lunes, febrero 21, 2011
HABITANTES DE LA RESURRECCIÓN..
*Foto: "Perlitas que iluminaban el día" de Maria Bar.
Poema sin nombre*
en desplúmao amanecer floreció
Con arrogancia vencía…
Un Fugitivo que muele poetas
Y Corona excepción a la trampa
embriágao de empezar por deponer
Y escupir los nervios de vocablos sin rumiar
embriágao de Avanzar sin echa los corozos pa atras
Móntao en desgracia y quimera
Colgao del crujiente lamento
Asqueado De no dar diente con diente y tragar saliva tirria
Irrítao de narrarme las pocas ficciones que me quedan
y no comprender los tápiales enfróntaos
Que al final del lábreo me han encérrao
De estar al corriente que al clarear la tronada
Mi savia desguarecía posara mis remos dormíos
Entre aliento de traidores adobando con bastones
En Las llagas de mi curso que no lograron curvar..
Arto de estrechar los pasillos y redundar
De tener los nudillos encallados en la cruz
Y De andar márcao mi empédrao, con migajas de tu amor
Ya gastado De caer como arenilla en EL reloj
Y jamás echa a ver pa dar tiempo al corazón
De esperarte fijando alambradas
y despintar de tu sonrisa a quien permita Escucha
De ver la balanza Traquetear suspirando de acuna tanta treta indiferente
de Consolar marejadas y ahogarme con las ramas
de escribir una y otra vez el mismo cuento sin final
y conciente del riesgo concebirlo real
*De Ricardo Rosales. ricardo_rosales78@hotmail.com
Los frutos*
Me levanté esta mañana, a las 10 horas, puse el agua para el mate, miré el patio a través del vidrio de la puerta de la cocina. Vi que había llovido, y de lejos parecía que las plantas aún tenían gotitas de agua, perlitas que iluminaban el día.
En las plantas y sus flores estaba la magia de un despertar distinto.
Me pregunté en medio de tanto disfrute si era necesario reflejar ese paisaje tan íntimo.
Siento muchas veces que no puedo compartir miradas en este mundo de guerras y abusos, (y recuerdo a Saramago y "La Ceguera"), tal vez por ello, muchos no pueden reconocer esas gotitas delicadas, tenues y frágiles...
Me quedé con la resonancia de Teté en lo verde.
Llegó la tarde, descubrí un poeta, Alberto Fritz.[1] Él me dio las certezas de la plenitud de ese momento.
Del final, transcribo:
–¿Qué cosas ayudan a entrenar el oído de un poeta?
Sobre todo la lectura de otros escritores que no necesariamente son poetas en el sentido tradicional que se le da al término: Marguerite Yourcenar, John Berger, John Cheever, Andrés Rivera, Ricardo Piglia... la lista sería extensa. Pero para responder de una manera más directa, recuerdo lo que decía un poeta, Alfredo Veiravé, también del interior: “Soy un provinciano absoluto, con búsquedas y convicciones universales”. El hablaba de la importancia que tenía para un escritor el contacto directo con la naturaleza, no el paisaje como algo pintoresco sino la naturaleza como generadora de energía, y contaba la anécdota de un vecino que antes de cortar unas paltas de su patio le había ido a pedir permiso porque se enteró de que Veiravé había escrito un poema sobre ellas. Si un vecino nos pregunta eso, sabemos que nuestro entrenamiento ha dado sus frutos.
*De Maria Bar. barmaria@ciudad.com.ar
[1] http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-20823-2011-02-19.html
DISCRIMINACIÓN*
Todos los miembros de la Asamblea firmaron la resolución que a partir de ese momento quedaba firme: "Plutón era un planera enano, no pertenecía a nuestro sistema solar".
Al día siguiente otros científicos que no asistieron a la Asamblea presentaron el reclamo por considerarlo una opinión parcial. Pero el mayor cuestionamiento partió de las Organizaciones que se oponían a toda forma de discriminación diciendo que por ser enano no correspondía que fuera expulsado del sistema.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
Esta lengua es mía*
A Luisa Valenzuela
Me la donaron. Nací en su mar. Me incubaron de horror, de asco, de pasión, de placer, de risa, sus palabras.
