viernes, marzo 25, 2011

SERÉ ESE GRANO DE ARENA...




-Ilustración: Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba




*


(Los Dioses)
Quieren de nosotros
Una perfección que no tuvieron.





¿Qué pasará
Si me niego a la resurrección?





Si las lágrimas
Se tornan arco iris…
¿Valdrá la pena haber llorado?





Tengo mariposas en las manos:
Soy luz nocturna,
Soy árbol seco, soy
La única flor en medio del invierno






A JL


El rojo del cristal en mis manos.
Pálidos cráneos de piedra,
Rojas catedrales,
Roja sangre, roja
El agua bendita, rojo sol.






Donde había luz
Solo vio manchas






He muerto demasiadas veces.
¡Déjenme ahora
Dormir sin sueños!






Al Alquimista


Bienaventurado sea
El que escuche la música
Que no me ha sido destinada.
Bienaventurada
Quien bese tus labios
Cuando yo retorne a ser un Eco.






A Borges



Soñé que alguien me soñaba.
Soñé que mi soñador moría.
¿Cómo pude despertar?
¿Cómo sé que estoy despierta?






En la carretera
Un hombre muerto.
¿A dónde fue a parar
Su alma?






Tu aroma en mi almohada
Me hace cuestionar al Infinito.






Eran realmente dos frutos:
El del mal,
El de la ciencia del bien.
Nadie sabe cuál tomó Eva.
(Se desconoce el paradero del otro).






Seré ese grano de arena
Que viajará a transformarse en perla.






*Micropoemas de Marié Rojas.
-La Habana. Cuba.









