lunes, febrero 07, 2011

HOMBRE FELIZ ES QUIEN TIENE AVIONETA...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




FEBRERO SE DESHACE*



Desconcertados los árboles
maduran semillas anticipando
el oro de marzo.
Un líquen de cigarras gotea
de las ramas. Alternan espacios
de sonidos superponiendo cantos.


En el patio, el llamador de ónix
imita pequeñas campanas
cuando el viento toca sus cristales.


El aire tiene
conciencia de su aire,
de tarde irrepetible...
El ojo del sol persigue
una bandada de pájaros
y deviene mago
vistiéndolos de eternidad
para no olvidarlos.
Febrero se deshace. He pintado
una de sus tardes.


Nadie me ha visto. Yo estaba
moliendo la harina de sus males
en el peso de la sombra
de una acacia
para que todo fuera
de una belleza inexpugnable.


*De Miryam Colombotto de Seia miryamseia@cablenet.com.ar
Del libro: NAVEGO PALABRAS










LOS TIEMPOS DE SATURNO*


“...he aquí que retornan los tiempos de Saturno”
VIRGILIO



Insobornables nubarrones, tapan los cielos y la tierra.
El viento no ha cesado.
La noche ha llorado toda la casa. Toda.
Toda una lágrima viva, la casa.
El amor y el odio .La ira y la locura.
Heridas las penumbras más puras.
Las ventanas miran a la mujer.
Quebradizas escarchas en sus ojos.
Vallada.
En los hombros, todos los otoños pasados
Las puertas han flaqueado y los brocales y las sienes.
Un latigazo flagela el agrio espino de su pecho.
Toda una lágrima, la casa. Una pena viva.
Y no hay campanas, ni semillas, ni violetas nuevas.
La lámpara del mundo está apagada y nada queda.
Las flautas y tambores opacan sacrificios y gritos.
Han partido la infancia, los siete mares, los amados muertos.
El dragón ha huido y las trenzas.

Saturno no ha cantado tres veces.



