sábado, febrero 12, 2011
EDICIÓN FEBRERO 2011.
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
MI OFRENDA A "TU AMOR"*
Has comido el pan de mi mesa, has bebido de mi manantial, has cortado las flores de mi jardín y ni siquiera has lamentado su muerte.
¿Qué más exigirás que dé como pago de eso que llamas "tu amor"?
*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
La Escuela de la Montañaº*
ºAmado Nervo
Si los milagros existen,
El pasto es uno de ellos.
Corroborarlo es cosa fácil,
Como se verá...
Todo el pasto
Tiene la misma alegría
De tocar la tierra con sus raíces,
De acariciarla
Hasta metérsele entre los huesos
(si los tuviese, claro está).
Todo el pasto
Nace de la misma manera:
Una manera algo extraña,
Desconocida.
Apenas y se sabe
Que el pasto ha nacido
Porque la Luna le trae regalos.
El pasto,
Cuyo único defecto es ser analfabeto,
No ha leído la reforma agraria,
Y los letreros de propiedad privada
Con los que lo adornan,
No han podido ser descifrados
Aún por él.
Si se le pregunta cualquier cosa,
El pasto dirá:
Grata noche
En que me encuentro con tu sonrisa...
Y guardará silencio el resto del día.
Todo el pasto
Canta las mismas canciones,
Y se mece del mismo modo
Cuando hay viento.
Cualquiera puede acercarse al pasto
Y sentarse en él.
Cualquiera puede acostarse en el pasto
Y sentir cómo sus hojas
Se mueven de contento.
El paraíso no está en el cielo,
Está sobre la tierra fértil,
Cuando la Luna sonríe...
Entonces el milagro ocurre;
Y nada es más armonioso y dulce
Que el pasto abrazándolo todo,
Porque para el pasto todo es grato.
Así, son pronunciadas
Las primeras palabras
De un pasto que ha nacido,
Y canta con voz tenue:
Grata noche
En que mi piel echó raíces...
Y hará cosquillas a la tierra,
Con el mismo gusto
Con el que no leerá más en los letreros
"Propiedad Privada"
Porque todo el pasto
Bien sabe que
La propiedad privada no existe
Para las nueve décimas partes
De los miembros de la sociedad actual
(otra de sus virtudes).
*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
INCERTEZA*
"...necesitar amar hasta la manta que te cubre solo para que el amor sea mas fuerte
que estos sentimientos de dolor, odio y rencor que nos atormentan..."
ISABEL DE LA ROSA
Es la hora incierta del lamento del ave.
El amor también es incerteza.
Esa mujer que desciende en tristeza.
¿Quién es?
Mujer, amante solitaria, madre.
Es su obsesión.
Deletrear en las nubes.
La forma de su nombre y de su boca.
Rastrear en el desierto
Las huellas de su voz y de sus manos.
Páramo. Salitrales desiertos.
Yerma tierra.
Solo hay vida en su vientre.
Vida en su odio amor.
Su deseo va más allá de sus ojos
El ausente eterno late,
Late en su cuenco de espera.
Quizás él no regrese, pero volverá..
En el niño... o la niña.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
SUCESOS DE CALLEJÓN*
A Yordán Rey, por el primer encuentro en el Callejón del Chorro
A partir de las nueve de la mañana, podía vérsele sentado en una esquina de la Plaza de la Catedral, con Mariguana portando chaleco, sombrero y corbata de lacito, en la pose tan aprendida que ya pensábamos que dormiría así de ordenárselo su dueño. Llegaba con su andar de beodo, la cabeza medio metro por delante del cuerpo, candidato a ser atropellado por lo que le pasara por delante, protegido por las fuerzas del destino, que lo tenía vivo desde hacía más de cuarenta años a base de alcohol y una comida diaria que a veces cambiaba por un trago. Jamás faltaba a su cita, con la puntualidad de un trabajador estatal.
Su sencillo negocio era, al mismo tiempo, una prueba del ingenio criollo para sobrevivir a toda costa con el esfuerzo mínimo. Había comenzado de pura casualidad, cuando un turista lo vio, tan trompa como siempre, con el viejo sombrero calado hasta las cejas, sentado en la acerita del Callejón del Chorro, en la puerta del solar donde tenía su cuarto y le observó darle una calada del cigarro al perro.
- - Pero... ¡si el perro fuma! - exclamó sorprendido, con aire de descubridor.
- - Le dicen Mariguana, porque se pega a cualquier cosa - respondió Matica sin emoción, mirando a trasluz la botella y comprobando una vez más que estaba vacía.
- - ¿Me permite tirarle una foto? - preguntó mientras extendía su tarjeta - Señor...
- - José Miguel Matas Saldívar, Matica para los amigos - respondió con resignación, guardándose la tarjeta al tiempo que le colocaba su sombrero al perro, para que no lo asustara el sofisticado artefacto que extraía con cuidado el otro, de un bolso que unos raterillos iban calculando hurtar al primer descuido.
El expedicionario encendió un cigarrillo y lo colocó en la boca del perro, se apoyó en una rodilla y disparó el obturador mientras Mariguana daba una inspirada chupada al pitillo que le miraba Matica con envidia, esperando a que se fuera el intruso para poder compartirlo, como venían haciendo desde que se conocieron en una borrachera dormida en la Avenida del Puerto, enroscados bajo un banco que los resguardaba a tramos horizontales del sol de la tarde.
- ¡Magnífico! - concluyó mientras llevaba la cámara de regreso al bolso, que nunca dejó de mantener aferrado bajo el brazo, para decepción de los ladronzuelos.
La vida de un hombre puede estar dibujada en cada uno sus detalles y, de pronto, un suceso inesperado le imprime un vuelco. Eso fue lo que sucedió cuando, antes de partir, el visitante dejó un billete de cinco dólares en la mano de Matica, cuyo lema para no trabajar era: "Si te aprieta el cinturón, te comes el cinturón", dejándolo tan pasmado que no atinó ni a dar la bendición, como hacía con la hija cuando le traía el almuerzo.
Fue a celebrar con una botella de Chispa de Tren, ese ron clandestino, destilado en apestosos alambiques, hecho para matar las penas, el hígado y la conciencia a una velocidad pasmosa. Dado su poco exigente gusto en materia etílica y a que, de vez en vez, los vecinos le daban un vasito de lo que estuvieran bebiendo, tuvo para una semana... Pero cuando se vio de nuevo sin el preciado líquido, una genial idea iluminó la parte lúcida de su mente.
Al día siguiente se instaló en lo que sería su puesto fijo, con un sombrero para él y otro para Mariguana, caja de cigarros en mano y un cartel que decía:
"Retrate al perro fumador por sólo un dólar"
El éxito fue inmediato, nadie diría que un perro diera para tanto. Fue mejorando el tocado, agregando el chalequito, el lazo, entrenando al sato para que se mantuviera erguido... Sacaba para la bebida y conocía a gente de todas partes; aves de paso que le regalaban cigarros, llaveros, bolígrafos... él se mantenía en su puesto hasta ver caer la tarde, cuando la falta de iluminación le indicaba la llegada del final de su jornada.
Era tan poco molesto que los trabajadores del Museo de Arte Colonial lo fueron integrando a su vetusta arquitectura. Cierta vez, un policía recién asignado a la zona se lo fue a llevar "por bisnero" (que tiene tratos ilícitos con ciudadanos extranjeros), pero le vino arriba la avalancha de revendedores de tabaco, de artistas del Callejón, de camareros del restaurante cercano, de muchachas vestidas con batones de diosas africanas, poseedoras de permiso legal para dejarse retratar por los turistas, de peinadoras de trencitas, de integrantes del grupo musical “Los Mambisitos” – que pasan ya de los setenta años - y si no se va rápido, le sale hasta el obispo, que ese día oficiaba misa en la Catedral... A partir de ese momento, nadie perturbó su paz, hasta las cámaras de vigilancia esquivaban la mirada y lo dejaban intocado, compartiendo cigarros, ganancias, almuerzo, visiones y tragos con su fiel compañero.
La identidad del iniciador de tan magna empresa fue develada una mañana de domingo, cuando la hija vino a hacerle la limpieza mensual, consistente en sacar las botellas vacías y llevarlas a vender. Entre el grupo de periódicos viejos guardados por el padre para colocar encima de las aguas menores del chucho, encontró un sobre certificado de buen tamaño, aún cerrado, con sellos de Inglaterra. Matica no supo explicar como había llegado a sus manos, probablemente lo habían metido por debajo de la puerta, o se lo entregaron en uno de esos momentos en que no reconocía ni su imagen en un espejo.
Contenía una revista de lujoso empaque. Al lado de un reportaje sobre el Dalai Lama, de imágenes de monjes haciendo un mandala, entre otras maravillas de la villa de San Cristóbal de La Habana, estaba la foto de Mariguana, con el primer sombrero, echando humo por los costados del hocico, con un Malboro entre los oscuros labios. Al fondo, con cara de sorna, sonreía Matica.
Ese día hubo fiesta en el Callejón del Chorro, Matica y su perro tomaron hasta perderse el final de la celebración, trajeron a un trovador, uno de los pintores del Taller de Gráfica se ofreció a hacer una litografía de los dos personajes, "parte ya del entorno citadino", un poeta, más conocido como vendedor de pizzas a domicilio ante la imposibilidad de publicar, le improvisó una oda llena de emociones... Para cerrar, sacaron los cajones y formaron una rumba que duró hasta que las estrellas comenzaron a palidecer, anunciando un nuevo día.
Los revendedores se fueron retirando a descansar unas horas antes de recomenzar su dura jornada, le siguieron los artistas plásticos, el trovador y el poeta, a quien tuvo que llevárselo uno de los pintores que vivía en un cuartico encima de El Patio, pues de puro bebido no recordaba su dirección. Se fueron también las diosas africanas, con los vestidos ajados de tanto baile con las piernas afuera, única manera de gozar el ritmo arrancado a la fuerza de cajas y latas vacías. Finalmente, la hija del homenajeado se encargó de arrastrarlo hasta el camastro, ayudada por el policía, con quien comenzaba a entenderse... La entrada del solar se cerró de un sonoro portazo.
