lunes, octubre 01, 2007
EDICIÓN OCTUBRE
INVENTIVASocial
Edición OCTUBRE 2007
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Matrioska*
Alma
cautiva en un cuerpo
anclado en una celda
la más oscura celda de una prisión infinita
arraigada en el corazón de una ciudad sin nombre
la más anónima de todas las ciudades
de aquel mundo perdido entre millones
de planetas
estrellas
nebulosas
en constante movimiento.
Y sin embargo, todo
parece suspendido en el instante.
*de Sergio Borao Llop. sergiobllop@yahoo.es
http://sbllop.blogia.com
http://www.aragonesasi.com/sergio
XXVI*
Tus muslos
derivan en un cielo
de espuma
apeándose
en mi boca
donde Octubre
no entraba.
En ese verano
que adelantaba
sus huestes
desplegaba su mar de cigarras
su devenir
de mariposas lecheras
su mediomundo
que trazó ese tordo
solitario
como un tonto
carbón
por el cielo.
Tus muslos
ese Otoño
se abrieron
y yo entré
al mundo más feliz
desde entonces.
*de Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
LA PREÑEZ DEL CANIBAL*
Conocía los secretos del pabilo,
La ciencia del sándalo y la quietud del agua.
Hablaba sin embargo la curva del humo
deslizándose sobre el aire.
Con el tiempo había aprendido a mixturar
El instante con algunas ideas consistentes,
Logrando la soltura de los yoguis.
Sin paciencia enhebraba el azar
Para levantar la bandera de seda
Sobre el techo de su casa.
El caníbal, un tiempo anduvo sin rumbo:
Casi perdido.
Hasta que al fin,
Levantó su mano con tierra,
Como un puñado de dioses que agazapados
Esperaban el segundo
Para volar clavándose en el odio.
Y comenzarán a brotar risas en su boca.
Y el corazón le crecerá hasta la altura de la tarde.
Y desde el centro de la Luna en cuarto creciente,
Un sonido de aire de reloj bajará hasta la tierra.
Convidado con creces beberá solitario su última
Contracción,
Puesto de rodillas pujará la criatura.
Y la vieja cicatriz, la sutura,
Detendrá un poco más el llanto de la cría,
Y desde adentro sonará mansa.
Asimismo la duda,
Vendrá con su facón a chancletear ante el sitio.
Convidará ginebra en tanto canto.
La guitarra en otro puño
Con la cinta del color azud.
Azud. Blanco y Azud.
El caníbal debió nacer antes,
Pero aun no ha nacido.
Su figura se ve en sueños.
Es un presentimiento de luces efímeras.
Un fuego fatuo en la boca del Padre.
Un tanto verde al madurar
Para llevarse las señas,
Un tanto más cerca de las vueltas de la llave.
Beberá el saludo y el aire del mar.
La duda le empezará a nacerle
Justo en el instante del cordón umbilical,
Pero la velita encendida en la casa
Ante la estampita de la Inmaculada Concepción
Evitará los quebrantos.
Luego silbará mansa
el sonido de lo que viene
sin prejuicio alguno.
Su babero será el norte de los astros
Y su baba el poema de lo oculto.
*de EDUARDO "BLUES" VILLALBA.
-Fuente: http://www.barcoebrio.com.ar/blues.htm
¡A escena, actores!*
Helia Pérez Murillo, mi compañerita en las clases de interpretación, así como en las de expresión corporal, enseñaba literatura inglesa en un colegio religioso. Religiosa ella, rara avis, buen humor y mal aliento, no respondía a los cánones usuales de quien se prepara para ejercer de actor. Se anexaba a los grupúsculos más laburadores sin desestimar a los que apuntaban hacia un destino de reviente. No todos la querían (nunca ocurre) y menos aún, la comprendían. Detalles simpáticos la adornaban: en substancioso revoltijo portabas tijerita, carreteles de hilo blanco e hilo negro, dedal, aguja, alfileres de gancho. Costurera ambulante, un botón me cosiste apenas nos conocimos. Por años trazamos un mismo derrotero estudiantil. Realizamos, a propuesta mía, los seminarios de maquillaje y de foniatría. Hicimos “de pueblo” (categoría “figurante”), bajo contrato, en la tragedia campestre “Donde la muerte clava sus banderas” de Omar del Carlo, en el Cervantes. Vos, como “mujer ribereña”; yo, detrás de una decena de ursos también disfrazados de montoneros, en un cuadro secundábamos a Venancio Soria (Alfredo Duarte) peleando a facón con su padre, el general Dalmiro Soria (Fernando Labat), en el segundo acto. Se te veía en el escenario. A mí, en cambio, como dije, cubriendo las espaldas del pelotón, con barba y gorro, el más bajo, sólo se me hubiera distinguido con la perspicacia de la que mi padre y su primo Boche carecieron cuando recibíamos los aplausos. De ese saludo en la función del estreno, conservo una foto: allí estamos: vos, sobre la derecha, empollerada y con pañuelo en la cabeza; yo, en el otro lateral, inclinado, con poncho y lanza, respetuosamente.
Nunca olvidaré aquella friega entusiasta que me propinaras con linimento Sloan, antes de irnos a comer Traviatas al barcito de la galería de la Sala Planeta. Ese calambre fue de lo más genuino, y por mí la pantorrilla hubiera podido quedarse agarrotada. Me dulcificaste. De qué buen grado te habría ofrecido todo mi territorio recontracontracturado. Te deseé con continuidad. Me enfebrecitabas al cerrarte el sacón de vizcacha o cuando te instilabas el colirio. Virginidad agazapada, Helia, vos, transida y amagante con tus treinta y cuatro años en ristra, mientras yo, con ocho menos, te alcanzaba mis versos esotéricos, mis silvas a la metalurgia y a la agricultura, mi única lectora, siempre una palabra amable, como una novia. También siempre tuviste hermanos mayores, todos machitos, y siempre confundía yo la voz de tu mamá con la tuya, por teléfono. Tu padre, siempre, además, fue un anciano delicado de salud. Vivías en una mansión de ésas que emputecen a un pequeño burgués que como yo la otearía desde afuera y de noche, a bordo de su Ami a dos tonos de colorado, bien de chapa, con vos sin terminar de despedirse ni de nada, en una callejuela de Adrogué, mucho árbol y parejo empedrado, mucho, muchísimo parque alrededor de la casona. Yo te dejaba, Helia, precisamente en el portón que se abría a toda esa manzana lóbrega y rodeada por ligustro.
Estuve casado durante los dos primeros años de tratarnos. La conociste a Viviana. Te amedrentaba su independientismo enérgico, y su desconcertante labilidad. Por entonces, con Antonieta y Alejandro concurríamos a los café-concert, previa presentación de nuestros modestos carnés de la Asociación de Estudiantes de Teatro. Sucesos que acontecían cuando te mandaste con Samuel Gomara esa atrevida improvisación en clase, incorporando los diálogos de Ionesco en “Delirio a dúo”. No te notamos más que ligeramente turbada cuando tu ducho partenaire te lamía a través de la malla amarronada y te besuqueaba en la nuca y se entretenía en tus nalgas y hasta en el perineo con los avispados dedos de su pie derecho, el mocoso. Nos quedamos boquiabiertos, y encima el texto no molestaba, abstrusas líneas que habían logrado justificar, ustedes, el adolescente aventurado y la ex-catequista. El recuerdo de tus desmandadas acrobacias me impulsó a la paja, admito, las nítidas imágenes de aquel recíproco adobe juguetón. Durante un tiempillo disfrutaste de popularidad, pero tus remilgos, opiniones y falta de swing te remitieron a tu primitiva ubicación.