EL CORAZÓN MULTIPLICADO*



Vuelve a escucharlo. La secuencia rítmica es ésta: un golpe seguido de otro golpe igual.
Uno = uno + dos = dos. La duración de cada toque es la misma salvo que el segundo suena un tanto más apagado, sordo, que el primero, como si al final hubiera una alfombrita de goma para amortiguar el topazo.
El profesor baja la manga de su pulóver -que había recogido para controlar la cantidad de pulsaciones por minuto- porque avista la llegada del colectivo. La duplicidad de los latidos de su corazón (aunque, en realidad, debería decir "cuadruplicidad") consiste en que cada diástole y cada sístole suenan por duplicado. He dicho bien: cada diástole y cada sístole suenan por duplicado. No es un eco, un efecto especular del sonido. Es cada sonido por partida doble. Doble sístole, doble diástole. Como si hubiera un corazón gemelo del suyo.
La pereza de la memoria del profesor de literatura se niega a recuperar el instante (ahora nebuloso) en que el prodigio cardíaco comenzó a suceder. Sea por contagio epidémico del alumnado o por lo que fuere, su memoria no es de aquellas dignamente laboriosas, de las que antes del alba parten con sus redes a pescar recuerdos en las aguas del ayer. Es, más bien, una memoria de empleado público que trabaja a reglamento.
Afectado por el singular síntoma, ha decidido consultar a un cardiólogo y le han asignado el turno para esta tarde. Trata de entender el fenómeno. ¿Será posible que una tropilla de alumnos secundarios le haya provocado una patología a su corazón? Bueno, nada es imposible. Y el salario docente:
¿será capaz de producir un desquicio semejante? Y... probablemente. La familia, ¿también podrá ser causa de anomalías tan serias? No es impensable.
Parado sobre el pasillo del colectivo, el educador baja la tapa de su olla mental pues comienzan a preocuparle detalles más urgentes, como éstos: si el grandote que está a punto de aplastarle el pie con sus botas de estilo militar llegará o no a cumplir la temible amenaza; si la joven con un bebé en sus brazos, un bolso a su espalda y un carrito plegado al hombro logrará conmover a la cuarentona que simula dormir para no ceder el asiento a la madre primeriza, y otras cuestiones no menos prosaicas. Entonces, la olla cerebral vuelve a destaparse por la presión del vapor interno y piensa que sería práctico comprar unos auriculares o, directamente, un estetoscopio, adherirlo con algún pegamento no tóxico debajo de la tetilla izquierda y así escuchar los latidos con mayor nitidez, para intentar identificar alguna particularidad del sonido, algo que lo oriente acerca del origen de su enfermedad, de la etiogenia de su mal. Porque debe tratarse de una enfermedad. Y rara. Y fatal.
A nadie le ha confiado su repentina disfunción para no alarmar y, al mismo tiempo, para que el temor de los otros no incremente el suyo propio.
Mientras ninguno de los de su círculo íntimo lo sepa estará eximido de presiones para investigar acerca de su enfermedad y hasta, quizás, curarla, sin que nadie se adelante con premoniciones o angustias. Siempre que la tal cura exista, y si no...
Desciende del ómnibus temblando con esos pensamientos que precisamente le incentivan el ritmo cardíaco por duplicado, los golpecitos gemelos que cuadruplican sus latidos. Paciencia. Ya está llegando al consultorio médico.
Después de llenar la ficha clínica, el doctor escucha su consulta. Al oír la descripción del síntoma, detiene las anotaciones que estaba haciendo en la foja. Su lapicera queda inmóvil, detenida a dos centímetros de la carpeta, y una sonrisa burlona aparece, más que en los labios, en la mirada del
cardiólogo. ¡Esa bendita ironía de los médicos, que gozan del privilegio de poder salvar la vida o condenarla, si se les antojare!
-¿Cuándo comenzó a percibir el síntoma?
El profesor titubea con la fecha. Ese brillo irónico en las pupilas del facultativo comienza a vitrificarse a medida que va auscultando el corazón docente: el doble retumbo sube a sus oídos por el canal de los auriculares.
De inmediato, el médico realiza un electrocardiograma que va imprimiendo el asombroso grafismo de la doble pulsación.
La ecografía deberá practicarse el mismo día así que el profesor avisa por teléfono a su familia que no lo esperen a cenar, porque "se ha llamado a una reunión gremial imprevista, porque resulta que el aumento salarial pactado al final no es tanto como se dijo y siempre lo mismo, habrá que fijar un
plan de lucha", espero que mi mujer lo crea, faltaba nomás crear un entredicho.
En la pantalla del ecógrafo el corazón se ve normal, con la forma y el movimiento de cualquier corazón humano. Pero cómo, entonces, los exámenes muestran claro, inconfundible, ese doble latir, si no hay cambios en la actividad cardiaca o, si la hay, ella no es perceptible. El doctor convoca a dos colegas suyos por teléfono para realizar una junta médica el día siguiente, a las diez de la mañana. Sin demora.
El docente secundario vuelve a vestir el saco y la corbata, pero no le ajusta el nudo. Recoge los exámenes del curso que había llevado para corregir en su casa: "Romanticismo. Siglo XIX". Siente un desánimo anticipado. Para qué seguir trabajando. Mañana sabrá si el mal es incurable o no. Después de eso el trabajo recobrará sentido o lo disipará, definitivamente. El médico intuye su temor:
-Arriba ese ánimo, ¿por qué abortar la esperanza? ¿Y si sólo se tratara de una de esas monstruosidades inocuas, como tener seis dedos o una sola fosa nasal?



A las once de la noche, su esposa es la única que está despierta todavía en el hogar. Mejor dicho: con los ojos abiertos, aunque su cuerpo y sus energías ya estén clausuradas a la circulación. Entre dientes le da las buenas noches y le indica que en la heladera hay comida para recalentar en el horno de microondas.
El educador ya no siente apetito. Se prepara un té y come una rebanada de pan con queso. Suficiente. Y no consigue dormir. No duerme porque el doble latir de su corazón no se lo permite. A su lado, los pliegues de la colcha dibujan el cuerpo de su esposa bastante parecido al de ella misma cuando era
adolescente. Al apagar el velador, la luna de otoño entra por los pies de la cama envuelta en tramas de plata brillante. Poco a poco, el fulgor va trepando por sus piernas y refregándole ese raso plateado en las pantorrillas, luna diva del cine, luna geisha, y se atreve a rozarle las ingles, luna meretriz de esquina, luna emperatriz lujuriosa, lo excita con la seda de plata que, a la altura de su tórax, es el manto de una diosa mirándolo desde arriba hasta echarse impulsivamente sobre la boca del profesor, besarle las mejillas, los párpados, lamerle las orejas y hacer que el pulso se vuelva intolerable hasta que, tras el paroxismo, penetre en el sueño para descansar. Y en el sueño, voces lejanas recordándole a aquel que
fue y dejó de ser, la mitad del corazón que ha perdido.



