
fui de tarde, a una hora en que sólo había viejos que miraban el mar como si
miraran la muerte. Me gustaba apoyarme en las barandas a mirar el mar, pero no
para mirar la muerte. Yo era el Príncipe Valiente, y desde la costa de Thule
miraba el mar brumoso añorando la corte del rey Arturo. O era Darth Vader, y
envuelto en mi armadura negra miraba un planeta destruido desde el puente de mi
crucero estelar. O era Superman, y desde la Fortaleza de la Soledad, mi refugio
del Polo, miraba la nieve arremolinada mientras mi capa ondeaba en el viento.
-¿A vos te
gusta pescar? -me dijo el Rubio, que pescaba apoyado en la misma baranda.
-No -le dije,
un poco molesto porque en ese momento era Nippur de Lagash y con un grupo de
espartanos o macedonios me disponía a resistir contra invasores egipcios que
venían del mar. El Rubio tenía la ropa sucia y harapienta, igual que mis
macedonios o espartanos.
-A mí tampoco
-dijo el Rubio-. Pescar es aburrido.
Intrigado, le
señalé la caña con un gesto.
-Yo te explico
-dijo el Rubio-. ¿Vos a qué venís?
-¿Yo? A mirar
el agua.
-Yo también
vengo a mirar el agua -dijo él-. Pero a éstos no les gusta que la gente venga a
mirar el agua -añadió en voz baja-. Se creen los dueños del muelle.
Miré a los
viejos que pescaban alrededor. Parecían bastante pacíficos, y ni siquiera se
fijaban en nosotros.
-Por eso yo
pesco sin pescar -dijo el Rubio-. Tengo la caña, ¿ves? Pero abajo de la boya no
hay nada. Ni anzuelo ni carnada.
-¿Y nadie se da
cuenta?
-No. Hay que
saber disimular. Cuando te preguntan si hay pique, decís que no pasa nada. Me
lo tengo todo estudiado. Así te dejan mirar el agua tranquilo. ¿Tu viejo no
tiene caña?
-Creo que en la
casa hay una, pero él no la usa.
-Traé la caña y
te enseño a pescar sin pescar.
No dijo nada
más, y los dos nos quedamos mirando el agua. Yo había temido que el Rubio fuera
cargoso, pero él sí sabía mirar el agua, y si querías ser el Príncipe Valiente
o Darth Vader o Superman te dejaba en paz.
Esa noche le
pregunté a papá si podía usar la caña que había en el galpón.
-Qué raro que a
vos se te dé por pescar -dijo papá.
-Es para pescar
sin pescar -le expliqué-. Tengo un amigo que quiere enseñarme.
-Ah -dijo papá.
Y mientras cenábamos le dijo a mamá-: A tu hijo le gustan los deportes
violentos. -Y le comentó lo de la caña, riéndose y acariciándome el pelo. Yo
también me reí, aunque no supe por qué. El Rubio tuvo la paciencia de enseñarme
a pescar sin pescar. Aprendí a disimular que ponía la carnada, a echar la caña
hacia atrás y arrojar la boya al agua, a quedarme sentado y a decir no pasa
nada si alguien preguntaba cómo anda el pique, aunque en general nadie
preguntaba nada. Mientras pescábamos sin pescar, el Rubio quiso saber si tenía
novia.
-No -le dije-.
Tenía en la escuela. Tenía muchas en la escuela.
-¿En qué grado
estás?
-Paso a
séptimo. ¿Y vos?
-Yo ya terminé
la escuela.
-No, digo si
vos tenés novia.
-¿Yo? ¿Yo para
qué quiero novia? Ya estoy cansado de las mujeres.
Nos quedamos un
rato mirando el agua sin decir nada.
-¿En serio
estás cansado de las mujeres? -le pregunté al fin.
-Imagináte
-dijo-. En mi casa son tres, con mi vieja y mis hermanas.
-Pero eso es
distinto.
-No veo en qué
es distinto -dijo el Rubio-. Mi viejo dice que todas las mujeres son iguales.
Entonces le
hablé de ella. Ella era una chica de mi edad que yo veía a veces en la playa.
Tenía pelo
negro y ojos oscuros, pero nunca habíamos hablado.
-Ella no es
igual que todas -le aseguré.
-¿Y vos qué
sabés, si ni siquiera le hablaste?
-Yo sé. Y mamá
tampoco es igual que todas.
El Rubio me
miró con escepticismo y sacudió la cabeza. Esa tarde nos despedimos medio
enojados.
Al día
siguiente, para no hablarle, llevé revistas al muelle. Fui más temprano, para
llegar antes que él y no verme obligado a hacerle el desprecio de instalarme
lejos. Pero cuando llegué él ya estaba: también había ido más temprano. Caminé
de un lado al otro como buscando un lugar libre. Al final me senté cerca del
Rubio, pero a mayor distancia que el día anterior. Me puse a pescar sin pescar
y abrí una revista.
-¿Me prestás
una? -dijo el Rubio.
Le dije que
eligiera una y hojeó la pila.
-¿No tenés
cómicas? -preguntó.
-En casa. Ésas
son todas de Superman. Si un día traés, podemos cambiar.
-Yo no tengo
-dijo el Rubio-. Pero el quiosco que hay al lado del Gran Fénix vende usadas, y
a veces el quiosquero me presta. Es amigo mío. Un día te llevo para que te
preste a vos también. Se puso a leer, y de vez en cuando los dos mirábamos el
agua. Nos quedamos hasta más tarde que el día anterior. Mamá y papá pasaron por
el muelle dando una vuelta y me dieron permiso para quedarme hasta la noche.
Les presenté al Rubio.
-¿Cómo anda el
pique? -le preguntó papá, guiñándome el ojo.
-No pasa nada
-dijo el Rubio.
Cuando llegó la
noche vimos caer una estrella fugaz.
-¿Viste eso?
-dijo el Rubio.
-Sí. Hay que
pedir tres deseos, pero yo no la vi a tiempo.
-Yo siempre
pido que no caigan más -dijo el Rubio.
-¿Por qué?
-Si se caen
todas las estrellas, nadie va a ver de noche. Y mirá si un día se cae la luna.
-No son
estrellas -le dije-. Mi papá me explicó que son meteoritos.
-Como los de
Superman -dijo el Rubio.
-Sí, como los
de Superman.
-Cuando él los
rompe para que no caigan sobre la gente, ¿pedirá tres deseos?
-Para qué va a
pedir tres deseos, si es Superman.
Cayó otra
estrella fugaz.
-Aquí caen más
que en la ciudad -le dije al Rubio.
-No es que
caigan más. Es que se ve mejor el cielo. ¿Pediste los tres deseos?
Había pedido
uno solo, tres veces, y al día siguiente se me cumplió.
A la mañana nos
visitó la familia que alquilaba la casa de al lado. Mientras papá y el vecino
preparaban el asado y mamá y la vecina intercambiaban recetas de cocina y los
hijos de los vecinos corrían en el jardincito, yo me fui a la playa. Por suerte
los mocosos no quisieron venir conmigo.