A las nueve de la mañana Matica no estaba en su puesto oficial. Todos comprendieron que la excitación lo había obligado a tomar la sabia decisión de dormir un rato más, pero a la altura del mediodía empezaron a sentir su ausencia. Cuando la hija pudo hacer su escapada diaria con la cajita de cartón en la mano y no lo vio sentado en la entrada del Museo, preguntó por él con alarma. No fue necesaria la respuesta, todos corrieron a tumbar a golpes el cuarto, aún cerrado... Sus setenta y seis años mal cuidados, no habían podido soportar tanta emoción.
El cuarto estaba vacío. Ni el hombre, ni el perro, ni la revista.
Se organizó al momento una partida. Se repartieron las calles, callejones, avenidas y plazas de la vieja ciudad para encontrar al monumento nacional extraviado en el amanecer de su gloria.
La búsqueda fue infructuosa, a pesar de que el policía sumó a varios colegas. No se pudo hacer un reporte oficial, pues apenas habían transcurrido diez horas desde la última vez que lo vieron. Habían de esperar al menos cuarenta y ocho para que las preocupaciones de la hija fueran escuchadas. Todos callaban una turbia sospecha: al escuchar de su edad y hábitos, se le daría simplemente por ahogado en las aceitosas aguas de la bahía. Era lo que se estaba temiendo desde hacía más de veinte años.
- Yo sé lo que se traen en mente, por eso mejor no denuncio nada, total, si nadie lo va a extrañar - rompió en sollozos la única persona que lo amó.
La confortaron como pudieron, le rogaron esperar... Pero no dos, sino tres días transcurrieron sin noticias de su paradero. Al anochecer del tercero, Leonor, la dueña del restaurante clandestino donde trabajaba la hija del desaparecido, iniciada en los misterios de la Santería, propuso reunirse en el patio del solar y hacer una rueda espiritual. Tal vez con fe, manos unidas, una ofrenda de aguardiente, miel y tabaco, tendrían suerte de localizar a su espíritu.
- Las búsquedas del otro lado funcionan mejor que las del lado de acá - sentenció mientras atraía a la doliente al ruedo para que sostuviera una póstuma entrevista con el padre.
Terminados los rezos propiciatorios, despojados con ramillos de hierba buena y albahaca los presentes, entre los que se incluyeron varios amigos, vecinos y el poeta, que no se perdía la ocasión de degustar el aguardiente ni por el miedo que tenía a los encuentros con la otra orilla; se encendieron tres velas: una para el Ánima Sola que vaga por los caminos de ambos mundos; una para el ángel de la guarda del difunto y otra para Eleguá, dios del destino. Se colocó el aguardiente entre los siete vasos con agua, representativos de las Siete Potencias; se ofrendó miel a Oshún, diosa de la sensualidad, encarnada ahora en la más bella de las mulatas; ardió un tabaco de la mejor calidad, aporte de los revendedores, esparciendo su aroma por el Callejón.
Y comenzaron a invocar a José Miguel Matas Saldívar; reclamo que empezó en tono murmurador y fue elevándose hasta convertirse en un claro llamado, capaz de estremecer hasta los cimientos las paredes semiderruidas del viejo caserón colonial.
- Ya, está bueno, ni que fuera sordo.
Un coro de alaridos acompañó la entrada de Matica, seguido por Mariguana, que fue directo para el Cohiba de lujo, tomándolo con el hocico por el lado correcto y dando una intensa aspirada, mientras su dueño estiraba la mano para agarrar el vaso de aguardiente, inconfundible entre los de agua por su típico aroma empalagoso y picante.
- Señores, déjense de tanto grito - acalló a los presentes el policía, participante de la escena desde un rincón, pues aún no era bien visto en el solar -. Yo de espiritismo no sé nada, pero ningún muerto se le cuela así al alcohol.
Para terminar de convencerlos, Matica dejó al perro lamer el fondo del recipiente, mientras con una bocanada de deleite, compartía el habano.
- Ah, de regreso... - expresó con un suspiro de satisfacción, extrañamente sobrio -. Los hombrecitos serían muy hospitalarios, pero de fuma y bebestibles no ofertaban nada.
Horas después, tras haber recibido el apretón de manos de los presentes, de casi fallecer ahogado entre los brazos de la hija, de beberse su cuarto trago y de alimentar a Mariguana, que insistía en colocarse en su postura vertical para que le dieran un cigarrillo, Matica se sintió con ánimos de contar su historia:
- Estaba durmiendo la mona, cuando una luz me dio en plena cara, despertándome de un salto. Tenía delante de mí a dos hombrecitos azules, con cabezotas en forma de huevo y ojos saltones. Uno de ellos portaba una linterna. El otro tenía en la mano mi revista y me señalaba. Mariguana salió de debajo de la cama y comenzó a gruñirles, pero eso pareció convencerles de que éramos los que buscaban, porque el de la linterna apretó un control remoto y nos vino a recoger un tubo, por el cual ascendimos al interior de la nave.
Paró para solicitar que le llenaran el vaso, parecía más seco que los mares de la luna. Normalmente se hubieran reído, lo hubieran tildado mentiroso, pero ni los tres días de misteriosa ausencia alcanzaban para explicar el único hecho que los tenía atados al suelo, a los escalones, a las sillas para formar el ruedo espiritual: Por primera vez desde que la soledad se cernió sobre su destino, Matica no estaba ebrio...
- Me tuvieron tres días haciéndome entrevistas; hablaban bastante bien el español, mejor que muchos de los turistas con quienes me topo en el trabajo. Fueron muy amables, hasta nos bañaron a mí y a Mariguana - un murmullo de aprobación se regó en el patio -. Me contaron que estaban haciendo una especie de zoológico con habitantes famosos de los planetas explorados. Habían visto la foto de nosotros en la revista y nos habían seleccionado. Se supone que fuera un honor pero me tenían loco con lo de la vida sana. Nada de aguardiente, ni siquiera un vinito dulce para después de las comidas, de cigarros ni hablar, al pobre perro me lo tenían con temblores por la falta de nicotina.
- ¿Y qué haces aquí, Matica? ¿Por qué no te fuiste con ellos? - preguntó alguien.
- Imagínense, la idea de vivir lo que me queda con verduras y agua no me gustaba nada, por eso cuando me dijeron que mi cuerpo estaba muy intoxicado por el alcohol y el tabaco, que el perro andaba por el estilo y por tanto temían que no duráramos mucho, les exageré la cosa: les puse mi hígado al borde de la explosión, los pulmones de Mariguana hechos un desastre. Los convencí que no era el ejemplar ideal para su zoológico. La inversión no valía la pena.
- ¿Y se fueron así como así, no más? - interrogó la hija.
- No, se fijaron en la página de al lado y se fueron a buscar a uno de los lamas, pero antes me dejaron en la Avenida del Puerto, lo más cerca que podían llegar a esa hora. No tienen idea de cómo se pone el tráfico estelar. Les dejé la revista de regalo, era lo menos que podía hacer.
Al otro día estaba Matica en su lugar, tan borracho como siempre, con su perro engalanado con lacito nuevo, obsequio de uno de los rumberos que andan en zancos por La Habana Vieja, a punto ahora de retirarse porque había conquistado el amor de una voluminosa danesa de carnes albinas, con quien partía a descubrir la nieve. A su lado, con retoques de pintura fresca, su cartel anunciador de la octava maravilla del mundo moderno.
Había retornado la calma al solar después de la rumba de bienvenida, de las masitas de puerco fritas, de la caja de cerveza, de la botella de ron añejo, aportes de los vecinos, del vino donado por los camareros de El Patio, del aguardiente que trajeron las diosas africanas, de las botellas de chispa de tren que sacó el destilador, pidiendo que le devolvieran el envase una vez apurado su contenido - el cual, si nos atenemos a lo escuchado, salvó a Matica de aparecer como especie de exhibición en un zoológico de otra galaxia - y de la pizza gigante traída por el poeta, a quien ya le estaban instalando un catre desarmable para que no tuviera que pernoctar en el suelo cuando había fiesta.
Pero si bien se celebró con alegría su regreso, nadie había vuelto a mencionar los tres días de su ausencia... No se comentaba su extraña historia en ese microuniverso que constituye un solar dentro del macromundo cubano, donde todo suceso tiene repercusiones por pequeño que sea. Y es que tal vez, por imposible que pueda parecer, comenzaban a creerle.
Solo una nave espacial, más allá de la atmósfera terrestre, pilotada por hombrecitos azules amantes de la vida sana, podía mantener a Matica tres días lejos de la bebida.
*De Marié Rojas Tamayo.
-Del libro “Tonos de verde”, ed. Drac, Mallorca 2004
Propiedades*
*De Esther Andradi.
www.andradi.de
A OLGA HERNÁNDEZ
A los bienes que no pueden transportarse se les llama bienes raíces. Como casas o terrenos. De ahí que alguna gente identifique su propia raíz con bienes raíces. A quién se le ocurriría una raíz móvil? No quiero hacer aquí un catálogo de bienes raíces, de los cuales jamás dispuse, pero sí del papel que desempeñan ciertos espacios en el desarrollo personal, y en particular la significación de la casa en la vida de las personas. En mi familia nunca fuimos propietarios, de ahí la categoría de mueble que una va adquiriendo por el mundo. Junto con la movilidad llegan las palabras, porque una no puede andar de aquí para allá sin tratar de hacerse entender, mientras que sí puede quedarse en casa calladita su alma y no me molestes compadre. Por eso a veces las formas de las letras se apropian de las formas de las casas. Pero a diferencia de las casas, las letras son muebles. Ocurre que hay casas y casas, y así como hay gente que vive en una oración completa, otros viven en la mera letra. Apenas la lisa y llana letra para albergar un cuerpo presente completo, haciendo honor a aquello que "de esencias están hechos los arduos caminos del espíritu". También hay quien vive en bibliotecas, es decir, en espacios donde los forasteros se pasean casi permanentemente por la sala de estar, lo que sería una forma de los hoteles, las posadas y aún casas de inquilinato -aunque no se puede comparar un ambiente con otro, por supuesto. Hay muchos que viven en terrenos prestados. Y otros que usurpan terrenos, una forma ciertamente menos sólida de ser propietario, porque una se encuentra siempre entre la acción y el efecto de apropiarse, lo que no deja de tener sus riesgos en la sociedad moderna. Pero como también hay "leasing" mal que mal una se defiende. Y por último tampoco falta la letra muerta, un extendido abanico que abarca desde el famoso Père Lachaise hasta la soledad de cualquier camposanto de pueblo, inmensos y también modestos territorios para refugio de guiones, más o menos ilustres, pero guiones al fin.