También me la gané, desagregando de todos los textos y las charlas, las que quedaron en mi y me representan.
Ahora, estoy en los zapatos de mi lengua como si fuera a bailar un tango que está por comenzar.
Estoy con los compañeros del alma de mi lengua diciendo en voz alta un discurso de justicia, de verdad.
Abriéndome a la ternura de la palabra quechua que nombra a mi nieta, una brisa que junta.
Los sonidos del italiano, del iddish, del gallego, del árabe, resplandecen, suenan y se abren.
Acá tan chiquita para tanta historia, una mujer saborea en su boca, con su lengua, el lenguaje sin el que no sentiría lo que siente, ni pensaría lo que piensa.
Su cuerpo no sería el que es, sin sus palabras propias, las de su placer, las de su dolor, las de su rabia. Emociones.
Es su lengua, la arrancó a mordiscos para decir su verdad frente a las versiones de los poderes.
A veces suplicó una palabra de rodillas para expresar lo inefable.
Su lengua cobija al silencio como a un amigo que empuja a lo que dirá mañana
A todos los que leyó y escuchó y a los que escucharon y leyeron esos que ella leyó y escuchó, cadena infinita,
como una síntesis , un resplandor besado en la boca, gracias
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
PD Algunos dirán pasó de la primera a la tercera persona para narrar, contentos de encontrar un error. Les contesto ¿creen que con la obediencia se conquista algo, un amor, un lenguaje, una creación?
Homenaje a Rubén Sevlever*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Lo importante es que yo lo recuerde como si estuviera vivo.
Busco entonces en el polvoriento rincón donde hay rostros que uno se empecina en preservar porque tienen en un momento el valor de las cosas más queridas casi con seguridad.
Conocí al poeta Rubén Sevlever en 1967. Yo acababa de salir del servicio militar y no quise volver a vivir con mi abuela y mis tíos, allá en el corazón del barrio Las Delicias, como lo había hecho los tres años anteriores, recién venido del pueblo. Entonces busqué una pensión, primero, en Urquiza y Entre Ríos, pero al poco tiempo -nunca sabré cómo terminé viviendo en Sarmiento al seiscientos, casi al lado del viejo bar El Cairo, que era un bodegón con varias mesas de billar y sobre la entrada de Santa Fe
tenía un kiosko que lo separaba del cine y al lado de esa misma entrada había una victrola que funcionaba con una moneda de cincuenta centavos para accionar una palanca que ponía en la bandeja los pequeños discos de pasta de entonces. Allí íbamos los viernes a la noche con mis amigos el "Gallego"
Manuel Lara y el "Colorado" Reynaldo Trosset. Le dábamos hasta la madrugada con Cafrune y Julio Sosa.
En esta pensión compartía más que nadie el ocio con un grupo de estudiantes ecuatorianos: los hermanos Apolo, uno estudiaba medicina llamado Hugo y el menor Máximo que estudiaba ingeniería. Eran serranos y estaban enfrentados con el otro, Adolfo Pérez Compán, que era costeño. Allí me enteré de la rivalidad de los que viven cerca de los Andes y los que viven en la costa del mar, como Adolfo, nativo de Esmeralda, tal el puerto por él añorado.
Por este amigo conocí la librería Aries, que estaba en la calle Entre Ríos 687 y cuyo fundador Reynaldo Pappalardo había sumado como socio a Rubén Sevlever, con quien charlaba en mis incursiones de bolsillos vacíos pues sólo me permitía hojear libros y escuchar su experimentado consejo. Gracias a él ingresé a la gran literatura contemporánea. Me familiaricé con los grandes textos y los grandes autores que de otro modo me habría llevado mucho tiempo descubrir por mi cuenta y dejo en claro que curiosidad nunca me faltó.
Por él conocí a Vallejo, Pavese, el movimiento Poesía Buenos Aires, Juanele Ortíz, los surrealistas, y sobre todo desde esa librería podía atisbar ese mundo fascinante que sólo intuía borrosamente cuando transitaban las serenas calles de mi pueblo en las madrugadas en que volvía de jugar al ajedrez o al
billar en el Club.