*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar







EL EMPACADOR*




*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar


A Mario Compañy



Era en aquellos callejones donde sucedían las cosas. En los que rodeaban los márgenes del pueblo y también en los más alejados, aquellos que estaban festoneados de altos y añosos paraísos, que se abrazaban en sus ramas más altas o también podían ser pinos, verdísimos pinos o dos hileras de
casualinas oscuras.
Si era invierno, estos callejones oscurecían un paisaje muy triste y si llovía, los cuises que tenían sus cuevas a los costados, y en sus zanjones que cubrían los yuyos, esos callejones que casi siempre estaban con sus altos colchones de polvo, prestos a levantar polvareda si pasaba cualquier vehículo o un solitario jinete que se perdía en la bruma y más allá, un poco más lejos torcía su andar y se perdía en esos hondos caminos internos que llevaban a chacras y estancias. Casi con seguridad -si era verano de esos callejones salían abejas y mariposas a inundar los campos con sus zumbidos y sus colores, respectivamente y aún las calles no menos polvorientas del pueblo ni menos solitarias.
Algunos de estos callejones -según mi amigo el "Tigre" Compañy se supo llamar "El camino de las abejas", porque los apicultores lo usaban para traer la miel al pueblo cuando existía la Estancia de Maldonado y entre su variada y vasta gama de productos también se contaba este elixir de la niñez
ya olvidada.
Otro de estos callejones llevaba a la estancia del alemán Gallucer, papá de Martín y Nanet. Era un hombre con mucho "firulete", el decir de mi padre, es decir: plagado de anécdotas. Entre las numerosas que circulan, inventadas o reales, rescato tres aquí.
Don Gallucer tenía como primo a Guillermo Heuse al que todos cordialmente llamaban "don Bily". También estanciero. Como eran dos hombres a los que no les gustaba llamar la atención, los autos que compraban no tenían nada extraño. En general apostaban por un humilde y rendidor Citröen. En una
oportunidad "don Bily" compró uno de color gris sufrido, como lavado por las lluvias. Sin tener en cuenta que su primo tenía uno idéntico. Una tarde, luego del vermout, don Gallucer salió del club con su chofer y secretario, Jorge Rodríguez y se metió en el auto equivocado, sin querer escuchar las
responsables palabras de su ayudante. El resultado fue que una vez en el campo cayó en la cuenta que el suyo estaba en el garaje.
Nunca se supo si fue una distracción o una picardía. Pero Jorge Rodríguez quien fue el encargado de devolver el coche, y se tuvo que volver caminando desde el pueblo.
La otra anécdota es que una noche de naipes, cuando las sombras estaban más alta en el cielo, y don Gallucer se habría tomado unos cuantos whiskeys, se había fumado unos cuantos puros recayó en su veta preferida: el humor. Llamó a silencio e hizo una pregunta sobre la dicha humana.
¿Cuál es hombre más feliz? preguntó con una inquisitiva ironía y cada uno expuso las razones que creyó más pertinentes:
El amor
El dinero
Los viajes
La vejez tranquila
El fue conmiserativo y atento, hasta que dio su veredicto que estimó inapelable.
Hombre feliz es quien tiene avioneta.
A sabiendas que en toda la colonia y las colonias vecinas el único feliz poseedor de una era precisamente don Gallucer.
La última anécdota de este singular estanciero radicado en la llanura del sur santafesino me fue referida por mi amigo Mario Compañy en nuestro último encuentro. De los muchos empleados y peones que el establecimiento disponía para las duras tareas rurales había uno que contaba con las simpatías de tan original patrón y era nada más ni nada menos que el "Ñato" Pessi, el mejor artesano de cuchillos que tuvo mi pueblo en toda su historia según los memoriosos cuentan.
Todas las mañanas un par de vehículos -dos pic up- imagino recorrían el pueblo recogiendo a los trabajadores que no vivían directamente en la estancia. Irían en esos amaneceres cuando el alba destiñe sus sombras en claroscuros y entre cantos de gallos y mates recién tomados, irían saltado de a uno en esas cajas llenas de restos de bostas, pasto o un simple y miserable barro seco.
Pero al "Ñato" Pessi -ignoramos e ignoraremos siempre por qué el mismísimo alemán Gallucer lo pasaba a buscar por su casa humilde, de solterón solitario de pueblo. Allí estacionaba todos los amaneceres frente a la casa del "Ñato" y no tenía necesidad de tocar siquiera bocina porque el hombre lo esperaba con su atuendo, que no excluía un sombrero negro de alas muy grandes y su inevitable bombacha bataraza que le cubría las alpargatas muy azules, que parecían siempre flamantes, ya que las de trabajo las llevaba en su bolso.
Nosotros suponemos que esta costumbre era una manera silenciosa y nada vehemente de mostrarle su preferencia. Cuando el sol se ponía sobre los campos feraces, él, don Gallucer, invitaba a su peón a subir al vehículo y pegaban la vuelta.
Uno de estos atardeceres, el patrón previno al "Ñato": -Don Pessi, mañana se va a tener que arreglar solo, porque yo viajo a Buenos Aires.
Este viaje a último momento no se hizo y entonces el hombre en su rutina pasó a buscar a su empleado. Al no encontrarlo tomó el camino del establecimiento. A mitad de camino vio una sombra que lo precedía y al enfocarlo con los faros del auto lo reconoció. El "Ñato" iba con su bolsito al hombro, entre la sombra mimosa del amanecer, a paso vivo. Aminoró la marcha como para que el hombre subiera. Pero como hacía caso omiso y seguía con su tranco le gritó desde la ventanilla, y el grito sonó como una orden:
Hombre, súbase
El "Ñato" recién se paró y le dijo entre amoscado y firme:
¿No me dijo usted que me arreglara solo? Es lo que hago y siguió.
Pucha que había sido "empacador" el amigo Pessi-, comentó el patrón cuando contaba la insólita anécdota en la mesa del club.
Y "El empacador" fue el mote que lo acompañó hasta la tumba.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27272-2011-02-04.html