Cuando llegué a
la playa, ella también estaba sola, sentada en la lona. Los padres se estaban
bañando. Admiré su pelo negro y sus ojos negros. De pronto ella se volvió hacia
mí y sonrió. Desconcertado, yo miré hacia atrás temiendo que le sonriera a otra
persona, y ella debió tomarlo como un desprecio porque no me miró más. Me senté
en mi lona, un poco avergonzado, pensando en acercarme para hablarle. Cuando al
fin me decidí, los padres salieron del agua y me dio timidez.
Al cabo de un
rato no pude más de la vergüenza. Recogí mi bolso y caminé por la playa hasta
un lugar alejado donde ella no pudiera verme.
Me tendí al sol
pensando en ella y la sonrisa, enojado conmigo mismo. El deseo se me había
cumplido, pero yo lo había echado todo a perder. Al rato oí un zumbido en el aire.
Abrí los ojos y
vi que era Superman. Lo reconocí enseguida por la S en el pecho.
-Hola -dijo
Superman.
-Hola.
-Leí en El
Planeta que un gran meteoro de kriptonita cayó en esta zona.
Me acordé de
las estrellas fugaces.
-La kriptonita
puede matarme -explicó Superman-. No quiero que caiga en malas manos, así que
debo encontrarla y deshacerme de ella. ¿No has visto nada?
-No -dije-. No
he visto nada.
-Es una piedra
verde, brillosa.
-Ya sé cómo es
la kriptonita -dije-, pero no vi nada. Si querés te la busco.
-Me harías un
gran favor -dijo Superman, y alzó los ojos al cielo. Miré hacia donde él miraba
pero no vi nada, aunque oí el rugido de un jet de pasajeros.
Me molestó que
mirara hacia otro lado, pero me ofrecí a ayudarlo.
-Yo me fijo y
te aviso -le dije-. ¿Cuándo volvés?
-Mañana es
domingo -dijo Superman, pensativo-. Mañana a la tarde, aquí. Ahora, ese avión
tiene problemas.
-Un trabajo
para Superman -bostecé.
-Exacto -dijo
Superman, remontándose en el aire. Pronto fue una mancha azul y roja en el
cielo.
Me alegró haber
visto a Superman, aunque me fastidió un poco que hubiera venido desde
Metrópolis sólo por interés, y no para visitarme. Me consolé pensando que al
menos salvaría el avión. Había tiempo de sobra para buscar la kriptonita hasta
el domingo a la tarde, así que me fui a comer el asado.
Cuando llegué,
papá conversaba con el vecino frente a la parrilla. Comentaban que había
llegado un circo al pueblo y me preguntaron si quería ir el domingo a la tarde.
El vecino me dio un papel amarillo con el dibujo de un payaso y un elefante.
GRAN CIRCO
AMERICANO
PAYASOS o
FIERAS o LEONES
GRANDES
ATRACCIONES!!!
-¿Los leones no
son fieras? -le pregunté a papá.
-Así es -dijo
papá-. Pero el circo no es grande, ni es americano. ¿Por qué no vamos todos
mañana?
-Mañana no
puedo ir -dije, recordando la cita con Superman.
-¿Cómo que no
podés?
-Quiero decir
que no tengo ganas. Me aburre el circo.
-Pero a mí me
divierte -dijo papá-. ¿Con qué pretexto voy yo si vos no vas?
-Qué lástima
-dijo el vecino-. Podríamos haber aprovechado para salir todos juntos con los
chicos.
Les dije que
fueran igual, que yo iría a la playa.
-Y a pescar sin
pescar -dijo papá-. Por eso no podés venir.
-Qué lástima
-repitió el vecino.
-No importa
-dijo papá-. Nosotros vamos igual. A mí me gustan los circos chicos. Me dan
tristeza.
La mujer del
vecino dijo que para tristeza ya había motivos de sobra, no hacía falta pagar
entrada en ningún lado.
-Uno está
amargado, no triste -dijo papá-. Es muy diferente. La tristeza puede ser linda.
-Mirá al
grandote -dijo mamá-. Las cosas que dice para justificar que él quiere ir al
circo y el chico no.
-Al menos allí
los animales están enjaulados, no gobernando -dijo el vecino.
Entonces se
pusieron a discutir de política y no se habló más del circo ni de pescar sin
pescar. La gente mayor siempre se las ingeniaba para ser aburrida.
Esa tarde fui
al muelle de los pescadores a pescar sin pescar con el Rubio, pero no le conté
de la sonrisa ni de Superman. De vez en cuando echaba una ojeada desde el
muelle para ver si encontraba la kriptonita, pero no hubo caso. Alguien pescó
un pejerrey grande y lo mostró con orgullo. Todos se pusieron a festejar,
porque la verdad era que allí no había mayor diferencia entre pescar sin pescar
y pescar pescando. En general no pasaba nada, así que el pejerrey era todo un
acontecimiento. El Rubio dijo que convenía acercarse y demostrar curiosidad, de
lo contrario nos tomarían por infiltrados, descubrirían nuestro secreto y nunca
más tendríamos paz en el muelle. Seguí su consejo, aunque noté que otros
pescadores seguían en lo suyo sin acercarse al del pejerrey. Me dio lástima ver
al pez boqueando y sangrando.
-No me gusta
verlos morir -le dije al Rubio-. No me gusta que se mueran.
-Nada muere del
todo, porque todo está vivo -dijo el Rubio-. Un bicho se muere, alguien se
muere, pero en el fondo todo está vivo, ¿entendés?
Le dije que
entendía, pero no entendía nada. Nos quedamos hasta la noche. El muelle
iluminado por los faroles de los pescadores flotaba en la oscuridad como un
barco fantasma. Esa noche no vimos ninguna estrella fugaz, y pensé que quizá
fuera porque yo no merecía que se cumplieran mis deseos.
El domingo a la
mañana llovió y me quedé con papá leyendo el diario. Papá me preguntó si de
veras no quería ir al circo. No supe qué contestarle, pues no sentía muchas
ganas de salir a buscar la kriptonita bajo la lluvia. Papá le comentó a mamá
que un avión de pasajeros había tenido que hacer un aterrizaje de emergencia en
Mar del Plata pero que afortunadamente no había daños ni víctimas. Miré la foto
del avión estacionado en la pista, pero no decían nada de Superman y me pareció
una ingratitud.
Al mediodía el
cielo se despejó y les confirmé que no iría al circo.
-Así que los
chicos nos vamos al circo y el señor se va a pescar -dijo mamá.
-A pescar sin
pescar -dijo papá-. Y nos traerá un no pescado para la cena.
A la tarde me
puse a recorrer la playa buscando la kriptonita. No encontré nada, y me quedé
sentado en la playa esperando a Superman. Decidí no ir al muelle de los
pescadores, porque al menos tenía que avisarle que no había encontrado nada y
que seguiría buscando. Cuando empezó a oscurecer, pensé que Superman no
vendría. Me dio rabia. Creía que él siempre cumplía sus promesas.
