domingo, marzo 20, 2011

TODO FINAL ABRE LA ESPERANZA DE UN NUEVO COMIENZO...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




LA CORDILLERA*


Al norte de los montes pelados, allí donde la vegetación se adueña de las piedras y cubre los caminos con su suave pero ineludible abrazo, hay un pueblecito.
Se trata de una pequeña aldea formada por un rudimentario templo que data de épocas remotas y un puñado de construcciones antiguas, fabricadas toscamente con barro y piedras, que se encuentran dispuestas alrededor de la iglesia. Visto desde el aire, el conjunto pudiera parecer una galaxia de planetas negros sometidos a la atracción de un sol apagado, ya que los muros de la iglesia, de un marrón oscurecido, delatan su edad, la acción del clima siempre húmedo de estas regiones y la falta de cuidados.
Frente a la puerta de la antigua capilla se extiende una amplia plazoleta cuyo centro adorna una hermosa fuente de piedra, no menos antigua que los edificios circundantes, de la que no cesa de manar un agua fresca y cristalina.
Las construcciones que rodean la plaza son fuertes y austeras, con paredes muy gruesas y enormes chimeneas por las que, en invierno, puede verse surgir un humo denso y oscuro, producto de la combustión de los tarugos de leña, algo húmedos en esas fechas a causa de las heladas y de la nieve que poco a poco va blanqueando los tejados negros y cambiando el aspecto del poblado. Es un pueblecito aislado al que sólo puede accederse por un intrincado camino de algo más de metro y medio de anchura al que los aldeanos denominan pomposa y llanamente “carretera”.
“...No, señor. No somos muchos los que vivimos aquí. No más de dos o tres cientos, casi todos tan viejos como yo. Pero no crea que, aun siendo tan pocos, nos conocemos todos. ¡Qué va! Siempre está viniendo gente, como si aquí hubiera algo... Sí, vienen de otras aldeas pobres como la nuestra, de la sierra de abajo. Y también, fíjese, de la ciudad. Sí, sí, como le cuento. Pero siempre vienen del sur”.
Invariablemente del sur... Hacia el norte se halla la cordillera.