La noche del cometa*



*Por Liliana Heker
a Sylvia Iparraguirre




Del cometa sabíamos que hubo quien se arrojó al vacío para esquivar su llegada, que su cola hendió de luz ciertas noches del año del centenario, que, como la Exposición de París o la Gran Guerra, su travesía por el mundo alumbró inolvidablemente la aurora del siglo. El de la silla de caña había hablado de una foto que vio no sabía dónde, en la que unos hombres con rancho de paja y unas mujeres de capellina emplumada miraban hechizados un punto en el cielo, punto que lamentablemente (dijo) no aparecía en la foto.
Yo había recordado la ilustración de un libro de lectura de cuarto grado: una familia petrificada por la reciente visión de su cruce por el cielo; en el dibujo se los veía sentados a la mesa, muy erectos, los ojos
despavoridos, sin atreverse a girar la cabeza hacia la ventana por el temor de volver a verlo. (Apenas lo dije tuve la impresión de que la lectura se refería más bien a un Globo Montgolfier, pero como no sabía muy bien qué era un Globo Montgolfier -ni siquiera estaba segura de que existiese algo con ese nombre- e igual me parecía sugestivo que, ya en cuarto grado y cualquiera fuese el fenómeno real que lo causó, yo hubiese atribuido el estupor de esa familia a la venida del cometa, no aclaré mi posible error y en todos -también en mí- perduró la sensación de que el cometa era capaz de pasmar a la gente, de dejarla cristalizada en su sitio.)
Teníamos algunas dudas: ¿de qué tamaño se lo había visto la última vez?, ¿de qué tamaño se lo iba a ver ahora?, ¿cuánto tardaba en surcar el cielo? El que estaba junto a la mesita de la lámpara opinó que a la velocidad de un avión y si uno no andaba muy atento en el momento en que pasaba, zas, se lo iba a perder. El del taburete dijo que no: que aparecía sobre el río a la caída de la noche y se ponía sobre los edificios del oeste al amanecer. Eso es imposible, dijo la apoyada contra la puerta ventana; porque entonces parecería fijo en el cielo. Y algo que parece fijo no puede dejar estela, ni en el mar ni en el cielo ni en nada. Era ilógico pero verosímil, así que varios estuvimos de acuerdo. En lo que no nos poníamos de acuerdo era en el tamaño. El tamaño de la luna, dijo la del sillón más claro. El de una estrella muy pequeña, habló el que ponía el cassette de la Pequeña música nocturna, y que sólo se distinguía de la estrella por la cola. ¿Y de qué largo es la cola? Las preguntas no se terminaban nunca. Mi abuelo contaba que lo vio, dijo el que fumaba en pipa. El estaba en el patio, sentado en un banquito de tres patas (yo pensé que lo del banquito era aleatorio y por anticipado puse en duda el testimonio) y el cometa pasó, ni muy lento ni muy rápido; era como una bufanda de luz. No: una bufanda de aire de luz, creo que dijo. Pero naturalmente el dato era demasiado impreciso: por la edad del de pipa el abuelo debía haber muerto hacía bastante. Aunque no hubiese sido un charlatán (como dejaba entrever el detalle del banquito), ¿quién podía jurar que el nieto recordaba exactamente sus palabras?, ¿y estaría en condiciones de separar la paja del trigo? De hecho había repetido lo del banquito sin siquiera deslizar una ironía sobre lo superfluo del pormenor.
¿Pero acaso iba a importarnos lo que vio ese abuelo? No necesitábamos abuelos: nos había tocado a nosotros al fin, por el cielo de nuestro tiempo iba a pasar. Y nos sentíamos afortunados en esta época sin fortuna por el mero hecho de estar vivos, de ser todavía capaces de movernos con alegría, y de esperar con alegría, en la noche del cometa.