Volví a la
casa. En el camino me crucé con ella y la familia de ella. Sin duda se habían
quedado hasta más tarde en la playa para aprovechar el sol después de la mañana
de lluvia. Ella me miró, pero entre mi abatimiento y la oscuridad no pude verle
bien la cara. Cuando llegué a la casa, estaban los vecinos y los hijos de los
vecinos. Los chicos gritaban, reían y lloraban hablando del circo.
-No te perdiste
gran cosa -dijo mamá para consolarme, porque sin duda me vio cara larga y pensó
que me había arrepentido de no haber ido con ellos. Pero los chicos sólo
hablaban del circo.
-Había payasos
-dijo uno.
-Y un tigre
africano -dijo el otro.
-Un leopardo
-dijo papá-. En África no hay tigres.
El chico lo
miró con escepticismo.
-Cómo no va a
haber tigres en África -dijo.
Papá me
preguntó si quería ir a dar una vuelta. Acepté.
-¿Te pasa algo?
-dijo.
-Qué me va a
pasar -respondí.
Fuimos a dar
una vuelta por el pueblo, y en el camino los chicos sólo hablaban de los
leones, los tigres y los payasos. Papá y mamá y los vecinos hablaban de cine,
de una película que se llamaba La Strada o algo parecido. Me acordé del manual
Estrada y pensé que no quería volver a la escuela. Cuando llegamos al pueblo,
papá me dio plata para que fuéramos a comprar helados en un quiosco. El
quiosquero era calvo. Lo miré atentamente, pensando que tal vez era Luthor que
había venido a buscar la kriptonita para matar a Superman. Cuando me miró a los
ojos vi que no era Luthor. Tenía cara de bueno, o de idiota. Fuimos caminando
hacia el muelle mientras tomábamos el helado. Esos mocosos me tenían aturdido
con las fieras y el circo. Cuando pasamos por el Gran Fénix dije que tenía
ganas de ir al baño, y entré en el cine. Al salir del baño, vi en el hall a un
hombre de anteojos mirando las fotos de una película. El hombre se me acercó.
Me resultó cara conocida.
-Hola -dijo-,
me han mandado de El Planeta para hacer una nota sobre este lugar. En
Metrópolis no es muy conocido. -Y añadió, guiñándome el ojo-: Y Superman me
manda preguntar si has visto algo.
-Usted es Clark
Kent -le dije.
-El mismo -dijo
tímidamente Clark Kent.
-¿Se va a
quedar mucho tiempo?
-Ya he visto
todo lo que había que ver. Me voy esta noche.
-¿Vio el muelle
de los pescadores?
-Claro que lo
vi. ¿Alguna novedad para Superman?
-Dígale que no
encontré nada, pero seguiré buscando.
-De acuerdo. Él
pasará por la playa mañana a la tarde.
-Lo espero
allá. ¿Cómo está Luisa, Clark?
-¿Luisa?
-Luisa Lane.
Clark Kent se
ruborizó, tartamudeó algo y entró en el baño. Yo eché a correr para alcanzar a
papá, mamá y los vecinos, que ya estaban cerca del muelle.
-La semana que
viene dan El imperio contraataca -le dije a papá. En ese momento vi que el
Rubio venía del muelle con la caña al hombro. Cuando nos cruzamos, se hizo el
indiferente.
-¿Ese no es tu
amigo? -preguntó mamá.
-Sí, el Rubio.
Mamá saludó al
Rubio con un ademán. Él se sorprendió, contestó el saludo y siguió de largo.
Como los chicos me aburrían, aproveché la pregunta de mamá para pegarme a los
mayores y hablar de cine con ellos, pero ellos hablaban de películas prohibidas
que yo no podía ni quería ver.
En la mañana
del lunes seguí buscando la kriptonita, pero no encontré nada. A la tarde volví
a la playa para esperar a Superman. No sabía si la rabia se me había pasado o
no, porque en realidad no sabía si él había cumplido o no con su promesa de
venir. La gente con personalidad secreta era complicada.
Me tendí al sol
sin demasiadas esperanzas, pero esa tarde vino.
-No encontré
nada -le dije en cuanto lo vi bajar.
-Mala suerte
-dijo Superman-. Ya aparecerá. Tiene que estar en alguna parte.
Para agradecer
mi colaboración me ofreció un paseo por cualquier lugar que yo eligiera.
-¿En serio?
-pregunté.
-En serio. ¿Qué
lugar te gusta?
-El África.
Quiero ver fieras.
Superman me
tomó en brazos y en un santiamén estuvimos en el aire. Al principio cerré los
ojos porque tuve miedo. Había viajado en avión sin sentir miedo, pero esto era
diferente.
-¿El África se
ve negra desde lejos? -pregunté.
-No -rió
Superman-. Se ve verde, o amarilla, o marrón.
-Como en el
planisferio físico que tenemos en la escuela -dije. Pero el mar no se veía como
en el planisferio, sino como una gran pradera ondulante que era verde, gris y
azul. Para distraerme, y por cortesía, le hice a Superman una pregunta
personal.
-¿No te da pena
que tus padres hayan muerto en Kriptón?
-Nada muere del
todo -dijo Superman-. De algún modo, todo está vivo. -Le estuve por decir que
el Rubio pensaba lo mismo, pero noté que ya no sonreía más y supuse que no le
gustaba hablar de eso. Además era posible que el Rubio lo hubiera leído en
alguna de mis revistas, aunque yo no había visto esa frase.
Cuando el viaje
empezaba a gustarme, llegamos al África. En el África había una familia de
leones. Estaban aburridos, echados al sol, espantando las moscas con la cola.
Me cansé de ellos y quise ver un leopardo. Superman buscó con su visión
telescópica y me llevó a ver un leopardo que estaba agazapado en una rama. El
leopardo saltó sobre una gacela y la tumbó de un zarpazo. No me gustó el
leopardo, y lamenté no haber ido al circo la tarde anterior. Allí las fieras
debían de ser más simpáticas. Hasta el sol parecía un baldazo de sangre sobre
el horizonte. Le pregunté a Superman si conocía a Tarzán.
-Tarzán no
existe -dijo Superman-. Es una fantasía.
-Vámonos del
África -rezongué-. Ya vi todo lo que había que ver.
De nuevo
sobrevolamos el Atlántico. A nuestras espaldas el sol era blanco y luminoso, no
rojo e hinchado como en el África. Superman me dejó en la playa.
-Es urgente
encontrar esa kriptonita -me dijo-. Vuelvo el miércoles a la mañana.
-De acuerdo
-dije.
Miré cómo se
iba volando mientras yo caminaba hacia la casa. Llegué al anochecer.
-Estuvimos en
la playa y no te vimos. ¿Por dónde andabas? -dijo papá.