María Palacini me informó de tu presencia en una velada de gala en el Teatro Colón con un joven británico, alto y rubio, con el que platicabas en su idioma. Al salir, con levedad, él te había tomado del brazo, según la chismosa que los siguiera hasta una parada de taxis.
Nos extasiabas recitando en inglés los sonetos de Shakespeare. Y no te hacías rogar. Ya más nacionales (Dragún, Gambaro, Monti), nos divertíamos memorizando escenas, tirándonos almohadones, para automatizar la incorporación de la letra.
No me gustaba ni medio que te trataras con un psiquiatra, que fueras a recibir consejos y medicación de ese vetusto chanta catolicón, amigo de tu padre. Te costaba dormirte, tenías sacudidas en la cama, súbita sudoración, lipotimia y taquicardia de origen emocional. Circulabas también con la farmacia a cuestas, y el kiosco: pastillas de menta y mandarina, Genioles por las dudas, Efortil, antiespasmódico, Curitas, terrones de azúcar, saquitos de té. ¿Qué no he visto salir de tus carterones? ¡Ah, y el asma! El asma que habías superado tratándote con ese doctor, lo que hacía que sintieras por él una gratitud incondicional. Eras, en cierto modo, su cautiva. ¿Nunca de una pasión descontrolada?... En tus jornadas de retiro espiritual te imaginaba incandescente, aunque fuera por el divino Jesús, y después retornando a mí, aún sin el alivio procurado. Retornando, digo, vos, la no siempre macilenta. Cada tanto algo ocurría y tu cabellera lucía limpia y alborotada, vestías una ropa fantástica, calzabas zapatos acordes y todo así.
Remanida en expresión corporal, tus progresos fueron magros al principio. Allí se expuso ejemplarmente tu confusión. El profesor soslayó la calentura larvada que resumabas. No por tus pies planos y jirones de pintoresquismo, menos eras un volcán. Gocé cuando me embadurnabas y desembadurnabas mientras realizabas las prácticas cosmetológicas y de caracterización: Ratón Mickey, villano, mariquita; cíclope, linyera, marciano, bucanero. Jamás desprovista de ahínco deslizabas tus algodones por mi cara.
Cuando en pleno auge grotowskiano, Guido y Jorge se desnudaron recreando las circunstancias de un cuento originariamente infantil, vos eras observada al menos por mí: impávida, simulando, negándote al impacto visual. Retaceaste, luego, el imprescindible comentario.
Vivía solo cuando me insinué y me disuadiste: nada cambiaría entre nosotros. Yo, en broma atropellaba: “Soy el hombre de tus...” Y apelabas a mi compostura. Me descubriste besando a un minón por el obelisco; y ciñendo de la cintura a una espigada pendejita del Bellas Artes, en la esquina de Quintana y Libertad. Y de esos encontrones, ni una palabra.
Astuto, te sugerí preparar para el fin del cuarto año lectivo una pieza corta de Tennessee Williams: “Háblame como la lluvia y déjame escuchar...” Aceptaste de inmediato, conmovida. “La mujer alarga el brazo, un brazo delgado que sale de la deshilachada manga de su kimono de seda rosa y coge el vaso de agua, cuyo peso parece inclinarla un poco hacia adelante. Desde la cama el Hombre la observa con ternura mientras ella bebe agua.” Ensayaríamos en mi departamento una vez por semana. Con el texto nos meteríamos cuando la etapa de improvisaciones estuviera avanzada. En los dos primeros sábados estuvimos trabados. En el tercero ubiqué mi cabeza en tu regazo y me amparaste. “En la ciudad le hacen a uno cosas terribles cuando está inconsciente. Me duele todo el cuerpo, como si me hubieran tirado a puntapiés por una escalera. No como si me hubiera caído, sino como si me hubieran dado puntapiés.” En el siguiente sábado me acariciaste, no sin algún grado de entrega, breve, claro está. En el quinto, te retrajiste: previsible. “Me metieron en un cubo de basura que había en un callejón, y salí de allí con cortes y quemaduras en todo el cuerpo. La gente depravada abusa de uno cuando se está inconsciente. Cuando desperté estaba desnudo en una bañera llena de cubitos de hielo medio derretidos.” En el sexto sábado, como había mucho ruido en el palier, nos mudamos al dormitorio. Incluimos el borde de la cama (matrimonial). En el séptimo, y habiendo adoptado ya ese ambiente, apagué la luz y susurré, mi voz entrecortada, la tuya opaca, neutra. “Recorreré mi cuerpo con las manos y percibiré lo asombrosamente delgada e ingrávida que me he quedado. ¡Oh, Dios mío, qué delgada estaré! Casi transparente. Apenas real, ya.” En el otro fin de semana nos reunimos, además, el domingo. Vos arderías subrepticiamente, y yo, agitado sufría y cerraba la puerta, te invitaba a trastornarte con el auténtico temporal que zarandeaba la persiana, apagaba la luz y en completa oscuridad intercalaba frases de Williams, mientras con impericia me libraba del gastado pantalón de corderoy (de bastones anchos) y de la polera. Algo se me anunciaba desde la médula, al tantearte; sofrenado me encimé y desgarré de indeseado semen, todo mi ser ridículo y perentorio, me ofrendé al slip de nailon. Destemplado justifiqué el recule, atiné a desdecirme y vos te adaptabas, Helia querida, módica, en lo tuyo. Me fui vistiendo con ocultado desdoro, encendí la luz, alegué desconcentración y desánimo, tomamos mate con bizcochitos de anís en la cocina.
Durante los días subsiguientes recobré ímpetus. Un tropezón no es caída. Mis antecedentes de eyaculación precoz habían sido aislados y en circunstancias atípicas o calamitosas. El ensayo de la obra, no obstante lo viciado del procedimiento, nos conformaba. Y fuimos consubstanciándonos con el texto. “Tendré una habitación grande, con postigos en las ventanas. Habrá una temporada de lluvia, lluvia, lluvia. Y me sentiré tan agotada después de mi vida en la ciudad, que no me importará estar sin hacer nada, simplemente oyendo caer la lluvia. Estaré tan tranquila. Las arrugas desaparecerán de mi cara. No se me inflamarán nunca los ojos. No tendré amigos. No tendré ni siquiera conocidos”: tu largo monólogo final, el poético y enrarecido clima de la pieza. El punto era cómo enajenarte, cómo enajenarte y mandar, mandar la escena al carajo. “Sus dedos recorren la frente y los ojos de ella. Ella cierra los ojos y levanta una mano como para tocarle. El le coge la mano y la mira volviéndola, y después oprime los dedos contra sus labios. Cuando se la suelta ella le roza con los dedos. Acaricia su pecho delgado y liso, como el de un niño, y luego sus labios. El levanta la mano y desliza sus dedos por el cuello y el escote de su kimono a medida que se afirma el sonido de la mandolina.” Creadas las condiciones de río revuelto, pescar, arrebatar los numerosos peces, los peces de tu soterrada lujuria. Y así, otra vez a oscuras la escena, impregnado, mórbido, con suavidad te bordeo, nictálope, busco tu boca con mis dedos, rozo tu nariz, beso tus párpados con alevosía, me desenvaso de las incordiosas prendas, doy contra tus dientes interceptando mi lengua, sin arredrarme aplasto tu mano con mi sexo, te aplasto, tenaz y corroído, te encepo los pies, girás la cabeza como que te dispararías, pero yo te sigo en el giro sin separarme, y resistís también con las piernas, aunque tu mano no pugna por zafarse de mi aplastamiento. Es más: me siento aferrado; advertirlo me nutre de renovadas ínfulas, no cejo, y tu boca y tus piernas algo se distienden; yo confío, me arrellano, tu lengua soliviantada no atina a organizarse; ¿qué es esto?: esto es mi nobilísimo tironeo de tu ropa, la cual desparramo, te quito las medias, te dejo en aros y en crucecita. ¿Y quién piensa en el inmenso dramaturgo norteamericano, si hiendo tus pezones y debajo te tenemos, transpirada y silenciosa?; “...el viento limpísimo que sopla desde el confín del mundo, desde más lejos aun, desde los fríos límites del espacio ultraterrestre, desde más allá de lo que haya más allá de los confines del espacio”; y tus brazos a los lados, como desmembrada, y a no distraerme, que esto en cualquier momento se quema, ya adviene lo superlativo, y se quemó cuando subiste las rodillas. Costó un poquito pero percibí que me alentabas. Respirabas mejor, acordáte, después de los espasmos.