Es muy necesario que yo haga toda esta introducción para despedir a un poeta amigo porque en los años iniciales de mi formación cumplió como ser humano y como hombre de letras un papel fundamental.
Pasado un tiempo, y como seguía sin trabajo comencé a comer salteado. Rubén, pese al poco tiempo de relación me inspiraba esa confianza que permite una confesión espontánea.
Rubén, hace tres días que no como le dije una mañana a boca de jarro.
Eso no lo puedo permitir- me respondió.
Y me invitó a almorzar en el bar "Provincia" que estaba a la vuelta por Santa Fe. Allí me propuso un arreglo muy conveniente para mí: yo saldría a cobrar todas las mañanas a los clientes morosos, por una comisión. Si el resultado era negativo, él me pagaba un almuerzo igual. Esto duró unos meses y un día me esperaba con una buena noticia.
-Te ofrezco -me dijo en tono teatralmente irónico como acostumbraba ser integrante de las huestes de Aries, se me fue un empleado (que no era otro sino el escritor Juan Martini).
Así fue como yo pueblerino atónito, vi entrar por esa puerta a la literatura viva de Rosario y aún la nacional: Hugo Padeletti, Aldo Oliva, Rafael Ielpi, Quita Ulla, Alberto Lagunas, Angélica Gorodischer, Ada Donato, David Viñas, Roa Bastos, Adolfo Prieto, Nicolás Rosa y un sinfín más. Hasta un día casi
como una aparición lo vi entrar a Ernesto Sábato, quien me encontró abatatado y sólo, porque Rubén había salido a hacer un trámite.
Lo cierto que la breve obra de Rubén Sevlever totalmente agotada hoy cumple el destino de transformarse rápidamente en clásica.
De ella escribió Mario Levrero: "La poesía de Sevlever fuertemente abstracta busca continuamente eludir el tiempo real, humano, para eternizarse en un tiempo propio; pero aquí la contratara de la vida no es la muerte sino un alcanzar el verbo en la instancia original que aún no se ha manifestado, en
su unicidad inicial".
Sus dos libros: Poemas. 1956 1964 y Enjambre de palabras fueron escritos con una minuciosidad de orfebre en una intención de evitar toda referencia humana como queriendo retener la palabra esencial que sólo los grandes poetas consiguen y seguramente Sevlever lo es.
"Nadie busque en la poesía u vuelo/una densa primavera obscura/ Nadie busque su torre invisible/su arcano rodearse en las almenas", escribió en su poema
Ars poetica de su libro Enjambre de palabras.
Sus libros fueron premiados vastamente y editados en extraordinarias tiradas, hoy casi fabulosas como la Editorial Biblioteca (dos tiradas de 6500 ejemplares cada una, en 1966 y 1968), de su primer libro.
Fue profesor de Estética, creador del Centro del Grabado y editor de la revista Pausa en los años que cursó estudios de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras (1958/1961).
Fue gran difusor de la cultura de Rosario mientras codirigió la librería Aries.
Desde Posadas mi amigo Negro Cárdenas me escribió ante la noticia de su muerte: "En cuanto a mí me enseñó el valor del silencio que no aprendí, quizás no quise o no pude y buscar libros y a leer también me enseñó".
Por su parte, otro amigo, Antonio Cofré desde Buenos Aires me expresó:
"Tengo y tendré un buen recuerdo de ese gran tipo, un poco despistado, pero atento a la necesidad de los demás".
Para concluir este homenaje que no paga la deuda de un amigo diré que siempre quiso pasar desapercibido, tanto que eligió para morirse el último de este enero al atardecer, como para no molestar demasiado a sus prójimos.
Una semana antes de su muerte lo vi desde un ómnibus, iba vestido con unas bermudas azules y en zapatillas, caminando lento y con ese aire distraído que usaba para andar entre la gente.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27369-2011-02-11.html
El caballero de la amistad*
Con su figura masculina
Anda por el cielo sobrevolando
En un silencio meditativo
En este momento de dolor
Su envoltura material
Terminó para hacerse invisible
Su ironía y su humor
Se han convertido en recuerdos
A partir de la tarde de ayer.