En rigor todo ese año había sido el año del cometa pero desde la semana anterior la esperanza general se había desbocado. Los diarios vaticinaban circunstancias dichosas: esta vez pasaría más cerca de la tierra que a principios de siglo, se lo vería más bien rojo, se lo vería casi blanco pero con la cola anaranjada, tendría el tamaño aparente de un melón pequeño, la longitud de una serpiente estandar, cubriría el setenta por ciento del cielo visible. Esto último era lo que más nos intrigaba. Cómo el setenta por ciento del cielo, preguntó la que tomaba café. Pero entonces casi todo el cielo va a ser el cometa, dijo el que vino con la novia. De noche se va a hacer de día (la que encendía un cigarrillo). Mejor que de día (el del almohadón en el suelo); como si la luna, con toda su luz reflejada, se pusiera a cien metros de la tierra. Abajo, en un rincón, uno ve el cielo negro de la noche, pero todo lo demás es luna, ¿se dan cuenta?, luna maciza.
Hubo un silencio, como si todos estuviésemos tratando de imaginar un cielo de luna maciza. ¿Y cuánto tiempo va a quedarse así?, preguntó al fin el que miraba por la ventana. ¿Quedarse? No, no puede quedarse (el que clavaba los ojos en la mujer que vino sola); el cometa se mueve todo el tiempo. Se va a
ir desplazando y la franja de noche va a ser cada vez más ancha hasta que no quede más que un hilito, un largo hilito de luz en el horizonte, que entonces va a desaparecer, y de nuevo va a ser de noche. Sentí una especie de tristeza; recién me daba cuenta de que eso que alguna vez me había parecido irrecuperable -como el aceite hirviendo de las Invasiones Inglesas o la pelea Firpo-Dempsey- no sólo me estaba ocurriendo: también se iba a ir.
Pero, ¿a qué velocidad se va a ir? Nadie lo sabía. La de la espalda apoyada en unas rodillas de hombre se golpeó la frente con la palma: Ahora que lo pienso, no, dijo; no puede ser a lo ancho. El cometa va a ocupar el setenta por ciento del cielo a lo largo. ¿Se dan cuenta?: la cola. La cola es la que va a ocupar el setenta por ciento. Como un arco iris que va de acá para allá (y abarcaba un gran sector de circunferencia con el brazo extendido) pero acaba antes de llegar al horizonte. Pensó un momento. Un treinta por ciento antes, agregó con cierto rigor científico.
No estaba mal, aunque yo seguía prefiriendo la gran luna desplegada a cien metros de la tierra. ¿Y a qué velocidad cruzaría el cielo ese gran arco de luz? Siempre nos quedaba esa pregunta -y muchas otras- sin respuesta.
Pero no estábamos intranquilos. Intranquilos habíamos estado a principios de semana, cuando los diarios anunciaron que el cometa ya estaba sobre el mundo. Siempre nos habíamos figurado que saldríamos a la calle a saludar su venida. Ahí llega, ahí llega el cometa. Pero nada de eso sucedía: mirábamos el cielo y no veíamos nada.
Estaban los de los telescopios, claro. Los de los telescopios hacían cálculos y determinaban horarios y lugares estratégicos. Al parecer, el cuñado de la que acariciaba la oreja de un hombre, luego de consultar varios tratados, había encontrado las condiciones óptimas: el balcón de un primo suyo a las tres y veinticinco de la madrugada del miércoles y con el telescopio a 40 grados respecto de la dirección del Centauro. ¿Pero tu cuñado lo vio?, le preguntamos al mismo tiempo el que estaba jugando con el gato y yo. El dice que le parece que lo vio, fue la desvaída respuesta.
Teníamos cierta información de gente que había viajado a Chascomús o hasta un lugar entre San Miguel del Monte y Las Flores, o de unos que se habían corrido hasta Tandil, a un montículo cercano a la Piedra Movediza. Pero como no tuvimos oportunidad de hablar con ninguno ignorábamos si tanto desplazamiento había dado sus frutos. Sabíamos por los avisos que se habían organizado charters de diversas categorías. Desde un viaje en jet a San Martín de los Andes que incluía cena con champagne, suite diplomática, sauna y desayuno americano, hasta excursiones en combi a diversas zonas del conurbano, algunas acompañadas de fogón criollo y guitarreada bajo la luz del cometa. No conocíamos los resultados. Pero tres líneas muy precisas en un diario del jueves nos hicieron desestimar tanto telescopio y travesía nocturna. Y así tenía que ser. Porque lo que siempre habíamos soñado, lo que de verdad deseábamos, era mirar hacia arriba y simplemente verlo. Y eso, decían las tres líneas del diario, iba a ser posible la noche del viernes, cuando ya fuera totalmente de noche; ahí el cometa se acercaría como nunca antes a la Tierra. Entonces, y sólo entonces, podría ser visto como lo vieron los de rancho de paja y las de capellina, el abuelo en su banquito de tres patas y la familia embrujada de mi libro de lectura. Ahí nomás, en la Costanera Sur. Y para mayor gloria de ese momento único que habíamos
