martes, febrero 15, 2011

LAS RUINAS DE LA CERTEZA...




*Dibujo: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.





FORMA DE BARRO*



“...Lo esencial es invisible a los ojos...” *
De “EL PRINCIPITO” (el zorro)



Es una naranja de ombligo, partida.
O un durazno.
Acaso una granada que sangra.
Es casi una crisálida.
O el Gran Diluvio ahogado en años.
Los pasos transpiran su mirada.
Corre. Se apuran. Se detienen.
Descalzan la mañana.
Le respiran la nuca. Bostezan.
Las mujeres lavan en el río.
Ella, vestida de poema oscuro, las contempla.
Las ama, y las envidia y las aspira.
Tiernas penas le cantan a la nana.
El niño lame el amarillo del ocaso.
No te duermas mi niño.
Ya habrá tiempos de dagas y de cruces.
Es la última mirada, el último regreso
Una lágrima callada, calladamente cae sobre el río.
El río toma su frágil sombra.
Cual si tomara un pájaro, un niño, un ángel.
El barro le da forma de silencio...y la ama.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar









Resurrección*


Maldijo la hora en que su mujer decidió sacarse el título de piloto de avioneta. Por alguna razón desconocida había tenido la premonición de que iba a pasar algo. Aún y así cuando se produjo el accidente quedó terriblemente afectado. La pérdida de su esposa en estás circunstancias y el hecho de encontrarse en un momento en que la vida de ambos era perfecta ayudó aún más a que no quisiera convencerse de que no la volvería a ver.
Pasó un mes deambulando cabizbajo por la oficina y su vida social se diluyó en noches de tristezas y recuerdos.

En una de estas largas noches de duermevela, en las que la televisión quedaba encendida, vio entre sueños una película en blanco y negro en la que un hechicero resucitaba, por medio de un conjuro, a un hombre que había muerto. Ni le pasó por la cabeza plantearse la imposibilidad del tema y se agarró a la opción como a un salvavidas. De forma compulsiva pasó una semana recorriendo librerías a la búsqueda de un libro de conjuros con la idea obsesiva de encontrar la fórmula para resucitar a su mujer.

Finalmente su búsqueda dio frutos. Lo encontró en un local del barrio viejo, en un compra-venta de libros, "Métodos de reanimación" de S.Plumkier.

Pasó dos días sin dormir leyendo los conjuros hasta que encontró el que precisaba. Compró todos los artilugios y materiales que necesitaba para realizarlo y armado de un pico y una pala, a las cuatro de la madrugada, se dirigió al cementerio.

Saltó la valla con facilidad y se dirigió a tumba de su esposa orientándose en la oscuridad entre los parterres y los cipreses. Empezó a cavar en silencio, con un ritmo continuado y sin hacer caso al cansancio producido por el esfuerzo, los días de vigilia y la tensión del momento. Al cabo de un rato, que se le hizo eterno, escuchó como la pala tocaba la tapa del ataúd.
Retiró la tierra de encima mientras le pasaba por la mente el accidente de avioneta y los días posteriores llenos de tristeza y soledad.

Abrió el ataúd con muchas dificultades, haciendo palanca en cada uno de los tornillos que lo aseguraban y saltando finalmente una endeble cerradura dorada. Miró dentro y vio aquella bolsa de plástico gris. Por fin podría verla ya que en el día del entierro no se lo permitieron. Con las manos temblorosas bajó la cremallera y a la luz de la linterna miró al interior.
No se atrevió a intentar el conjuro. Nunca había sido bueno con los puzzles.



*De Joan Mateu. joan@cimat.es






La de la buhardilla*



Entre yo y yo la extraña, la que no se coaguló en eso que me nombra. Entre yo y yo las ruinas de la certeza. Entre yo y yo, miro por la ventana de mi casa de la infancia una calle tranquila. Las señoras buenas con cara de malas. Las malas sonrien desde la enredadera por la que se suben a los sueños. Unos hombres hermosos llegados de la guerra lejana, de un país que ya no existe. La barrera de la lengua o alguna otra pone en la escena algo de lo prohibido. Cerca, una fábrica de chocolate, no una niña que come chocolates, el lugar donde nacen los chocolates. Esa cierta desmesura que guarda lo contenido. La calle, las veredas limpiadas con la fuerza de un verdugo que decapita al erótismo. Hay vecinas que hablan de las otras, con la escoba y la lengua como armas.
Entre yo y yo, veo en la ventana una de mi. La imágen se desgana, se deshace, aparece la protagonista de un cuento que todavía no leí, que me arrastra al Danubio .
Una en Pest la otra en Buda
Una en la vereda, la otra mira desde su alta buhardilla-cárcel

En la calle hay vida, vendedores, romances, juegos.

