lunes, marzo 07, 2011

UNA ESPECIE DE CURIOSA MISIÓN...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu



DOÑA JUANA, PÁJARO Y PRADERA.*


“No hay que tener miedo ni de la pobreza, ni del destierro, ni de la cárcel, ni de la muerte. De lo que hay que tener miedo es del propio miedo”
E DE FRIGIA




Doña Juana es pájaro y pradera.
Carga sus ochenta rosas penitentes.
Levemente.
Cual si fueran pétalos de seda.
De cristal. De vuelo de palomas.
Ha evadido el valle de las amarguras.
Y ama, apasionadamente.
Esta arena, esta tierra arcillosa que es su boca.
No le teme a la pobreza.
Es solo un monstruo ponzoñoso, dormido.
La ha escuchado llegar como el retumbe de mil potros salvajes.
Y le ha abierto la puerta, de par, en par.
La puerta de entrada y la puerta de salida.
-Solo es cuestión de tiempo-
Conoce la pobreza, como el río natal.
La ha visto trepar sobre la roca niña.
En los jazmines, en los sauces, en los palos santos.
En las madre - selvas varicosas.
En su luz. En las alas del sol.
En los techos espejados de escarcha.
En el agua oculta bajo la hiedra seca.
En su sed y en sus vides.
En su hambre y su saliva amarga.
En dulcísima pulpa de duraznos tempranos.
En sus benditas manos rocallosas.
En su oficio de ayeres.
En su canto de salvaje alegría.
En su canto... y su perenne eco.
Un eco, y otro eco, y miles ecos más.


*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
San Luis – Argentina. “Día Internacional de la Mujer”








Un preciso momento*


*Por Eduardo Pérsico. epersico@telecentro.com.ar


Debo decir, señora, que ya es tiempo de cambiarnos el trato. De rozarnos un poco más al saludarnos, digamos, más de cerca, ausentes que sus hijos y los míos, esos algo más que indiferentes, no aprecien ni sospechen que me aferro a su blusa al decir ‘hola’, y usted sonríe al callar que le ha gustado.
Y que aguarda más que una caricia al paso,al desgaire, ternura pasajera de algún desconocido, sino un apriete más audaz y sustantivo que le brinde mi mano. Un toque anunciación que no le augure el reino de los cielos; ¿para qué tanto? pero al menos le convoque tibieza debajo de su falda en mitad del salón, y sin testigos.
Porque usted y yo, señora, en este instante, defendemos la vida como pocos, al desprender botones tras la piel intocada de su torso anhelante, y sus caricias de camisa abierta al vello de mi pecho.
Sí, lo sabemos, somos grandes si contamos los años y algún nieto. Pero los labios saben recorrer por donde y diestros son los dedos contra mi cinturón y su corpiño.
Y el clima a desnudez, tan implacable y sin aviso, ya nos tendió en la cama enteramente.
Si al fin, esto es lo cierto, nuestras bocas y manos comprendieron que no existe el ‘demasiado tarde’ni frases ya escuchadas de remontar pasados, ni secretos perpetuos para siempre y por nada.
La verdad de la especie entró en nosotros, en todos los sentidos a pleno y sudorosos, a culminarnos juntos en el gemido mutuo de este único cuerpo, que es el suyo y el mío
Y acaso sea el momento, mi amor, de empezar a tutearnos…

http://www.eduardopersico.blogspot.com/





*


Ella tenía un mar en el pecho, a veces lago, a veces río, a veces llanto.


La mujer le contó que tenía un mar en el pecho, él no supo que estaba navegando, aunque las olas lo mecían, era ateo de metáforas. Hasta que un día, él le dijo que iba a tirar la red de oro para pescar en ese océano. A la noche la dureza de los pequeños corales y caracolitos en la cama, le devolvió al hombre la suavidad de las creencias...

Una vez ella quiso ahogarse en ese mar íntimo. Como un milagro, llegó en un mascarón de proa un dios marino que le contó historias, mientras los rulos de su barba se juntaban con palabras, a la mujer le volvió el deseo, buscó el retorno y flotó en la arena imprecisa de los reencuentros.


Lástima que ya no tenía 20 años y el señor que se enamoró de ella había sido medicado con una dieta hiposódica


*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar






*


Ya está viejo el amor
como la muerte que espera
como el aire
o la pared que duele de fantasmas.

Tal vez fue un exceso de monotonía
tal vez se arrinconaron sin aviso todos los orgasmos
tal vez un laberinto dominó los espejos
y nos perdimos...
o la neurosis del tiempo lastimó la conciencia
y nos consolamos en una sola orilla
resignados a ver pasar la vida
desmintiendo
con cautela
sin perdón
el estado de abandono que sucede
mientras tanto
o
justo a destiempo.



