sábado, febrero 19, 2011
PALABRAS JUNTO AL CANTO DEL AGUA...
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
CAPRICORNIO*
Es de noche. Tú sabes.
En los desfiladeros del silencio,
muerden fauces salvajes las violetas perdidas.
NORMA SEGADES
La muerte es un alacrán nocturno.
Capricornio, la ve llegar. Sin miedo.
Una estrella en el cielo. Ruega por ella.
Harapos. Mordiscones de ausencia.
Aun sin nombre. Hembra. Solo hembra.
Páramo. Desnuda niña. Desnuda luz del cielo.
Una grieta. Un desterrado padre.
Un grial con semen derramado.
Blanco mortal en medio de dos pechos inmolados.
Y bebía, por una urgente necesidad de vida.
Bebía... y se decía... no estoy muerta.
Es cierta esta tibieza.
Este zumo, este sabor a lágrimas.
Un descarnado enero, atrae lagartijas.
Aleja salmos y “violetas perdidas”
Ni un gemido la nombra.
Ni un rezo, ni una lejanía.
¿Acaso se ha caído en el río Jordán?
¿Naufraga en pilas bautismales?
La sagrada familia no la nombra.,
Nombra, si, al padre, al hijo y al espíritu santo.
Niña sin nombre extraviada en el monte.
Isletas, tigres y serpientes.
Lirio. Rehén. Frente de pan. Ángel desolado.
Alguien golpeó su pecho con una flor de almendro.
Allí supo su nombre, llevaría la a.
La a, de almendros.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
PALABRAS JUNTO AL CANTO DEL AGUA...
CRÓNICA LÍQUIDA*
Crónicas del Hombre Alto (n° 64)
"El setenta por ciento del cuerpo humano está compuesto por agua", ha dicho Armando en el patio de mi casa. Lo ha dicho con rigor científico de médico, encauzando una sobremesa trasnochada en la que un debate sobre cierto documental del Discovery Channel, enmarcado en el habitual exceso de comida,
tabaco y alcohol, amenazaba con desbarrancarse hacia el delirio o la ciencia ficción.
"El setenta por ciento del cuerpo humano está compuesto por agua", ha dicho, y yo he recrdado o creido recordar un concepto extraído de algún remoto atlas de mi infancia: "Las dos terceras partes del planeta Tierra están formadas por agua".
Contundente mayoría de agua en nuestro cuerpo; contundente mayoría de agua en el planeta que habitamos. Agua por todas partes, dentro y fuera de nosotros. No en vano hubo en la antigua Grecia quien creyó ver en ella el elemento común a todas las cosas.
Debe ser por eso, pienso. Debe ser por la naturaleza eminentemente líquida de este mundo que la realidad de los hombres es tan inasible. Debe ser por eso que termina siempre por escurrirse entre los dedos de quien, ingenuamente, se esfuerza por capturar su sentido y esencia. Debe ser por eso que escapa invariablemente a nuestros torpes intentos de encarcelarla en sistemas de ideas. Debe ser por eso que parece burlarse de nuestras frágiles percepciones y mucho más aún de las sesudas interpretaciones que elaboramos en base a ellas.
La razón navega el curso de la realidad. Nada en él, se sumerge en él, bucea, y hasta practica saltos ornamentales sobre las acuáticas verdades humanas. Pero no consigue atraparlas ni, mucho menos, retenerlas. A veces parece que sí, que va a lograrlo, pero son sólo espejismos transitorios tras cuya efímera vigencia la realidad hace valer su eterna dimensión líquida, se deshace con asombrosa facilidad de las precarias hipótesis que hemos construido y continúa fluyendo, indiferente por completo a nuestros soberbios desvelos. Y su fluidez nos deja contrariados, con la vergüenza recurrente de una nueva derrota intelectual.