II
La casa que me vio nacer era de modestísima construcción, una sola planta en forma de L acostada, como la mayoría de las casas de campo de aquel entonces. A lo largo de esta L se distendían la cocina, el comedor y el dormitorio de las niñas -en ese orden- y doblando por la L, la alcoba de los padres, que cerraba la construcción. Debajo del comedor o sala de estar -que entre nosotros sólo se usaba como corredor para ir de la cocina hacia uno u otro dormitorio y viceversa-, se encontraba el ingreso al sótano. Su penumbra dio lugar a más de una fantasía, pero más allá de ellas, lo decisivo es que después de las grandes lluvias que asolaron la región, el sótano se llenó de agua y no pudimos volver a usarlo. Una L con sótano en el medio y algo de imaginación letrística puede llegar a convertirse en un "lo", nada más ni nada menos que el artículo neutro del idioma castellano. Así comienza la escritura de los primeros años de mi vida: Con un "Lo" colgando en la desmesurada página en blanco de la pampa.
De aquella casa original mi familia pasó a otra algo más compleja, con dos plantas, una verdadera H. A esta casa prefiero adosarle el inmenso patio arbolado que le pone sonido a la primera letra muda de mi historia. Eran seis robustos ejemplares, alineados de dos en dos como en un tablero de damas, pero no eran damas sino tipas, Tipuana Tipu para los expertos, que así se llaman estos frondosísimos árboles que se dan con profusión en la llanura santafesina. Gracias a este patio con proporcionales ínfulas, la H aparecía flanqueada por una E. Las Tipuana Tipu me acompañaron hasta la adolescencia con sus flores amarillas y sus chicharras del verano escritas en el paisaje del pequeño pueblo de provincia adónde nos habíamos mudado. El fragmento de la pampa que comenzaba con "lo" dejaba paso ahora a los balbuceos del pretérito perfecto HE, que me vio crecer. Claro que no escribí muchas páginas más a partir de HE, porque como dije al comienzo, formamos parte de la gran mayoría de la humanidad que no dispone de casa propia, de un bien raíz donde quedarse, de una casa adónde volver cuando uno se ausenta, sea para venderla o solazarse en la nostalgia o ambas cosas, de modo que después de un tiempo de permanecer en un ambiente letrístico, página o libro, había que salir en busca de otras páginas, otras bibliotecas, otros estantes vacíos. Partíamos, eso sí, llevándonos lo que teníamos puesto, es decir, los bienes muebles. La letra era uno de ellos.
III
Las letras son una suerte de caparazón de tortuga o caracol que se arrastra con el cuerpo, con lo cual quienes vamos por la vida moviéndonos de aquí para allá solemos justificar nuestro parsimonioso andar en general y nuestra exasperante lentitud en la producción en particular. El caparazón que nos protege pero a la vez nos acompaña es nuestra identidad móvil. Acaso lo que vamos viviendo se va grabando de alguna manera en esta suerte de coraza, que, movibles y todo como somos, pasa a ser finalmente lo más sólido de nuestra mínima historia. Siempre y cuando no nos aplaste un camión al cruzar la autopista.
IV
Hubo por cierto, una casa que concentró mis raíces en la infancia y que guardo en el jardín de la memoria. No por propia decisión, sino por los avatares del movimiento, que no siempre es cauteloso y que puede arrasar también con lo mejor de nosotros. En la casa del abuelo, el padre de papá, los nogales flanqueaban el ingreso al visitante, los rosales se disputaban un lugar bajo el sol marcados de cerca por los granados que reventaban en rojo cada otoño mientras ciruelos, damascos y durazneros se cubrían de frutos no sin antes dejar algunas ramas al alcance de la mano para que trepáramos los nietos. Fresas y buganvilias, mandarinos, naranjos y legumbres parecían complacerse por igual hundiendo sus raíces en el surco húmedo de aquella parcela. La casa en sí no valía nada, hay que ser sinceros. Era una I mayúscula, los despojos de una columna dórica donde se sucedían en el más precario estado una cocina humeante -abuela tenía todavía una cocina a leña-, un comedor, una sala que sólo se usaba en especiales ocasiones y el dormitorio, donde la última vez que estuve allí fue para velar al abuelo. En los escasos rincones donde las paredes habían logrado defender su pintura de la voracidad del tiempo, era posible entrever en alguna orla decorada la dignidad de antaño. El suelo en cambio, permanecía cubierto sólo por una capa de cemento, ya que el dinero nunca llegó a alcanzar para baldosas. Y a mí que me importaba? Si esta casa recostada sobre el vientre embarazado de la huerta, enmarcada por el cerco frondoso de los árboles, amortiguados sus ángulos por mullidas enredaderas que protegían la mutación de los insectos parecía la escritura en sí misma: Una I de tiempo, custodiada por la eternidad de los olivos. El abuelo, que había dejado sus raíces en el desierto para buscar fortuna en el Nuevo Mundo, construyó esta casa con sus propias manos, con las mismas manos arañó la tierra abriéndole surcos, echó las cimientes, plantó los olivos, dio de comer a sus aves y caballos, protegió el canto de canarios y asiló los pájaros que se acercaban a este vergel a medio camino de la pampa y del pueblo que me vio crecer. En esta I del abuelo se escribía diariamente la historia. Dejó la casa a sus hijos con un ruego: No la vendan. No es un bien transportable, quiso decir el viejo: Es nuestra raíz en varios tomos.
V
Desde aquella partida de la HE paterna varias letras fueron mi refugio transitorio a lo largo del abecedario. La primera de todas fue aquella casita en el puerto, una humilde P a la que se arribaba por un largo pasillo que conducía a una única habitación milagrosamente compartimentada en cocina, baño, sala de estar y de dormir, además de un mínimo ángulo que hacía las veces de escritorio. Mi perro Bakunin se subía a los tapiales que marcaban el perímetro de P y solía atrapar con precisión de felino a las gallinas de los patios adyacentes provocándome horrores ortográficos. Sin embargo este clima bucólico no fue roto en ninguna medida por los vecinos, habitantes a su vez de precarias letras, sino por la gramática misma. Partir, como parir, se escribe con P en castellano. Y yo soy de las que tuvieron que partir, no por nada, sino porque ahí ya no se podía más vivir.
VI
De aquella letra cursiva -impresa en una participación matrimonial que se agotó- a la gótica remedando el sello de denegación del permiso de estadía de la policía de extranjeros- fui escribiendo una que otra página con los caracteres que se me iban dando. No me faltó por cierto una residencia en tipo florido, como aquella casita de Barranco que tenía todo el encanto de la bohemia con los rezongos del mar y su tejido de jazmines. Tampoco puedo olvidar una breve estadía de letras cortesanas en aquel palacio encantado de Jaipur donde un jardín bordado de cedros y fuentes cobijara mis acrobacias en las noches. A veces sin embargo, me agobiaron los caracteres capitales de Udine, con su frialdad grandilocuente. Tanto como los crepúsculos en Puerto Santa María, donde meses enteros fui acosada por bastardillas. Aunque pocas mayúsculas fueron comparables a aquella C invertida del portal de Idris desde donde sobreviví a Beirut en llamas. De estos achaques me resarciría una larga estadía en Berlín: Un día en la calle de Hohenstaufen el destino se cruzó de vereda y por una milésima de segundo fui testigo de su código cifrado. Desde allí asistí estremecida a aquella payada entre Oriente y Occidente cuando le crecieron tanto los ojos al muro que acabaron por perforarlo. Y aún cuando hasta el momento la cosa no haya dado más que para estirar la larga lengua de una factura, a mí, nadie me quita lo bailado.
VII
Porque hay letras y letras. Varios alfabetos con sus reglas y sus cifras y un montón de tipos que impregnan los espacios según sus caracteres: letras gótica, inglesa, capitales y dóricas, cortesanas o redondas, y aquellas emergidas de la computadora, compuestas de tan mínimos punteados haciendo las veces de paredes, que nos obligan a los usuarios a disponer cada vez de menos materia, si queremos refugiarnos en ellas. Incluso daría la impresión que, ciertos caracteres alfabéticos influencian no solamente a quienes los utilizan, sino que su espectro se vislumbra en la arquitectura de ciertos espacios míticos. El lamento del mundo, no escribe y borra al mismo tiempo la lágrima en hebreo y árabe sobre el muro gris de Jerusalén? No se percibe acaso un parentesco entre el alfabeto Indi y aquel templo de Vishnu en Delhi? Y no se asemejan los caracteres chinos a algunas pagodas mientras los signos del parsí parecieran ondular en las mezquitas? La clara y fría tipología inglesa, en cambio, recuerda la sólida arquitectura de los bancos tanto como la itálica evoca los palazzos renacentistas. Y los caracteres del alfabeto japonés, serán el chip que sintetiza el lenguaje electrónico y zen en las calles de Tokio?