Por suerte la ventana se inclina a la vida, sin cables. Ningún botón podrá oscurecer la grieta en la cabeza ventana.Los golpes dejan sangre, pelos, abren fisuras en el muro. Por los libros se escapa la escritura. La grieta se abre, en la herida de lo establecido, un brillo resplandece.

Entre yo y yo, la palabra



*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar






SOLAMENTE PARA MÍ*



Amanecerá para mí.
Abriré mis entrañas
para que drene
lo depositado por la vida.
Tenderé al sol mis emociones
para recrear después
el escudo que me proteja.
Anochecerá para mí,
me abrazaré al sueño
sin culpas por egoísmos.
Por primera vez
y para siempre
me sentaré a esperar
la salida del sol
porque brillará para mí.

*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar






Hoy temprano*



*Por Pedro Mairal



Salimos temprano. Papá tiene un Peugeot 404 bordó, recién comprado. Yo me trepo a la luneta trasera y me acuesto ahí a lo largo. Voy cómodo. Me gusta quedarme contra el vidrio de atrás porque puedo dormir. Siempre estoy contento de ir a pasar el fin de semana a la quinta, porque en el departamento del centro, durante la semana, lo único que hago es patear una pelota de tenis en el patio del pozo de aire y luz que está sobre el garaje, un patio entre cuatro paredes medianeras altísimas y sucias por el hollín de los incineradores. Si miro para arriba, en ese patio parece que estuviera adentro de una chimenea; si grito, el grito apenas sube pero no llega hasta el cuadrado de cielo. El viaje a la quinta me saca de ese pozo.
En la calle hay poco tránsito, quizá porque es sábado o porque todavía no hay tantos autos en Buenos Aires. Llevo un autito Matchbox adentro de un frasco para capturar insectos y unos crayones que ordeno por tamaño y que no me tengo que olvidar al sol porque se derriten. A nadie le parece peligroso
que yo vaya acostado en la luneta. Me gusta el rincón protector que se hace con el vidrio de atrás, al lado de la calcomanía de la Proveeduría Deportiva. En el camino miro el frente de los autos porque parecen caras: los faros son ojos, los paragolpes son bigotes, y las parrillas son los dientes y la boca. Algunos autos tienen cara de buenos; otros, cara de malos. Mis hermanos prefieren que yo vaya en la luneta porque así tienen más lugar para ellos. Yo no viajo en el asiento hasta más adelante, cuando hace
demasiado calor o cuando ya no quepo en la luneta porque crecí un poco.
Tomamos una avenida larga. No sé si es porque hay muchos semáforos pero vamos despacio, además ya el Peugeot está medio roto, tiene el caño de escape libre y hay que gritar para hablar; una de las puertas de atrás está falseada y mamá la ató con el hilo del barrilete de Miguel.
El viaje es larguísimo. Sobre todo cuando no están sincronizados los semáforos. Nos peleamos por la ventana, ninguno de los tres quiere sentarse en el medio. En la General Paz nos turnamos para sacar la cabeza por la ventana con las antiparras de agua de Vicky, para que no nos lloren los ojos por el viento. Papá y mamá no dicen nada. Salvo cuando pasamos por la policía, ahí hay que sentarse derechos y estar callados. Cuando ya tenemos el Renault 12, a Miguel se le vuela por la ventana medio pilón de figuritas
de Titanes en el Ring y papá frena en la banquina para juntarlas porque Miguel grita como un enloquecido. Yo veo de repente que se nos acercan dos soldados apuntándonos con la metralleta, diciendo que estamos en zona militar. Le hacen preguntas a papá, lo palpan de armas, le revisan los documentos y después tenemos que seguir viaje sin juntar las figuritas que quedan ahí desparramadas, incluso la autografiada por Martín Karadagian.