ambicionado en los tiempos de Sandokan y que con suerte volvería a ocurrir para los nietos de nuestros hijos, ese viernes a la noche se apagarían todas las luces de la Costanera.
Por eso esta espera en la casa de San Telmo, entre lámparas y taburetes, tenía algo de vela de armas. Cada tanto alguno salía al balcón para ver si ya era de noche. No vale la pena ir antes (la que tomaba vino), la luz no permite ver nada. Y el del balcón: No, no es por la luz, lo que pasa es que recién cuando esté oscuro va a aparecer sobre el horizonte. Eso dice el diario. ¿Pero a qué hora exacta? Tampoco lo sabíamos. La oscuridad no es algo que cae sobre el mundo en un solo instante. Cierto. Pero hay un
instante en que uno, mirando intempestivamente la calle, puede afirmar: ya es de noche. Lo dijo el que comía maníes y todos salimos al balcón a verificarlo.
En el camino hablamos poco. Estábamos cruzando Azopardo cuando el que iba cerca del cordón preguntó: ¿Ya habrá aparecido? Y la del lado de la pared: Mejor si ya apareció. Así cuando llegamos lo vemos de golpe, sobre el río.
-¿El río?
No sé quién lo preguntó. Tampoco importaba demasiado. Me di cuenta de que también yo, desde que había leído el anuncio en el diario, lo había imaginado así: con su cola de polvo de estrellas prolongándose en el río.
Pero ya no hay río en Buenos Aires. Pasto y mosquitos, eso es lo único que hay en la Costanera Sur, dijo el de mi derecha. Igual tiene magia (la que iba atrás); es como si le quedara el recuerdo del río. Pensé en el majestuoso espectro del Balneario Municipal, en la glorieta que celebra el arribo triunfal del Navegante Solitario, en Luis Viale con su salvavidas de piedra, a punto de arrojarse (hacia un barrial donde hoy sólo chillan las cotorras) a salvar a los náufragos del Vapor de la Carrera. Pensé en el
puente giratorio: el mismo puente que crucé en el tranvía 14 cuando mi madre me llevaba al Balneario; tan familiar que yo sabía calcular el anchor de la playa por la altura a la que el agua golpeaba el murallón de piedra. Yo amaba ese puente, la palpitante espera los días en que se abría pausado para
que pasase un barco de carga, el suspenso cuando se cerraba, ya que un mínimo error en la posición de las vías (yo sospechaba) podría desencadenar un descarrilamiento atroz. Y la felicidad cuando el tranvía salía indemne y a mí me esperaba el río. El río era como la vida. El cometa era otra cosa: el cometa era una de esas felicidades que sólo se pueden atrapar en los libros. Distraídamente yo sabía que un día iba a volver, pero no lo esperaba. Porque en el tiempo en que la dicha consistía en amasar el barro del Balneario, cualquier cometa o paraíso vislumbrado más allá de mis veinte años no merecía ni ser soñado.
Y heme aquí caminando sobre este puente, me dije, ni tan extraña a la que un día lo cruzó en tranvía como para no amarlo de nuevo, ni tan desmejorada como para no estar por aullar de alegría mientras marcho con esta manga de locos al encuentro del cometa, como en una procesión.
Tardé en darme cuenta de que la palabra procesión venía motivada por la ola de gente que, a pie o en auto o en camiones o hasta en un tractor, se amontonaba cada vez más a medida que nos acercábamos a la Costanera.