El egoísmo de perder a un amigo incondicional
Dejó a la magia con su música
Sigilosamente te has ido
Tus ojos de sal y picardía
Se cerraron en un instante de sorpresa
La muerte anunciada en un último esfuerzo
Contaminaron tus músculos
Y tu bienestar
Tu familia pretende llenar el vacío con aguas cristalinas
Tus amigos de siempre sembrados por tu forma de ser
Extrañaran tus palabras, tus gestos, tu perspicacia
Nos cuidaras desde el cielo que no está tan arriba
Como dijo tu hijo mayor
Palpo en cada palabra cuando te nombran
La sensación de un hermano elegido
Te nombramos en presente
En los rincones de los que te quieren
En el rostro de tus hijos y tu mujer
Te fuiste a otro universo, más sutil y aireado
Donde van los grandes de espíritu
Los que dan sin factura
El sueño de la extraordinaria amistad.-
*De Azul. azulaki@hotmail.com
-Para Carlos su hermano de la vida.-
La Casona’ de El siglo de las luces’ *
*Por Julio Pino Miyar isla_59_1999@yahoo.com
Puedo decir, quizás con rubor, que la primera vez que me dispuse a meditar con relativa fijeza en los temas de la cultura cubana, era ya un hombre de algo más de veinte años. Ese momento, acaso trascendental para la vida de un joven, en el que se apropia por derecho generacional de la lectura de los clásicos nacionales, resultó para mí bastante tardío. Y no es porque viniera de vuelta de los clásicos latinos y griegos. O porque me hallara envuelto en enjundiosas lecturas, dedicadas para mi enorme solaz, a alguna de las grandes islas literarias (Francia, Inglaterra, Italia, Alemania…) que pueblan la civilización de Occidente. No, no era así en modo alguno.
Yo venía de la triste imaginación. Había tomado muy en serio aquello que decía en el siglo XIX, el escritor ginebrino Enrique Federico Amiel, de que era menester inventar “una nueva manera de ser triste”. Fuera de eso, algunos repasos en mi adolescencia, leídos hasta la obstinación, como Las iluminaciones, de Rimbaud, traducidas por Cintio Vitier, y Vida de Don Quijote y Sancho de Don Miguel de Unamuno. Me resulta simpático hacer hoy el inventario, sobre todo cuando recuerdo que una vez ingresé a trabajar en La Habana, a principios de la década memoriosa de los años 80’, en la casona del “Centro de Promoción cultural Alejo Carpentier”, merced a no sé qué rara denominación burocrática que me daría algo de sueldo y un horario laboral con el que nunca cumplí, me decidí a estudiar... la obra de José Lezama Lima.
Por supuesto, tampoco fui fiel a ese cometido, prefiriendo divagar entre Lezama y Carpentier bajo el prisma lúdico de las luces y enrejados de la mansión habanera; las arábigas paredes blanco–azules de la Casona donde Carpentier situara imaginariamente los primeros capítulos de su novela El Siglo de las Luces. Disculpándome por ello ante los interlocutores que allí había, con la mención siempre paródica de algún opúsculo pascaliano. El viejo caserón de una antigua condesa, llamada en el siglo XIX “de la Reunión”, fue el lugar escogido por la gestión ministerial para que en ella sesionaran las oficinas de una institución cultual, y cuya localización urbana hacía feliz alusión al No–lugar de la literatura, en la que Carpentier describiera la trama vivida por unos adolescentes que reunidos hacían de las suyas como singulares vástagos de un padre tempranamente ausente, invirtiendo el tiempo e incumpliendo como yo con los horarios rígidos, las calendas históricas y las sacrosantas leyes del buen vivir. Hasta que una noche “de esas que no se olvidan” tocaron a las puertas con sólidos golpes de aldaba los fuertes vientos de una historia propicia: La Revolución Francesa de 1789 en clara sintonía de la novela homónima con el siglo denominado “de las luces”.