A las seis de la mañana, el reloj educativo suena como es habitual. El docente se despierta sabiendo que no es un día común, un día habitual, es el día en que le han de corroborar si el fin de sus días está próximo o si aún se mantiene -de la muerte- a distancia cronológica normal. Sin embargo, toma
su desayuno cotidiano, se afeita como lo hace ordinariamente, saluda a su familia y parte, tal cual en una jornada usual, hacia el colegio, si bien en realidad sólo va a presentarse en la vice-dirección para justificar su inasistencia por razones de salud y luego irá a someterse a los exámenes médicos.
Una vez en el establecimiento escolar, elude ineficazmente (vale decir, casi desnuda su torpeza) las inquisiciones de una secretaria que divide su rostro en dos para mirarlo: mitad autoritarismo rígido y mitad suspicacia retorcida. Una mejilla para cada actitud. En realidad ese profesor está muy bien conceptuado, la secretaria no tiene margen para la desconfianza, pero ¿cómo desaprovechar una oportunidad para despuntar la malicia entre tanta monotonía de expedientes?
El docente traspone el portal de la institución escolar después de recorrer una galería silenciosa donde, a través de las ventanas, puede ver la gesticulación de los labios de sus colegas dictando clases a las manadas estudiantiles que bostezan, dormitan, miran para otro lado o, directamente, juegan al truco, hojean revistas, graban nombres en los pupitres. Es un paisaje eglógico, una dulce y muda imagen campestre observada a través de cada ventana, donde un pastor semi-despierto les habla a unas ovejas
semi-dormidas.
En la calle, su corazón potenciado se explaya haciendo sonar a gusto los dos tambores. Mientras camina, cada percusión parece rebotar contra las puertas de los departamentos, la estatua de la plazoleta, la vidriera del bar.
La literatura que enseña el profesor en su clase no abarca ni la décima parte de la que ha leído. Y la literatura provee de respuestas. En este caso la adecuada sería El Corazón Delator, de Edgar Alan Poe. Alguien está inhumado en su pecho, junto a su corazón, y late armoniosamente con el suyo.
Es la única hipótesis racional aunque parezca absurda. O siniestra. Alguien a quien mataron y cuya muerte quisieron ocultar sin que lograsen aniquilar la música de sus sístoles y diástoles. Alguien está enterrado en su sangre.
Alguien buscó su cuerpo para abrigar lo único que le quedaba vivo: el pulso cardíaco.