VIII
Pasar de letra en letra no sólo no es fácil sino que puede ocurrir que una se quede colgada a mitad de camino sin llegar a ninguna otra, puros puntos suspensivos, la página en blanco, el colmo del nihilismo o la soledad. Es así que, animada por una profunda nostalgia en torno a aquel "lo" original sucumbí a la tentación del regreso: Veinte veces hube de pasar delante de aquella modesta "L" para reconocerla. Estaba pintada de blanco, la habitación de los padres había sido derrumbada, y como la herrería se había adosado al jardín, aquel "LO" de mi infancia se había convertido en un JE irónico. En cuanto a la HE, la Hache había enmudecido. Las constantes lluvias elevaron la napa de agua y debieron extirpar las Tipuana Tipu antes que se derrumbaran como una muela podrida aplastando con su corpulencia a cualquier desprevenido. La casucha del puerto explotó en pedazos, demolida por una bomba. Fue una equivocación, dice que se disculparon frente a los escombros. La I del abuelo había sido vendida. Los nuevos dueños aportaron sus ideas renovadoras en restauración, cercaron el ingreso con imponentes rejas de hierro forjado, podaron los frutales, el nogal se secó, y los olivos... Ya no tuve fuerzas para ver dónde habían quedado los olivos.
IX
El único territorio que permanece intacto a nuestro retorno es la X. La eterna X, la incógnita, el estado especial, la vieja recurrente de la historia. La X intacta con sus cuatro puntas, con los cuatro vientos convocados por la encrucijada central, nos está esperando en el recodo del futuro que comienza hoy por la tarde. No somos nosotros quienes decidimos la próxima letra que cubrirá nuestra página abierta. Incluso la misma letra austera que ayer dejamos reluciente, hoy cubierta de polvo es capaz de volverse cortesana o capital. Lo único que permanece es el movimiento, la articulación con sus infinitos giros. Ninguno parecido a otro. Acaso ésta sea la única fortuna al alcance de todos: La Escritura de la página en blanco hasta agotar el propio grito. Desde la calle, en tránsito, frente a miles y miles de XXX que vienen y van.
Esther Andradi nació en Argentina, estudió Ciencias de la Comunicación en Rosario y en 1975 se fue al Perú. En Lima ejerció el periodismo escrito y publicó su primer libro. En 1980 viajó a Europa y se radicó en Berlín donde escribió guiones y reportajes para radio y la televisión alemana. En 1995 regresó a Argentina y vivió en Buenos Aires siete años. Desde el año 2002 reside nuevamente en Berlín. Publicó libros de cuentos, novela y testimonio en Argentina (Come, éste es mi cuerpo, Tanta Vida, Sobre Vivientes) y en Perú (Chau Pinela, Ser mujer en el Perú). Ha compilado las antologías Vivir en otra lengua. Literatura latinoamericana escrita en Europa (2007-2010), Comer con la mirada (2008) y Miradas sobre América I. Crónicas de viaje, exilio y migración (2010). Su novela más reciente se titula Berlín es un cuento.
-Se reproduce en Inventiva Social con autorización de la autora.
-El artículo Propiedades de la escritora Esther Andradi enviado a Aurora Boreal® por Esther Andradi
*Fuente: http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=666:propiedades&catid=84:ensayo&Itemid=201
Erotismo de las utopías*
¿Hay lujuria en el cuerpo de las ideas? ¿En el roce de las ideas con el cuerpo-ideas de los otros? El cuerpo emocionado volviendo a la utopía de Solentiname, tan isla, tan azul de lago y cielo. Retornando a sus pinturas inocentes creadas por manos campesinas. Desplegando girasoles gigantes, animales fantásticos, personas y casas habitadas de magia. Volviendo a la sonoridad amiga de Cortázar robando imágenes naives para tocarnos con ellas y herirnos de color ¿Una no era entonces un cuerpo pujante que leía, casi acariciado por la blanca barba de Ernesto Cardenal, bailado por ritmos por venir? Una
antes del Apocalipsis, cada país el suyo, el nuestro en 1976. Una y unos pensando, raíces extendidas, soportando que tarden en juntarse. Una sin la perfección de los que nunca se equivocan ni apasionan. Distintas lenguas y lecturas aunándose en una y en los otros. Una y los otros juntos en un punto del almacuerpoideas haciendo el amor con la vida.
-El texto trabaja o mejor se abraza con un cuento de Cortázar "Apocalipsis en Solentiname"
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
La crisis del chocolate*
*Por Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
Y hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
¿Por qué íbamos a preveer errores, si avanzábamos sobre teorías sólidas?... La crisis del chocolate se extendía a nivel mundial. Parecía que las plantas de cacao se hubiesen puesto en huelga hasta que las especies transgénicas, introducidas a cada país con tratados de libre comercio, renunciaran a sus patentes en el mercado.
Eran esos tiempos futuros, o arcaicos (nadie lo sabe bien), en que el chocolate era valorado más que el oro u el cobre en estos días. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se vieron obligados a intervenir para rescatar al país de lo que los expertos ya llamaban "La Crisis del Chocolate", elaborando un oportuno plan, como en casos similares suelen ser elaborados.
Las ya tradicionales opciones fueron consideradas: instaurar una dictadura militar, despidos masivos, privatizaciones, permitir que una potencia invada al país para rescatarlo, incrementar la deuda externa... Incluso la opción de dejar al mercado nacional sin protección del Estado, para que por un milagro del mercado mundial se estabilizara el país y lo sacara de esta terrible crisis; algo así como cuando los extraterrestres secuestran a las personas (principalmente mujeres, aunque luego suele haber equivocaciones), y usando técnicas de inseminación artificial les dejan preñadas, solo que en este caso: usando dinero y países para los experimentos.
La crisis avanzaba rápidamente, y el plan debía ser definido; pero la experiencia histórica frenaba cada opción al recordar que ninguna de ellas, ni todas implementadas al mismo tiempo, resolvían crisis alguna y sólo protegía los intereses de los grandes capitalistas. Fue entonces que la respuesta que se buscaba, aquella que aportaría la evidencia rotunda de lo acertado de las doctrinas neoliberales, apareció para salvar al país: se adoptarían todas las opciones tradicionales, pero además, y ésta fue la gran respuesta, se construiría una fábrica de chocolate.
Y así fue: la construcción se inició un par de horas después de consumado el golpe militar. La localidad elegida fue el pueblito de Herrera Vegas, junto a la vieja estación abandonada del ferrocarril. Su construcción traería desarrollo y empleos a la localidad, además de chocolate a la nación.
Lo que causó la primera sorpresa fue el gran letrero a la entrada de la fábrica, que anunciaba el nombre: "Alfonso Luis Herrera"; que hacía recordar esos tiempos de la revolución mexicana de 1910, donde el tercer mundo había intentado definir una ciencia que se distinguiera del resto por haberse originado en un país llamado "subdesarrollado", y por haber intentado unificar la experiencia y expectativas del pueblo con las explicaciones naturales del Universo:
FÁBRICA DE CHOCOLATE "ALFONSO LUIS HERRERA"
Auspiciada por el Banco Mundial.
Herrera Vegas, Buenos Aires. República Argentina.
"El patriotismo tiene una base química, pues nuestras cenizas irán a formar parte de nuestros descendientes; estamos formados con detritus de nuestros antecesores y otros seres y minerales de nuestra patria. Después de una guerra, las sales de los muertos, por medio de los vegetales, el trigo, el pan, etc., nutrirán los futuros pobladores de la región en que se dieron las batallas, lo que significa una reconciliación química profunda de las razas combatientes" (Alfonso L. Herrera)
Al poco tiempo, las cosas marchaban como era de esperarse: la crisis poco o nada se había resuelto, las medidas adoptadas sólo habían logrado dar estabilidad a los grandes capitalistas, los pobres trabajaban más y comían menos, y la deuda externa se había incrementado en algunos millones de dólares. Todos llegaban a la estación Herrera Vegas con la curiosidad de saber qué se hacía en la fábrica, pero quienes lograban entrar salían siendo personas completamente distintas, aún cuando seguían siendo los mismos (algo por demás extraño de explicar).
Los rumores comenzaron a causar desconfianza, pues nadie había visto por la región algún chocolate de los producidos por la fábrica, y regularmente eran observados cargamentos que llegaban al ferrocarril, transportando equipos de laboratorio, secuenciadores de genes, sustancias químicas y demás cosas que pasarían inadvertidas, si a donde eran llevadas no fuera una fábrica de chocolate.
Y es que dentro de ésta, colocado inmediatamente en la entrada, se encontraba un espejo que tenía la curiosa propiedad de invertir la simetría de las moléculas en todo aquello que se reflejara en él. Este espejo era utilizado con el fin de invertir la simetría quiral en los seres vivos, pues una propiedad de todos ellos es que los elementos moleculares que los constituyen, en cuanto a los aminoácidos que forman parte de las proteínas y los azúcares que componen el material genético (ADN y ARN), se orientan a un lado en particular: los aminoácidos en los sistemas biológicos son izquierdos (levógiros), y los azúcares son derechos (dextrógiros). Bien, el espejo invertía esta simetría (esta quiralidad), en todo ser vivo que se reflejaba en él.
A poco de andar, nos dimos cuenta con Astrid que el proyecto real no iba a ser aceptado ni entendido. Aún en ese mismo Centro de Investigación Avanzada, donde se desarrollaban ideas muy audaces.
¿Cómo podíamos aceptar ser auditados por los organismos que financiaran las obras y el equipamiento? Tuvimos que fabricar chocolate -el oro de la época- para poder sostener la investigación básica.
¿Como explicar que el proyecto contaba con la colaboración de una civilización extraterrena? ¿O que nuestras creaciones genéticas estaban poblando el planeta incubadora Gl 581 C?
Nosotros trabajábamos en la inversión y/o modificación genética de la vida. No imaginábamos que nuestros procedimientos alteraran la ideología de los sujetos. El marco teórico nos llevaba a suponer que la ideología de los sujetos es más dura e inmutable que su genética.