Papá busca música clásica en la radio, a veces consigue sintonizar bien la emisora del Sodre. Nosotros estamos a las patadas en el asiento de atrás cuando de repente papá sube el volumen y dice "escuchen esto, escuchen esto" y hay que hacer una pausa silenciosa en medio de una toma de judo para escuchar una parte de un aria o de un adagio. Después, cuando llegan los pasacasetes para autos, el viaje a la quinta se hace bajo el dominio absoluto de Mozart. Miramos pasar hacia atrás el camino prolijo, los árboles podados con los troncos pintados de blanco, y escuchamos los quintetos para cuerdas, las sinfonías, los conciertos para piano, las óperas. Vicky lidera rebeliones para tapar a las sopranos de Las bodas de Fígaro o de Don Giovanni con nuestro cántico filial favorito que dice "Queremos comer,
queremos comer, sangre coagulada revuelta en ensalada...". Pero después Vicky empieza a traer libros para el viaje y los lee sin prestarle atención a nadie, en silencio, cada vez más enojada, porque la obligan a venir, hasta que le dan permiso para quedarse los fines de semana en el centro para ir al cine con sus amigas, que ya salen con chicos, y entonces Miguel y yo tenemos cada uno su ventana indiscutible, aunque invitemos a un amigo.
Sentimos que no vamos a llegar nunca. Hay largas esperas a medio camino mientras mamá compra muebles de jardín o plantas, aprovechando que papá se quedó trabajando en casa. Con Miguel jugamos en el asiento de atrás a ver quién aguanta más sin respirar; cada uno le tapa el tubo del snorkel al otro para que no haga trampa, o, si no, improvisamos un partido de paleta con un bollo de papel y las dos patas de rana. Esperamos tanto que Tania se pone a ladrar, porque no aguanta más encerrada en la parte de atrás de la Rural Falcon que tenemos después del Renault. Entonces aparece mamá, con plantas o macetas o algún mueble que hay que atar al techo, y seguimos viaje.
Los amigos que invita Miguel van cambiando. Yo los miro con asombro, con ansiedad perversa, porque sé que cuando lleguemos van a empezar a caer en las trampas que Miguel deja siempre preparadas: el ratón muerto dentro de las botas de goma para el invitado, el fantasma del galpón, la farsa de los chanchos asesinos, el pozo tapado con hojas y ramas al lado de la fila de palmeras que se ve desde la casa. Dentro del auto, en los embotellamientos de la ruta a media mañana, yo miro a los amigos de Miguel y paladeo por primera vez el mal. Prefiero a los confiados y prepotentes, porque sé que les va a resultar más intensa la humillación de esas trampas en las que yo colaboro de un modo oblicuo, indefinido. Los invitados de Miguel casi nunca vuelven a venir.
Cuando terminan el primer tramo de la autopista y ponen el peaje, el tráfico avanza mejor. Vicky va por su cuenta, con amigas que tienen auto. Papá ya casi no viene. En la Rural destartalada, mientras mamá maneja, Miguel me usa el cuaderno de dibujo garabateando planos y elaborando estrategias para espiar a las amigas de Vicky cuando se cambian. Después Miguel empieza a venir cada vez menos, y yo tengo todo el asiento de atrás para dormir. Mamá frena y me despierta para que le ponga agua al radiador, que pierde y recalienta el motor. Compramos una sandía al costado de la ruta.
En la barrera del tren, donde antes había uno o dos vendedores ambulantes, ahora hay amputados o paralíticos que piden limosna y otros que ofrecen revistas, pelotas, biromes, herramientas, muñecos. También en los semáforos del pueblo que atravesamos piden una moneda o venden flores y latas de
gaseosa. A papá le dieron el Ford Sierra de la empresa, que tiene botones automáticos y, como a Miguel lo asaltaron hace poco, mamá me hace bajar los seguros y cerrar las ventanas en los semáforos porque le dan miedo los vendedores. Dice que se le tiran encima y que, además, Duque los puede morder. Después, la excusa del aire acondicionado ayuda a que ya no vayamos más con la ventana abierta. El auto comienza a ser una cápsula de seguridad, con un microclima propio. Afuera cada vez hay más basura, más pintadas políticas. Adentro, la música suena nítida en el estéreo nuevo y mamá tolera con paciencia los casetes que yo pongo de Soda o de Police.
El auto es más rápido y todo el tiempo parece que estamos por llegar. Sobre todo cuando empiezo a manejar yo, que aumento la velocidad sin que mamá se dé cuenta porque viene tranquila en el asiento del acompañante mirándose en el espejo su último lifting, que le tira la piel para atrás como si fuera un