*De Maria Manetti. dulcemariam6@hotmail.com








LOS FULANOS NO LLORAN*



*Por Miriam Cairo cairo367@hotmail.com


Nina es una mujer caliente. Tan caliente que todo aire que ella no haya respirado ha muerto. A Nina la reconocemos por muchas cosas. Porque aprieta su cuerpo entre dos líneas anchas hasta formar una letra. También, porque cuando baila el vals de los desesperados, con sus pies barre todo lo que toca. Las campanas suenan sin razón y nosotros también.
Horizontal ver. Alguien va al encuentro de Nina. Alguien no es un pájaro. Es un fulano que apenas puede abrir las alas de su cuerpo. Por Nina, un fulano se vuelve capaz de traspasar la cresta de la noche. Un fulano, que sale a penas del cascarón y huele a tabaco negro, llega hasta Nina con la mente en blanco. Toca la puerta con movimientos regulares. Debajo de la remera del fulano hay un pequeño aire de molusco inmovilizado. Nina abre la puerta. A Nina la admiramos por muchas cosas. En especial porque cuando abre la puerta la ansiedad viene a sostenernos con una sola mano.
El fulano, que no es tostador de café, es menos moreno y sutil de lo que Nina o cualquier otra mujer pudiera merecer. Pero el fulano, arrastra sus pies hasta Nina, como un orador hacia el templo. Los fulanos no lloran, aunque los fulanos deberían llorar para convertirse en hombres.
Cuando Nina abre la puerta, el fulano mueve los labios pero a Nina sólo le llega el silencio de unas ramas movidas por el viento. No hace falta que un fulano llene la casa de Nina con sus palabras hipertróficas, sus muletillas hipnotizadas. En la casa de Nina el silencio vale por mil palabras. El fulano mueve los labios otra vez y lo que dice cae como algo inútil desde un canasto roto.
De este fulano nos faltan datos, detalles que no entraron por la puerta.
Estamos en todo nuestro derecho de pensar que Nina lo ha inventado, pero aun así Nina lo deja entrar y si Nina lo recibe como si existiera, entonces, el fulano existe. El fulano mueve los labios nuevamente, dice algo envuelto en el papel estrujado de un embalaje deshecho. Nina no lo escucha, atornillada como una flor en el ojal de la noche.
El fulano, con sus incautas manos hace un gesto de último hombre y se sienta sobre la cama. Nina, que tiene devoción por todas las cosas inanimadas, lo recuesta. Nina se arrodilla al lado del cadáver. Con la mano izquierda se toca los ojos. Conocemos esa señal. Por esa señal y porque abre la puerta, la adoramos. Aves rapaces vuelan alrededor de la cabeza del fulano que existe porque Nina lo permite. Nina espanta esos pájaros de mal agüero con la mano izquierda. El fulano no sabe cómo seguir. Quiere mover los labios otra vez y Nina le tapa la boca. Los fulanos no lloran, pero deberían hacerlo.
Hierba de color oscuro. Sensación de chupar una ciénaga. Desde la calle llega un ruido de sirenas borrachas que anuncian crímenes y muertos. Los dedos de Nina comienzan a moverse. Cuando Nina mueve los dedos una nueva historia empieza a escribirse. El cabello de Nina cae en cámara lenta. El fulano no recuerda el eslabón que lo une a la cadena. En ese preciso instante se abren las puertas de los abismos y se lo tragan como a un ser vivo. Nina afina el instrumento. La torpeza recalentada del fulano se
transforma en un temblor de lirio. El fulano podría llorar, si supiera hacerlo.
Nina acerca su cuerpo y el fulano, aunque no es todo lo moreno y todo lo sutil que Nina o cualquier otra mujer merecería, puede sentir un calor de luna a través del aire. Nina toma con las dos manos el instrumento. Lo agita de arriba abajo. Música innatural. Ritmo de mucosas. Telitas de cebolla que se cubren y se descubre. De la habitación surge un olor a sexo de ángeles quemados. Nina se detiene. El fulano es una nimiedad atómica. Si el fulano pudiera verse a través de los ojos de Nina encontraría el diamante de su alma oculto en el corazón del mundo. Nina vuelve a empezar. "Ahora boca abajo", dice con su voz de camelia fulminante. A Nina la reconocemos por su voz y porque nadie baila como ella el vals de los desesperados.
Nina sacude el instrumento con la ternura de un lobo o con la furia de un cordero. El fulano quiere mover los labios y Nina con la mano libre dulcemente le cubre la boca. ¿Qué podría decir? Nina lo salva de despellejar palabras. No hace falta más que un pequeño gemido. Un mínimo gesto de polizón en el navío de la suerte.
Nina pegada contra la línea recta del fulano baila el vals de los desesperados. El rap de los desesperados. El reggaeton de los desesperados.
Nina mitad fisura, mitad saliva, mitad estrofa se deja caer sobre el cuerpo del fulano.
"Ya está", dice Nina, otra vez con voz de pájaro. Y el fulano mueve los labios inútilmente porque Nina no lo escucha y nosotros tampoco deseamos escucharlo. ¿Qué podría decir?
El fulano sale corriendo a buscar un taxi para llegar a horario. Mientras corre, se parece a un hombre. Nina cree que tiene grandes posibilidades de serlo. Pero el fulano sube al taxi con ese gesto de último hombre y una vez más la nada rubrica al mundo.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-27682-2011-03-05.html







OFICIO*


Se desliza la noche.
Esfera de sombras que avasallan.
La impulsa un ángel callado
que ha olvidado todas las preguntas.
La impulsa, solamente,
en un rito interminable
hasta que llegue en su misterio
obstinada
azul
enamorada
a estrellarse en un foco de luz que la consuma.