La Costanera en sí era una pared virtual. Entre la multitud que trataba de conseguir una buena ubicación para ver el cielo, el humo de los puestos improvisados de choripán, y la ausencia de focos, todo lo que se distinguía desde el Boulevard de los Italianos (donde estábamos ahora) era una dilatada ameba de consistencia más bien humana en la que estábamos embebidos y que no dejaba de moverse y ronronear.
Allí, allí. Cerca de mí, una voz decidida había conseguido emerger de la ameba. Varios miramos. Detecté un índice flaco y nudoso que señalaba el noreste.
-¿Dónde? No veo nada.
-Allí, ¿no lo ve?, un poco al costado de esas dos estrellas que están juntas. A un poquito así del horizonte.
-¿Pero sube? -preguntó a mi izquierda una voz desesperada.
-Bueno, sube despacio.
Creí verlo, despegándose lentamente de la lucecita de una casilla o de algo cerca del horizonte, cuando detrás de mí un ronco gritó.
-No, está ahí, bien arriba. Justo a la derecha de las Tres Marías.
No me costó enfocar las Tres Marías y estaba revisándoles el flanco derecho cuando escuché una voz de niño, realmente entusiasmada:
-¡Ya lo veo, ahí está! ¡Es enorme!
Busqué el dedo infantil y, con cierta esperanza, algo enorme en la dirección del dedo. Fue inútil.
-¿Sabe lo que pasa? -una voz casi en mi oreja-. Que uno lo mira a simple vista. Y no hay nada que hacerle: así a simple vista no se lo puede ver. La cosa es ponerse de costado y mirarlo de reojo.
Di medio giro sobre mí misma. Noté que varios a mi alrededor hacían lo mismo, sólo que se ponían de costado respecto de cosas distintas. Me encogí de hombros y de reojo miré hacia arriba, primero con el ojo derecho y después con el ojo izquierdo. Una mano me tocó el tobillo. Me sacudí ligeramente y miré hacia el suelo. Había varios acostados.
-¿Le doy un consejo? -vino una voz desde mis pies-. Acuéstese en el pasto.
Así boca arriba uno mira de un saque toda la bóveda y me parece que lo encuentra en seguida.
Dócilmente me acosté junto a varios desconocidos y otra vez miré para arriba. En la noche sin lámparas ni luna, bajo la improfanada música del Universo, estuve a punto de descubrir algo que tal vez me habría ayudado a proseguir la vida con cierta paz. Entonces, a unos metros sobre mi cabeza, alguien habló:
-¿No se dan cuenta de que no sirve de nada mirar desde el suelo? La cosa es hacer una retícula con los dedos. ¿No leyeron que el efecto retícula aumenta la visión? Es igual que tener un microscopio.
El del microscopio me pareció poco confiable, así que el efecto retícula no lo llegué a probar. Con cierto desaliento me puse de pie. Eché una mirada a mi alrededor. Púberes, jorobados, parturientas, hipotensos, poligriyos y matronas señalaban simultánea y fragorosamente el cenit, el horizonte, la fuente de Lola Mora, los aviones que despegaban en Aeroparque, ciertas estrellas fugaces, unas cañitas voladoras, la Vía Láctea o el fantasma inesperado del viejo Vapor de la Carrera. Bizcos, enrollados, con retícula,
moviendo las orejas, saltando en un pie, basculando la pelvis, valiéndose de telescopios, microscopios, periscopios o caleidoscopios, a través de anillitos, de cánulas, de ojos de aguja o de caños maestros, todos miraban el cielo. Cada uno, entre la avalancha de estrellas -frías y hermosas desde el despertar del mundo, frías y hermosas cuando el último brillito de nuestro planeta se apagara-, cada uno buscaba entre esas estrellas una única luz indefinible. Ni siquiera nos dimos cuenta de que estábamos descubriendo la muerte. Pero era eso: se nos había perdido -otra vez- una última oportunidad. Un día, como un melón, como una serpiente, como una bufanda de luz, como todo lo redondo o coludo o resplandeciente que es posible urdir por el mero deseo de ser feliz, el cometa de cola áurea giraría otra vez por el que había sido nuestro cielo. Pero nosotros, los que esa noche nos afánabamos y aguardábamos bajo las estrellas impasibles, nosotros, los de esta costanera, ya no agitaríamos la suave bruma nocturna para perseguirlo.