Así pensábamos hasta poco tiempo atrás, cuando en el marco de la visita de un economista, jefe del Banco Mundial, ocurrió un acontecimiento imprevisto: Mientras el hombre recorría la línea de producción de monedas de chocolate -las cuales pueden ser consumidas o utilizadas como medio de pago hasta la fecha de vencimiento, pues vale aclarar que en nuestra época, el dinero es comestible y tiene fecha de vencimiento en su utilización- fue entonces cuando notamos que el espejo inversor había quedado descubierto por una esquina, y sin poder evitarlo, el economista se reflejó en él. Cruzamos miradas de pánico pero no ocurrió nada, todo siguió aparentemente igual.
Al final de la visita, Astrid acompañó al hombre hasta la estación. Para el horario de llegada del tren faltaban unos 20 minutos. Al rato de llegar, el hombre se disculpó un momento para ir al baño de la estación. Caminó hasta el muro lateral -pintado impecablemente de color arena- y allí, a la vista de muchos pasajeros que aguardaban el tren al igual que él. Extrajo de sus ropas un aerosol de pintura. ¿Lo había robado de nuestra fábrica, en la sección donde rotulan la producción embalada en cajones?
Astrid saco fotos con la cámara de su teléfono celular mientras pintaba el muro, y otras al graffiti finalizado:
"La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido en sus servidores asalariados"
-Marx y Engels-
"El capitalismo es una mafia"
"Lea El Capital y El Manifiesto Comunista".
Ya ha pasado algún tiempo y todavía no tenemos una explicación confiable a este suceso.
Silencio*
"Detened ese tren agonizante
Que nunca acaba de cruzar la noche".
MIGUEL HERNANDEZ: El tren de los Heridos
A los ojos del silencio
Le han brotado mariposas
Ríen con las edades de la máscara
Coreografía de trinos subterráneos
Conspiración acrisolada de la muerte
Aleteo de niebla de alborada
Azular silencio del imperio
Acrílico silencio del tren de la tragedia
En las ojeras del alma
Rojas noches campanillas
Amasados pañales bajo el puente
Maquillado cerco de payaso
¿Acaso el mundo es un payaso?
Abraza el silencio la luz
Del brindis de rocío
La peluca del circo
Invita el espejo a la velada
El iridio pellizca la sonrisa
Arriero de esperanza
Una luna mojada sublima
La oscuridad del manto
Que tapiza el campanario
Sutil hilo de plata retoza se revuelca
El lunar de miedo encalla
En la cola de una sirena demorada
Vástago alado
Brío de levedad de acorazado lagrimal
Dulzor de epifanías ampara
Romance del duelo de jazmines
Una part-ida crisálida
Otra en luminal espera
Pincelan coro de adolescentes arrebol
De aurora circulares
*de Noelia Judith Guiñazú. judith.guinazu@hotmail.com
El Pescador*
Ella sabía conjurar vientos del noroeste,
los más benignos para mi barca.
Con signos en la piedras me hacía saber
del tiempo y las mareas.
En los días de mucha lluvia, yo no podía remar,
jugábamos entonces a disfrazar el bosque
con caracolas,
mutándolo en océano.
Nos dejábamos arrastrar por la barca
entre las hojas de pino eterno,
entre las piñas saladas,
y los ecos...
Sabía tantas cosas,
que quise guardarla de Ellos,
por eso le rogué que me diera su anillo,
el de los conjuros y la risa.
Ese día no hubo viento, ni mar pintado con sal,
ni anguilas haciendo surcos entre los pinos.
Cambié mi nombre por Legión.
Y por ello fui alimento de la hoguera.
Con el mismo dolor ardiente de saberme sin Ella y sin mi barca.
*de Yordán Rey Oliva. cartasylibelulas@gmail.com
Del poemario "El martillo de plata"
La Habana, Cuba
TÚ, CONMIGO AMIGO*
Tú, conmigo, amiga.
Al alcance de mi mano te he sentido.
Porque he sido, otra vez yo, por vos.
Porque los maizales maduros, se alargan en tu sombra.
Y me albergan.
Porque esto, que pretende ser un poema.
Está escrito como yo, alocadamente.
Y me enuncia, me llama, me bautiza.
Y me dice, tu nombre, que es el mío.
Y me encuentro, me nace y me dice buen día.
Refunda mis médanos y me llama Lázaro.
Y canta y baila. Y soy bolero, zamba, castañuela.
Resurrección de pajonales agobiados.
Santa. Prostituta. Bruja. Madre. Hermana.
Mira, sé que hay laureles en flor y designios.
Y perros flacos y niños con ojos huecos.
También se, que en este, desamparado mundo.
Hay vendimias y cosechas caseras.
Y panes y palomas y flores de cuarzo rosa.
Por todo eso, por muchos ríos más.
Yo te bendigo, hermana.
Y siento que me llegas, aunque no se de donde.
Como la lluvia, como el amor.
Con una grafía de mares y de soles
Que me besa las manos y las ramas
Y reinscribe mi nombre... y reinscribe mi nombre.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
EL DÍA*
Para mi princesa Sarah
-Oh, eso no lo puedes evitar - repuso el Gato-. Aquí todos estamos locos.
Alicia en el País de las Maravillas
Lewis Carroll
¡Hoy es el día! Pasaban gritando todos rumbo a la plaza…
Ella no necesitaba escucharlo: había esperado demasiado este momento.
El castillo bajaba a la tierra.
Extraño acontecimiento que sucedía bajo una conjunción excepcional, que nadie vivía para presenciar dos veces. Cualquier testigo sería polvo en el viento cuando regresara aquel lapso, tan esperado que los habitantes del pueblo alargaban su estancia en este mundo para verlo.
El castillo en las nubes permanecía suspendido sobre la ciudad. Para los forasteros era solo una nube más, un cúmulo nimbo de base plana y figura que se alargaba hasta perderse de vista, tomando curiosas formas que semejaban torres, almenas, muros... Pero los que corrían a su encuentro tenían otra verdad.
Nelly corrió al centro de la plaza, tan espaciosa, con todo colocado alrededor: la fuente, los tenderetes, los cafés, los bancos, como esperando esa hora inverosímil, pero cierta.
Nadie llevaba la cuenta, era imposible predecir la fecha, pero el golpeteo de su corazón le había dicho al despertar: ¡Corre, este es el día!
Solo había que acechar que la puerta se abriese ligeramente y…
No se había creído con el valor de hacerlo, a pesar de estar ensayándolo en su mente desde que acumulaba recuerdos. Aprovechando la abertura había saltado al interior.
- Vengo a ofrecer mi corazón – dijo al alto joven que la miraba entornando los ojos, desde un butacón.
- ¿Y para qué puedo querer tu corazón, mi pequeña visitante no invitada? – le dijo, sonriendo con sorna.
- Todos saben que no tienes corazón, que para vivir necesitas el de una doncella de alma pura, que cuando la fuerza de éste se agota, bajas a la tierra por una hora, tiempo que te basta para atrapar alguna, haciendo uso de tus artes oscuras.
- Ajá, ¿eso dicen de mí? – siguió sentado, balanceando una pierna.
- Tengo una hermana menor, aún no arriba a la mayoría de edad, los demás se han apurado en casar a sus hijas para que no te las lleves, no puedo arriesgarme; ella es la alegría de vivir de mis padres.
- ¿Ah, sí? Y tú, ¿quién eres? ¿La oveja negra?
- Nadie me extrañará, nadie me espera en casa. Dicen que no tengo la cabeza en mi sitio, que soy una inútil. Hoy tal vez les demuestre, con mi sacrificio, que de algo valió mi nacimiento.
- ¿Sólo por eso has venido?
Nelly sintió que el rubor la invadía.
- Estoy… estoy dispuesta, no hace falta más – balbuceó.
Él le hizo señas de sentarse en una butaca al lado de la suya, ella obedeció, sintiendo que las piernas podrían haberle fallado si se mantenía un segundo más en pie. El corazón latía tanto que parecía querer escapar de su pecho… ¿Así de apurado estás por abandonarme?, le preguntó en silencio.
- Déjame contarte algo – sonrió de nuevo -, debes saber que una historia es como un diamante de mil facetas, cambia de rostro, dependiendo de quién la cuente y quiénes la escuchen: Hace mucho tiempo, demasiado, me llevé a una doncella, solo a una…
- ¿Myriam?
- Entonces lo sabes – se inclinó ligeramente hacia ella.
- Mi abuela me lo contó, ella entregó su corazón para salvar a su hermana menor.
- Y tú creíste la historia sin pensar en que nadie fue testigo del encuentro, ¡para colmo pretendes repetirla! – un relámpago cruzó su mirada - Solo había bajado a recoger semillas para replantar mi jardín… Y la vi: supe al instante que pertenecía más a mi mundo que a este donde había nacido. No la rapté: le tendí la mano. Ella obedeció a su corazón. Tuvo tiempo de volver sobre sus pasos y no lo hizo. Mi castillo se elevó, regresó al sitio donde está desde el inicio del tiempo.
- Pero tú… - Nelly sentía un ominoso deseo de romper en lágrimas - ¡Dicen que no tienes corazón!
- No lo tengo. Se marchó con ella, cuando llegó su hora final. Solo teníamos la duración de una vida humana para compartir. Ambos lo sabíamos – se levantó y le señaló el salón contiguo -. El resto es leyenda, tejida alrededor del silencio en que me encierro. Sígueme, verás el lienzo que de ella pinté, intentando atrapar el halo de magia que la envolvía…
- Descuida, conozco el camino – dijo Nelly levantándose.
Petrificada al escuchar sus propias palabras, lo miró asustada.
- ¿Por qué he dicho esto?
- ¿Quién quiere ser eterno cuando vive sin corazón? - le tendió la mano - Ayer te vi en la plaza, mirando hacia las nubes. ¿Dirán de nuevo que lo haces por salvar a tu hermana?
- Sueño contigo desde que tengo memoria de mis sueños - entrecerró los ojos –… sabía como iba a ser tu rostro, el brillo de tus ojos, el aroma de tu aliento, el tacto de tus dedos en los míos.
- ¿Tendrás la paciencia y el amor de envejecer de nuevo al lado de un hombre condenado a permanecer siempre joven?
- Y tú – ella tomó su mano -, ¿tendrás la paciencia de esperar de nuevo mi regreso, luego del inevitable adiós?