-No digas el
muelle, porque también pasamos por allí -dijo mamá.
El martes me
pasé horas buscando la kriptonita en vano. Después fui a buscar al Rubio a la
casa. Temí perderme por no tener la dirección justa, pero el Rubio me había
descrito bien la casa y no había muchas parecidas. Era una casa grande y pobre,
con un jardín amplio y descuidado, lleno de perros, gatos y tortugas. No había
timbre, y golpeé las palmas para llamar. Me atendió una chica joven, una de las
hermanas del Rubio.
-Creí que
estabas enojado -dijo el Rubio cuando salió.
-No, por qué
iba a estar enojado.
El Rubio se
encogió de hombros.
-Voy a buscar
la caña -dijo. Cuando volvió a salir, una voz de mujer grande lo llamó desde
adentro. El Rubio entró de nuevo y salió atándose un piolín en el pelo.
-La vieja
quiere que le compre un kilo de pan -me explicó-. Un kilo de pan, un nudo.
¿Me acompañás?
Esa tarde
pescamos sin pescar más callados que de costumbre. Yo iba a contarle al Rubio
que Superman pensaba igual que él, y a preguntarle si él había encontrado la
frase en alguna de mis revistas. Después pensé que quizá fuera al revés. Quizá
la otra noche Clark Kent había reporteado al Rubio en el muelle y él le había
dicho la frase. Preferí no comentar nada.
-¿Sabés una
cosa? -me dijo el Rubio.
-¿Qué?
-Tenías razón.
Tu vieja es distinta.
-¿Sí?
-Sí. Y
pensándolo bien, la mía también. Así que a lo mejor esa chica que vos decís
también es distinta, y no es como todas.
Esa noche vimos
caer una estrella fugaz y pedí tres deseos: encontrar la kriptonita,
encontrarla de nuevo a la chica, y que la chica me sonriera de nuevo.
El miércoles
fuimos temprano a la playa. Papá me propuso correr por la arena mientras mamá
tomaba sol, y nos pusimos a trotar. Nos alejamos un buen trecho, y cuando nos
acercamos al espigón viejo vi un destello verde entre los escombros. Antes lo
había tomado por una mancha de musgo en el cemento descascarado, o había
confundido el brillo con el chisporroteo del sol sobre la espuma del oleaje.
Volvimos trotando hasta la sombrilla, nos metimos en el agua, ensuciamos de
arena a mamá, que nos persiguió hasta el agua riendo y protestando. Los tres
nos bañamos juntos. A media mañana papá y mamá quisieron irse. El sol picaba.
-Yo me quedo
-dije-. Quiero volver al agua.
-¿No te
cansaste de nadar? -dijo papá.
-En una hora
está la comida -dijo mamá.
Cuando se
fueron eché a andar hacia el espigón ruinoso. Me acerqué a los escombros y
encontré lo que esperaba, una piedra enorme y verde medio tapada por las olas y
medio incrustada en el cemento roto. Estaba descalzo, y una protuberancia
filosa me abrió un tajo en el pie cuando bajé al espigón. Mojé el pie en el
agua para que la sal ayudara a cicatrizar la lastimadura. El destello de la
kriptonita me daba un poco de miedo, pero recordé que sólo afectaba a Superman
y la gente como Superman. Era una suerte no haber nacido en Kriptón. Me quedé
esperando, sentado en la piedra verde, para que nadie más la viera.
Estaba
orgulloso, pero también sentía fastidio porque el sol picaba y yo tenía el pie
lastimado y Superman tardaba en venir. En una hora estaría la comida, y yo
tenía hambre después de tanto correr y nadar, y el África no me había gustado,
y me había perdido el circo. Además, esa mañana había visto en el diario que un
ómnibus había chocado en la ruta dos y Superman no había hecho nada para
impedirlo.
Superman llegó
casi al mediodía, y me ardían los hombros y me goteaba sudor del pelo.
Vi que
sobrevolaba la playa, buscándome. Aterrizó elegantemente en la punta del
espigón y se me acercó despacio, la capa al viento.
-Hola -me dijo,
sonriendo y guiñándome el ojo-. ¿Recordando el África?
-Odio el África
-respondí.
-¿Has visto
algo? -preguntó Superman con un tono de impaciencia que me molestó.
-Estoy sentado
encima -dije con fastidio, y me levanté.
A Superman le
cambió la cara y se le aflojaron las piernas. Se desplomó en el borde del
espigón y me pidió que alejara la kriptonita. Se lo notaba cada vez más débil.
-Yo no puedo
mover esa piedra -le dije-. Es muy pesada para mí, y está incrustada.
Además me duele
el pie.
Murmuró algo
pero el ruido del oleaje me impidió oírlo. Además me sentía un poco cansado,
así que enfilé hacia la casa y no miré atrás ni una sola vez. Cuando llegué a
la altura de la casa, vi a la chica en la lona, con los padres. La miré de
reojo y ella me sonrió, pero yo desvié la cara porque me daba vergüenza que se
me vieran las lágrimas.
Durante el
almuerzo apenas probé bocado.
-Qué raro -dijo
papá-. Con todo lo que nadaste.
-Te ha hecho
mal el sol -dijo mamá-. Vení a dormir la siesta conmigo. ¿O pensás volver a la
playa?
-No -dije-. No
quiero volver a la playa. -Pero no me animé a contarles por qué.
A la hora de
costumbre, sin embargo, fui al muelle a pescar sin pescar con el Rubio.
Temía que
alguien me hubiera visto en el espigón con Superman, y esperaba que el cadáver
se hundiera en el agua. En las películas había visto que el agua siempre traía
los cuerpos, pero tal vez fuera distinto con Superman. Después de todo era de
otro planeta. Quizá se esfumara o se disolviera.
-¿Vos creés en
serio que nada muere del todo? -le pregunté al Rubio.
-Qué sé yo
-dijo el Rubio-. Es algo que me decía mi vieja cuando se me murió un gatito.
¿Por qué
preguntás? ¿Te pasa algo?
-No, por nada.
-Algo te pasa.
-¿Por qué?
-Porque llorás
sin llorar -dijo el Rubio.
Esa tarde una
tormenta inmensa cubrió el cielo hasta el horizonte. Nos tapamos con una lona y
nos quedamos a mirarla.
Recuerdo que
los relámpagos parecían anguilas nadando en las nubes negras, y después de la
tormenta el arco iris parecía un gran puente que tal vez llegaba al África.
Recuerdo que encontraron un tiburón muerto en la playa, y cuando la gente se
cansó del tiburón nos quedamos a hacerle compañía porque estaba muerto.
Recuerdo que le regalé al Rubio todas mis revistas. Recuerdo que la chica se
fue pronto, y ni siquiera averigüé su nombre. Y recuerdo que vi muchas
estrellas fugaces, pero nunca más pedí un deseo.
(c) Carlos
Gardini
(26 de agosto
de 1948 - 1 de marzo de 2017)
ARBOL DE TULE*
Niñez.