El cuento por su autor*



Un llamado de Sylvia Iparraguirre fue el desencadenante: me pedía un cuento para una antología del humor. Había pensado (me dijo) en "La sinfonía pastoral", pero tal vez yo querría escribir algo especialmente para la antología. Ciertas presiones externas provocan en mí un estallido. Puede explicarse así: el universo, con sus infinitas vetas de lo-que-puede-ser-narrado, me provoca una especie de terror cósmico. A veces, un mandato interno bien fuerte clausura toda otra posibilidad y me pongo a
escribir, pero cuando ese mandato falta, o se me oculta, los demasiados grados de libertad de lo narrable me provocan una especie de vértigo que termina pareciéndose a la parálisis. En cambio, si es un requerimiento de afuera el que se toma por mí el trabajo de circunscribirme el universo, puedo sin más trámite apuntar la energía y la imaginación hacia ese sector y entonces (y siempre que el encargo de afuera coincida de algún modo con un encargo de adentro) soy una fiera. O sea que recogí el guante. Acudí a mi registro mental de "cuentos que algún día voy a escribir": situaciones que he vivido, cosas que me contaron o, simplemente, ocurrencias súbitas que, en su momento, han producido en mi cabeza el tintineo típico de acá-hay-un-cuento y que aguardan algún hecho afortunado que me saque de mi natural estado de ¿indecisión?, ¿haraganería? y me ponga en acción. El llamado de Sylvia, en este caso, fue el hecho afortunado.
Rastreé entre lo registrado las situaciones esencialmente cómicas. Brillaron dos: un episodio con un colchón y la noche del cometa, que ocurrió en el transcurso de la semana en que el cometa Halley pasó cerca de nuestro mundo.
Para esa noche, los diarios anunciaban la cercanía inusual del cometa y un lugar de privilegio para el avistaje: la Costanera Sur. Por la proximidad con la Costanera (Ernesto y yo vivimos en San Telmo) varios amigos vinieron a nuestra casa para que emprendiéramos juntos la caminata hacia el espacio señalado. No voy a contar los pormenores de la excursión: varios de ellos están entretejidos en "La noche del cometa". Sí voy a decir que, desde que cruzamos el puente, nos encontramos inmersos en un absurdo de comicidad imparable; que a la madrugada, casi exhaustos de tanto reírnos, terminamos comiendo tallarines en Pippo, y que, mientras comíamos, yo pensé que iba a escribir un cuento con los hechos de esa noche.
Volviendo a la historia, debo decir que, de entrada, elegí el colchón. Tal vez porque el episodio me resultó demasiado lineal, o porque no le veía la punta, la cuestión es que intenté varios comienzos y la cosa no fraguaba.
Por descarte o por desesperación acudí al cometa. Una maniobra sencilla: sólo abrir un archivo nuevo. En esa época escribía con el nunca superado Word Perfect. Y ante la pantalla en negro, sin saber cómo iba a arrancar ni desde dónde iba a contar, escribí: "Del cometa sabíamos que...". Debo decir que, habitualmente, encontrar la persona narrativa, la frase inicial y la música de un cuento suele implicar para mí un largo proceso de prueba y error; a partir del momento en que los encuentro, la escritura tiende a convertírseme en un acto dichoso pero, hasta entonces, soy pura búsqueda y distracciones. Esta vez, la cosa salió de entrada, así que todo iba marchando sobre rieles con el cometa. Salvo un pequeño accidente. A medida que avanzaba, y aunque los hechos cómicos de esa noche estaban (están) allí, yo iba percibiendo que el cuento tomaba por un derrotero no previsto y de comicidad dudosa. Que una presencia inesperada (y sin embargo insoslayable) se había colado por algún resquicio de los acontecimientos y amenazaba con quedarse.
A Sylvia tuve que darle "La sinfonía pastoral". Y al asunto no previsto lo dejé nomás que se abriera paso. Sigue ahí, como una advertencia. O como un faro que alumbrara la vida con una luz que, hasta ese momento, había pasado inadvertida.


*Fuente: Página/12 http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-159546-2010-12-30.html







BROTHER AND SISTERS*



Hermanos y hermanas
hijos del látigo:
Ustedes
con sangre
hicieron un blues
de rabia
para no dar lugar
a la tristeza,
ante la burla
u opresión
del amo.
Yo también
conozco el dolor
de la vértebra.
He temblado
descalzo
al recorrer
los campos
en busca
del sustento
de mi madre, e hija:

Jornalero
tras la ciega.

Brothers
and sisters:
Su sed,
es también mi sed.
Vengo del sol,
y en estos
ojos negros,
el espíritu
de la rebelión
no murió
con Boutman
Toussaint
o con Lemba.


*De Daniel Montoly© danielmontoly@yahoo.es
Delaware, Ohio 2007






*


la estrellita del capitalismo alumbra el empeño del asalariado cuyo pecho
expansivo es un pueblo que canta, o (más rigurosamente): a partir de dichos del obispo watson



"las leyes son buenas pero, desgraciadamente, están siendo
burladas por las clases más bajas. por cierto, las clases más altas tampoco
las tienen mucho en consideración, pero esto no tendría mucha importancia si
no fuese que las clases más altas sirven de ejemplo para las más bajas."
"os pido que sigáis las leyes aun cuando no hayan sido hechas
para vosotros, porque así al menos se podrá controlar y vigilar a las clases
más pobres."