Aún hoy, años después, ensayamos de vez en cuando la escena. Nunca presentamos en el curso nuestra versión libérrima. Nunca toleraste que encendiera la luz ni que subiera la persiana. Nunca me permitiste pasar a los papeles sin el ritual de “el suelo de aquel departamento junto al río...cosas, ropas... esparcidas... Sostenes... pantalones... camisas, corbatas, calcetines... y muchas cosas más...” Nunca te permitiste fuera de contexto un ademán extra-compañeril. Nunca aludimos al diafragma que aportaras a nuestros encuentros. Nunca me dejaste ni un mísero recado en la mensajería, en fin, ni un mísero recado de tinte qué ganas que tengo, y siempre arreglaste con prontitud para reunirte conmigo a ensayar cuando, como hasta ahora, te lo propongo.
Helia: siento urgencia por descristalizar esta trama. No te amo. Todo es perfecto. Quiero más con vos. Ansío secuestrarte. Variados argumentos. El epitalamio, el epitalamio. Pronto me mudo. Ensayemos otra obra. Proponé vos: Beckett, Jean Genet, Arrabal, Harold Pinter, Sartre, Schiller, García Lorca, Osborne, Ibsen, Armando Discépolo, Strinberg, Pirandello, Eurípides, Valle-Inclán, Racine, Benavente, Adellach, Camus, Albee, Leroi Jones, Aristófanes...
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
XXVIII*
Hace poco
cabía
un vendaval
en un vaso
un agosto
en un árbol
un caballo
en un techo.
Hace poco yo
volaba
en un barrilete
desbordaba
corpiños de nubes
simulaba un océano
extraño
mientras mi padre
solitario
por el campo
cazaba.
*de Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
Oda al agua*
En los canteros de mi mente
florecen los pensamientos
que te recuerdan en silencio
y exaltan tu presencia.
Me zambullo en tu esencia
y repaso tu historia
para hacer un balance
de tu larga vida.
Eres la bonita reina
en los inmensos mares,
juegas en los ríos
bañando las piedras.
Dibujas en los pisos
una cálida sonrisa,
riegas las plantas
con tus lágrimas espesas.
Alivias las bocas sedientas
con tus húmedas caricias
y tus masajes relajan
los músculos del cuerpo.
El universo resplandece
con tu brillo azulado,
tus gotas se deslizan
con infinita belleza.
*de María Griselda García Cuerva. mg_cuerva@yahoo.com.ar
DETENER LA INUNDACIÓN*
La escena transcurre en un salón de tercer grado, la maestra ha dado el tema de los seres vivos y no vivos. Una vez finalizada la explicación, indica a los niños que levanten la mano para dar ejemplos y comprobar si han comprendido.
Seres vivos: Los conejos, las plantas, las mariposas, dicen los chicos.
Seres no vivos: Las piedras, las casas..... los pobres.
¿Cómo los pobres? Cómo los pobres, pregunta la maestra que ha comenzado a reír. El nene, con seriedad, explica, “mi papá siempre dice que la vida de los pobres no es vida”.
No es un chiste, ocurrió realmente en una de esas escuelas donde la ciudad se mezcla con los basurales y se degrada paulatinamente en la miseria de las casillas de cartón y chapa, en una de esas escuelas donde no se entregan las libretas de calificación porque los chicos no tienen un lugar seco, no tienen un mueble donde guardarlos.
Tiempo ha pasado desde que Borges narraba la belleza de la ciudad perdiéndose en el amplio horizonte del campo, las últimas casas confundidas con el atardecer de un cielo limpio y gigantesco.
Ahora las ciudades, todas las ciudades, se rodean de un amplio cinturón de odio. Un odio que brota como el humo de las quemas, como el hedor de los desechos descompuestos y el vaho amargo de las zanjas. Y de gente que no sabe de dónde viene, que solamente posee la seguridad de que su destino la forzará a permanecer dentro de esos paisajes, marcada por la pobreza que la estigmatiza con sus signos.
¿Cómo eran los indios? Preguntó un niñito en el mismo salón. Cómo decirle que los aborígenes eran morenos como él, tenían el mismo pelo lacio, los mismos ojos rasgados. Cómo decirle que él es un descendiente de esos indios por los que pregunta, si decirle esto es una especie de insulto. Si ser un aborigen es un insulto.
Y cómo decirles que ni siquiera son pobres, que la pobreza pertenece a tiempos mejores, y que se ha añadido un peldaño más a la escalera descendente, se ha colocado un escalón suplementario hacia abajo, y tal como los basurales inconfesados rodean las ciudades, la indigencia rodea la sociedad. Y ninguno, ni el lugar físico ni el social tienen salida. Tal como en la caritativa Inglaterra de las leyes azules se marcaba la mejilla de los mendigos con la “s” de slave, esclavo, la indigencia marca el cuerpo y cierra la posibilidad de escapar.
Un adolescente era animado por sus profesores, que entusiasmados por sus logros lo instaban a continuar sus estudios. Demostrando su temprana comprensión del mundo, el chico les preguntó si realmente creían que valía la pena el esfuerzo, porque cuando fuese a buscar trabajo nadie lo iba a contratar. No con esta cara, no con el dialecto de la villa miseria prendido en el habla.
No hay folklore porque lo que los arrasa es la desesperación. La postal pintoresca del niñito barrigudo y el perro flaco no nos debería provocar ternura sino vergüenza. Con horror pensamos en esos europeos que seguían su vida cotidiana mientras a unas cuadras salía de las chimeneas de los campos un humo denso. No entendemos que no hayan irrumpido en las barracas, que los pueblos no hayan derribado las alambradas para detener el espanto.
Nosotros tampoco hacemos nada. Nos condolemos por la suerte de los pequeños que nos ofrecen estampitas, algunas veces somos tan generosos como para depositar una moneda en las manos ávidas. Nos apena que no hayan tenido la fortuna de nacer en una familia con comida sobre la mesa, que no hayan tenido una biblioteca en sus casas, que no hayan tenido casa. Qué pena. Pero consideramos con juicio la propiedad privada como un derecho inalienable, y nos parece natural que todo se nos haya dado por un nacimiento afortunado. Es más fácil así, es más seguro para conservar la paz mental.
Y nos dan miedo. “Ellos”, los otros, nos dan miedo.
Quizás sea absolutamente razonable temerles, como los cortesanos temieron a las hordas de villanos que desató la revolución en las calles de París, como los habitantes de Río de Janeiro que saben que una avalancha de brazos y piernas finalmente enfurecidos, finalmente conducidos por su odio puede descolgarse de los morros.
“Ellos”, los otros, nos dan miedo, porque sentimos que tenemos algo que les pertenece. En el fondo sabemos que disfrutamos de una situación injusta, que el haber quedado dentro de los muros es una suerte y no un derecho, porque sabemos que en algún momento la muralla puede caer como finalmente caen todas las murallas, y esos hombres que despreciamos se tomarán la revancha de los esclavos. No nos engañemos, no son los pobres amables y simpáticos de Dickens, con sus mejillas sonrosadas y sus sonrisas serviles. A los indigentes no les dejamos nada de nada, y no nos asiste el derecho de demandarles más piedad de la que les hemos demostrado.