efecto de la aceleración. Después, cuando muere papá, mamá prefiere que maneje Miguel, que volvió como el hijo pródigo, porque Vicky ya está viviendo en Boston. Para mí la ruta se empieza a enrarecer porque manejo el Taunus amarillo del padre del Chino, en el que dejamos cerradas las ventanas, no por miedo a que nos roben sino para que el humo de la marihuana no pierda densidad. Escuchamos "Wild Horses" y hay momentos casi espirituales en los que la velocidad total de la ruta parece cobrar una
lentitud serena en el paisaje enorme y chato. Después manejo el auto de la madre de Gabriela, que por suerte es gasolero y no gasta demasiado en las escapadas que nos hacemos cualquier día de semana para estar solos un rato.
Ya se está hablando el tema de la expropiación pero es apenas una advertencia, faltan todavía dos gobiernos. Gabriela se pone unos vestiditos que me obligan a manejar con una sola mano y a acariciarle los muslos con la otra, subiendo desde las rodillas lentamente, sin necesidad de poner los cambios porque dejo el motor a fondo mientras Gabriela me pide al oído que no me apure, que esperemos a llegar. Nunca se hizo tan largo el viaje. La quinta está allá lejos, inalcanzable.
Más adelante, a Gabriela le empieza a crecer la panza y viajamos para tratar de integrarnos a la vida familiar. Vamos en el Volkswagen que nos presta su hermano. Ya usamos cinturón de seguridad, ya empezamos a tener miedo de morirnos y faltan pocos kilómetros. Los años pasan hacia atrás cada vez más rápido. Hay muchos más autos en la ruta y más peajes. Están terminando la autopista. Frenamos en una estación de servicio, discutimos. Gabriela llora en el baño. Tengo que pedirle que salga. Después compramos el baby-seat para Violeta y ella va chiquitita y dormida en el asiento de atrás, también con
cinturón de seguridad. Los tres atados.
Piso el acelerador porque quiero llegar temprano para almorzar. Gabriela dice que no importa, que podemos parar en el McDonald's. Discutimos.
Gabriela me desprecia. Yo me pongo los anteojos negros y acelero más.
Aprovecho el viaje para escuchar demos de jingles para radio. Aprieto con las manos el volante del Escort. Falta poco. Gabriela me pide que vaya más despacio, después deja de venir, se va con Violeta a lo de la madre los fines de semana. Manejo solo, escucho los conciertos para piano de Mozart en compacts que suenan perfectos. El motor de la 4x4 no hace ruido. La autopista está terminada, con alambre a los costados para que no cruce la gente. Voy por el carril rápido. Miro el velocímetro: ciento sesenta y
cinco. Estoy por pasar por el lugar exacto. Veo de lejos las tres palmeras y espero a que se alineen. Se acercan, me acerco, hasta que la primera palmera tapa a las otras dos y digo "acá", y es como si lo gritara, pero lo digo despacio, lo digo en el punto exacto donde estaba la casa antes de la expropiación, antes de que la demolieran y construyeran arriba la autopista.
Siento que por una milésima de segundo paso por adentro de los cuartos, por arriba de la cama donde jugábamos con Miguel a Titanes en el Ring, paso por las tumbas de Tania y Duque entre las plantas de mamá, paso por un olor húmedo y metálico, por un sabor a ciruelas verdes tiradas en el fondo de la
pileta para bucearlas más tarde, paso por el miedo a una culebra que salió cuando dimos vuelta una chapa, por la noche de lluvia en que jugamos a embocar una pelota en el único cuadrado roto de la ventana para obligarnos a buscarla con linterna entre los sapos y los charcos. Ahora es un malón
incesante de autos que pasa por encima del fantasma de la casa. Son las doce en punto y el sol resplandece en el asfalto. Soy un hombre divorciado, un publicista que va al country de su hermano por primera vez y se olvidó las instrucciones de cómo llegar y está perdido, un hombre que no sabe dónde
frenar y sigue viajando en el auto desde que salió hoy temprano, hace mucho, acostado en la luneta de atrás.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-162315-2011-02-14.html