Existe lo que podríamos llamar una filosofía de la luz. Los pintores tenebristas antepusieron los juegos de luz y sombra a la luz positiva de una modernidad calvinista que se alzaba entre tanto. Una modernidad capitalista donde el nuevo ciudadano, haciendo uso de los nuevos tiempos –la plaza del mercado y la vida de salón– salía convertido en burgués del enrejado espiritual donde fue alojada la subjetividad humana por todos los siglos de la medievalidad cristiana. El siglo XVIII puede llamarse con razón “el siglo de las luces”, porque iluminó lo que hasta ese momento en la cultura europea se encontraba a obscuras y en el húmedo subsuelo de una identidad humana acuclillada; donde las nociones Dios, servidumbre, espanto y devoción componían la inevitable cuaternidad espiritual de una particular concepción del sentido de la existencia fraguada en la catacumba, en la gruta del eremita, en el claustro y en los ojos que miran sin ver.
Nuestra cultura nacional posee también su lugar más luminoso. Del mismo modo que coexiste, entre nosotros, una región de sombras al margen de la luz, y, a la vez, en constante rejuego con ella. Lezama y Alejo componen, de algún modo, dos miradas radicales de lo cubano, cada una cargada con sus respectivas sombras, y dominadas también por sus respectivas concepciones de la luz. Recurriendo a los esquemas, podríamos decir que en la región de las sombras habita nuestro gran imaginario; nuestro enorme y lúbrico bestiario –pintado por los tantos jerónimos y favelos que pueblan la pintura nacional– y que es el subsuelo donde arden las semillas de la época previa a toda gran germinación. A una imantación que llega desde el cielo y fuerza a la semilla a nacer; a verse convertida en vegetal bajo la luz del trópico más verborante.
Creo que del mismo modo que hay en la obra de Marcel Proust largas páginas dedicadas a la sexualidad de las flores, si Lezama hubiera escrito El Siglo de las Luces (permítanme esta paradoja) dos de los tres personajes principales de la novela jamás habrían salido de la casona habanera, se habrían quedado para siempre en ella trasponiendo el tiempo histórico en nombre de los juegos peligrosos de la noche. Luchando noblemente contra las acechanzas de los edipos y otros demonios del imaginario de Occidente, África, América y el Oriente. Dialogando con ellos como sombras inacabadas, en medio de la penumbra y como en los cuadros de un no tan hipotético Zurbarán cubano, condenados al sótano mental donde, para nuestro innombrable regocijo, todos nuestros deseos pueden llegar a verse cumplidos. Tal como si las traducciones del latín del joven Carlos –quizás el más efímero de los personajes de Carpentier– fueran vertidas a un idioma apócrifo e increado.
Los que visitan la casa de El Siglo de las Luces saben que allí domina una luz fuerte, esencialmente blanca, que sólo se va volviendo dorada por la magia bochornosa que crea la caída del sol, y que tiende a golpear con contenida fuerza en el mismo centro del patio rectangular. Y posada en los aleros, provoca breves y refrescantes espacios de sombras, las cuales son como reflejos que irrumpen gozosos en las salas y en el placer tranquilo de las tardes. Carpentier, en uno de sus ensayos, recomendaba al escritor latinoamericano que tuviera muy en cuenta eso que él llamaba “los contextos de iluminación”. Y decía que cada ciudad americana tiene su luz propia. De este modo, La Casa del Siglo posee la suya; luz que bordea, en su proliferación casi perfecta, a los cuartos contiguos que se encuentran en el piso inferior. En los que una vez –se presume– pudieron existir una cochera y un humilde camastro donde el adolescente Esteban, tirado a horcajadas, cual un asceta en posición sufriente, encontraba en las noches, para los espantos de su prima Sofía, y en medio del creciente olor a humus que infectaba las paredes carcomidas, la más profunda de sus crisis de asma.
“Respiración sistáltica”, le hubiera dicho el maestro Opiano Licario: “Todavía no podemos empezar”.
Alguien me afirmó que una vez al pintor Wifredo Lam se le ocurrió comenzar a pintarlo todo en blanco y negro, pues al mediodía en La Habana las cosas lucen de ese color, debido a una luz desmedida y sin matices que cae de plano sobre los transeúntes asombrados. No obstante, La Habana en mi opinión es sepia. La Habana es como un daguerrotipo viejo. Y hablaba Alejo de la luz del verano en La Habana tan distinta en la ciudad a la luz de invierno. La luz de invierno –me atrevería a decir, la del otoño– tiende a acercar mucho más los objetos y acentuar los contrastes, ya que la luz entonces es menos líquida. El verano, por su parte, en su excesiva transparencia, le entrega al ambiente mayores distancias por andar y agudiza las verticales. Las puntiagudas geometrías de un cubismo monocromo. Mientras el otoño se recoge en su sensibilidad intranquila de materia grácil, la cual sabe desatar el mejor tono para cada color. La mejor luz para iluminar los ambientes, y devolvérselos, una vez resueltos, al solitario viandante que los mira.