Quizás haya tiempo. A lo mejor aún es posible desarticular la bomba que marca la cuenta regresiva en el cinturón de edificios degradados alrededor de París, desarmar los slums alrededor de Londres, desmontar Latinoamérica, ese gigantesco río que si se desborda puede inundar el mundo.
No será con caridad, será con justicia.
No será con represión y vallas de alambre y equipos especiales de la policía, será cuando se permita que cada hombre y cada mujer y cada niño acceda a la dignidad que requiere su condición humana.
Si no lo hacemos, si no comenzamos a favorecer el cambio, entonces quizás sea mejor que suba la marea, que los volcanes que ya están secretamente encendidos liberen su fuerza devastadora, que los anillos se vuelquen hacia adentro y estrangulen los centros, que haya un cataclismo social para que se comience de nuevo.
Y que no hallen los alumnos a sus maestras, los mendigos a los dueños de las casas donde fatigan sus súplicas, los aborígenes a aquellos que les quitaron sus tierras. Porque entonces ya no habrá tiempo de explicarles lo que es la economía de mercado, el neoliberalismo, la globalización, de explicarles que nosotros no tenemos nada que ver con su hambre o su ignorancia. No habrá tiempo de explicarles que nosotros estábamos en nuestros asuntos, ocupados en nuestras cosas. No habrá tiempo de decir que no sabíamos, de mentirles, de elaborar teorías, de culpar al orden mundial, al gobierno, a nuestros vecinos.
Si alguna vez el río de llanura, el río de brazos y piernas marrones se desborda, si alguna vez esto ocurriese, en el momento de ser arrastrados por las aguas vociferantes y de ahogarnos no podremos sentir que es una injusticia ni clamar por nuestra inocencia.
*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Olvido en su Periplo a lo Contrario de lo Adverso*
Olvido se mece en un punto en el cual su boca es un radar que capta palabras interiores que van hablando desde el lugar catapultado y sus menudencias instalan el acecho de lo que oyen, como si fueran un gran dado de palabras que surgen cuando el este golpea sobre alguna superficie.
Se acerca a los bordes de la tarde, pero se acuesta luego con un cigarro en la boca radar y se lo devora con ligereza de gacela en medio del silencio de su monte interior con el candil de la noche todavía intacto en su pabilo. Ella lo mira. Le da esas escaramuzas que junta en los bares y los dancing para
incitarlo a salir. Pero Olvido no acusa recibo, se topa consigo mismo y pocas veces le da por las andanzas.
Comienza su lucha interior a mediados del día. En la mañana cobija dulces Espasmos en movimientos de pluma y escribe sin saber qué decir, yendo hacia un ahora que no tiene principio, pero sí la continuidad de su respiración en el cuadrante del día con sus pulmones henchidos de bocanadas de aire.
Sabe que en algún lugar existe un río que lleva su nombre, pero no recuerda el cómo ni el cuándo. Se para y silba nudos, sin acusar a su interior que cae sobre su frente desde algún lugar parecido a la imagen de Recuerdo, pero que es un vestigio de costumbres acicateadas por sus fibras de músculos.
Olvido era otro, en tiempos remotos llevaba su sombrero emplumado y cortejaba doncellas en lugar cualquiera y en cualquier tiempo, hasta que una vez oyó hablar de aquél árbol y del encanto de su néctar. Preparó su pasaporte a una nueva identidad. En una acción inesperada, Olvido se subió al precio
de un dios que lo marcó borrando sus miradas y sus posturas más particulares para convertirlo en algo así como un ave de lagunas inmensas y persistentes, de pasado desconocido, de umbrales sin aceptación de su dama más compañera: Memoria, su madre.
Recuerdo es padre de Olvido, y jamás lo tuvo tan cerca como cuando danzaba por los ríos en torno a las fronteras.
Memoria y recuerdo se precipitan en torno a un círculo que jamás a los mortales les es posible ver el lugar donde se cierra, cuando recae en el ahora.
Ahí permanecen días y meses en torno a algunos signos poco conocidos, mareando hasta la ebriedad a los que intentan descifrar un ápice de sus devenires.
Olvido conoce por haberlo aprendido en sus juegos de niñez, el recorrido completo del círculo de Memoria y Recuerdo. Para él es un pasatiempo descifrarlo en las noches cuando Luna Completa lo incita a cantar. La casa se llena entonces de velas con luces tibias mortecinas, encendiendo en un aire quedo y calmo, las notas que suenan de las canciones de los tiempos en los que Olvido solía ser un joven atractivo, jamás otro amante más deseado que él: vestidura flemática; la misma tentación vestida de implacable en el vaivén de sus ojos sencillos; sincero y colmado de secretos que desgranaría desnudo sobre los cuerpos elegidos; enamorando asimismo, cuellos de botellas de vino blanco.
De niño, Olvido iba de la mano de Memoria, Recuerdo los llevaba a veces
Sobre un carro a pasear por la rivera del río, o en su canoa, contornos inimaginados solían cobijar los árboles del camino, los pájaros más exóticos cantaban a su paso, leyendas de la Siesta y el Pombero se mezclaban entonces en sus oídos y él comía cocos que guardaba en sus bolsillos.
Olvido fue educado como uno que no iba a ser igual al común de la gente.
Hablaba el guaraní como un idioma dulce y el castellano con saña, para tomarlo como una espada de dos filos: razón y lógica. Conoció también las historias del Chaco, de aparecidos y cuentos de la guerra, pero jamás miró el cetro del poder como algo suyo. Así fue como preparado y listo para las altas casas de estudio, prefirió encerrarse en la cabaña paterna de la campaña y leer hasta que sus largas pestañas se incendiaran.
Más de una vez, Olvido, en la noche de San Juan, caminó sobre las brasas, subió al palo enjabonado y sacó la moneda con la boca sobre la paila empavonada. Sabía pescar anguilas y taralilas con gracia inusual.
Olvido fue un buen niño y su nombre era una promesa para el pueblo que lo quería y adulaba.
Pero todo fue distinto cuando comenzó su juventud, se hizo andarín y dejó su Pueblo, Memoria le había advertido que no llegaría lejos, que se cuidara de los territorios de la magia porque a él no le cuadrarían los hados de ésta.
Recuerdo le ofreció la oportunidad de estudiar el arte de la guerra o de la música, pero Olvido eligió por si mismo. Eligió el hermetismo y pasó de un lugar a otro, iniciando una carrera que lo incitaba tanto como lo seducía.
Realmente notable fue la vez que Perurimá le habló de aquel árbol, acaso herido por algún sueño malhadado en busca del saber, aquella vez su andanza fue a buscar un anzuelo que sería una cruz cincelada a modo de tamborón que extrañamente sonaría unísono al ritmo de su corazón, para ingerir en el néctar de ese mismo árbol, la celada de la propia cárcel de sus impulsos neuronales más lúcidos y singulares.
Perurimá le dio el mapa del sitio y señaló los atajos con una pluma de tinta negra hecha con caburé. En el ñandutí de Clementina, él guardó celosamente el papel, cobijando quien sabe qué esperanza semejante quizás al canto en vuelo de aves boreales trinándole al lucero, luego de que Orión se hubo marchado en su prosecución inútil de las Pléyades delante de la cabra que iba empujando el pesado día en ese Chaco insondable, aun no refulgente de cielo acerado y duro de fragua vesperal.
Así mismo, iba insuflado de una cordura inusitada otorgada por lo que él entendió como señales de la causa y el efecto, sin intuir siquiera que al perder su arraigo en la fe, estaba perdiendo lo más valioso de su espíritu.