Deberíamos, tal vez, aprender a fluir con la realidad, dejarnos arrastrar por la corriente natural de la vida. Aunarnos con ella en la fluidez, ser congruentes con nuestra abundante proporción líquida, dejar de ser sujetos empeñados en mirar lo que no se puede ver, encaprichados en cazar lo intangible. Quizás así nos volveríamos más sabios. E incluso, más felices.
Claro que, si tal prodigio fuese posible, habría que resolver un problema: qué hacer con esta terquedad, conmovedora y absurda, de andar anotando palabras pretendidamente sólidas sobre páginas de agua. Siempre de agua.
Fatalmente. De agua.
*De Alfredo Di Bernardo alfdibernardo@fibertel.com.ar
Una sombría estación.*
*Cuento de Eduardo Pérsico. epersico@telecentro.com.ar
- Ella, Mariel, es un personaje inevitable que jamás deja de construirme la memoria – dijo el hombre y complacido repitió el renglón. Apreciaba sus palabras y su mujer, que a ratos desconocía, lo escuchaba hablar de esos seres que rodean a quien escribe, personajes despóticos con el ensueño y duendes de respirar junto al autor. Algo que los ajenos ven como locura del escriba, sin duda – redondeó el hombre y ella lo reacomodó de frente a la ventana.
.
- … al conocernos con Mariel los años no fugaban y pronto vivimos juntos, - prosiguió y la mujer no contuvo una sonrisa-. Entonces ella aún vivía con una tal Pilar, una cantante española que volvía a su país, y al juntarnos no guardaba olvidos ni recuerdos desprolijos como estos que yo digo. Entre nosotros cada inquietud era envuelta en felicidad; las tardes de aguardar juntos el anochecer, el fugaz desvelo de los faroles o una lluvia melancólica tras el vidrio del bar, nos adhería tanto como el beso más profundo – reiteró lo dicho y su mujer entrecerró los ojos-. Cualquier encuentro resumía nuestra dicha, rozarnos las manos era anhelar que la estación se despoblara para besarnos en libertad. Todo nos unía y sabíamos andar frente a la lluvia que barnizaba la calle yendo a devorarnos en mi cuarto. Y en el deseo de aparearnos nos divertía su actuación para afirmar que el amor sólo vale con alegría, y fingir la voz recitando ‘coger riendo es revolucionario, chico’ al salir de la ducha quitando el toallón a su desnudez.
La mujer ahí sonrió con ganas y murmuró su nombre al acariciarle la nuca. Y él prosiguió. .
- … jamás habrá otra mujer y sin borronear papeles que junto a ella jamás prosperan, sigo buscando los términos entendibles para confesar porqué quise abandonarla para siempre – y perdió su mirada en la ventana. La mujer volvió a ordenarle su flequillo en la frente y esperó la última parte. .
- No imagino como decirlo: ella, Mariel, esa mujer con quien tanto tiempo nos amamos íntegros y me enseñó textos que yo desconocía, y ahí mi recuerdo se adelgaza y desvanece en un turbión de irrealidad libresca. Territorio confuso y estación sombría desde cuando ambos soñábamos la misma situación y paisaje parecido cada noche. Obsesión indescifrable o delirio límite por dormirnos siempre en un abrazo, que al final me obligó a eso tan terrible…
- Por favor Carlos, te hace mal – dijo ella sabiendo que restaba un renglón y él no la escucharía. .
- … laberinto de incertidumbre y de olvido; Mariel, personaje, delirio y absoluta mujer que sin remedio, ya les dije, hoy no deja de construirme la memoria – cerró el hombre renglones que nunca publicara.
La mujer volvió a ordenarlo en el sillón; seguía siendo Pilar, su esposa que nunca conociera España, con quien él se casara medio siglo atrás y juntos tuvieron dos hijos. Que últimamente los visitaban muy poco.
*Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.
1º DE MARZO, LLUEVE*
Imagino un juego.
Suponer fórmulas
contrarias a las sombras.
Propongo radiosas claridades
a esta tarde de ceniza.
La lluvia es decidida y breve,
como un sueño en la vida de alguien.