Rieron y marcharon a contemplar el cuadro de la bella Myriam, que en nada se parecía a esta muchacha despeinada, con gafas, camiseta y jeans negros, calzando zapatillas de cordones.
(¿Cómo la reconoció, podríamos preguntarnos? ¿Cómo la vio desde tal altura? ¿Cómo ella adivinó su rostro en sueños? No hay respuesta para ciertas preguntas: Así es el amor, aprende a ver con los ojos cerrados).
El castillo cerró sus puertas y se elevó.
Los habitantes del pueblo, saliendo de sus escondites, comenzaron a alabar el sacrificio de Nelly, tan inocente que se le podía tomar el pelo sin vérsela ofendida, siempre rodeada de libros, de gatos, de aves y de flores, tarareando con la mirada perdida en las nubes, dibujando esa sonrisa que no obedecía razón alguna.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.
LAGARTIJA Y LITERATURAS*
Una forma extraña flota en el balde rojo que lleno de agua. No es una hoja seca, ni una pelusa, algo de mi instinto me avisa que atención que esto que flota no es ni una hoja marchita ni una nada sin más datos curiosos.
Flota. Tiene cuatro patas minúsculas. Tiene la forma de una lagartija. No se mueve la minúscula lagartija transparente sobre la película invisible del agua. Tan liviana, tan Jesús caminando sobre el agua pero sin Galilea ni discípulos. Una lagartija que se mantiene ahí, cuerpecito ahusado y patitas de dedos microscópicos.
Con cuidado busco la pala de recoger el polvo después del escobillón, y saco al animalito que presupongo muerto. No se mueve; así como lo pesqué así queda en la pala rosada. Lo pongo a la altura de mis ojos para poder distinguir los finísimos dibujitos en la piel película de plasticola seca sobre el dorso de la mano, la piel micrón y microscopio y crueldad absurda de clase de biología "hoy disecamos al batracio". Miro apenas al animalito inmóvil y es la extrañeza de las cloacas que de pronto abstrajo Kundera, y la ciudad desapareció y sólo quedó una horrible red inmunda de caños que se entrecruzan, bajan, suben, se abren en temibles inodoros como bocas hambrientas. ¿Por allí vino?
Miro a la lagartija que a pesar de parecer enteramente muerta tiene la cabecita erguida. La cabeza es una cabeza de alfiler con dos insondables oscuridades, dos brillantes estrellas negras en la carita que no es de piedra, que no es rosada, que no es el axolotl de Cortázar pero quién sabe.
De la familia al fin y al cabo, me digo, una especie de axolotl de entrecasa, de los que aquí podemos conseguir para pensar en algo más lejano y extraño y abismal.
La miro, pequeña lagartija junto al balde rojo sobre la pala rosada, ojos negros cabecita en cuarenta y cinco grados, transparencias de velo de tul de danzarina desvergonzada por qué no árabe, aún mejor, por qué no Salomé y al fin y al cabo está el rojo del balde y al fin y al cabo la lagartija sobre la pala muy bien podría ser la cabeza de Juan el Bautista con esa cara de nada que tienen las cabezas de los degollados.
Y entre medio de Juanes y bautismos y agua de ondas concéntricas, el animalito abre una boca sorprendentemente enorme, y le brota una burbuja perfecta. La he mirado con tanta atención que pasa lo de siempre, ahora bajo el escrutinio se ha agrandado, y en la cabecita que sí, es de alfiler, en la
cabecita de alfiler las fauces que revelan la vida y la ferocidad (siempre la vida y la ferocidad tan emparejadas), las fauces que revelan animación y rapacidad son enormes a mi atención extática. Bosteza un dragón, aquí sobre mi palita rosada. Y tanta heráldica, diría Borges, y tanto animal majestuoso
diría Borges, en los escudos, y el león que al fin y al cabo es pariente de los perros y come lo que le trae la hembra.
Llevo con cuidado la palita escaleras abajo. Escaleras abajo, qué linda frase. A los franceses se les ocurren las mejores réplicas, las frases más ingeniosas cuando descienden las escaleras, es la manera de decir que lo mejor se formula cuando finaliza la discusión y ya es tarde, y es la manera de decir que todos viven en departamentos con escaleras. Y quién lo dijo, no recuerdo, pero siempre me fascinó esa frase, desde pequeña, en esta ciudad en que nadie tenía escaleras, en esta ciudad plana de casitas bajas que se fue transformando en esta otra ciudad con gente en cajas de cartón, gentes de balcón cerrado y piso de parqué falso. Y claro que Ítalo Calvino a este punto, esto de bajar la escalera en medio de una ciudad que crece concéntricamente, que bien podría ser relatada por algún viajero que se entrevistase, pongamos por caso, con el Gran Khan.
Y dejo a la lagartija en el césped como quien con cariño cede parte de su herencia. Debajo de las plantas de las que desconozco nombres y pertenencias deposito al bichito que de vuelta es tan pequeño aquí, tan liliputiense y yo tan Gulliver. Vuelvo a subir peldaño por peldaño la escalera de hierro, vuelvo a mis libros y al falso crepúsculo de entre paredes donde las voces de los escritores me narran el mundo, sus mundos, me soplan ráfagas de vidas pasadas y ajenas obsesiones sobre el simple episodio
de exiliar a una pequeña lagartija.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Oscuridad*
Con tres enormes zancadas en mis zapatillas número 42 bajé las escaleras del túnel, que une el lado norte de la estación de Haedo con el lado sur. Podría asegurar que el brilloso día fue literalmente absorbido por la constante penumbra del lugar, y que esa sensación de forzada oscuridad me daba escalofríos. Afuera la gente veía, adentro, en ese fiero y tortuoso camino reinaba algo siniestro: la ceguera. Me saqué los lentes y caminé más rápido aún, pero en ese estúpido apuro vomitado desde mis entrañas perdí los apuntes para la facultad. No era joda, debía recuperarlos, aunque eso significara volver y repisar mis propias marcas sobre pegajosas baldosas mugrientas por chicles, escupidas y helado derretido. Imaginé mientras retrocedía, que este lugar de paso también tenía encuentros furtivos a la madrugada, cuando los andenes desiertos albergan perros y gente revolviendo basura, aquí, muy por debajo, otro mundo resurgía sosteniendo el piso. Sin esfuerzo pude reconstruir el sexo barato y el olor a fritanga mezclado con el de humedad. Era definitivamente una cueva. El que se atreviera a pasar ese estómago subterráneo a esas horas estaba demente.
Pudo haber sido solamente un minuto el que tardé en llegar hasta el folio caído de la carpeta, lo divisé antes de alcanzarlo, y cuando me agaché noté a su lado una mano dormida con la palma hacia arriba. Un mendigo.
Lo había pasado por alto, simplemente era una pintura más en la pared, un cartel descascarado y roto que a nadie importa. “algo”que salió de la categoría de persona y pasó a ser una “cosa”, unos harapos con latidos, que despertaba sentimientos repulsivos, y antinaturales. Quise evitar mirarlo, pero el morbo que llevaba dentro me dominó. Eficazmente recorrí la curvatura de su espalda que era tan larga como un reptil, la cabeza metida entre los hombros proyectada hacia abajo, como una boya hundida sin sentido me hizo pensar en los barcos viejos. Si mis pupilas fueran dedos, la hubiera repasado con un tacto abrumador. Me impresionó cantidad de ropa que lo tapaba, y por un brevísimo segundo quedé tildado, hasta que por detrás alguien pasó largándole una moneda en su mano abierta. Eso hizo que reaccionara y levantara los apuntes, di la vuelta y retomé el camino con los ojos en el piso; empecé a caminar lento, ya no estaba apurado.
Aquellos que fueron y vinieron, los que alguna vez caminaron por el túnel me chocaron, convergieron en una masa invisible de brazos sujetándose a mis piernas. El aire se hizo escaso, comencé a sudar frío y me desesperé, sobre todo cuando comprobé que al atravesarme, abandonaron parte de su alma.
De no ser por mis dieciocho años, hubiera jurado tener ochenta. Mis largos cabellos ondeados, comenzaron a pegotearse en el cuero cabelludo hasta que se plegaron como las alas de una mosca, mi esternón se arqueó y se convirtió en una caja comba, la piel adosada a las costillas y las arrugas en las manos, anunciaban que la vejez me perseguía. Puedo jurar que descendí a medida que intentaba subir. Al pisar las últimas escaleras que separaban la salida del túnel con la calle, un cansancio brotó desde mis huesos hacia fuera, y poco a poco invadió hábilmente mi cuerpo como un disfraz; quedé apoyado contra la pared hasta sentarme sin darme cuenta. Escuché pasos, muchísimos pasos apurados, de tacones y de zapatillas, como las que una vez tuve. Voces, risas y música de radio mezclada con silbidos. Un chico le preguntó a su madre por el mendigo muerto.
Quise levantar el cuello para pedir ayuda, sin embargo, la acostumbrada inercia lo impidió. Quise abrir la boca, pero una áspera sequedad había sellado mis labios, entonces abrí los ojos para mirarme las manos: estaban negras. Una rabiosa ceguera comió todo lo que antes veía. Los boletos tirados, las colillas, las sonrisas, y las piernas de las mujeres. Nunca más formarían parte de mi mundo, aunque curiosamente seguirán allí, custodiándome como fantasmas.
Recordé los apuntes, la facultad y hasta los lentes para sol, pero lo hice tratando de enumerarlos como un sueño al despertar, y traté de ordenarlos con algún sentido, para repetirlos en murmullos. La angustia que momentáneamente se había escapado, volvió miserable, y me recordó que tenía que abrir las manos, lo único que sabía hacer.
Esperé, simplemente esperé hasta que sacaron el cadáver, y sentado contra la pared empecé a juntar monedas.
*de Silvia Milos milossilvia@yahoo.com.ar
UNA BODA*
*de Sergio Borao Llop. sbllop@aragoneria.com
una huella serpenteante de pequeños
cráteres de arena conduce hacia el desierto.