Nadie sabe qué hay al otro lado. De cuando en cuando, llegan hombres curiosamente ataviados, con largas barbas grises. Van provistos de extraños artefactos con los que parecen medir algo. Después de un par de días disfrutando de la hospitalidad de los aldeanos, famosa en todo el contorno, y trabajando con sus instrumentos que califican como “de alta precisión”, se marchan aparentemente satisfechos, pero unos meses más tarde vienen otros hombres con idéntica apariencia, con similares aparatos, con parecidas maneras y el mismo propósito. Realizan, con igual concentración, con pareja entrega, las ya sabidas mediciones y vuelven a marcharse hacia el sur del que vinieron. En sus rostros se refleja el sabor del éxito. Las investigaciones han debido ser fructíferas. Pero al poco tiempo, un nuevo equipo visita la zona.
“... y así desde hace años. Pero, ¿sabe? Algunos se quedan aquí en secreto. Abandonan sus modales, su pedantería y muy pronto se confunden con nosotros. Pero nunca conseguimos enterarnos de nada. No sabemos qué es lo que miran y remiran tantas veces por los aparatos. En el pueblo se dice que igual quieren saber cómo son de altas las montañas. Cuando llegan se les ve ansiosos, preocupados. Se ponen a trabajar como si no hubiera otra cosa en la vida, sin importarles que pueda descargar una tormenta, noche y día, hasta que encuentran o creen que han encontrado algo. A veces se pasan tres o cuatro días sin probar bocado, y eso que nuestras mujeres les llevan algo de comer, ya sabe, somos buena gente. No duermen. Sólo están pendientes de la montaña, como si hubiera ahí algo que nosotros no podemos ver y que es importante. Yo, la verdad, no creo que estén midiendo las montañas. El viejo Colás me dijo una tarde que lo que hacen es mirar a través de ellas para saber qué es lo que hay al otro lado. Debe ser algo muy bonito, digo yo, cuando todos se van tan contentos. Aunque mi hermana dice que son los guisos que preparamos para ellos lo que les pone de tan buen humor. Dice que en la ciudad se come muy mal. Y ella debe saberlo, porque estuvo una vez.”
Otros ancianos, más leídos, consideran que se trata de hacer un estudio sobre la composición de la roca que forma la cordillera, para excavar un túnel o abrir un acceso a través de la piedra. Desde tiempo atrás, dicen, corre el rumor de que el gobierno está construyendo una carretera que ha de atravesar la montaña y que pasará muy cerca de la aldea. Pero todo son conjeturas de viejos y rumores de gente desocupada cuya única función parece ser la de sentarse a las puertas de sus hogares, bajo los porches de piedra y tejas negras, viendo pasar los días y las estaciones y entablando largas conversaciones mil veces repetidas con sus vecinos más cercanos o con aquellos que se detienen a descansar un rato de su paseo matutino. Eso en verano, porque durante el invierno no son muchos los que se aventuran a alejarse de sus casas.
Los jóvenes, ante la falta de expectativas, se van hacia el Sur o hacia el Este, donde se dice que hay trabajo en la industria y buenos salarios; pero siempre regresan, cansados, viejos y sin riquezas, a su pequeño pedazo de tierra apenas cultivable. A veces, en la madrugada, es posible ver a alguno de los aldeanos con un macuto al hombro dirigiéndose hacia el Norte, hacia la cordillera. Nunca regresan. Jamás envían correspondencia.
“... Al principio organizábamos batidas por el bosque, rastreábamos las laderas y las cuevas, buscábamos en el riachuelo, pero nada. Nunca les encontrábamos. Al final, hasta de eso nos cansamos. Ahora ya no buscamos a nadie. Quien se va, sabrá por qué lo hace. Antes nos asustábamos. Ahora ya no se preocupa nadie. Sabemos que no han de volver y por eso nos hemos ido haciendo a la idea de que es algo natural. Los primeros días, su familia los echa de menos, pero muy pronto se acostumbran a la ausencia y todo vuelve a ser como antes...”
Desde tiempo inmemorial, estas escenas se vienen repitiendo año tras año como en una secuencia interminable. Siempre con idénticos resultados. En verano, muchos vienen a la aldea para, desde aquí, intentar el ascenso a las escarpadas cumbres de la cordillera. Todos los días llegan automóviles cargados de personas provenientes de los llanos del sur. Todos vienen ligeros de equipaje. Los automóviles, una vez que todos los pasajeros se han apeado, giran en la plaza y parten de nuevo por el camino en dirección a las ciudades del llano, en busca quizá de más intrépidos escaladores. A la mañana siguiente, los aventureros parten hacia la cordillera para no regresar.
“... En todas las conversaciones se habla de lo mismo. Nos preguntamos qué puede ser lo que hay al otro lado. ¿Qué es eso que hace que quienes se marchan decidan no volver nunca más? A muchos de nosotros nos gustaría verlo, pero somos demasiado viejos y el ascenso parece bastante difícil. Lo mismo no podíamos subir ni las primeras cuestas, que según se dice son las más tendidas. Aunque, entre nosotros, el viejo Colás, que estudió en la capital cuando era joven, dice que sí, que también nosotros, cuando nos llegue el momento, subiremos a esas montañas y pasaremos al otro lado aunque no seamos tan ágiles y nuestros huesos pesen demasiado.”
De momento, el pueblo se está quedando desierto. Los jóvenes se van al valle, a buscarse la vida en las ciudades. Y los viejos a la montaña. La tarde, ahora que se acerca el otoño, apenas logra reunir a media docena de ancianos en torno a la antiquísima fuente de piedra o en las toscas sillas de madera y anea de la taberna. Allí, sentados, van dejando pasar los largos inviernos y las hermosas primaveras mirando por las ventanas y hablando del tiempo y de los forasteros, en espera de lo que el viejo Colás llama el momento definitivo: El momento en que cada uno de ellos, cada uno de nosotros, sentirá la llamada en su interior. Entonces, aunque el día sea frío, aunque nieve y los senderos estén helados, meteremos en una bolsa los recuerdos y partiremos, con las primeras luces del alba y sin una lágrima, hacia las altas cumbres, en busca quizá de otros bosques, de otros valles, de otros barrancos y hondonadas, al otro lado de la Cordillera.


*© Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
- Facebook: http://www.facebook.com/profile.php?id=1371288779







MANUEL ABUÍN SE LLAMABA*


“Era un airiño soave, que se ergueu pola mañan
e viña de non se sabe....”
XOSÉ MARÍA ÁLVAREZ BLÁZQUEZ


Llovía en Buenos Aires y era mañana y noche.
Una llovizna color cielo de Galicia.
Sus ojos color mar. Mar que lo arrojó a la jungla
Manuel Abuín se llamaba, aun se llama.
Aun se llama en la llama del recuerdo.
Eterno pucho apagado.
Sonrisa de niño triste.
Tío Manuel, el galaico.

Manuel Abuin llevaba toda su tristeza a cuestas.
El gallego, portero sin apellido.
Pateando tarros de bronca.
Manuel, el gallego, va.
Un perro vagabundo lo acompaña.
Ambos orinan un poste tan solitario como ellos.

Manuel, querido tío Manuel.
“Ay Maruxiña mira como veño,
con una borrachera que ya no me teño”
Mi tío Manuel, el de pausas calladas.
El del pañuelo atado en cuatro nudos.
Manuel, Manuel Abuin, ya, descansa.
Te ofrecemos la memoria... un albur...
y un airiño soave que viene desde la infancia.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar






PUESTO SAMONTA*


*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



Como si fuera una lluvia de primavera ese día cálido de otoño descerrajó con una súbita aparición acuática su ejército de gotas casi tibias sobre las cosas y la gente.
En aquél tiempo los cielos eran altos salvo que alguna nube fuera acarreando a otras y después de varios días la tropilla amenazante se confabulaba y comenzaba a tronar como con desgano, primeramente desde muy lejos, hasta que iba aproximándose amenazador temerario y luego abría los
grifos en plena noche y era el agua como una sábana tendida cayendo sobre el campo indefenso.
Había en ese tiempo una inconsciencia solitaria y tenaz que era como decir que las cosas y los seres y los crepúsculos y aquel atardecer que también supuestamente estarían con nosotros -en nosotros- para siempre.
Con esto quiero decir que las propias cosas que veríamos como en neblinas que difuminaban sus formas sólo irían a permanecer en nuestros recuerdos más íntimos y queridos hasta una edad no razonable para esas rememoraciones casi siempre a destiempo, casi siempre a solas.
A veces un recuerdo viene solo, como ese caballo perdido que aprovecha un alambrado caído, una tranquera descuidadamente abiertos para ganar un lote de alfalfa y comer a sus anchas.
Otras veces viene por las noches como el galopar de una tropilla que de manera incierto primero e insospechadamente invasora después, nos gana el corazón y la sangre con una bocanada de inesperada felicidad.
Lo que trato de evocar, casi sostenido por la imprecisión del recuerdo es una casa perdida como un abrojo en un rincón del campo de lo que fue la Estancia "Maldonado". No sé si era el último lugar, el límite de tan vasta extensión (creo que 15.000 hectáreas) pero en la memoria colectiva se lo recuerda como "el puesto de Samonta", quien supo oficiar también de domador y vivía allí con su familia y, creo, que una de sus hijas se casó, con Eldo Mancinelli, cuyo padre, don Carlos era dueño del boliche más concurrido de la época y cuyo nombre -el del negocio- era "El Amanecer", justo al comienzo de lo que se llama el "Barrio de las Ranas", con esa calle -la más larga del pueblo- haciéndose lanza polvorienta en el medio del campo de don Carmelo Mosso.
Si esa casa que estaba en el cruce de dos callejones, bajo un monte de altos eucaliptos, un par de sauces llorones y cuatro casuarinas oscuras era la última población de la Estancia "Maldonado" no lo puedo asegurar, porque yo escribo en la arena movediza de la memoria y en ese plano nadie es seguro, todo aleatorio como la triste vida de un hombre.
El propio nombre de la Estancia que fue comprada por el alemán Reynaldo Lynnen y que conservó su nombre originario, al parecer -según Nanet Galluser que hace tarea de investigación histórica en la zona- este famoso Maldonado era un oficial del ejército que había peleado a las órdenes del famoso Coronel Villegas, a quien los indios llamaban "El Toro". Este Maldonado habría recibido en pago esas tierras por su lucha contra el indio. Otros dicen que como ex guerrero del Paraguay. Lo cierto es que
cuando Lynnen compró el establecimiento, allá por 1880, ignoro por qué razón no quiso rebautizar la Estancia.
El último esplendor de los Lynnen fue vista aún por mi niñez asombrada cuando la extensión, los trabajos rudos y la numerosa cantidad de gente que allí trabajaba colmaban mi atención.
De todos modos algunas cosas recuerdo de aquella vieja Estancia hoy desaparecida, fragmentada entre sus herederos, como por ejemplo ese inmenso bosque de coníferas donde íbamos a cazar palomas con gomeras en los anocheceres o el trabajo de apicultores que realizaba mi tío "Berto" Spagnolo (marido de la inefable tía María, hermana de mi padre) con su hermanastro Natalio Pereyra, Ninín Joan, Juan Fértoli y algún otro que me olvido. Los arreos de la tropa casi cerril, y muy numerosa que pasaba
dirigida por los reseros que enfilaban la calle Juan de Garay hasta desembocar en el callejón de don José Vélez y se iban desplazando por el camino de la tapera del ruso Way, del puesto de Juárez, hasta llegar al mismísimo casco de la estancia que daba de comer a muchas familias del pueblo.
Y en mi recuerdo también están los callejones oscuros y hondos, los cañadones donde moraban los chorlitos, las garzas, las cigüeñas, los patos crestones, los siriríes y el simpático zambullidor a quien popularmente se llamaba "tumba culito".
Y los días de pesca de ranas y de bagres y las tardes calurosas donde el baño de estas aguas barrosas traían el alivio del cuerpo caldeado por el sol implacable pero luego vendría el reto de la madre bondadosa y paciente.
De todos modos, esa casa, en esquina está en mi memoria como lo está el paso del caballo oscuro de don Arturo Samonta cuando entraba al pueblo, altanero quizás, pero siempre con la cabeza cubierta con un sombrero oscuro como su pañuelo caído sobre el pecho como dos alas de cuervo lloviendo sobre su camisa de un blanco impoluto y perdido.





PAYASO*


“El que hace reír a sus compañeros, merece el Paraíso”
MAHOMA



Sus ojos ríen antes que su voz.
La alegría es una garza inquieta.
Solitaria.
Como un alce en la nieve.
Compañera.
Como lubinas en tiempo de desove.
Desdeña la tristeza.
Siembra risas sonoras en bosques apagados.
No, mi niño, no llores.
Hay que llorar mañana, hoy, solo ríe.
Cuando la noche cae, el niño duerme.
El pájaro busca el nido y la rama.
El amante liba la prohibida flor y se deleita.
Él deja su ropaje colorido en la litera descascarada del vagón.
....Y llora...
Hoy, ya es mañana.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar








Les daré una Torre*



*Por Juan Forn


En abril de 1918, Lenin dio orden de destruir toda la estatuaria zarista y reemplazarla con monumentos al bolchevismo y la Revolución. Hay una foto de esa época en donde se lo ve inaugurando un par de estatuas gemelas de Marx y Engels de medio cuerpo. La leyenda dice que, en plena inauguración,
Lunacharski comentó en voz baja que parecían una pareja tomando un baño de asiento. En ninguna revolución hay mucho espacio para el humor. La rusa tuvo en sus inicios la suerte de contar con Lunacharski como Comisario de las Artes. Y Lunacharski tuvo la milagrosa fortuna de que Lenin y Trotsky lo autorizaran a dar a los vanguardistas rusos de la época un lugar en la construcción del Hombre Nuevo. De todos esos vanguardistas, ninguno tan delirante y genial (lo que no es poco decir en una lista que va de Malevitch a Maiacovski y de Eisenstein a Grodchenko) como Tatlin, el hombre que soñó el monumento más alucinado que pueda concebirse y por supuesto no logró hacerlo realidad.
Tatlin es famoso por esa torre que nunca construyó, el Monumento a la Tercera Internacional. Iba a medir cuatrocientos metros de altura, iba a girar sobre su eje en forma espiralada (en realidad, cada una de sus partes iba a girar a diferente velocidad: el cubo inferior daría un giro por año; el cilindro siguiente, un giro completo cada mes; la cúpula de cristal rotaría cada día sobre su eje y cada noche cubriría el cielo ruso de consignas revolucionarias), iba a ser una cachetada a Eiffel y su vacuo
mercantilismo arquitectónico, iba a ir más allá del Coloso de Rodas y del Faro de Alejandría y ni hablemos de la Torre de Pisa. Iba a ser el pararrayos del mundo, o más bien su antípoda, cuando empezara a irradiar en todas direcciones los rayos del bolchevismo y la Revolución. Iba a ser, en
palabras de Lunacharski, el primer monumento soviético sin barba.
Pero no sólo no se construyó nunca, sino que tampoco se sabe con certeza si iba a ser una torre: después de caer en desgracia, Tatlin se pasó la segunda mitad de su vida entre gallinas, inventando una máquina de volar que bautizó Letatlin (no era un autohomenaje: "letat" quiere decir volar, en ruso), pero
en sus ratos libres volvía de tanto en tanto a los planos de su Torre, que por supuesto se perdieron luego de su muerte más que anónima, en 1953. Uno de sus colaboradores, de los pocos que siguieron visitándolo veinte, treinta años después de fracasar clamorosamente en el utópico intento de construirla, aseguraba que, en sus últimos tiempos, Tatlin había recuperado a tal punto el amor por la navegación de sus años juveniles, cuando era cadete de marina (venía de una familia de holandeses constructores de barcos, migrados a Rusia), que había empezado a pensar que la Torre debía ser un objeto que se trasladara por la URSS sobre las aguas. ¿Acaso el bolchevismo no era capaz de cambiar hasta el curso de los ríos en su territorio? ¿Qué le impedía trasladar por aquellas aguas un objeto de cuatrocientos metros de altura?
Tatlin tenía treinta años cuando fue puesto a cargo de la renovación estatuaria en el nuevo Estado soviético e inició su magno proyecto, inspirado en partes iguales por el modernismo de Occidente, el espíritu revolucionario y la milenaria alma eslava. Debió saber que nunca llegaría a construir su Torre, y no sólo por razones estructurales o económicas. La reacción oficial a la maqueta de cinco metros de altura que presentó en público en 1921 fue tibia: Trotsky celebró el rechazo a las formas tradicionales pero le inquietó un poco que la Torre pareciera el esqueleto de una obra en perpetua construcción. Ehrenburg elogió el diseño pero lamentó la falta de figuras humanas. Shklovski dijo que sería el primer