(en mil ochocientos cuatro,
ante la "sociedad para la supresión de los vicios")



los pobres son bajos
lo bajo está abajo
los pobres pisan el abajo
se aglutinan en el abajo y en el bajo
(que están debajo)

los ricos son obviamente altos
lo alto no se pisa
no es pisar
el aposentamiento en lo alto
lo alto es un bien
los ricos son la sustancia bienhechora de la altitud


*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar





Correo:



HOMENAJE A
Raúl Scalabrini Ortiz*


POR LA RECUPERACION DE LOS FERROCARRILES EN MANOS DEL ESTADO

14 DE FEBRERO A LAS 19 HORAS
JUAN B. ALBERDI 1164 OLIVOS.

Participan:


JUAN CARLOS CENA (ex ferroviario)
ELADIO TATE MARTINEZ (Ate)
JORGE VAZQUEZ (ex telefónico
LUIS DONIKIAN (ex telefónico)
ENRIQUE GUSSONI Proyecto Sur- ATE

Conducción JAPO SANTACRUZ
Proyecto Sur San Fernando (ATE Senasa)

CONVOCAN:
ASOCIACION CULTURAL CATULO CASTILLO
MONAREFA

-EN CASO DE LLUVIA -HIPOLITO YRIGOYEN 1678 VICENTE LOPEZ

*Enviado para compartir por Juan Carlos Cena. ferrocena2003@yahoo.com.ar




*


Inventren Próxima estación: HORTENSIA



Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar

http://inventren.blogspot.com/

El Inventren sigue su recorrido por las siguientes estaciones:


ORDOQUI.

CORBETT. / SANTOS UNZUÉ. / MOREA. / ORTIZ DE ROSAS. / ARAUJO.

BAUDRIX. / EMITA. / INDACOCHEA. / LA RICA. / SAN SEBASTIÁN.

/ J.J. ALMEYRA. / INGENIERO WILLIAMS. / GONZÁLEZ RISOS. / PARADA KM 79.

ENRIQUE FYNN. / PLOMER. / KM. 55. / ELÍAS ROMERO. / KM. 38.

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. / LIBERTAD. / MERLO GÓMEZ.

RAFAEL CASTILLO. / ISIDRO CASANOVA. / JUSTO VILLEGAS. / JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. / ALDO BONZI. / KM 12.

LA SALADA. / INGENIERO BUDGE. / VILLA FIORITO. / VILLA CARAZA.

VILLA DIAMANTE. / PUENTE ALSINA. / INTERCAMBIO MIDLAND.


InventivaSocial
"Un invento argentino que se utiliza para escribir"
Plaza virtual de escritura

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-por favor enviar en texto sin formato dentro del cuerpo del mail-
Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

Blog: http://inventivasocial.blogspot.com/



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INVENTREN
Un viaje por vías y estaciones abandonadas de Argentina.
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Inventiva Social publica colaboraciones bajo un principio de intercambio: la libertad de escribir y leer a cambio de la libertad de publicar o no cada escrito. los escritos recibidos no tienen fecha cierta de publicación, y se editan bajo ejes temáticos creados por el editor.


Las opiniones firmadas son responsabilidad de los autores y su publicación en Inventiva Social no implica refrendar dichos, datos ni juicios de valor emitidos.

La protección de los derechos de autor, o resguardo del copyrigt de cada obra queda a cargo de cada autor.

Inventiva social recopila y edita para su difusión virtual textos literarias que cada colaborador desea compartir.
Inventiva Social no puede asegurar la originalidad ni autoria de obras recibidas.

Respuesta a preguntas frecuentes

Que es Inventiva Social ?
Una publicación virtual editada con cooperación de escritores y lectores.

Cuales son sus contenidos ?
Inventiva Social relaciona en ediciones cotidianas contenidos literarios y noticias que se publican en los medios de comunicación.

Cuales son los ejes de la propuesta?
Proponer el intercambio sensible desde la literatura.
Sostener la difusión de ideas para pensar sin manipulación.

Es gratuito publicar ?
En inventiva social no se cobra ni se paga por escribir. La publicación de cada escrito es un intercambio de libertades entre escritor y editor. cada escritor envia los trabajos que desea compartir sin limitaciones de estilo ni formato.

Cómo se sostiene la actividad de Inventiva Social ?
Sus socios lectores remuneran con el pago de una cuota anual el tiempo de trabajo del editor.

Cómo ayudar a la tarea de Inventiva Social?
Difundiendo boca a boca (o mail a mail ) este espacio de cooperación y sus propuestas de escritura.

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