A la manera de Psique con la lumbre de la lámpara de aceite ante el cuerpo de cupido, buscando la certeza del conocimiento, iba hacia el mágico árbol: "El Torcido Comedor", el de la sabiduría.
Con el último sorbo de mate cocido atizó el exquisito gusta de la primer chipá de la madrugada, y caminó bajo el trinar de las calandrias, zorzales y tortolas, ingresando al enmarañado monte, casi impenetrable.
Lacú lo saludó en las afueras del pueblo con una leve sonrisa, sin decir nada, casi inmutable con su cara de santo, pero siguió fumando su cigarro ante el aljibe, adivinando ya las intenciones de Olvido. Los perros le lamieron los tobillos, y moviendo la cola sin ladrar, lo vieron alejarse por la picada.
Caminó horas y días entre marañas de matorrales, bichos y arbustos para llegar al borde del estero que señalaba en el mapa la pequeña isla donde estaba el árbol del presunto conocimiento, patos siriris, loros, cigüeñas, garzas, teros, nutrias y cientos de insectos voladores habitaban la laguna.
En medio de la maraña de la superficie del agua se elevaban las maravillosas flores de Irupé, a modo de lotos perfectos, que se erguían inmaculadas en el aire todavía fresco de la mañana. Se arrodilló en la orilla y bebió largamente luego de apoyar su pequeño bolso con avíos y luego se sentó calmo y comenzó a cantar el "Ñeé", el Om guaraní que aprendiera con Policarpo Roa y solían practicar junto al León Mocoví, Ben Cotaro y el resto de los hermanos. Fue entonces cuando apareció una manada de jabalíes
la costa y salpicaba agua. Él se mantuvo calmo y advirtió que sobre la isla blancos que bufaban sedientos y entraron a la laguna en una hilera que mordía comenzaron a volar caranchos que la cubrían en forma de espiral, al rato, siete pumas se aproximaron agazapados y se echaron a su derecha, y al tiempo otros siete yaguaretés hicieron lo propio a su izquierda a unos siete metros de distancia. Un calor de melcocha picoteó su pecho sujeto a su camisa en la emoción de ver aproximarse un arco diminuto de colibríes de alas batientes que formaron un halo sobre su cabeza. Un picaflor zumbó en su oreja
izquierda algo que él descifró como una alerta, luego los pumas y los yaguaretés rugieron a coro el sermón del propósito, de la intención perseguida en el momento crucial, mientras desde lejos oía el chirrido de los caranchos cantando la canción del deseo:
"Dónde pescas hasta hoy
avatares del vino.
Qué lógicas te traen
a las luces sin brillo".
"Si bebes hoy el néctar
no sabrás tu pasado.
A cambio de los nortes
De la certeza misma,
Entregarás tus doxas
Rumiadas con mate.
Reemplazarás por citas
tus siete afirmaciones."
"Tu deseo pescará
en este mismo árbol,
una mente de radar,
lejos de ser un gran don."
"Vuelve sobre tus pasos.
Intenta con arte.
Acusa mansamente
el dolor de la razón."
Perurimá le había hablado algo del cáliz de la flor, y de cómo desnudo nadar en el estero con brazadas en el templo de un universo de dogmas interminables sin confundir el rumbo hacia el islote.
Unos loros comenzaron a cantar:
"Herida cerrada..."
Y todo el monte respondía:
"Herida cerrada..."
Olvido desnudó su cuerpo, rezó tres padres nuestros, extendió sus brazos de pleno hacia los costados, respiró profundamente, luego pausadamente los llevó hacia arriba de su cabeza y aterrizó sus palmas juntas en su frente mientras pensaba.
*de EDUARDO "BLUES" VILLALBA.
-Fuente: http://www.barcoebrio.com.ar/blues.htm
¿Elecciones en Cuba?*
*De Miguel Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
Desde Cuba.
Varios amigos argentinos se sorprenden cuando les comento que en Cuba nos encontramos ahora en las elecciones parciales y que en el primer trimestre del año próximo habrá elecciones generales. Alegan estar desinformados sobre cómo son nuestras elecciones y me solicitan que les explique, cosa que haré con la sencillez de un elector que ha participado en varias de ellas, pero que no es especialista en la materia.
Para hacer más sencilla la explicación debo aclarar algunos términos:
¿En qué consisten las elecciones parciales y las elecciones generales?
En las elecciones parciales los electores nominamos y elegimos nuestros delegados a las asambleas municipales del Poder Popular, y éstos, los delegados, eligen al Presidente y Vicepresidente de éstas, así como aprueban las candidaturas para delegados provinciales y diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular. Se realizan cada dos años y medio.
En las elecciones generales, elegimos a los delegados a la Asamblea Provincial y a los Diputados. Los diputados eligen al Presidente, Vicepresidente y Secretario de la Asamblea Nacional; así como al Presidente, Primer Vicepresidente, Vicepresidentes, Secretario y demás miembros del Consejo de Estado. Se realizan cada cinco años.
¿Quién designa las comisiones electorales?
La Comisión Electoral Nacional es designada por acuerdo del Consejo de Estado y a partir de ésta se van designando las de niveles inferiores hasta llegar a la de Circunscripción, que es designada por la Comisión Electoral Municipal.
¿Qué son las Circunscripciones Electorales?
Son divisiones territoriales que tienen los municipios. En caso necesario se pueden constituir circunscripciones especiales para los que residan permanentemente en unidades militares, internados escolares o colectivos que deben permanecer un tiempo prolongado fuera de sus domicilios. Por cada circunscripción se elige un delegado a la asamblea municipal y es un representante directo del pueblo.
Los miembros de las fuerzas armadas gozan de los mismos derechos al voto que el resto de los ciudadanos.
El proceso electoral comienza con las asambleas de vecinos de la circunscripción, electores, para nominar un mínimo de dos y un máximo de ocho candidatos a delegados. Cualquier elector que no sea nominado puede auto proponerse y si obtiene los votos necesarios forma parte de la candidatura. Todos los mayores de 16 años en posesión de sus derechos civiles pueden ser nominados En estas asambleas el elector vota a mano alzada y se hace el conteo públicamente. Las fotos y biografías de los nominados se colocan en lugares públicos y por ley está prohibido que los candidatos realicen campañas proselitistas ni de descrédito contra otros candidatos. También se expone en lugares públicos la lista de los electores, los que pueden reclamar a la comisión electoral de circunscripción la subsanación de cualquier error en la misma.
En la circunscripción a la que pertenezco se realizaron cinco asambleas de nominación, en las que los electores propusieron dos candidatos: una joven y un joven, o sea, una mujer y un hombre. En todo el país se han realizado miles de reuniones similares y este año las nominaciones concluyen el próximo 26 septiembre.
El segundo paso en estas elecciones lo tendremos el 21 de octubre, en la que elegiremos a uno de los candidatos como delegado nuestro a la Asamblea Municipal.
Como en ocasiones anteriores, este día se habilitan, como colegios electorales, varios locales de centros de trabajo o escuelas para facilitar el ejercicio del voto. Cada colegio tendrá un presidente, dos vocales y un secretario, que también son vecinos de la Circunscripción. El voto es secreto. No es obligatorio votar, es un derecho, un deber, pero no una obligación. Las urnas son custodiadas simbólicamente por niños y adolescentes, generalmente en uniforme escolar.
Una vez terminada la votación la mesa electoral procede a abrir las urnas y a contar públicamente los votos, delante de todos los electores que estemos interesados en presenciar el conteo, incluso de extranjeros, prensa nacional e internacional u otros no electores del lugar. El elegido tiene que obtener más del 50 % de los votos, en caso contrario se hace una segunda vuelta con los dos que más votos hayan obtenido.