Su respuesta es una pena derramada
que alucina en los cristales.
Intento cantar en su oído sabiendo
que el canto sería un viento extranjero.
Ella vacía su alforja de agua,
símil salmo solitario.
Abro sus compuertas. Palpo sus facciones.
Le presto mis recuerdos, enciendo
en sus huecos resplandores.
No transige.
Coincidimos entonces:
dar tregua a una paz mineral.
La tarde se salva
cegando el crepúsculo.
Y yo en la alquimia de mezclar
palabras junto al canto del agua.
*Miryam Colombotto de Seia miryamseia@cablenet.com.ar
-Del libro: NAVEGO PALABRAS
La iniciación del agua*
*Por Adrián Abonizio. abonizio@hotmail.com
Ahora mismo me está llegando el correo: fotografías de una costa de mar en la isla Feroe, Dinamarca, cubierta de sangre con jóvenes empeñosos con sus ganchos, carneando delfines Calderones, negros y pacíficos. Lo hacen todos los años para que los jóvenes entren al mundo adulto. Los delfines se
acercan como gesto de amistad y son alcanzados por los ganchos. No mueren al instante y agonizan entre su propia sangre. El cuadro los muestra con cortes profundos ante una multitud que se acerca desde los médanos para contemplar ese rito de iniciación. Pienso en los nuestros, cuando éramos jovencitos
como aquellos, pero no había mar, no éramos rubios y no había grandes presas para degollar: las hubiésemos decapitado, qué duda cabe.
Los ritos de iniciación no estaban determinados en el calendario pero incluían la pesca. Ibamos entonces en una canoa a remo para adentrarnos en el gran río frente al Espinillo, atravesando el canal por donde arrasan de espuma los tremendos buques y lo hermoso y lo siniestro conviven bajo el sol de fuego y el olor a carnada, a sudor y a maderas rancias. Se lo atravesaba de lado cortando la correntada fiera a puro empeño y acabábamos con llagas en las manos y las piernas acalambradas. Algunas veces llegábamos a Entre Ríos y otras desistíamos sin fortuna, resignándonos a que ese día el Dios Río nos era adverso y nos conformaríamos con vadear y volver a la islita frente a Baigorria, desde donde, a la sombra de unos cipreses, preparábamos las líneas. Caracol o masa para la boga, diablitos, mojarras, carnaza para
el dorado, corazón o cascarudo para el surubí. Sensación de un todo y un enigma a resolverse. ¿Picarán? ¿Tendremos paciencia? ¿Regresaríamos con la canoa ensangrentada y escamosa de los cadáveres ahuecados en el fondo? Quién sabe.
Alguien extrajo los Colorados y fumamos, bajo el viento oeste que arrancaba calores inauditos y una perpetua luz de níquel derretido sobre las cabezas.
Mario fue a mear y regresó a los saltos con la noticia: allí en un claro, en una hamaca dormía la Marcela, la puta isleña más renombrada. La había visto porque aleteó su mano espantando alguna mosca y entonces descubrió el bulto de pieles, la comida, su ropa en un horcón alto secándose de la humedad. Se había estado bañando desnuda y ahora se dormía entre la espesura, dueña de su alma, con la tetas grandes y negras echadas de lado, tal como ahora la estábamos espiando.
Durante mucho habíamos soñado con una sirena: cuando desde la lancha intentábamos arponear algo a la bartola deseábamos que nuestro bichero no coincidiera en modo alguna con el lomo de alguna de esas bellezas que sabíamos vivían en lo hondo. Ahora la Marcela, la puta más venerada, estaba ahí a veinte metros, los ojos cerrados, las tetas prodigiosas. Era grandota pero tenía dos años más que nosotros. La sirena. Fue tal nuestra emoción y voluntad en espiarla que se despertó y sin sobresaltos nos miró de frente a los ojos. Retrocedimos y se rió. Antonioni, ducho en las lides, agitó una mano. Instintivamente giré la cabeza avergonzado y distinguí la caña que habíamos enarcado en el jacarandá dando cabezazos. Pegué un salto para llegar y evitar que lo que había picado se la llevara.