El cuento por su autor*



Escribí "Hoy temprano" en el '99 y lo publiqué en el 2001 en un libro de cuentos que tiene ese mismo título. No sé por qué me acuerdo de haber estado mirando las plantas del balcón de mi casa cuando se me ocurrió la forma en que tenía que contarlo. Las plantas se movían apenas con el viento y yo entendí que el cuento eran todos los viajes a esa quinta a la que íbamos de chicos pero contados en un solo viaje. Toda la vida de golpe. También me acuerdo de que me senté a escribirlo y al principio no salía, hasta que me di cuenta de que tenía que contarlo no en pasado sino en presente, un presente casi atemporal. Creo que la poesía me ayudó a escribirlo, el tiempo de la poesía, la manera rara en que un poema se instala en el tiempo. La pelota que arrojé una mañana en el parque / todavía no ha tocado el suelo, dice el final de un poema de Dylan Thomas. Acá está la vida entera en este instante, todo sigue sucediendo, la infancia está con uno. Toda la vida acumulada está con uno, y también el futuro. La pelota sigue en el aire. La
poesía logra captar ese continuo quizá porque trata al tiempo no de manera sucesiva y lineal como suele hacer la narrativa (aunque sea una idea un poco esquemática), sino de manera ovillada, simultánea, en una suspensión del tiempo casi eterna o constante. La transformación a lo largo de los años es quizás el tema que más me interesa. Cuando escribo me gusta alterar la velocidad temporal del relato. Me gustan esas filmaciones en time lapse de plantas creciendo rápido o de fruta pudriéndose a toda velocidad. El tiempo es la manera en que la naturaleza evita que todo suceda de golpe, dijo John Wheeler, el descubridor de los agujeros negros. En la poesía, todo sucede de golpe.
El patio del pozo de aire y luz que menciono al principio del cuento era en un primer piso sobre el garaje. Yo jugaba ahí cuando llegaba del colegio.
Años después me enteré de que el piso estaba pintado de verde oscuro porque se había tirado una mujer desde el séptimo y mamá no había podido sacar las manchas de sangre del cemento. La quinta quedaba en Cañuelas. Ibamos todos los fines de semana, había una casa antigua con palmeras, una pileta de esas
altas a la que había que subir por una escalera, un frontón de paleta, y unas vacas lecheras que nos asustaban. Cuando me contaron que habían expropiado la quinta para hacer la autopista, el recuerdo de ese lugar al que no iba hacía muchos años empezó a surgir y me acompañó varios días como un deseo, un eco de la infancia que quería ser contado. Tiempo después de escribir el cuento, pasé por ahí. No quise ir antes a ver cómo era, no necesitaba documentarme, lo tenía todo en la cabeza. La realidad fáctica y
externa me parecía menos real que la realidad de mi recuerdo y mi imaginación. Si hubiera ido antes quizá lo habría arruinado. Cuando pasé, noté que había cosas iguales a como las había imaginado. Todavía se ven -según me pareció, porque vi todo medio mal tratando de desacelerar- las palmeras y el frontón de paleta, que se usa para guardar maquinaria de la municipalidad. La autopista pasa justo por encima del lugar donde estaba la casa.
Al principio el título era Hoy temprano, hace mucho tiempo. Cuando empecé a buscarle título al libro, me pareció que este cuento era el que mejor representaba el tono del movimiento constante que tienen casi todos esos relatos. Una noche estaba con amigos repasando títulos posibles y me los iban bochando. Hoy temprano, hace mucho tiempo es muy largo para título de un libro, me decían. Hasta que una amiga, diseñadora gráfica y con buen ojo para lo que sobra, dijo: ¿Y si le sacás el hace mucho tiempo? Y así fue que, de un hachazo en favor de la economía tipográfica, cortó sabiamente lo que sobraba. Para terminar, puedo decir que el narrador soy yo pero un poco desplazado, o es un tipo que se parece a mí pero no soy yo. Escribí el cuento a los 29 años. Ahora tengo 40, la edad del personaje al final, y noto que esa historia tenía varios aspectos premonitorios sobre mi propia vida.
Pareciera que, por suerte, uno nunca sabe bien lo que está escribiendo hasta que lo leen los demás o lo lee uno mismo muchos años después.


*Fuente:http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/162315-51975-2011-02-14.html







Metapoema I*


La poesía es lo que queda
cuando el eco de la voz se extingue,
cuando se apaga el son de las palabras.


*de Sergio Borao Llop. sbllop@aragoneria.com




*


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