Elegidos todos los delegados constituyen la asamblea municipal, y ejercen sus facultades para elegir los principales cargos a ese nivel y la aprobación de las candidaturas para delegados provinciales y diputados.
Paralelo al desarrollo de estas elecciones y formando parte de ella, se constituyen las Comisiones de Candidaturas nacional, provincial y municipales. Ellas elaboran los proyectos de candidaturas a delegados a las asambleas provinciales, de diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular, y para cubrir los cargos que eligen éstas y las asambleas municipales.
¿Quiénes integran las Comisiones de Candidaturas?
Están presididas a cada nivel por un representante de la Central de Trabajadores de Cuba (CTC) e integradas por los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), La Federación de Mujeres Cubanas (FMC), La Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP), la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) y la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media (FEEM). Las propuestas de cada organización siguen un proceso desde la base hasta el nivel nacional y cada una de ellas es libre de proponer como candidato a quien considere. Para ser candidato a diputado se debe tener 18 o más años de edad.
Debo reiterar que estas comisiones solo proponen candidatos, la aprobación de los candidatos que irán a elecciones, por cada lugar, las aprueban las asambleas municipales, o sea, los delegados elegidos por el pueblo en las circunscripciones. Y éstos tienen que constituir por ley hasta el 50% de los candidatos.
¿Cómo se desarrollan las elecciones generales?
La Comisión Electoral Nacional establece la fecha en que se realizará.
En ella elegiremos a los delegados provinciales y diputados que corresponden a nuestro municipio, según la cantidad de electores.
La organización y procedimiento para llevar a cabo las votaciones es semejante al de las elecciones parciales. O sea, el voto es secreto, el conteo es público y aunque no es obligatorio votar siempre hay una alta participación del pueblo en las elecciones. En todos los procesos electorales que se han celebrado desde el año 1976, han participado más del 95% de los electores.
Se puede apreciar que en Cuba tenemos un solo Partido, pero este Partido no propone, ni designa candidatos para las elecciones y tampoco interfiere o dirige ese proceso.
Los miembros del Partido y demás revolucionarios que son elegidos, es porque han sido nominados por la población y recibido sus votos. Cualquier persona puede hasta auto proponerse en las asambleas de selección de candidatos y si obtiene la aprobación de los electores integra la candidatura para las elecciones.
Si los elementos contrarrevolucionarios que viven en Cuba gozaran de apoyo popular podrían también ser elegidos y hasta ahora ninguno lo ha sido. ¿Por qué será? También pudiera llamarlos “mercenarios” o “traidores”, y no “disidentes” o “luchadores por la libertad”, como los llaman los enemigos de la Revolución, porque cualquiera puede acudir a Internet y comprobar que reciben salarios y otras prebendas de un gobierno extranjero, el de los Estados Unidos, y no lo digo en forma de metáfora, hasta documentos oficiales de ese gobierno lo dicen.
Otros aspectos que pudieran resultarles de interés: Los delegados ni los diputados son profesionales en su función, no reciben salario por ello. Por lo que mantienen la actividad laboral que desempeñaban al momento de ser elegidos Todos son trabajadores o estudiantes. Además, rinden cuenta ante sus electores, pueden ser revocados en cualquier momento de su mandato por quienes los eligieron y siempre están disponible para cualquier elector que desee hacerle algún planteamiento.
Nuestros diputados no hacen campañas políticas ni tampoco necesitan ser ricos para entrar en una campaña política, sólo sirven al pueblo.
Por supuesto que a este sistema electoral pudieran encontrárseles defectos. ¿Cuál no lo tiene? , pero seguramente es más democráticos que otros que se desarrollan en otras partes, y durante el mismo no desaparecen urnas, no se asesina a los candidatos, no se beneficia a uno u otro candidato ni tampoco se alteran los números, y sobre todo no se nominan ni eligen corruptos.
No creo haber cubierto todas las expectativas sobre el Sistema Electoral Cubano ni reflejado cabalmente lo que entendemos por democracia. Si el interés en este tema persiste, los remito a la página web de la Asamblea Nacional de Cuba, http://www.asanac.gov.cu/ y si no es suficiente, visiten Cuba durante las elecciones, les juro que no es mi intención hacer una promoción al turismo, pero valga, ni soy uno de los nominados.
LAS LANGOSTAS Y LA LUZ MALA*
Así como algunos pájaros construyen sus nidos con todo lo que encuentran, así él había hecho su casa, o mejor dicho su rancho, con pedazos de tablas, chapas, palos; y los agujeros más grandes los tapó con barro.- La hizo en un pequeño claro del monte, bajo los algarrobos y chañares del borde, por lo
que estaba un poco en el monte y un poco en la limpiada. Adentro no tenía casi nada. Dormía en un camastro hecho con palos cortados del monte, y en principio diría que no he visto otra cosa. Media docena de perros lo rondaban, lánguidos y flacos como él mismo.
Menudo de cuerpo, de mediana edad aunque con marcadas y largas arrugas en su cara curtida, de tez oscura, ojos pequeños negros y escurridizos bajo sus cejas pobladas e hirsutas, de escaso cabello lacio que tiraba hacia atrás; armonizaba todo con una boca generosa de gruesos labios, aún más oscuros,
que formaban a causa de su grosor una división, al medio, a lo largo de cada uno, que llamaban la atención cuando en su confusa tartamudez trataba de explicarse en ese idioma nuevo y tan difícil para él, de esa patria extraña a la que recién llegaba.
Labraba un pequeño pedazo de campo, un abra entre el monte, que un vecino le había cedido; con un viejo arado mancera y dos caballos de tiro, que así como los arreos y hasta la ropa, eran aportes de los colonos de los alrededores, que habían sentido pena de la miseria de este recién llegado de la guerra, y viendo sus ganas de trabajar coincidieron todos en ayudarlo. Al comienzo le daban incluso de comer, hoy aquí, mañana en la casa de otro colono.
Todos estaban bastante retirados unos de otros porqué allí en el norte de Santa Fe, en ese entonces, los campos eran grandes extensiones que los colonos iban sembrando parcialmente, ya que eran tierras circundadas y cubiertas en gran parte por montes e isletas, que poco a poco, y cada vez más, fueron ganando para el cultivo.
Mis tíos, que también eran colonos, eran los más cercanos. Todas las mañanas temprano, antes de comenzar sus tareas de la chacra, venía a buscar leche recién ordeñada y un pan casero, que era parte de su alimentación, y a veces la única de todo el día; otras sentía ganas de conversar y llegaba ya
anochecido, se agregaba e iba prendiéndose al mate que adoptó pronto, mientras iba venciendo su timidez y mejoraba lenta, muy lentamente, su lenguaje, y comenzaba a animarse, y entonces poco a poco hablaba de la guerra.
Era polaco, llegó tras la segunda gran guerra, escapado, como decíamos entonces. Había sufrido mucho, eso se veía y se conocía luego por sus relatos. Trabajador riguroso, derecho, simple, humilde y agradecido, se fue adaptando y luego pasó a ser un legendario personaje de la zona, conocido y
querido por todos. Generó anécdotas y circunstancias que los mayores aún mencionan, especialmente por su característica apariencia que llamaba tanto la atención, su lenguaje que lo hacía tan pintoresco e incluso lo aguerrido y encarador que resultó luego, cuando su situación material comenzó a cambiar, fruto indudable de su incansable trabajo.
Yo tendría seis años y mi hermano mayor once. Estábamos pasando unos días en el campo durante las vacaciones, nos divertíamos y también ayudábamos en algunas tareas. Acompañábamos a alguno de mis dos tíos en sus faenas: arar, sembrar, arrear los bueyes o las vacas. Todavía usaban una yunta de bueyes para tirar el arado,. Yo iba en el asiento de hierro dominando toda la acción, mientras uno de mis tíos caminaba con las riendas en la mano, y las rejas volteaban las lotas de tierra casi virgen y un vaho vaporoso con olor a tierra húmeda y cálida se levantaba entre el crujiente romperse del suelo.