Me lastimé al subir y empecé a recoger, lentamente, con riesgo de caer de un planchazo sobre la canoa que cabeceaba debajo bien atada, pero como borracha por el oleaje. Alcé como pude y un cachorro de surubí pesado como una bolsa de portland empezó a emerger del agua oscura. Pedí ayuda y sólo volvió
Ansaldi murmurando para no espantar lo que estaba sucediendo en lo oscuro de la islita: "Se está dejando con Luisito y con Antonioni". "¿A la vez?", retruqué yo que no sabía lo que contestaba porque me latía el corazón por el esfuerzo y la emoción de estar levantando un bicho que ya daba cabezazos en
la canoa y hasta metía ruido. Eso atestiguaba el peso. "Doce kilos", dije yo sin aire mirándolo debatirse. No podía hablar. "Yo ya vengo", oí a la vez que de un salto Antonioni y Luisito se abrazaban al pez arrastrándolo a la orilla y dando leves gritos empezaban a despenarlo con golpes de maza en la
cabezota.
La tierra en esa parte era dura y ennegrecida. Lo abrimos, vimos su tripas que eran un cuadro viscoso de colores, las tiramos lejos y lo colgamos de una soga por la boca a la sombra: nos metimos en la orilla que allí era clara y nos lavamos todo el cuerpo, ensangrentados, oliendo a pescado. "Este olor es de ella", dijo Antonioni y se chocaron los nudillos con Luisito. En ese momento regresó Ansaldi con los ojos abiertos y moviendo en silencio los puños cerrados, como festejando un gol. Nos tomó por los hombros. Deslizó su dedo bajo mi nariz. "Olé, olé". Pero lo empujé. Estaba desnudo y todavía llevaba el pito duro. Ese era nuestro rito, nuestra aurora boreal de la isla caliente fagocitados por un planeta altivo y moreno que nos enceguecía y enseñaba cosas secretas sobre la muerte y sus afluentes, sobre el más allá
que era el mas acá, en esta tierra feliz de olores, de sangre, de amor y de comida.
Llevé a la Marcela una jarra de agua helada que conservábamos, mientras que detrás mío sentía quebrarse las ramas más secas señal del fuego inminente.
Cenaríamos allí, antes de los mosquitos y la lluvia que se anunció de repente, mientras Marcela bebía del jarro volcándose el resto sobre su vientre y sus tetas con perlitas de sudor, entre las hojas sanas y un mantón en el piso, mientras me llamaba y lejos de ver y oler sangre sentía el poderoso enigma del perfume de selva y vi ante mi abrirse ese ópalo rosa que habría de ser la marca que se dejaba ver para algunos y era el sello distintivo de las sirenas negras.
Lejos, sobre el universo que anochecía, cayó un trueno.
*Fuente:http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27443-2011-02-16.html
*
Si no pude nacer los besos en tus besos
ni ser sombra de tu sol
o una forma de memoria o de cansancio
Ser piedra, tajo, mar en la cintura
serpiente, hendidura, madrugada
Semilla, tierra, mordisco, sal
demora en los orgasmos.
Si no pude ser todo eso
estallarán las nervaduras
y como navajas oxidadas,
penetrará tu voz hasta mi vientre
lastimando
lastimando.
*De Maria Manetti. dulcemariam6@hotmail.com
Dueña del agua*
*Por Aimé Peira.
La casa de doña María era la cuarta del pueblo. Desde la entrada de tierra de un camino perdido, y mirando entrometida hacia el mar, se elevaba de la arena como si estuviera saliendo del centro del planeta.
Su frente, que había sido colorado, parecía una pintura que imitaba al Sol, y cada mediodía cuando la costa se incendiaba de luz, el cielo parecía abrirse en dos para darle paso a la casa de doña María, como si fuera a salir despedida desde las cenizas de esa fantasía de fuego. Y era siempre minutos antes de ese momento, cuando la vieja jorobada salía con su palangana de madera, blanca de la sal del mar, a buscar tortugas de agua.