Michael Ende. El espejo en el espejo.
Todos saben que nunca asisto a las bodas.
Aunque no por ello dejan de enviarme invitaciones. Algunas, de lo más extravagantes. Los escenarios elegidos también son diversos: Iglesias tradicionales, juzgados, templos decadentes y ya abandonados, ayuntamientos, locales dedicados a otros cultos, incluso una vez recuerdo que el enlace se celebraba en una vieja ermita construida en lo alto de una montaña, a la que sólo se podía acceder tras una caminata de cuatro kilómetros cuesta arriba y bajo el sol. Esto último, al menos, despertó mi simpatía y, con la
pertinente nota declinando la invitación, envié un profuso ramo de flores, no todas ellas, según me hizo notar la empleada de la floristería, apropiadas para la solemne ocasión. Mándelas no obstante, respondí. Todas las flores son hijas de la tierra. Y a ella tornarán un día, como nosotros mismos, ninguna merece ser discriminada durante el brevísimo periodo que le ha sido dado para mostrarse al mundo.
Detesto las bodas. Una boda -dice Silvio WJ- es el acontecimiento social donde se concentra la mayor cantidad de idiotas por metro cuadrado. No es que sean idiotas siempre -explica-; lo son, con obstinada insistencia, mientras dura el evento. Gente que se siente obligada a mostrarse sonriente, como si en realidad hubiese un motivo. Gente que saluda con la mayor y más fingida cordialidad a otra gente totalmente desconocida, burbujas que un instante flotan en la superficie para hundirse de nuevo en la inmensa vorágine del anonimato sin haber llegado siquiera a pronunciar su sentencia, aquella para la cual fueron creadas. En la conversación, inevitable en cualquier reunión prolongada, abundan los lugares comunes, la intrepidez oratoria y el aburrimiento. Realmente me repugna todo ese circo: el protocolo de fingir que nos interesa el suceso y cuanto con él se relaciona, de verse casi obligado a esgrimir frases estándar, del tipo No has cambiado nada desde la última vez, que ellas interpretan como un halago cuando en realidad se trata de una crítica bastante ácida, porque lo normal sería haber cambiado, haber evolucionado, y en cambio, helas ahí, sonrojadas y satisfechas a causa del presunto piropo recibido, y en verdad tan huecas y lineales como siempre. No se nos podrá acusar de haber mentido. Pero no hay que alarmarse: Toda palabra dicha en uno de estos eventos es barrida junto con las colillas de los cigarros y los restos de comida, ni rastro quedará de lo uno ni de lo otro, brisa imperceptible que pasó, haciéndonos sentir apenas un leve escalofrío; ni eso, ya no nos acordamos.
A veces, sin embargo, no tengo otro remedio que ir: Cuando se trata de un familiar o un amigo, palabra ésta que un día también perderá del todo su sentido. En esos casos, extraigo el disfraz de su lugar en el fondo del armario, me acomodo en su interior lo mejor que puedo, coloco en mi rostro la sonrisa apropiada para que nadie pueda distinguirme entre la multitud y, durante el tiempo imprescindible, adopto los modales convenientes. Después, con un pretexto cualquiera (nada es del todo inverosímil cuando a nadie le importa), me retiro. En general, agradezco que el restaurante donde se celebra la comida o cena esté cerca de un río. La contemplación de la corriente, ya sea desde un puente o desde la ribera, contribuye a limpiar los restos del fatigoso episodio: Imágenes ya en descomposición, frases
truncadas, risas fingidas, poses; sombras, en suma, reflejadas en el muro inmaterial y milenario.
La última vez, lo recuerdo como si fuese hoy, no había río alguno. Tuve que ir caminando hasta casa para despejar mi mente, tal era la cantidad de despropósitos y estupideces que habían violado mis oídos. Aun así, la caminata (algo más de cinco kilómetros), resultó excesivamente corta.
Horrorizado aún, me tumbé en el sofá con los ojos cerrados y un disco de David Anthony Clark (Terra Inhabitata, claro) sonando a través de los auriculares. Sólo después de un buen rato pude recuperarme. Me prometí no volver a dejarme arrastrar hacia ese abismo.
Por eso mismo, resulta más bien extraño que hoy esté preparándome para acudir, una vez más, a la ceremonia. No sabría explicar (aun si hubiese de hacerlo) los motivos. Ni siquiera conozco los nombres de los contrayentes.
La invitación llegó hace un mes, en un sobre de color azul, sin membrete ni remitente. Sin franquear. El cartero, al preguntarle, me miró con gesto altivo y aseguró no saber nada del asunto. Si bien al principio pensé que se trataba de una broma, con el paso de los días se fue apoderando de mí ese sentimiento de fatalidad que me ha llevado a cometer los mayores disparates, pero que, al mismo tiempo, me ha permitido ver en ocasiones el rostro descubierto de la vida -tan distinto en el fondo a esa máscara doliente y cotidiana-, el bello rostro que tan fácil resulta amar porque tiene el inconmensurable valor de lo irrepetible.
Para evitar ese desasosiego, metí el sobre en un cajón de mi escritorio. A pesar de los años cumplidos, de las inequívocas repeticiones -parece mentira- aún no hemos aprendido que esa táctica sólo sirve para olvidar cosas que hubiésemos olvidado de todos modos y sin el menor esfuerzo, por carecer de importancia alguna. En el presente caso, como en todos, el encierro reforzaba aún más la presencia impalpable de la carta, le concedía la solidez de lo inquietante, la hacía aun más patente por el vacío dejado en el lugar donde debería estar y, sin embargo, no estaba. Se convirtió en una incómoda obsesión, como esas cancioncillas que, a veces, aunque las detestemos, se nos quedan pegadas en la memoria sin motivo aparente y resuenan dentro de nosotros durante horas. La música, al final, siempre cesa, pero la invitación se dibujaba constantemente en mi cabeza, hasta en sus más difusos detalles. Cuando al fin la saqué de allí y la coloqué sobre la mesa del salón, apoyada en el florero, la sensación angustiosa
desapareció. Sin embargo, ya era demasiado tarde. Algo que no era yo había decidido por mí.
Me miro en el espejo. La transformación se ha producido sin incidentes.
Ahora ya puedo marcharme. Al cerrar la puerta de casa, y mientras bajo las escaleras, me asalta una molesta sensación de ingravidez. Me sorprendo al reparar, quizá por vez primera, en el rostro sereno de la portera del edificio. Aunque sus ojos reflejan una tristeza cuyos motivos se me escapan, son hermosos. En su juventud debió ser una mujer linda, pienso. Parece ir a decirme algo, pero sólo me mira con esos ojos enormes, se queda un instante en suspenso, como tratando de hallar las palabras exactas, acaso palabras que no conoce o que se le han olvidado, y luego, impotente, se da la vuelta y desaparece en el interior de la portería, provocándome, sin que atine a discernir el motivo, una sorda melancolía.
La boda es en otra ciudad. Un estremecimiento me recorre de arriba abajo al tomar el tren. Eso me sucede siempre desde que un buen amigo (a cuya boda no pude acudir para no cometer un imperdonable anacronismo) me dejó leer algunos de sus cuentos, en los cuales el tren no es un lugar tan idílico como pueda parecer a un viajero ocasional. Es sólo un momento. En cuanto el cuerpo se acomoda, la sensación opresiva desaparece. En cualquier caso, no conviene dormirse. Uno nunca sabe dónde va a despertar. El viaje es corto y el paisaje, amable. El trayecto me resulta relajante, pero agradezco su conclusión. Antes de salir de la estación, entro un momento en los lavabos y echo un vistazo a mi aspecto. El traje no se ha arrugado. Me ajusto el nudo de la corbata (un extraño se ajusta el nudo de la corbata, ahí en el espejo) y salgo al exterior, donde amenaza lluvia.
No conozco el lugar, así que detengo un taxi y le doy la dirección. El taxista me mira, o para ser exactos, mira mi reflejo en el retrovisor.
Parece algo desconcertado, pero se encoge de hombros y partimos. Calculo que no tardaremos mucho en llegar, es una ciudad pequeña. Después de algunos giros y rotondas, percibo que estamos alejándonos del centro. Luego, tomamos una estrecha carretera en dirección al norte. Muy pronto los edificios desaparecen de la vista. El lugar, deduzco, está en las afueras, o tal vez en una pequeña aldea cercana. El viaje es corto. Al detenernos, no puedo evitar un gesto de sorpresa. A nuestra derecha no hay más que una sucesión de campos de cultivo que se prolonga hasta el horizonte. A la izquierda, el panorama sería idéntico, a no ser por una larga nave, tal vez un viejo almacén, que se extiende paralela a la carretera. Parece abandonada. El taxista vuelve a mirarme por medio del espejo. Aquí es, dice. Contemplo los ajados muros y los campos circundantes. Demasiado real para ser una broma de mal gusto. En las bromas, todo es más o menos correcto excepto uno o dos detalles, que desentonan. Ahí radica la gracia. Pero aquí existe una uniformidad en el despropósito. Hay algo desagradable en todo esto. Lo más
sensato sería pedirle al conductor que diese media vuelta, volver a la estación, tomar el tren, olvidar la existencia de este lugar y este día. Sin embargo, pago la carrera, no sin añadir una generosa propina, desciendo del automóvil y cruzo la carretera desierta. Por el rabillo del ojo, distingo la sombra del taxi poniéndose de nuevo en movimiento, dando la vuelta y acelerando rumbo a la ciudad. Juraría que los ojos del conductor siguen fijos en mí mientras se va alejando, como si fuese incapaz de entender lo
que aquí sucede o como si estuviese tratando de indicarme algo con esa mirada, algo que él sabe pero que yo, por algún motivo secreto, no puedo comprender. Muy pronto, el auto desaparece tras una curva, dejándome tan sólo esa extraña sensación.