Detrás venían y alborotaban palomas, gaviotines, alguna perdiz y un revoloteo de otros pájaros diversos que hacían su suculento almuerzo de isocas y gusanos. Alguna vez la reja cortaba víboras que sorprendía en sus nidos, y por un momentos ambas mitades quedaban revolviéndose entre los terrones removidos.
Una tarde desde ese trono tan chacarero que era mi asiento del arado, vi a uno de los perros, un manto negro, el más inteligente que tenían; peleando contra algo que no podía distinguir al principio, luego supimos que era una víbora y a la tardecita llegó extraño, silencioso y la cara hinchada, la boca babeante; la "yarará" lo había picado, y el magnífico "boyero" murió unas horas después, de un modo tan lastimero que no voy a olvidar nunca. Se llamaba Prince, era manso y obediente, él sólo a un único silbo de mi tío, se ponía en marcha y buscaba hasta el último de los animales que estaban pastando, vacas, bueyes, terneros, a todos iba juntando entre las isletas del monte y los reunía en un claro para arrearlos hasta el corral donde uno de mis tíos los encerraba. Si uno o más de ellos por mañeros se retrasaban o se perdían en lo más enmarañado, no sé cómo lo llevaba en cuenta, si los contaba o algo así, pero se las arreglaba para que todos sin excepción volvieran en el grupo. Después se arrimaba feliz a buscar el premio de una caricia.
En ese tiempo habían llegado las langostas. Cubrieron el cielo con una nube color violeta, parecía una terrible tormenta que se levantaba por el sur, luego el cielo se fue obscureciendo y a medida que la extraña nube fue tomando color se empezaron a ver movedizos puntos obscuros que pronto se
agrandaban y se convertían en las primeras langostas que llegaban, y se hacían miles y millones revoloteando y aterrizando tambaleantes, y cuando se asentaron en las plantas y en el suelo, taparon los montes y las chacras.
Las ramas se quebraban al no soportar la pesada carga de las langostas encimadas que las engrosaban. Revoloteaban por miles y miles en todas partes, llenaban el patio, entraban en la casa. No había como pararlas, y se comían todo, hasta pelaban la corteza de las plantas. Los cultivos desaparecían. Dejaban a cambio una cubierta de bostitas como pequeños y cortos palitos verdes. Cuando comieron todo, al cabo de unos días, comenzaban a levantarse e iban volando otra vez rumbo al norte como tras una misteriosa orden de partida, y en medio día no quedaba casi ninguna.
Pero antes de partir habían desovado. Perforaban pequeños agujeros en el suelo, millones, que llenaban de huevos, y tapaban. Sólo había que esperar unos días. y los agricultores tenían una nueva amenaza: Las langostas saltonas, las recién nacidas, que a su vez tenían que comer hasta estar en condiciones de volar y marcharse en nuevas y gigantescas mangas, ya que todas y paulatinamente se iban juntando y emprendiendo su interminable viaje.
Las pérdidas en las cosechas eran cuantiosas. La desolación y la amargura era total.
En aquel entonces el Gobierno aún cumplía su parte, quizás porqué su economía era directamente perjudicada. Movilizó el ejército y los cuerpos especiales del ministerio de agricultura, con una parafernalia de elementos en la lucha contra la plaga; helicópteros, flotas de camiones "guerreros",
lo que hoy serían todo terreno, jeeps, y agentes con equipos especiales, pulverizó los campos, los montes, cubrió el territorio afectado con los últimos productos químicos disponibles y en pocos años logró exterminarla.
Pero entretanto en cada chacra había que librar una lucha propia. Para eso los colonos recibían todo tipo de ayuda.
Recibían unas chapas galvanizadas lisas, con las que armaban barreras para atajar la langosta saltona. Cientos y miles de chapas se disponían unidas cercando cientos y miles de metros en todo tipo de terreno. Disponían también un lanzallamas y combustible. Las pequeñas recién nacidas saltaban y marchaban e iban avanzando y convergiendo por millones.- Parecía el repiquetear de un aguacero, cuando las gotas por miles caen unas sobre otras, en un silencioso, continuo, y tembloroso tableteo.
Salían de todas partes, pero las barreras las detenían y contra ellas se iban amontonando a todo lo largo de las chapas, en un montón continuo, que los lanzallamas repasaban continuamente haciéndolas brasas a medida que seguían llegando. Así decenas de colonos se reunían para acabarlas en los lugares de desove, día tras día en larguísimas jornadas, sin respiro; porqué no debían dejar que traspasaran las líneas defensivas.
Un verdadero trabajo solidario.
Fue por eso que uno de los tíos le pidió a mi hermano que a una hora de sol nos fuéramos a lo del polaco a decirle no sé bien qué cosa que trajera a la mañana siguiente, algo del lanzallamas, quizás un bidón con kerosén. Pero mi hermano se acordó cuando el sol estaba bajando, y salimos corriendo antes que mis tíos advirtieran que nos habíamos olvidado. Esa fue la vez que visitamos su casa, media metida en el monte.
Cuando volvíamos se fue cerrando la noche y había un buen trecho para hacerlo en la oscuridad y con bastante miedo, asustándonos de nosotros mismos. Se hacía largo el regreso, además era evidente que se hizo de noche por habernos olvidado de salir más temprano. Más adelante mis tíos venían a buscarnos con un buen farol y algunos perros., pero no nos regañaron como tal vez pensamos; al contrario, se alegraron de que estuviéramos bien.
Los acompañábamos también cuando repasaban las barreras o íbamos a llevarles un refrigerio. Cruzando por encima me hice un corte considerable en la pierna con el canto de una chapa. Yo veía a los demás pasar sin esfuerzo, pero mis piernas eran cortas entonces, y mis pantalones también cortos no me
resguardaron para nada. Con pañuelos me fueron parando la sangre y me llevaron a upa hasta la casa, donde me atendieron con métodos caseros, hasta que la herida terminó sanándose, como todas las cosas, con el tiempo y el cuidado suficiente. Lo que sí guardo de aquella vez es una imborrable cicatriz en la pierna izquierda, un poco debajo de la rodilla.
Con el tiempo la langosta, la plaga, fue quedando atrás; si bien el temor a que volvieran perduró muchísimo tiempo. Primero porqué se decía que volverían cada siete años; luego porqué nadie creía que se hubieran terminado así como así. Hoy parece mentira que esa pesadilla hubiera existido; y también lo parece que nunca hayan regresado.
Los colonos aprendieron a acanalar las chapas y se fueron usando para techar galpones y hasta las casas en el campo, en un uso similar a las chapas de cinc, tan comunes.
Creo que en esa etapa en que los colonos iban de casa en casa luchando todos juntos en esa descomunal tarea comunitaria es cuando "Don Pablo" como comenzaron a llamarlo, deja de ser "el polaco" y se fue convirtiendo en personaje. Tras la tarea era frecuente que apareciera una damajuana de vino tinto, y él estimulado, comenzaba a contar historias de miserias y privaciones, de sufrimiento, crueldad y hasta de heroísmo; cosas de la guerra. Pero contadas por él, en su media lengua, con sus gestos ampulosos
que exageraba quizás para hacerse entender, su cara desdibujada con sus labios anchos y ojos entrecerrados ya un tanto por el vino mismo, tenían una carga propia que era tomada más por el lado burlesco que por el drama que contenía en realidad, y terminaba provocando hilaridad, mientras él se
enjugaba una lágrima. Tan poco lo entendían.