Los tres especialistas ya lo aguardaban en la clínica cuando el docente llegó. El saludo que le dedicaron podría calificarse de reverencial. ¿Serían los Reyes Magos? Al educador le brotó ese humor de los desahuciados.
Los dos facultativos convocados reiteraron sucesivamente la auscultación, lo hicieron toser, agacharse, revisaron la tirilla de papel impresa por el electrocardiógrafo. Entre los tres especialistas, abordaron una exhaustiva anamnesia en la que le escudriñaron desde las causas de las muertes familiares a partir de los abuelos en adelante, hasta sus hábitos alimenticios y sexuales. Lo sometieron a un escueto test psicológico, le hicieron recordar lo que pudiera de su parto, lactancia, enfermedades infantiles y disgustos recientes.
El profesor observaba de reojo la impecabilidad de las camisas doctorales.
En determinado momento, el cardiólogo local tuvo que apartarse hacia un rincón de la sala para atender una llamada en su teléfono móvil. De regreso al lado de la camilla, expresaba aturdimiento, exasperación. Enronquecido, les comentó que acababan de informarle sobre un caso idéntico al del paciente que estaban examinando. El nuevo era un hombre del Noroeste y venía llegando en avión para consultarlo, recomendado por un hospital zonal. Los Tres Reyes Magos cayeron en una ansiedad patética. El turno para realizarle estudios con aparatos de última generación (pero ya canonizados) se fijó para las dieciocho horas, en punto.
El docente aprovechó el plazo para almorzar comida liviana en un restaurant próximo, donde solía concurrir antes de casarse, y husmeó por las librerías de una calle tradicional. Mientras tanto, los especialistas revisaban al paciente norteño con el previsible resultado: síntoma idéntico al del
profesor.
A la hora en que el cuádruple cardíaco arribó al instituto donde lo habían citado para ampliar los estudios, los médicos le comunicaron la escalofriante noticia de que un tercer paciente, ahora femenino, presentaba el mismo cuadro. La mujer era de la capital. Le rogaron discreción para no encender alarmas improcedentes hasta cerciorarse de la peligrosidad y extensión social de la patología. Podía tratarse de efectos de la contaminación ambiental o del consumo de algún alimento envasado.
El educador volvió a pensar en "corazones delatores". Por cumplir con lo previsto, se sometió con docilidad pueril a las prácticas médicas, cansado de ser ahora él, el profesor, el examinado de turno. Lo único que los doctores volvieron a constatar fue la veracidad del síntoma inexplicable.
Eso sí: pusieron meticuloso cuidado en la descripción del caso, previendo la posterior comparación con los nuevos que se presentasen.
La próxima entrevista se convino (excepto que apareciera alguna urgencia) para el lunes de la semana entrante, con fecha 24 de Marzo de 2006. Hasta entonces, miles de pacientes solicitaron turnos para cardiología en consultorios privados, clínicas y hospitales aduciendo el mismo síntoma del latir multiplicado, en casi todas las ciudades del país.



*De Eugenia Cabral. ecabral54@yahoo.com.ar







OPCIONES*



Ella cantaba.
En la voz el asombro
por tanto augurio fané y descangayado
todo por haber dado ese paso
al que llamaban malo
y que para ella estaba pleno de gracia.
En su barrio de Delfos
el oráculo le vaticinó
un futuro de viejita abandonada
secándose las lágrimas
al pie del piletón.
Decidíó dejar el tango.
No hay futuro para las minas
que no quieren sufrir, se dijo,
y cambió de ritmo.


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar







Argucias del olvido.*



*Por Eduardo Pérsico. epersico@telecentro.com.ar



Creo que debiera pronunciar algunas cosas y al fin, decirlas en voz alta. Tras la ventanilla el sol renacido en primavera formateaba los árboles que tren a tren cambiaban su diseño. Era diario ese viaje cuando murió mi padre por golpear a mi madre, según tanto hiciera antes de separarse, y una tarde volvió para forzarla a compartir la cama. Esas cosas, y como nadie supo que yo retorné a mi casa de improviso, ni se dijo 'cuestiones de familia' o frases parecidas.


El tiempo moja su perpetuo pincel y sin aviso repinta con su sal cada memoria. Si nuestra gran verdad son los recuerdos las horas desfiguran hasta el calor materno recibido; la máxima ternura que nos brindara el mundo. Jamás yo pensaría, un veinteañero, cruzarme con mi padre al irse de mi casa ajustando su ropa y detrás, más que verla suponer a mi madre cubriéndose la cara lloriqueando, a medio vestir y un pie descalzo, desmadejada. Y enseguida, - pasaron ya más de treinta años- aquel hombre,
mi padre, derrumbado en el piso y mi madre diciendo 'no le sigas pegando', es una infiel secuencia congelada.


Sin embargo conmigo persisten desvaídas visiones. Risas de la niñez irrepetibles, cierto beso fugaz y temeroso ya sin rastro en la calle donde fuera, un 'te quiero' esfumado de pasión transitoria en un anochecer donde quizá llovía. Y aquel incierto inicio ardientes y desnudos, en un cuarto prestado con alguien que tampoco hoy recuerde mi nombre y no sienta por eso ningún rincón vacío.