Escuchaba sus pasos en la noche
(Aun no conocía
el nombre de sus huellas)
Un tropel de
naufragios. Un deseo. Un resguardo.
Danza de hojas
y lentos ríos musculosos.
Pulgarcita y
árbol de Tule. Puedo morir ahora.
Un palpitar de
patria. Su pecho. Un refugio. Un amparo.
Tañido de
hembra y un latido. Tiempo insólito.
Mi lengua
recorriendo la madera. Un amargo y extraño dulzor
No importa si
fue espejismo o redención
Yo deslumbrada.
Alumbrada. Persuasión de la tierra.
Un grial de
Lázaro. Mis fauces y la sed.
¿Aun es posible
algún dios en mi pulso?
Algún día diré,
ya no me acuerdo.
Y en mis brazos
el intenso secreto de la infancia. Ay.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@hotmail.com
LA LLAVE*
Inspirado por
aquel libro de Miguel Hernández
que me quemaron
durante la dictadura
No batía el
viento
ni la soledad
ni el tiempo.
No había
patrullas en el
camino de
Concepción a Tomé.
Era el 12 de
septiembre.
Paró la
camioneta y
del zapato
izquierdo
sacó una llave.
La arrojó
lejos, musitando
“me la dió
Alberto”
Y seguimos
huyendo.
Bajo el sol
radiante
sus hijos más
pequeños
como si
fuéramos de picnic
cantaban. Y el
osito de peluche
danzaba la
libertad de la nieta.
Tic Toc Tic Toc
Tic
La mirada de la
abuela
nos abrazó
largo.
No sabremos
nunca
el misterio de
esa llave.
El hijo mayor
ya lo ha olvidado.
*De Marta
Zabaleta, mzabaletagood@gmail.com
-Chile 1973/
Inglaterra Exilio 2012
Mami querida: *
Me costó 45
años animarme, perderte el miedo y necesitar sentarme a charlar con vos un rato
otra vez. fue tan terrible para mi, tan desoladora tu muerte, tan fuera del
mapa que no tengo como nombrar todo lo que vino después y me fue llenando la
vida de silencios y corchetes que no podía reabrir a tiempo para meter palabra,
o peor, sentimiento.
Durante muchos
años me vacié de mí y me llené de vos a tal punto que me olvidé de quién era.
Quisiera
contarte tanto y tanto de lo lindo de estos días, de lo extraño que me parece
verme en una foto ahora y preguntarme quién será esa señora que usa mi ropa y
que se parece tanto a mi mamá... pero todo el presente espero que salga cuando
pueda deslacrar el pasado y algunos secretos que guardo y me consumen y
ya estoy lista para contarte mami.
¿Estás bien?
¿No te duele nada? ¿Podés sentarte a mi lado? ¿Abrazarme y escucharme? Creo que
es largo y sé que es duro y sé que no te va a gustar y tal vez te duela como a
mí. Tal vez mami en todo este tiempo vos también hayas cambiado, crecido
y me entiendas con todo lo que debes haber visto y puedas acercarte a mi.
Volvamos a mis
15, ¿te acordás? mis pinturas, mis alegrías, mis ilusiones. Si mami, ya sé y me
acuerdo bien de tu cáncer y me acuerdo de tu páncreas y me acuerdo de aquella
amante de papá que descubrí sin saber que ya sabías, me acuerdo de todo porque
me duele como si me volviera a doler ahora. Pero acordarte vos de mí, de mi
mirada mamá, de mi alegría.
¿Te acordás que
era de la FEDE? ¿Te acordás que militaba con los montos en Retiro, en la villa
con el curita Mujica?, que a vos no te gustaba, que no le dabas importancia que
pensabas que volvía embarrada de la villa... y había que lavar los vaqueros y
las zapa más de lo que tenias ganas.
Mami, ayer
conocí a Adriana (¿o Ariadna como ponés en la siguiente línea?). La fui a ver
porque tengo problemas con Julián que es mi hijo y hoy tiene 32. Esta lejos mío
y no sé cómo acercarme. Ariadna me explicó que en las familias - a veces- se
guardan grandes secretos que dañan mucho, que separan madres e hijas, a padres
de hijos y a todos en general pero yo le dije que no tenia de esos secretos
como los que vos nunca me contaste de tu papá con otra familia y otros hijos
fuera de la casa grande y a los que nunca quisiste conocer. Ni tampoco como los
de papá y sus amantes o los del abuelo y sus otras mujeres por todo Entre Ríos.
Yo de esos secretos no tengo ninguno. No entendía que me quería explicar
Ariadna en relación a grandes secretos míos y la distancia con mi hijo.
Y de pronto
mamá, se me hizo un espasmo en el estómago y me puse a llorar como hacía
45 años que no lloraba y me apreciaron imágenes ciegas con la cabeza tapada,
con el terror mío y los gritos de todos, y los mocos que entraban en mi boca, y
me acordé de ese hilo de sangre que me caía desde la cabeza, y el ruido mami y
la locura. Me acordé de los golpes, los manoseos, la policía. Los gritos.
La villa.
El rancho de chapa donde estábamos dando el taller para los chicos de 3 a
7 con la leche caliente servida en la mesa de madera y la témpera de distintos
colores, ya preparada en el centro para compartirla después de la leche.
Me acordé
cuando entraron como salvajes y nos levantaron a todos mami. Nos taparon las
cabezas, nos hicieron cosas que no quisieras que te cuente mamita y nos
desaparecieron tantos días que después supe que fueron 5 y todo fue una
pesadilla pero no lo puedo describir, no tenia las palabras ni antes ni ahora
para contar lo que sentí.
No estaba sola
ma, no llores, estaba con Graciela y Gloria todo el tiempo no sé si porque
éramos las menores o las judías pero ahí estábamos las tres juntas y nos
tiraron en un lugar juntas y nos encontraron unos señores que eran abogados
amigos de la mamá de Graciela mami, montos y nos llevaron a la casa de
Graciela.
La mamá de
Graciela nos abrazó mucho, nos bañó y nos dio ropa limpia y dormimos las tres
en la cama de la mamá que se quedó en un sillón en la pieza cuidándonos dos
días enteros.
Mami tengo que
contarte que esa semana que desaparecí de casa y me retaste tanto porque no
avisé donde estaba, no fue por desamor, fue que me habían secuestrado y
no me animé a decirte nada después por miedo a que me retaras más, vos y papá.
Pero también
pienso que no me miraste a los ojos en mucho tiempo porque si no, tal vez te
hubieras dado cuenta que algo malo pasaba, pero no es reproche. Es explicación.
Yo ahora puedo entender lo que duele un cáncer y el miedo que da la muerte, y
puedo entenderte a vos en ese momento ma. No desaparecí por desamor o bronca
con vos y tu enfermedad, que también la tenia, desaparecí porque me
desaparecieron.
Y nunca pude
hablarlo, no con vos ni con papá que se murió 30 años después que vos.