En una de esas un vecino que recién lo conocía, divertido, y entre risotadas le dice a mí tío, codeándolo con el jarro de vino en la mano.: "- Viodi tu al' â cuatri labris chel càn dal osti.."- una expresión en
dialecto del norte italiano; que es como decir: -"¡Mirá vos!, ¡tiene cuatro labios este desgraciado!". Y si bien una mayoría era tan extranjero como él, nadie lo hubiera admitido, Don Pablo era el polaco, el extranjero, no como ellos que se sentían poco menos que criollos.
A veces venía con alguno de mis tíos a nuestra casa, y quedaba a cenar, y entre vaso y vaso de tinto comenzaba a contar de la guerra. ¡pobre hombre tuvo que huir de su patria! Contaba que dejó su familia, y un hijo pequeño.
Contaba tantas cosas, terribles. Pero nosotros, los más pequeños junto con mis hermanas, nos tentábamos de risa, porqué no entendíamos nada. Nada de nada. Alguna palabra o frase suelta que más aún nos tentaba. No podíamos aguantar la risa porqué nos parecía todo muy cómico.-¡Éramos mas bien
crueles!... El no nos prestaba atención, se excitaba, se posesionaba, gesticulaba, imitaba las explosiones, los tiros; Se agachaba como si se protegiera, o esquivara balazos, hacía ademanes a falta de palabras, y sólo entendíamos:
-"BRINM., BRAMM., BRONM.., BRINNNG.!!!, A viva voz en cuello, y eran tantos los aspavientos que el pobre hacía que terminaban todos riéndose, porqué era imposible no reírse. Pienso que él no lo advertía, o necesitaba transmitirlo sea como fuera. ¡Pobre!
El caballo lo volteó una vez por el alambrado de púa haciéndose un feo corte en la pierna. Se levantaba la bombacha campera y mostraba la herida, comentando en su media lengua; y queriendo decir que temía le diese el tétanos, dijo, recuerdo:
-"Dotor decir que vacular, sinó gararme la teta"- era tan sorpresivo su accidentado lenguaje que era imposible comportarse sin terminar riéndose, máxime si uno ya se tentaba de entrada.
Con el tiempo fue disponiendo de algún dinero. Entonces los sábados y domingo solía emborracharse con vino tinto de su ya tan familiar damajuana.
Compró un revólver y una escopeta. La escopeta era para cazar, perdices, palomas, liebres, que abundaban; o tirarle a los zorros que llegaban vuelta a vuelta a comerle algunas gallinas. Pero el revólver lo llevaba al ciento y cuando se emborrachaba llegaba al pueblo, un pueblo rural muy pequeño, y daba vueltas con su carro a todo el galope de sus caballos tirando tiros en plena noche y desafiando a los gritos.
Hasta que el comisario comenzó a apresarlo y tenerlo encerrado hasta el día siguiente. Pasada la borrachera volvía a ser el mismo Don Pablo de siempre y en paz saludaba sin rencores al comisario y a todo el mundo y volvía a su semana de trabajo. Pero ese fin de semana, o a lo sumo al siguiente, Don
Pablo volvía a sus andanzas: Galopes y carreras, gritos, tiros, amenazas. y de nuevo a dormir en la comisaría. El comisario, Don Sindo, y él, iban siendo casi como viejos conocidos; lo encerraba y se iba a dormir, al lado, en su casa, pegada a la comisaría, y a la mañana lo soltaba., y amigos como siempre.
Una noche el vino fue demasiado y el polaco se descompuso.- Tenía que ir al baño.- Llamaba pero el comisario dormía bastante lejos, no lo oía, y Don Pablo se retorcía gritando cada vez más fuerte.- Despertó a todo el vecindario con su letanía:
-"¡Don Sindo.!, ¡DON SIIINDOOO!...¡Abra porta!...¡Mira que sinó lo cago qui drento .!
También lo tentó el amor.- Conoció una compañera de la cual no se supo origen o procedencia, de allí no era, apareció un día y se afincó en el rancho.- Mis tíos quisieron saber qué proyectos tenía, sobre todo mis tías que pensaban en qué debía casarse, -"¡y no vivir en pecado!"-; por Don Pablo tenía ideas propias.:
-"Mira "Yaco", mira vos "Tito", a mujer lo traje .¡DE PRUEBA!".- Aquella vez una respuesta así escandalizaba al más prevenido o hasta al más libertino.-
Pero evidentemente la mujer no pasó la prueba, porqué dos semanas después el polaco volvió a quedar sólo en su rancho, como siempre había sido.
Algunos rumoreaban que en su casa guardaba ahorros y había quienes pensaban que era una fortuna, eso le dio cierto halo de prestigio, como cierta fama que inspiraba algo que iba más del familiar respeto. Gente de mala entraña, nunca se supo quienes, lo asaltaron una noche sorprendiéndolo dormido. Lo
golpearon, revolvieron sus cosas, buscaron la fortuna como quién va en busca de un tesoro legendario, pero no había tal, entonces le quitaron hasta la ropa, lo ataron al camastro con alambres apretados, y escaparon dejándolo allí desguarnecido, sólo en medio de la nada.
Cuando lo encontraron, muchos días después, con heridas infectadas, medio muerto; de milagro pudieron salvarle apenas la vida, y le llevó un buen tiempo sanar y superar tan feo trance.
Pero era hombre duro, la vida lo había curtido de cuerpo y alma. Al cabo de un tiempo volvía a ser el Don Pablo de siempre.
Una noche cerrada, de nubes bajas, volvía del pueblo en su carro, sosteniendo las riendas con una mano, rumiando recuerdos de su patria, de lo que dejó en Polonia, de su nueva tierra; abrazando su damajuana, cuando de pronto vio algo espantoso, y sintió miedo por lo desconocido y por la tremenda soledad que lo rodeaba, una profunda y obscura picada entre el monte.-
Una luz, un resplandor surgió de pronto entre las nubes, pasó una y al tiempo otra vez sobre su cabeza, bajo el cielo negro y encapotado. Y esa luz, esa mancha luminosa surgía del horizonte y enseguida daba vueltas encima, sobre él y volvía haciendo un círculo hasta perderse de nuevo en el horizonte; pero al momento volvía y hasta juró que la luz le silbaba cada vez que pasaba. Temblando se tumbó en el carro y le tiró los dos tiros de su escopeta cuando pasaba arriba, recargó a tientas y volvió a tirar hasta que terminó los cartuchos y luego vació el cargador de su revolver y al final se puso a rezar temblando. Así lo contaba días después.
En verdad no era el único asustado. El que estuvo afuera aquella noche seguro que no quedó indiferente. Nadie había visto cosa así que se tuviera memoria, ni los más viejos, ni los más sabios. Se habló de luces malas, de una señal divina, del fin del mundo, de ánimas, de avisos.
La base aérea, instalada en aquellos años había utilizado un poderoso reflector que rastreaba aviones en la noche, con un alcance de decenas de kilómetros. Estarían haciendo un ejercicio nocturno, o localizando un avión extraviado.
El efecto de que el rayo de luz no se divisara pero sí se veía cuando alumbraba la capa de nubes tan compacta y obscura. Una mancha luminosa en una noche negrísima, que surgía de la nada y giraba pasando por encima, era para asustar a cualquiera.
Pasaron decenas de años y otras veces se vio el reflector de la base, pero nunca se dieron las condiciones de esa noche, ni volvió a verse un efecto semejante.
¡Cómo no se iba a asustar el polaco, Don Pablo, sólo con su damajuana y perdido en un picada obscura del monte norteño!
*de Celso H.Agretti. celsoagr@arnet.com.ar
Avellaneda, Provincia de Santa Fe.
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