Cuando María la torcida metía sus pies en la orilla, se daba vuelta para mirar su casa. Sentía -como cuentan que cualquiera sentía si hacía lo mismo con el marlospieselsolylacasa- que el mar se secaba con ella dentro, y hasta los tobillos era prisionera de la sal, el calor y la luz del Sol. Pero dueña del agua. Aquel efecto sólo duraba algunos segundos. Luego María salía del agua, caminaba hasta un muellecito empedrado que se metía al mar, y esperaba allí a que apareciera la primera tortuga del día.
"¿Quién apareció primero, el huevo o la tortuga?/ Yo vengo de la tierra silbando el viento,/ Y a ti te espero en tu casa azul./ Yo vengo del viento silbando tierra,/ Y con gustito a barro te canto esta canción...".
Así cantaba, sentada sobre una piedra con su espalda de arco, tendiéndose siempre hacia el más allá, la vieja que de tan jorobada parecía una "C". Y esperaba entonces, hasta que de golpe atrapaba una tortuga y la metía en su palangana. En unas horas, no más, estaba siempre de regreso en su casa.
Nunca entraba por la puerta delantera cuando volvía de buscar una tortuga.
Se dirigía por el costado de la casa directamente hacia el patio, en donde se encontraba la magia de la bruja.
La gente del pueblo no tenía más que matorrales o cactus en sus terrenos.
Nadie lograba hacer crecer ni un yuyo cuyo verde se pareciera al de la chinche. Sin embargo, la vieja se adentraba en la selva cada vez que se metía en su patio.
Allí cepillaba a su nueva tortuga con la savia que largaba algún árbol, y la miraba fijamente a los ojos como esos hombres que hipnotizan gallinas. Luego le pasaba una soguita de fibra por el caparazón, y la ataba junto a una flota de tortugas de mar que se pasaban el día durmiendo sobre la tierra, que se mantenía siempre húmeda en lo de doña María.
Cuando anochecía, María se sacaba sus chancletas y su vestido de lienzo crudo, que quedaba encorvado sobre la cama como si la espalda de la vieja fuera un espíritu entre la tela. Entonces, con el pueblo dormido, ella tomaba la tortuga del día desde su liana y se dirigía a la playa con todas las tortugas en fila. Las ataba formando una balsa, subía en la que más o menos se ubicaba en el centro, y se acostaba allí apoyando su pecho sobre el caparazón de la tortuga, dejando sus piernas caer por la colita del animal, y abrazando fuertemente la cabeza.
La balsa viviente entraba al mar cuando éste comenzaba a bañarse de Luna.
María, mirando al cielo, dejaba atrás su casa que se ponía negra y se escondía de la noche sumergiéndose en la arena. Regresaba con su flota cuando arrimaba el sol y su casa empezaba a asomarse con su nariz
entrometida, para elevarse como ninguna otra y ser el centro del lugar.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27470-2011-02-18.html
LECCIONES PARA HACER EL AMOR EN UN PARQUE*
I
Si vamos a hacerlo
ni modo
la geometría
o el vértice
importan
lo que el viento vale
en ese instante.
II
Llegar al Punto G
merece desconfianza
si las sirenas
cantan a nuestro lado
en uniforme.
Sonríeles
con tus muslos
son lesbianas
les gusta
hacer tijeras húmedas
con los ojos.
III
Hago a un lado el hilo
te montas
a caballo doble.
No te preocupes
por los quejidos
de la banca
o del pájaro
que entra al ruedo
en pleno climáx.
Todo el paisaje
es un“sex museum
in motion”
y tus grabados,
las comidillas
de masturbadotes
lujuriosos.
IV
Ahora sólo cuenta
el ritmo
en tus caderas.
La ira de la pelvis.
Mi lengua
en geología mímica
descubre
un manantial
sabor a salitre
y a espasmo.