Hace 10 años
tuve un amor importante, el Pedro mami, que seguro no te hubiera gustado ni un
poco, lo sé. Pero a mí si y sobre todo me enamoré de su voz profunda y su
condición de héroe. Él estuvo desaparecido tres meses y después preso tres
años, aunque la pasó peor que yo, los milicos se habían vuelto definitivamente
locos cuando el cayó. Hablar con él me ayudó a poder contarle a alguien por
primera vez en mi vida lo que había pasado. Él de alguna forma me curó un poco.
Abrázame mama,
fuerte, susúrrame el cuento que me contabas las noches de cuando yo era más
chica, el del gatito comiendo arvejas en el tren.
No llores mamá,
abrázame y no llores. Yo ya tampoco tengo lágrimas, al menos esas lágrimas,
pero extraño tu abrazo y tu olorcito, tus galletas de canela y tus zapatos
ridículos de suela de tractor que tantos años después se pusieron de moda.
Abrázame en
silencio mami
Necesito tu
abrazo, tu amor, tu perdón, tu orejita con esos aros que tenías, abrigarme con
el tapado de nutria que tenía impregnado tu perfume. Recostémonos en el sillón
grande, mirando el cuadro del toro de halla que tanto nos gustaba a las dos.
Quedemos un
rato así y nada más.
Abrázame fuerte
mamá.
*De Ana
Laura analaublejer@gmail.com
Episodios
diferentes*
Algunos
perfumes en el suelo
y la
prosperidad en imágenes obscenas
sigilosamente
las mascaras rompen el silencio
y los
augurios...
pequeños
embriones despedazan irascibles
los tejidos de
la noche
exhibiendo la
soberbia a flor de piel
abastecidos de
sortijas y amuletos
en esta parte
de los parques
los perros se
despojan de la hipnosis
percutiendo las
sombras a su antojo
hasta extraviar
todos los collares
entre
recorridos y abstinencias
instiga el
secreto en los papeles
en medio de
delicadas cuerdas
y banderas
incendiadas
aun inquietan
las llaves en desuso
estéticamente
los anzuelos desarticulan
los paladares
sin inmolar.
*De Hernán
Alberto Melfi. impresentable14@yahoo.com.ar
-Hernán Alberto Melfi (Buenos. Aires. 27/4/1970)
Autor de los libros de poesías Partes de Furia (1998 sin editar) Juguetes
Malditos (El Encuentro Editorial 2014) y Los Titeres Punk (El
Encuentro Editorial 2015). Se encuentra preparando un nuevo libro de poemas y
otro de relatos. Desde el año 2001 vive en EEUU.
*
Vivir
plenamente el ahora sin que se interponga la llovizna sucia del pasado y los
fantaseos del porvenir.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
http://inventren.blogspot.com/
Estación
Rosario*
—La mejor carne
del país, chango: se lo aseguro.
Al escuchar la
frase, acompañada por el guiño cómplice, Sergio Cejas pensó que aquel barman
del vagón comedor le estaba gastando una broma. ¿Turismo sexual en Rosario?
¿Promovido por el Nuevo Ferrocarril Santafesino-Bonaerense? Era de no creer. Y
sin embargo, la otrora “Chicago argentina” gozaba de una fama indiscutida en
esos temas. La primera imagen que se le cruzó a Sergio Cejas fue la del gran
Alberto Olmedo, improvisando como siempre delante de las cámaras de Canal Once,
quizá sentado junto al inolvidable Javier Portales, o tal vez con alguno de los
tantos figurines de segunda línea que se lucían a su lado.
La referencia
“olmédica” no era casual. En los últimos meses, todo lo que lo rodeaba le
parecía una farsa, un entorno artificial y paródico. Los ritmos cotidianos, sus
escasos placeres, las monótonas tareas que realizaba en esa oficina bancaria
que parecía tragárselo día a día bajo toneladas de trámites acaso banales y de
raíces casi kafkianas, parecían haber perdido todo sentido: incluso hasta su propia
vida.
¿Desde cuándo
había notado que comenzaba a desbarrancar? La respuesta parecía ser la única
certeza con la que contase por el momento: desde aquella traumática separación
con Evelina, denuncias policiales mediante, durante el invierno pasado. Una época
negra de su vida, que aún le dolía en el recuerdo, cuyos detalles se
desdibujaban en el ayer.
¿Por qué había
decidido viajar en tren? Ni él lo sabía. Los hechos de las últimas horas se le
tornaban borrosos. Sólo podía precisar que su propia desilusión lo había
conducido desde un departamento desordenado, con sobras de comida de fechas
inciertas, hacia las vías. Y que en vez de acostarse sobre ellas en espera de
unos filosos rieles que acabasen con su dolor, había trepado con un violento
impulso al primer tren de larga distancia que partiera desde la piojosa
estación a la que había llegado. Trayecto salvavidas hacia Rosario –pasaje de
ida, solamente- en el que había conocido a Ernesto, simpático barman que le
relatara sus desventuras a bordo, apuntando con especial detalle a la increíble
historia de un camarote embrujado, ocurrida el año anterior, durante una noche
de tormenta.
Aunque no fuera
compañía lo que buscaba, Sergio Cejas agradeció la consoladora presencia de
Ernesto –además de la secreta botella de whisky, fuera de inventario, que
ocultaba debajo de la barra-. Y sin embargo, la espontánea oferta de sexo lo
sorprendió para bien. Aunque, ¿hacía falta trasladarse a Rosario para
conseguirlo? Conocía algunas esquinas de Buenos Aires donde podía encontrar
decenas de ofertas como ésa. Nada de travestis, no era su estilo. Sin embargo,
la inesperada compañía hallada junto a varias medidas de whisky lo impulsaban
también hacia el calor de una presencia femenina, al menos hasta despejar sus
ocasionales pensamientos suicidas, y aunque sólo fuese por unas horas.
Ahora: ¿acaso
ansiaba encontrar en Rosario algo más que aquello, eso que le resultaba tan
imposible precisar?
—Hágame caso,
amigo— insistió Ernesto, en susurro confidente. —Aproveche. No se va a
arrepentir.
Ni bien bajó
del tren al llegar a destino -seguido de Ernesto, quien comenzara, trepado al
estribo del vagón, a hacer señas a sus espaldas en dirección a un borde alejado
del andén-, se le acercó apurado un gordo que lucía una larga y lacia
cabellera, junto a una barba candado bastante espesa, quien no dejaba de fumar
cigarrillos negros.
—González,
Rubén, para servirle— saludó, con un susurro parco, mientras le daba un breve
apretón de manos. Y agregó: —“Canalla” de alma, para más datos.
Sergio Cejas
consideró que no era momento de esbozar siquiera su leve simpatía por la
“lepra” de Newell´s. Su interlocutor no parecía muy afable a las diferencias. Y
él no tenía ganas de malgastar la poca energía que sentía bullir en su interior,
a pesar de la bruma existencial que lo rodeaba.