monumento hecho de hierro, vidrio y revolución. Pero lo que decidió a Stalin a descabezar de cuajo el proyecto fue oír que la Torre generaría asociaciones e interpretaciones de la misma manera en que lo hacía la poesía con las palabras, y que esas asociaciones e interpretaciones flotarían en el aire soviético como perpetuos copos de nieve.
Una de las curiosidades del avant-garde revolucionario ruso fue su fascinación con Marte (por ser el planeta rojo). Puede decirse, en más de un sentido, que Tatlin inventó la arquitectura extraterrestre: a pesar de su enorme masa, la Torre debía ser más aérea que cualquier otro monumento. De hecho, inicialmente la idea era que fuese un dirigible en perpetua órbita por los cielos soviéticos, lo que la convierte en el artefacto más marciano de la Rusia bolchevique. Y así se la recibió cuando aquella maqueta de cinco metros de altura fue presentada en el pabellón soviético de la Exposición de París de 1925: ni siquiera Le Corbusier y Mies Van der Rohe la pudieron tomar del todo en serio. La maqueta quedó a cargo del PC francés, que se olvidó de pagar la tarifa del depósito y, cuando quisieron acordarse, nadie sabía adónde había ido a parar.
La mística de la Torre de Tatlin para las generaciones siguientes, especialmente en Occidente, tiene mucho que ver con lo poco que se sabe de ella y de su inventor. En 1968, con los aires revolucionarios impregnando la atmósfera, el Museo de Arte Moderno de Estocolmo dedicó una muestra de homenaje a Tatlin: no tenían una sola pieza original del autor, ni siquiera las cacerolas y demás enseres domésticos que supo diseñar en sus inicios.
Sólo había apuntes dispersos y testimonios orales y un par de fotos de Tatlin y su equipo sonriendo orgullosos junto con la maqueta terminada. La reconstrucción de aquella maqueta (que se convertiría en el logo de una famosa colección de libros de la Nueva Izquierda) viajó a Eindhoven al año siguiente y cuando volvió fue imposible de rearmar: alguien se había robado algunas piezas. Algunos dijeron que había sido mal armada de antemano, otros dijeron que era imposible de armar tal como la había imaginado Tatlin. Lo mismo sucedió en una megamuestra del Pompidou de 1984, titulada París-Moscú: se exhibió allí otra maqueta de la Torre pero nadie le prestó especial atención. Ya soplaban los vientos de la posmodernidad: se la consideró un mero ejemplo más de que los soviéticos eran los indiscutidos creadores del género ciencia-ficción.
El círculo se cierra en 1999 cuando el historiador japonés de arquitectura Takehiko Nagakura, un especialista en monumentos nunca construidos, realizó un cortometraje espectral en que la Torre de Tatlin ocupa su lugar en el cielo peterburgués, mucho más alta y solitaria y perdida entre las nubes que
sus dos solemnes vecinos, el Palacio de los Soviets y la Basílica de Firminy junto al río Neva. Las distintas partes de la Torre giran sobre sus ejes.
Todo lo que ansió Tatlin de ella ha encarnado en esas imágenes. Lo único que Nagakura no se atrevió a hacer es a darle palabra a la Torre, de manera que la cúpula no proyecta consignas que floten como copos de nieve en el cielo de esa ciudad que, si tuviera la Torre, y esa Torre hablara, sería sin la menor duda el paisaje que más me gustaría contemplar cuando me llegue el momento de dejar este mundo.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-164413-2011-03-18.html