Pero, volviendo a Lezama, a Alejo y a la luz, la luz en Carpentier expresa su mejor posibilidad desde un caballete fijo, pues está construida desde el paradigma óptico de una perspectiva que tiene como fundamento la razón intelectual del gran siglo francés –el XVIII– y la gracia centrípeta de los grandes pintores neoclásicos. Por tanto, es una luz histórica, exegética, arqueológica. Como si encontrara su sentido manifiesto en un pasado perfectamente comprobado, como lo pueden ser en Italia las ruinas desnudas de Pompeya y Herculano.
Sin embargo, en Lezama la luz aparece solamente al final. Porque tiene la fuerza protoplasmática de lo aún no totalmente expresado y toda la abstracción de la fachada de una alta catedral en sombras. La casa de Lezama es como una gruta por lo obscura, allí la luz se intuye del mismo modo que fue intuida la verdad en el Mito de la Caverna de Platón. Porque adentro lo que está es la cálida luz de San Agustín. Que es como pronunciar, para el artista, la máxima de Doña Rialta dicha a Cemí después de que éste volviera jadeante de la gran manifestación política de los años 30: Hijo, adentro está lo más difícil. Y es como regresar a la luz, aunque cargado de todo lo maravilloso que se ha dejado entrever en las tinieblas y congojas del alma.
Mas debo decir que hay obscuros grabados del pintor de Nuremberg, Alberto Durero, que me recuerdan a Carpentier, del mismo modo que esos mismos grabados me recuerdan también a Lezama. Lo que sucede es que ambos me impactan desde ángulos distintos: los graves paisajes de desolación que abundan en determinadas zonas de la cultura, y el misterio de la encarnación que debe llegar a colmar, con su gracia, lo más desolador. Durero habita en el espacio cismático de la vieja cultura germana que se resiente dolorosa ante el impacto que produce en su alma la nueva modernidad capitalista. Carpentier, por su parte, habita gozoso el espacio del lenguaje de una modernidad muy bien disimulada, porque ha sabido insertar en ella el maduro disfrute por lo arcaico. Lezama, entre tanto, mezcla los olorosos aceites del pasado con el pescado lúbrico del porvenir. Lezama representa, en mi opinión –después de Martí– la apoteosis de la expresión criolla. Carpentier expresa el enorme grado de inserción fecunda de Europa en América. El autor de Concierto barroco opera por yuxtaposiciones y por la germinación que producen los mejores encuentros. Lezama opera por sobredosis. Lezama sabe a natilla con mucha canela y vainilla acabadas de traer del puerto en el último bergantín que ha burlado la tormenta. En Carpentier se degusta un cóctel de champiñones a la sombra surrealista de un tornasolado pavo real criollo. En ambos se realiza por igual la fiesta de la palabra y una exploración muy particular de lo cubano. Lezama es cubano por la palabra expresada. Carpentier lo es, además, por lo que la palabra expresa. En ambos habita la preocupación por un destino nacional puesto a hornear bajo la luz toda poderosa de los trópicos. En ambos, el alma de lo nacional teje para nosotros la mejor cuerda para el abordaje de la nueva época literaria que se prepara. Aunque debo decir que el alma lo que visualiza en su interior son paisajes rotos que la imaginación recompone, haciendo el mejor uso de la memoria fértil en cuanto creadora, y recreando aquello que, en la vida frecuente de los sentidos, ya no se puede ver: Allí un castillo. Acá una palma. Por aquí pasan las muchachas en flor camino del agua en sombras de la cisterna. ¿Surge así un nuevo lenguaje? No lo sabemos. Lezama opinaba que del mismo modo tan natural en que la verdad se intuye, la esencia se expresa. Todo radica en saber esperar.