—El señor busca
servicio especial— informó Ernesto, aún trepado al estribo, como si la oferta
de sexo, ajena en absoluto al contexto ferroviario –ahora lo percibía Sergio-
fuese un extraño rebusque del barman para hacerse unos pesos extras. —No me
hagas quedar mal…
—¿Alguna vez lo
hice?— retrucó el gordo, y sin aguardar respuesta alguna le masculló a Cejas
cerca del oído: —Sígame.
Sergio Cejas,
carente de todo equipaje, llevándose a duras penas a sí mismo, marchó detrás de
él sin saber muy bien lo que hacía. Todo le daba lo mismo. O tal vez no…
—¿Tiene plata?—
lo interrogó el gordo, ni bien subieron a una vetusta camioneta que los
aguardaba en una calle lateral. Sergio Cejas asintió, un tanto trémulo, aunque
no muy seguro por la cantidad que llevara encima. El gordo no pareció muy
convencido de la respuesta, por lo que disparó: —Revise bien los bolsillos,
¿eh? Sin efectivo, no hay trato. Ni viaje a ningún lado.
Sergio Cejas
indagó dentro de su ropa. Se sorprendió al encontrar en total unos seiscientos
veintitrés pesos. ¿Cómo había hecho para salir con tanto dinero a la calle, si
su idea inicial era tirarse bajo de un tren? ¿Y el dinero para el pasaje?
Misterio…
—Por mí está
bien— lo serenó González Rubén, y puso la camioneta en marcha. —Siempre que no
se ponga exigente…
Tardaron unos
quince minutos en llegar hasta un barrio obrero, de casas bajas y antiguas,
estacionando junto a una casona cuya elegancia había conocido épocas mejores.
Un par de hombres de considerables proporciones conversaban junto al portón de
entrada. Sergio Cejas se atemorizó, sin saber cómo declinar la oferta. Pero
González Rubén ya había bajado y lo aguardaba de pie junto a la puerta abierta
de su lado de la cabina, sosteniendo el cigarrillo negro entre sus labios:
—Vamos; las
chicas esperan.
Más que a una
tarde de placer, Sergio Cejas parecía encaminarse a paso cansino hacia su
ejecución. De pronto, el fugaz ratoneo que se le antojara a bordo del tren con
la fantasía de un encuentro sexual fuera de Buenos Aires se había disipado,
dejando en su lugar la cruel sensación de estar siéndole infiel a Evelina. La
imagen se le abalanzó con el peso mortal de un ataúd. Pero siguió adelante,
detrás de la espalda de González Rubén.
Los fornidos
patovicas se hicieron a un costado al ver llegar al gordo. Ambos cruzaron el
umbral para encontrarse con una habitación en penumbras, apenas iluminada por
un par de trémulos veladores en los rincones, y con el rumor de una cumbia
proveniente de un cuarto del fondo. Sergio Cejas apenas vislumbró un par de
siluetas femeninas caminando entre los sillones del cuarto, ajenas al entorno.
Casi tan ajenas como él.
—Venga—
masculló el gordo por sobre su hombro, sin despegar el cigarrillo de entre los
labios.
Atravesaron el
cuarto, impregnado de perfumes baratos, hasta llegar a una de las mesitas
iluminada por el velador. Recién al acercarse descubrió a la obesa mujer
sentada a un costado que se limaba las uñas con pasmosa indiferencia.
—Edith: el
señor quiere tomar los servicios de las chicas— informó el gordo, y mientras
volvía hacia la puerta de calle le dijo a Cejas al pasar: —Lo espero afuera. Si
no estoy, me espera Ud.
González Rubén
salió de la casa. La masculina voz de la tal Edith retumbó cerca suyo.
—¿Qué le gustaría?
¿Bucal… vaginal… anal… completo…?
Pasmado, Sergio
Cejas volvió la cabeza hacia la mujer obesa y no supo qué contestar. Una sola
idea le cruzó la mente.
—¿Qué puedo
hacer con quinientos pesos?— preguntó.
—No mucho— dijo
ella, sin levantar la vista de la indiferente labor de la lima. —A menos que no
le importe tratar con Isabel…
Él permaneció
en silencio, sin entender.
—Las blanquitas
y jóvenes son las más caras —comenzó Edith, casi resignada ante una explicación
que parecía recitar de corrido todos los días. —Cuanto más entradas en años,
más baratas cotizan. Menores de edad no tenemos; vaya a buscarlas a los bulos
de los políticos o los narcos, si las quiere—. Otro silencio contemplativo
hacia la tarea de manicuría, hasta que por fin, recordando a quién le estaba
hablando, agregó: —Isabel es la tullida.
—¿P…perdón…?—
balbuceó Cejas, incrédulo.
Edith ya
parecía molesta por tener que hablar tanto.
—Se cayó del
tren hace unos años— informó, siempre sin mirarlo. —Ya se dedicaba al oficio,
así que después de la tragedia siguió en lo suyo como pudo, o pidió limosna en
la vereda, hasta que se refugió con nosotras. ¿La quiere o la deja?— terminó
ella, impaciente.
Sergio Cejas
tuvo el impulso de escapar, aunque irse de aquel lugar sin haber cumplido el
esperado alquiler de cuerpos era como cavar su propia fosa hacia el abismo de
la desesperación. Afuera lo aguardaba un tren, incierto pero veloz, al que
ningún ruego podría detener, y cuyo destino fuera lanzarse sobre él, no
precisamente para llevarlo como pasajero…
Estremecido por
un escalofrío, le parecía estar escuchando la lúgubre sirena de la locomotora
acercándose hasta él, cuando se escuchó decir:
—E-está… bien.
Me quedo con la …t-tullida…
—¡Greeeeeetaaa!!!
—aulló Edith, sobresaltándolo, siempre sin levantar la vista de sus uñas, más
que perfectas. —¡Decile a Isabel que tiene visitas!!!
Sergio Cejas
estaba a punto de acercarse a la cortina de cuentas de vidrio que separaba la
sala en penumbras del pasillo hacia donde imaginaba que estaban las
habitaciones, cuando oyó un chistido que lo detuvo en seco.
—Se paga por
adelantado —anunció Edith, terminante. —Son quinientos pesos.
Cejas dejó el
dinero sobre la mesa, con mano trémula. La mujer obesa aclaró:
—Si es de los
que se impresionan, lo lamento; no hay devolución.
Manoteó los
billetes, mirándolos apenas, se los guardó en el escote, y ya no habló más, ni
ocurrió nada durante unos minutos, salvo el abandono de la lima en reemplazo de
un esmalte flúo. Jamás lo miró a los ojos.
La cortina de
cuentas de vidrio cantó al abrirse. Una chica delgada y morochita, vestida
solamente con una enorme blusa que le cubría hasta el comienzo de los muslos,
luciendo una amplia sonrisa rematada en dos enormes paletas de conejo, le hizo
una seña para que pasara. Sergio Cejas la siguió, con paso vacilante. El sonido
de la cumbia sonaba cercano. Por debajo del perfume barato había un intenso
olor a humedad. Caminaron hasta el fondo de un largo pasillo en penumbras,
donde sobre una ajada puerta de madera la morochita golpeó dos veces.