"Regreso con Ollie" *


Los dos hombres han salido a cubierta. Amanece y desde el barco puede divisarse la costa, el primer movimiento del día. Una leve bruma dificulta la visión desde la popa, donde los dos hombres se han apoyado y permanecen en silencio.
El gordo está prolijamente peinado, el cabello ralo apretado por la gomina. La brisa le hace entrecerrar los ojos. Una arruga le cae entre las cejas, otras dos a los costados de la nariz y la boca es un arco fláccido sobre el mentón quebrado.
Los ojos del hombre flaco son opacos; los rasgos suaves del rostro denotan comprensión
-resignación tal vez-, y ya no hay ternura ni esperanza en su gesto. toda la amargura del mundo mira, desde esa cara, a la costa inglesa.
Stan coloca una mano sobre los ojos, a modo de pantalla, un poco para evitar el fulgor del sol que se levanta en el horizonte, un poco para que el gordo no advierta que esa costa (que es la misma que dejo hace cuarenta años), es otra para él.
Los cuarenta años pasados en Hollywood lo han convertido en un hombre cansado. Al fin y al cabo, es mucho tiempo y la vitalidad no le puede ganar a la vida. ¿De qué valdría estar recostado en un cómodo sillón, rodeado de nietos que miman, de periodistas que adulan? John Wayne le dijo una vez al gordo, que ahora está a su lado y entonces no le hizo caso, que la vida es dura y es mejor defender a cada momento lo que se consigue porque si no, la gente lo olvida. y la gente olvida su propia risa.
El flaco ha movido levemente la cabeza y le ha parecido percibir, en el gesto del gordo Ollie, una mueca parecida a una sonrisa.
-Ya salen los pescadores- ha dicho el gordo.
En el horizonte, centenares de barcazas dejan la costa en dirección al pequeño barco. Sólo Laurel y Hardy permanecen en cubierta. Ambos han levantado las solapas de sus sacos, aunque no hace demasíado frío; el viento silba contra el buque.
-Habrá que tomar un tren hasta Lancanshire-, dice el flaco sin mirar a su compañero.
-los trenes tienen que ver con el principio y con el final- ha dicho Stan.
-Por primera vez, Ardí se ha dado vuelta para mirarlo. Luego baja la vista. Le gustaría estar otra vez bajo los reflectores, frente a una cámara de cine.
Piensa que no está demasiado viejo para eso. Tiene 62 años y está cansado, es cierto, pero debe reconocer que es la gente quien se ha cansado de él y de Stan.
"Los trenes tienen algo que ver con el principio y con el final", piensa ollie. Es cierto. También los barcos y la distancia. Uno siempre va a morir lejos de los mejores lugares. Por vergüenza tal vez, como los elefantes. El siempre tuvo algo de elefante. No sólo fisicamente. Los elefantes son codiciados en su mejor momento cuando sus colmillos son frescos y deslumbrantes. La gente sólo busca eso, los colmillos. Si atrapa a un elefante, enseguida se los corta y toda la grandeza del animal desaparece. Queda apenas el cuerpo pesado, dolorido, tan dolorido está el elefante que cualquier otro animal puede matarlo.
-Me siento como un elefante-, ha dicho Hardy, Stan lo mira y luego dirige sus ojos a la distancia donde las chalupas navegan agitadas por el mar.
-¿Tu padre sabe que llegás? -pregunta Ollie.
-Le mande un telegrama. Habrá función en Lancanshire. El todavía trabaja en el teatro del condado.
Cuarenta años fuera de Inglaterra. Nunca extrañó demasiado. Sin embargo, Stan siente esta madrugada un suave estremecimiento cuando piensa que su padre lo verá en el escenario. Siempre le mandaba cartas luego de ver las películas. Alguna vez, recuerda, le sugería cambiar detalles. El viejo era muy minucioso y no perdonaba nada. El lo hizo actor y no le dolió cuando lo dejó ir, aún sabiendo que no regresaría. Quizás esperaba de su hijo la grandeza que él nunca había conseguido. Y ahora el hijo regresa, con toda su grandeza a cuestas, y le da miedo enfrentar al viejo (tendrá más de ochenta años ahora), que todavía actúa en comedias y ha sido premiado en el condado. Dos hombres viejos van a encontrarse, van a resumir sus vidas en un instante.
Ollie mira a Stan. Tiene los ojos nublados y siente ahora un poco de frío. el sol se levanta cada vez más. las estrellas, que aún brillan, son las mismas que las de aquella noche de 1912, cuando Stan partió de Inglaterra. Stan siente ahora lo mismo que aquel día. Es necesario apostar otra vez por la vida, pero no sabe si alguien querrá aceptar la apuesta de un viejo perdedor.
Stan enciende un cigarrillo, tiene que darse vuelta, dar la espalda al viento para que el fósforo no se apague.
A lo lejos comienzan a sonar las campanas de la iglesia del pueblo. Ollie reconoce antes que Stan el ritmo de los tañidos, la música que tantas veces oyeron en sus películas.
Se han mirado sin hablar. Stan se ha cubierto la cara con las manos. Arroja el cigarrillo al mar. Ollie le da la espalda. Ambos saben que todo final abre la esperanza de un nuevo comienzo.
La música llena el aire.


*de Osvaldo Soriano.
-"Regreso con Ollie" esta incluido en Artistas, locos y criminales.




*


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