El instante cuando mi madre dejó de lloriquear y los dos nos callamos ya sin mirar ese cuerpo allí en el suelo, son raudos fotogramas de ida vuelta y retorno sin fijar una imagen. Conspiración o pacto de silencio da lo mismo que fuera; cualquier palabra sobra si enfrente no hay testigos y al comprenderlo ella prefirió dejarme solo. Lo que hice después en solitario y por enigmas que son de cada uno, trae voces sin retorno y ajenas al asunto.


La desmemoria no es artera ni cruel; afanosa acomoda los ultrajes y apaga los reclamos que acusan la conciencia Es transcurrir de tiempo con su precio de olvido, un imbatible eco de otros opacos ecos y silencio que pronto nos acalla el daño que le hicimos a otro. Ningún torturador recuerda cada noche el aullar de una víctima o el rechazo de una mujer violada; esa crueldad bien pronto la oculta en palabreos, 'obligación, cumplir con su tarea los altos intereses' y demás artilugios. No existe un criminal con
piel que perciba o la traspase su traición ni su crimen; fortín de negaciones protegiendo su olvido.


También lo imaginario, invención que por siempre concurre a la memoria, atenúa y tranquiliza culpas del asesino. El de uniforme robando niños en la alta noche y la señora que nobleza obliga, pagara ese servicio de apropiarse, al reinventar la historia y borrarle los rastros asesinos ambos se tornaron invisibles. No saben no contestan han dejado de ser; y como una muerte previa los devoró la amnesia.


Así que del instante cuando maté a mi padre espero que me lleguen las palabras y empezar a decirlo.



*Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina







El mar (autorretrato)*




*Por Juan Forn


En el fondo de Gesell, pasando los campings, antes de llegar a Mar de las Pampas, hay que subir un médano importante para llegar a la playa. En plena subida pasé a una familia evidentemente cordobesa, que arrastraba con esfuerzo heladeritas, sombrilla, sillas plegables y un par de niños que se quejaban de que la arena quemaba. Llegué hasta el agua, me di un buen chapuzón y cuando salía, pasé junto al padre y al hijo de esa familia, un nene que tendría cinco o seis años y que evidentemente era la primera vez que veía el mar. Le estaba diciendo al padre, con ese asombro que es un tesoro privativo de la infancia: “¡Mire, papá, cuánta agua mojada!”.
Otro día, hará de esto unos cuantos años, cuando llevaba poco viviendo en Gesell, me crucé caminando por la playa con un surfer recién salido del agua. Era uno de esos días gloriosos de octubre, que te sacan de los huesos el frío del invierno con sólo apuntar la cara al sol, cerrar los ojos y dejarse invadir de luz. Pero yo era reciénvenido y había bajado a caminar por la playa con un camperón de cuero negro que había sido compañero de mil batallas en mis tiempos porteños. El surfer me miró pasar y me dijo, con sus rastas morochas aclaradas de parafina y una sonrisa de un millón de dientes: “Yo, en Buenos Aires, también era dark. Pero acá soy luminoso, loco”.
Otra vez bajé a leer a la playa. Me faltaban menos de treinta páginas para terminar el libro cuando empezó a levantarse tanto viento que era para irse. Pero yo quería terminarlo como fuera y terminé guarecido contra los pilotes de la casilla del guardavidas, dando la espalda a la tormenta de arena, con el libro apoyado contra las rodillas y apretando fuerte las páginas con cada mano para que no flamearan. Así estaba, cuando el guardavidas se asomó desde arriba por la ventana de la casilla y me dijo “Eh, flaco, ¿qué leés?”. Una biografía de un escritor, le contesté. El tipo se quedó mirándome y después comentó: “La biografía de un escritor vendría a ser como la historia de una silla, ¿no?”.
El mar tiene esas cosas. Los poemas más horribles y las frases más inspiradas. Todo depende de la entonación, de la sintonía que uno haga con él. Hay quien dice que el mar te lima. A mí me limpia, me destapa todas las cañerías, me impone perspectiva aunque me resista, me termina acomodando siempre, si me dejo atravesar, y es casi imposible no dejarse atravesar. Cuando viene el invierno, cuando el viento impide bajar a la orilla y hay que curtir el mar de más lejos, se pone más bravío, para acortar la distancia, para que lo sintamos igual que cuando lo curtimos descalzos y en cueros. Llevo ocho años bajando cada día que puedo a caminar por la orilla del mar, o al menos a verlo, cuando el viento impide bajar del médano. En los últimos tres, cada semana de las últimas ciento cincuenta, cada contratapa que hice, la entendí caminando por la playa, o sentado en el médano mirando el mar. Por dónde empezar, adónde llegar, cuál es la verdadera historia que estoy contando, de qué habla en el fondo, qué tengo yo (o nosotros, ustedes y yo) que ver con ella, qué dice de nosotros.
En mi vieja casa había una especie de repisa angostita, a la altura de la base de las ventanas, a todo lo largo del comedor. Sobre esa repisa fui dejando piedras que encontraba en mis caminatas por el mar. Piedras especialmente lisas, especialmente nobles, esas que cuando uno las ve en la arena no puede no agacharse a recoger. Esas que parecen haber sido hechas para estar en la palma de una mano, para que uno las palpe con los dedos y los cierre hasta entibiarlas y después a palparlas, a leerlas como un Braille otra vez. Esas cuya belleza es precisamente lo que la abrasión del mar hizo con ellas y lo que no les pudo arrebatar. Esas que parecen ofrecer compañía y pedirla a la vez, cuando se cruzan en nuestro camino. Que establecen con nosotros un contacto absoluto, responden a nuestra mano como si fueran un ser vivo y, sin embargo, al rato no sabemos qué hacer con ellas y las dejamos caer sin escrúpulos, al volver de la playa o incluso antes.
Por tener esa repisa providencialmente a mano, en lugar de soltarlas empecé a traerme de a una esas piedras, de mis caminatas por la playa. Nunca más de una, y muchas veces ninguna (a veces el mar no da, y a veces es tan ensordecedor que uno no ve lo que le da). Así fueron quedando esas piedras, una al lado de la otra, a lo largo de las paredes del comedor. Era lindo mirarlas. Era más lindo cuando alguien agarraba una distraídamente y seguía conversando, en una de esas sobremesas que se estiran y se estiran con la escandalosa languidez con que se desperezan los gatos.
Me gusta pensar así en mis contratapas, en esto que vengo haciendo hace tres años ya y ojalá dé para seguir un rato largo más. Que son como esas piedras encontradas en la playa, puestas una al lado de la otra a lo largo de una absurda, inútil, hermosa repisa, que rodea un comedor en el que unos cuantos conversan y fuman y beben y distraídamente manotean alguna de esas piedras y la entibian un rato entre sus dedos y después la dejan abandonada entre las copas y los ceniceros y las tazas con restos secos de café. Y cuando todos se van yo vuelvo a ponerla en la repisa, y apago las luces, y mañana o pasado con un poco de suerte volveré con una nueva de mis caminatas por el mar.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-164843-2011-03-25.html







Miradas*


Mi mala visión me hace intuir

en los estantes de mi biblioteca un mar con barcos

que me esperan para partir.


Si tengo que elegir entre Grecia o un buen oculista


me quedo con las islas y el azul.


No sé puede ver la vida demasiado al pie de la letra.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar




*


Inventren Próxima estación: HORTENSIA



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BAUDRIX. / EMITA. / INDACOCHEA. / LA RICA. / SAN SEBASTIÁN.

/ J.J. ALMEYRA. / INGENIERO WILLIAMS. / GONZÁLEZ RISOS. / PARADA KM 79.

ENRIQUE FYNN. / PLOMER. / KM. 55. / ELÍAS ROMERO. / KM. 38.

MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO. / LIBERTAD. / MERLO GÓMEZ.

RAFAEL CASTILLO. / ISIDRO CASANOVA. / JUSTO VILLEGAS. / JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE. / ALDO BONZI. / KM 12.

LA SALADA. / INGENIERO BUDGE. / VILLA FIORITO. / VILLA CARAZA.

VILLA DIAMANTE. / PUENTE ALSINA. / INTERCAMBIO MIDLAND.


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