—Pase. Está
abierto— respondió una voz de mujer.
La chica abrió,
empujó la puerta, y sin borrarse la estúpida sonrisa de conejo se hizo a un
lado para que Sergio Cejas pudiese entrar. Una vez que ingresó en el cuarto,
iluminado por una lámpara en el techo, ella cerró la puerta a sus espaldas. A
Cejas le costó reconocer la imagen, acostumbrado a la penumbra del salón y del
pasillo.
La imagen de la
cama en el centro del cuarto con la mujer recostada sobre ella acaparó toda su
atención, salvo por la silla de ruedas, antigua y maltratada, que yacía cerca
del colchón, con una bata sobre ella. La lámpara alumbraba desde el techo a una
chica de unos treinta y tantos años, de tez trigueña, bonitas facciones,
cabello enrulado, hombros sólidos, pechos firmes, vientre un tanto abultado y
caderas amplias. Algunas cicatrices le cruzaban el abdomen, quizá producto de
varias operaciones. Se la veía bien alimentada, con el tronco apoyado sobre
varias almohadas, y aunque estuviese desnuda por completo, las sábanas le
cubrían las piernas desde el borde superior del muslo hacia abajo. Donde
deberían haber estado sus piernas.
—Hola— lo
saludó ella, extendiéndole una mano, a modo de invitación. —Bueno… ¡Qué suerte
la mía! Dale, vení… Acercate. No siempre me tocan clientes tan finos como vos.
Sergio Cejas
creyó que la chica se burlaba, considerando la andrajosa imagen que presentaba
desde hacía tiempo. Se detuvo a pensar en la clase de hombres que la visitarían
a diario, y contuvo sus ofensas. ¿A diario? Tal vez, dadas sus condiciones,
Isabel no debería ser muy requerida por los clientes del lugar. Sin embargo,
alguien con sus características hubiera sido muy solicitada por quienes gozaran
de perversiones como éstas. Si hasta parecía bonita…
—Vamos, che. No
seas tímido— lo incitó ella, agitando el brazo en el aire para que se acercara.
Él avanzó
tembloroso, sobrecogido por la imagen, sintiendo una honda vergüenza, como si
quien estuviese desnudo fuera él. ¿Llegaría a tener una erección sabiendo lo
que había –o no- debajo de aquella sábana?
De pronto,
deslumbrado ante lo inesperado de la sensación, avasallado como por una
locomotora desbocada, descubrió que lo único que quería obtener de ella era un
abrazo fuerte y contenedor. La cruel indefensión que contemplaba sobre aquella
mujer le parecía insignificante frente a su propia desprotección.
Caminó hasta el
brazo extendido, se sentó sobre el colchón, y antes de que Isabel comenzara a
quitarle la campera Sergio Cejas se derrumbó sobre ella, sin mirarla, abrazado
a esos hombros sólidos y musculosos como un borracho aferrado a un poste de
luz, y se puso a llorar.
Un llanto
agónico, profundo, de esos sollozos que emergen desde los abismos del alma y
pronto se convierten en una caudalosa catarata, devastando cualquier falsa apariencia
de tranquilidad.
Sorprendida,
Isabel le devolvió el abrazo, con una calidez inusual, desconocida para sus
cada vez más ocasionales clientes, y comenzó a acariciarle el cabello de la
nuca, mientras murmuraba, casi a su pesar:
—Bueno… bueno…
ya va a pasar… No te pongas así… Ssshhhhh…
Sergio Cejas se
aferró aún más a ella, a su piel, a su calor. Ya no le importó saber dónde se
encontraba, ni ante quién estaba, ni cuál era su condición. Sólo le importaba
saber que existía ese abrazo, ese afecto momentáneo que no sabía cómo calmar,
pero que al menos intentaba la proximidad de otro cuerpo, buscando sentirse un
poco menos solo. Un oasis en medio del desierto, en el que sólo quería beber y
refrescarse, de la manera que fuera…
Sin siquiera
secarse las lágrimas, con la mirada enturbiada, comenzó a besarle el cuello, a
incorporar a la chica hasta sentarla en la cama, a desplazar lentamente sus
manos a lo largo de aquella espalda, descendiendo hacia una cintura donde
comenzaba una zona cruzada de marcas, y ascendiendo luego hacia sus pechos,
experimentando una ternura insólita, como hacía mucho tiempo no sentía al lado
de nadie, olvidando por completo el contrato pactado con la mujer obesa.
Isabel recuperó
parte de su entereza profesional, desoyendo aquel momento de tierna debilidad,
cuidando de no caer en el peor de los errores que podría cometer: enamorarse
ante los sentimientos de los clientes. Al tipo éste se lo notaba destrozado,
aunque su cuerpo estuviese entero. Ella, ignorando cómo, parecía sentirle el alma
partida en pedazos dentro del pecho, y sólo atinaba a abrazarlo y acariciarlo,
como si con aquel contacto pudiese combatir sus propios temores. Hasta que
volvió a intentar quitarle la campera, y esta vez él le ayudó, reaccionando
como un autómata, desvistiéndose en silencio, buscando una mayor cuota de
calor.
Una vez con el
torso desnudo, y aún sin verla a través de sus lágrimas, que le anegaban las
mejillas, volvió a abrazarla. La suavidad de su piel, junto al vibrante roce de
sus pezones, lo estremeció, causándole una erección casi dolorosa que lo obligó
a desprenderse violentamente del pantalón.
Tenderse sobre
ella y penetrarla fue mucho más que un acto de placer; se convirtió en una
desconocida necesidad vital. La prostituta tullida, acaso deforme, se convirtió
en la mujer amorosa, dadora de ternura y contención. Y el orgasmo, inexplicable
para ambos, los transportó muy, muy lejos, allí donde las palabras carecen de
cualquier significado.
Las lágrimas se
secaron sobre la piel y las almohadas. Los jadeos cesaron en una serie de
acompasados suspiros. Y ninguno de los dos, sostenido de ese abrazo, atinó a
quebrar aquel instante con palabras vacías.
Sólo después de
un buen rato, ambos se irguieron muy despacio, consiguieron mirarse a los ojos,
y sin premeditarlo, preguntaron a la vez:
-¿Cómo te
llamás?
*De Alberto
Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar
-Inventren
(2005 – 2017)
***
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CASANOVA. JUSTO VILLEGAS. JOSÉ INGENIEROS.
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SALADA. INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA. VILLA DIAMANTE.
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OBLIGADO. ESTACIÓN DOYHENARD. ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
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1 comentario:
Hola Eduardo, muy interesante tu blog, gracias por la recomendación, seré una nueva visitante a partir de ahora, que sigas bien!
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