V
Dejamos los árboles
impregnados
de perfume,
sus hojas humedecidas
por tus senos
como hijas
del sexo
acercan mis labios
a tus lunas
y estallas.
Mis barbas
huelen a vapor
surgido
por la mecánica de Boyle
y a magnolias
húmedas.
*de Daniel Montoly© danielmontoly@yahoo.es
APLAUSOS*
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
A Ana S.
En una santa ciudad cuyo santo nombre no puedo recordar, no existió un hidalgo de los que lanzaran en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, pero era fértil en la propagación de poetas. Tenía la ciudad sus fábricas, sus molinos, sus autos de alquiler, sus monopolios, su virgen aparecida, su mundillo financiero, pero en lo que realmente descollaba era en la cantidad y la calidad de sus poetas.
Fragorosos versos nacían en los viejos cuadernos, en las noches aciagas, en los rincones oscuros. Palabras de amor prorrumpían en los paseos costaneros y en las plazas. Fieros versos de denuncia se agitaban desde el río hasta las vías. Versos de luz y de sombra brotaban entre las disámaras y los agapantos. Poemas de ruptura y de evocación bramaban con nuevas o viejas voces. Debajo de los puentes, en los consorcios y las bodegas, sobre las escaleras y en los zaguanes había en la ciudad más poemas que gente.
Pero todos los oficios tienen sus complicaciones. Del panadero al domador de fieras, del vendedor de oro a la coleccionista de suspiros últimos, cada cual en su tarea sortea un sinnúmero de escollos. Aquí, el problema de los poetas no era tanto la soledad de la escritura, la lucha cuerpo a cuerpo con el verbo que se envilece, ni el sangriento recorte de adjetivos, ni la caprichosa obstinación de las musas. La mayor vicisitud a la que se encontraban los creadores era cómo hacer para que sus versos trascendieran la mera hoja de papel, el comentario fraterno del amigo, la aprobación del colega y llegaran a la gente. Los poetas, deseosos de promulgar sus creaciones, desmadrados del mercadeo editorial, incomprendidos por sus vecinos y parientes, iban perdiendo toda esperanza de comunicación con los demás. Sus versos, cada vez más oscuros, se desangraban en la soledad muda y desamparada.
Pero en esa ciudad proclive a los milagros y con poetas atentos a sacar provecho de la adversidad, ocurrió el prodigio.
Sucedió que de todos los rincones del país comenzaron a llegar peregrinos en busca de una oración sanadora a los pies de una hermosa santa de marfil que había aparecido ante una humilde mujer. La venerable figura que causaba ensoñaciones en los niños, que llenaba de esperanza a los afligidos, que
renovaba las fuerzas de los abandonados, que fortalecía la resignación de los desposeídos, también cumplió los deseos de los poetas. Hasta entonces, la virgen iba por un carril y los poetas por otros, pero o bien por bondad de una o bien por perspicacia de otros, el milagro ocurrió.
En aquella ciudad, una vez al año la gente de todo un país se congregaba en torno a la imagen benefactora para recibir sus bendiciones. Ese portentoso afluir de público despertó un ansia especial en los artistas. Pensaron que a la generosa santa no le costaría nada compartir su gente y se sumaron a la festividad de la vigilia que se llevaba a cabo cada año, la noche anterior al magno evento religioso, con un fecundo recital de poemas.
El frenesí por escuchar los ansiados aplausos no cegó a los poetas sino que con muy buen tino se pusieron a revisar los versos. Para estar a tono con la ocasión les pareció apropiado borrar uno que otro exabrupto que al fin de cuentas, no hacían a la esencia de los poemas. La comisión de turismo, desbordada por la magnitud del evento, dio el visto bueno a la cultura y uno más uno dos, dos más dos cuatro, cuatro más cuatro ocho, ocho poetas se dieron cita aquella noche para difundir su obra y entretener a los fieles.
También fue de la partida, el viejo poeta del whisky, la calle y las putas.