Por el momento sabemos que la luz que habita tanto en las sombras como en sus reflejos, son porciones fundamentales de la luz americana. Aquí, sin embargo, la luz no hace otra cosa que crear inmensos paisajes de imposible lejanía; no tiende a unir las figuras ni tampoco a bocetarlas para la imagen, sino a segmentar los espacios hasta el cansancio. Tal como si la luz sólo existiera para acentuar la presencia de los límites, de los conos de sombras que te rechazan. Es un lugar de panoramas fijos. Una región de geometrías exactas. De escasos contrastes al margen de las formas. Es también como una gran campana de vacío que algún gran alquimista ha vaciado, y re-vaciado, con destreza de aire para dejarnos dentro sólo el éter metafísico. Donde, único, no cumple la luz su fatigosa labor es en el paso de aguas y en el puente que bordean el exterior subjetivo de mi casa. Algo humano creo que, por fin, ha aparecido para mi solaz en el interior de ese paisaje.
En resumen, creo que estas palabras un tanto caprichosas configuran solamente un pretexto para comunicarle, simbólicamente, al “Centro de Promoción cultural Alejo Carpentier”, y, en especial a Doña Lilia, en el cumpleaños número cien de su esposo Don Alejo, mi gratitud y mi afecto desde el polémico lugar en el que hoy me encuentro. “Hoy”, sin embargo, dos patrias tenemos muchos los que en esta “región más trasparente” nos tocara vivir, y donde poco podemos hacer. Dos patrias, dos ciudades, con esas luces y esos ámbitos tan distintos, aunque tan cercanas para mí debido a un extraño destino: La Habana y Miami.
Ropajes de luces en el pobrerío*
Atrás en el azulsol
Gente que le dicen personas
Allí…viven…
Paisaje de la villa
ah mi gente, tuya, humanos…
De barro suelo el casipatio
Los abandonados de la tierra
Los sin siquiera zapatos o pantalón
Con agujeros y con sin techo o sin nada…
Flota en el aire de la siesta…
Iluminado en el celaje: el roperío…
Allí… en la soga cuelga
pobrerío de luces …
Multicolores frazadas rotas, intimidades…
del que nunca compra y siempre acepta:
Terribles caridades de corruptas salvaciones.
Y ellos parece que todo lo pueden: sobrevivientes…
A la vera del barrio estampan su Arco iris…
Impávidos, soñando con otros tiempos de flores…
Acompaña la imaginería de vivas luces:
El gallo colorido…alguna verdiplanta
y tacho al fondo
EL Basural es parte de la cotidianía…
…
Esta es América latina danzante
No pujante ya vendida hasta el alma
Encinta morena frágil libertaria
De mil partos concebida
Liquidada entre las esquinas
De cada arrabal…
Cuya vestimenta es la historia despojada que nos dejaron…
Esta es patria escondida sin turismo local,
Verdecida en alegría de los pibes por un gol…
Y anochecida por el dolor del paco-mortaja de infancia-
La pequeña patria es ésta
Trasfondo de paletapintora
Que desfila hacia un bicentenario
De mentiras palaciegas – ciego poder oscuro-…
…Y sin embargo, algo canta atrás, todavía en
Las alas desplegadas de la tarde…
*De Mónica Laurencena. monilaurencena@hotmail.com
HABITANTES DE LA RESURRECCIÓN*
“Como en ese sueño, del que acabo de salir y quizás, despertar, me veo pedaleando por un camino de tierra y arena...”
EDUARDO FRANCISCO COIRO
Desde el silencio de lápidas subía.
Tempo manso de asombro
Brisa ciega. Tierra y arena luminosa.
Habitantes de la resurrección.
Nadie, salvo yo lo sabía.
Cruzaba el sobresalto de mi cuerpo.
Luego descendía como hierba secreta.
Hasta el tallo de la espina dorsal.
Un único latido. Hirviente abismo azul.
47 lunas conjugadas.
Una por conjugar.
Pretérito imperfecto.
Final del cuento.
Nadie, salvo yo lo ignoraba.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
*Para Eduardo, amigo del alma, para los seguidores de Inventiva, para mis amigos que obtuve a través de este medio
*
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