Al internarme en el camino de tierra que conduce a la enorme construcción, me remango un poco el pantalón, pero es inútil: Mis pasos levantan pequeñas nubes de polvo que luego flota en torno a mí hasta quedarse pegado en mis ropas. Fue una mala idea no pedirle al taxista que me acercase, al menos, hasta la puerta de la nave, si es que la hay. Un poco antes de llegar al final del muro, escucho voces, ecos, no sé si resuenan en el interior o al otro lado del edificio. Giro la esquina y puedo ver la fachada, que da al
norte. Al otro lado de la nave distingo numerosos coches aparcados.
Reconozco algunos, aunque no me molesto en tratar de recordar a quién pertenece cada uno. En la fachada, hay un portón verde, abierto de par en par. Junto a él, algunas personas charlan. Reconozco a mis primas. Por lo tanto, debe tratarse de una boda familiar. Trato, inútilmente, de evitarlas.
Pocas cosas hay en el mundo tan insulsas como una conversación con ellas.
También veo a dos o tres antiguos compañeros de juergas, lo cual me sorprende un poco. Al percibir mi presencia, sus sonrisas se ensanchan ostensiblemente. Me saludan con una cordialidad que considero excesiva, aunque no les preste demasiada atención. Las voces se multiplican al acercarme a la entrada. El interior está alfombrado y lleno de gente.
Docenas de lámparas inundan de claridad el ámbito, sólo el techo y las paredes quedan velados por una tenue cortina de penumbra. Hay flores por todas partes -aquí, en medio de este desierto, el contraste aún resulta más evidente-. Al fondo, en un discreto segundo plano, están los fotógrafos, esperando el momento de ponerse a disparar sus cámaras. Me resulta chocante reconocer a la mayoría de los invitados. Es algo infrecuente, máxime cuando uno intenta vivir apartado del mundo. Me gustaría preguntar quiénes son los novios, pero sería una imprudencia. Temo hacer el ridículo, puesto que no sé
si todo el mundo recibió la misma invitación o, por el contrario, finalmente sí fui objeto de una broma. Por eso miro a uno y otro lado con disimulo, a pesar de los constantes saludos, abrazos y palmadas en la espalda, que me impiden concentrarme en mi objetivo. Oigo palabras que no me molesto en descifrar, me siento guiado por manos y cuerpos que se arremolinan alrededor. Todo esto me marea un poco.
Las manos, las risas, las palabras, me conducen, sin que sea capaz de advertirlo, hasta el lugar central, allí donde la iluminación resulta aún más deslumbrante. Distingo, encima de una plataforma elevada a la que se accede mediante dos amplios escalones, una especie de altar (¿un altar destinado a sacrificios rituales?). Por un momento, siento como si formase parte del reparto de una película de Luis Buñuel y no pudiese hacer nada, salvo representar mi papel lo mejor posible. Me sorprendo esperando el eco
de un grito de pánico en alguna parte, pero es sólo una ilusión. En las bodas no hay pánico, sólo alegría, no importa ya si verdadera o falsa. De repente, al lado del altar aparece un individuo alto y serio. No tiene aspecto de sacerdote. Sospecho que se trata de un simple funcionario, su rostro muestra el inexpresivo cansancio propio de ese gremio. Viste un traje negro que parece muy antiguo. El rostro y el traje, sin embargo, son extrañamente compatibles. Si esto fuese una película, pienso, él sería Anthony Perkins; un Perkins con disfraz de Bartleby.
A mi lado (no me había dado cuenta antes) se encuentra el menor de los hermanos de mi difunto padre, un hombre bajo y de mirada pícara, cuyo nombre no logro recordar. Bajo su fino bigote, una sonrisa muy expresiva me abre las puertas de la comprensión. Justo entonces, la gente que hay a mi alrededor se mueve unos pasos hacia atrás y el pasillo central se despeja.
Mi tío hace un gesto. Ante mi sorpresa, nosotros no nos movemos. Se hace el silencio y, sólo un instante más tarde, la música comienza a sonar. Es un tema de Luis Delgado, del disco El hechizo de Babilonia. Exquisita ironía.
Parece un mensaje, y tal vez lo sea. Desde el fondo de la nave, la novia avanza hacia donde estamos. No hubiera hecho falta mirarla, pero aun así, lo hago. Sus ojos sonrientes, sus labios húmedos, confirman mi sospecha. Sé que se detendrá junto a mí y después el estirado funcionario nos dirigirá una serie de palabras inútiles y nos hará una pregunta simple. Sé cuál será la respuesta. Es impensable pronunciar otra palabra. Por un momento, me aferro a la esperanza de estar soñando.
Mas no es un sueño. El sudor que corre por mi frente es real, como lo son el polvo de ahí afuera y las risas forzadas de los invitados. Antes o después, tenía que suceder. Prometí no recaer e incumplí la promesa. Por eso, sé que cuando todo esto acabe, cuando pase la ceremonia y termine el convite y no
consiga encontrar un río junto al que recuperar la armonía, cuando finalmente llegue a casa (que inevitablemente será otra) e intente quitarme la máscara, podré comprobar, sin asombro, que esta vez no es como las otras, que esta vez la máscara y el rostro son una misma cosa, conglomerado inerte
que no cede ante estirones ni arañazos. Será sólo una anécdota verificar que mi querida colección de música, en efecto, ha desaparecido.
NO LES CREAS*
Hay gente que gusta de confundir, y utiliza argumentos banales, pueriles, pero que cavan un hoyo profundo en el subconsciente, pues apelan a lo más básico de las supersticiones y ese fondito tufiento que compartimos a nuestro pesar y en el que se mezcla un aroma a xenofobia, una cosita pegada que recuerda al racismo, algún animal muerto parecido al miedo ancestral a quién sabe qué cosa que no alcanzamos a nombrar.
Y estas gentes, con acceso a los medios, pagados por sabemos quiénes, explican la situación de miseria de los países de la América hispana recurriendo a capciosas fórmulas llenas de vericuetos y derivaciones confusas.
Explican con seriedad y exhibiendo títulos universitarios y doctorados o maestrías que los países de la pobre América de basurales y niños famélicos son consecuencia de siglos en que una confluencia de desgracias construyeron el desastre. Hablan entonces sin ruborizarse de la trata de esclavos, del regalo de las tierras a los latifundistas traidores, de una oligarquía poderosa apátrida que vivía en Europa y poseía los medios de producción americanos, hablan de gobiernos corruptos y de multinacionales corruptoras, de la CIA, del robo de materias primas, del bloqueo de los productos con valor agregado en el país productor, hablan de una organización de los países del primer mundo manteniendo su estándar de vida por la necesaria dominación del patio trasero. En fin, mezclan política, historia, sociología. Nos confunden, infiltrados estratégicamente en noticieros y documentales por la izquierda internacional, cuando la verdad es nítida, simple, y no es necesario transitar universidades para desentrañarla. Implican, además, una especie de confabulación de los blancos venidos de Europa para dominar a los nativos, lo cual es muestra de una discriminación abominable, los blancos civilizamos y acristianamos a los salvajes quienes nos desprecian por nuestro desvaído color de piel.
La revelación me llegó frente al televisor. Un hombre franco, agradable, bien vestido y correctamente afeitado y peinado, un señor de traje, a la vez confiable pero cercano, sin tanto título ni necesidad de validaciones mentirosas. Un SEÑOR, como dijera la Juanita, hombre cálido pero vehemente, explicó en dos o tres minutos el por qué de tanto sufrimiento, de tanta mortalidad infantil y tanta indigencia.
Haití es el país con mayor pobreza porque allí se practica el vudú. Porque allí se practica el vudú, seis palabras y se revela el sentido de cientos de años de tragedias y desgracias. En América Latina en general es donde se practica la santería. Y, allí vino la sonrisa cómplice, el tono de “pero claro”, subrayado por los brazos abiertos en cruz, el pastor nos dijo, nos hizo notar, que en NUEVA ORLEANS es donde también se practica mucho la santería. Ni falta hizo nombrar a los negros o los morenos, que estaban implícitos. Hasta en EEUU, país electo por el Señor para derramar sus dones, hasta en la Gran Tierra de los Sueños, Bendita y Sagrada, hasta allí hay gentes despreciables que merecen ser castigados porque, como explicó con su enorme capacidad de clarificar los conceptos y verterlos a la gente modesta, los pobres son pobres porque lo merecen, se consagraron a Satán y Dios castiga su maldad y estupidez. Hasta que Haití no renuncie al Demonio, por ejemplo, seguirá sufriendo catástrofes.
Por eso hermano mío, cuando te sientas inclinado a estudiar en la facultad, cuando hables en el café con tus amigos, a solas con tu familia o donde sea, no cedas a la fácil tentación de las teorías y los estudios científicos. Las tretas de Satán son muchas y distraen de lo obvio, de lo que brilla y resplandece por su limpieza y sencillez. El pobre es pobre por malo y porque seguramente le gusta, sabemos de la necedad asociada a ciertas razas.
No podemos corregir el plan divino, no podemos arrogarnos el derecho de enmendar las acciones del Señor. A los pobres les compete la tarea de renunciar al Malo. Nosotros en nuestra impotencia no podemos hacer nada salvo abrir una cuenta en el banco, aunque sea pequeña, comprar a plazos la parcela en el barrio privado, debemos juntar las manitas y cantar aleluyas a nuestro (nuestro) Dios.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
ECUACIÓN*
Bajo el peso del agua desaparecen los campos.
Ondula la lluvia por momentos
parece una danza, pero en su furia, clama
derrumbando aullidos de un cielo de parto.
Cielo roto. Enteramente derramado,
que no trae alegrías, sino miedos.
Mundo de bárbaros instintos desatados
donde deformes criaturas acuosas
pudren nuestros sueños
y no lloran.
Abruma el peso del agua.
Si memoro lluvias de la infancia
descubro que todavía tengo
la sensación de estar a su merced
con un abejar en el cuerpo.
Lluvia.
Viento.
Tiempo.
Miedos.
Ecuación que no resuelvo.
*De Miryam Colombotto de Seia miryamseia@cablenet.com.ar
*
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