Aquella noche, conmovido por tan extraordinario momento, ante un público masivo, el viejo hurgó entre sus papeles. Halló, otra vez, aquel poema que despertaba en él una emoción especial. Con buen tino advirtió que nada de lo escrito estaba a la altura de las circunstancias, entonces, pensó que a medida que fuera leyendo iría haciendo algunos retoques. Lo avalaba el axioma de un maestro de jazz: "cuando lo imprevisto se torna necesario".
Los colegas quedaron pasmados ante el anuncio del título del poema escogido por el viejo: "Un cacho de roca". En un instante temieron pasar del recital a la hoguera, pero el viejo apoyó la boca en el micrófono sin dar tiempo a ninguna reacción reparadora a la idea de que ese maldito estuviera allí
parado ante varios centenares de inocentes personas. Sin embargo el viejo, con toda compostura, donde decía: "Ella era la peor mujer/ que yo había conocido", murmuró: "Ella fue la gran mujer/con la que he revivido". Varios corazones descompuestos llegaron a una leve calma que se fue haciendo más estable cuando el viejo, donde decía: "Me robó una botella de whisky llena", optó por el robo "del alma plena". Confiados en que el poeta estaba en sus cabales, lo dejaron seguir leyendo. Así, pasaron a mejor vida los versos:
"¡Dame esa botella puta, /de mierda!", porque entre otras cosas, el viejo advirtió que los signos de admiración exacerbaban la violencia. En: "La tomé de los hombros /y le di una bofetada", optó por "Me abracé a sus alas". Para que el clima no se le fuera al demonio, se dio cuenta de que "ella empezó
a/bailar/con un vaso de whisky en la mano", debía ser reemplazado por algo más acorde a las beatitudes y leyó: "ella empezó a/orar/con un pedazo de cielo en cada mano".
Cierto era que el poeta se estaba sintiendo incómodo porque muy lejos estaba la puta de Nina de tener en la espalda algo más puro como un plumero. Pero a esa altura de la noche, sin nada qué beber, obnubilado por el desafío de encontrar en la más lejana santidad las más lejanas palabras, el viejo se
sentía un gladiador de la paráfrasis literaria.
El clímax textual llegó poco antes del final, cuando frente a sus ojos, los versos: "Después corrió hacia/mí/ cayó de rodillas/me bajó el cierre/ y ahí abajo estaba ella/ haciendo sus trucos" se hicieron más vívidos que nunca.
De pronto Nina, por obra y gracia de los espíritus santos, corrió hacia él, cayó de rodillas, pero no le bajó el cierre y ahí abajo hizo un juego de manos distinto a aquellos trucos, acercó la boca y tragó, "tragó saliva de Dios", dijo el poeta ensimismado. Nina cubierta con un manto blanco, se desnudaba ante sus ojos. Nina con el manto de la aparecida. La aparecida con la boca abierta de Nina, "bebedora de desgracias" musitó entrecortadamente el poeta. El viejo deliraba con un vaso de whisky en la memoria y el un endemoniado sabor de pubis en la boca. A su lado la santa imagen de Nina, venerada por tantos creyentes, le hizo arrepentirse de todas las veces que le dijo puta, de todas las veces en que la dejó con la garganta seca.
Convulsivo, envuelto en un sopor de inspiración y abstinencia, el viejo cayó rendido ante la estatua de Nina, dura y virginal como nunca antes la había sentido, mientras el público, conmovido ante esa demostración de fe, se deshacía en aplausos.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27485-2011-02-19.html
“Un buen polvo insignificante”*
Lo expresó
solicitándomelo
volcada hacia mí
Rehusar
no me caracterizaba
ni solía
dejarme confundir
Confundido rehusé, primero
De inmediato, repuesto
me abalancé
y la magistral insignificancia
concedí.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
*Nota: Las palabras que conforman el título de este texto, se corresponden con un subtitulado de lo enunciado por la protagonista del filme “Transsiberian” de Brad Anderson.
*
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