Ahora pasa sobre mí y no siente
que se lleva todo,
que no me deja nada,
que miro a través de mi contorno
todo el vacío
y su horror
y su frío.

La impulsa un ángel callado
que ha olvidado todas las respuestas.


............................


Abro los ojos. Palpo
opaca y áspera túnica
sobre mi cuerpo.
Desde el rectángulo cierto del espejo
me mira mudo y fijo
un ángel de silencio.

A llevar la noche.
A cumplir mi oficio,
vuelvo.


*Miryam Colombotto de Seia miryamseia@cablenet.com.ar








El viejo en el jardín*



*Por Ana María Shua


Eran hermosos. Altos, dorados y brillantes. Hermosos. Todo era hermoso esa mañana: la casa grande, con pileta, recién pintada, dulcemente nueva, dulcemente suya, el verde violento del paso en el final de la primavera, el sol calentándole los huesos, la sonrisa metálica de la parrilla, las flores y las plantas del jardín (y tan caro costaba mantenerlo que, por momentos, esos pétalos rojos y violáceos le parecían de oro), el arco iris que se formaba al atravesar la luz los chorros del regador girando su mínima y
fresca lluvia sobre el césped. La justa recompensa a una vida larga y laboriosa: productiva.
Todo era hermoso, pero nada tanto como sus nietos: altos, dorados y brillantes, sus cuerpos mojados reverberando al sol, zambulléndose y volviendo a salir de la pileta como delfines, como pájaros.
Martín y Osvaldo eran más altos que él: apenas. Patricia ya tenía cuerpo de mujer y la sentía incómoda, consciente de sus muslos, cuando intentaba sentarla en sus rodillas; no le gustaba que la besara en el cuello como cuando era chiquita. Hasta Silvana, la menor, había gritado esa mañana cuando su abuelo había abierto sin querer la puerta del dormitorio donde se estaba poniendo la malla.
Cerró la puerta enseguida, porque no quería molestarla, y la esperó en el pasillo para disculparse con una broma.
-Cuando un abuelo ve a una nieta desnuda por primera vez, se queda ciego para siempre. Pero la segunda vez se muere -le había dicho.
Y se quedó esperando la risa, que no vino, porque Silvana lo había mirado asustada por un momento, hasta que entendió de golpe y pudo entregarle una sonrisa un poco a la fuerza, avergonzada.
Pensó en Olga y a su lado vino ella, inmediatamente. Gorda, desaliñada, obediente, con un brillo de temor húmedo en los ojos deshilachados que alguna vez habrían sido azules, obediente. Si los viera: si pudiera verlos.
La casa, el sol, los nietos, los hijos. Después le gritó que se fuera. Que lo dejara en paz. Pero Olga (obediente) no desaparecía con suficiente rapidez y para alejarse de ella quiso levantarse de la reposera. Sintió que le costaba desprenderse de su asiento, vencer la fuerza de gravedad que tiraba de sus viejos huesos hacia abajo, hacia la tierra. Estaba inmovilizado contra la lona que se adhería con fuerza a su piel, como un imán. Odió la artritis que le deformaba las rodillas, consiguió olvidarla,
con un esfuerzo más se encontró de pie.
-¡Osvaldo! -grito, llamando a su nieto mayor-. ¡Osvaldo! Vení acá.
Osvaldo estaba nadando ferozmente de una punta a la otra de la pileta, practicando estilo mariposa, un estilo que a su abuelo siempre la había parecido ridículo y agotador. Soportaba mal la visión de ese cuerpo excesivamente joven saltando fuera del agua en un despliegue de energía que resultaba exhibicionista, casi obsceno: que le estaba vedado. En crawl y en pecho, en cambio, no habría hecho tan mal papel el abuelo, todavía hubiera podido perder dignamente una carrera.
Osvaldo salió del agua a su llamado, agitado por la violencia del ejercicio.
El viejo miró sus dientes fuertes y blancos y comprobó una vez más, al verlo parado al lado de él, en el borde de la pileta, que su nieto le llevaba media cabeza. Lo admiró y lo envidió por eso. Me estoy achicando con los años, pensó. A su edad, pensó, sabiendo que era mentira, a su edad yo era tan alto como él.
-Vamos a ver si este viejo todavía tiene fuerza. -Y agarró la muñeca de Osvaldo intentando tomarlo por sorpresa para tirarlo otra vez al agua.
-Qué vas a tener fuerza, si sos un pobre viejito debilucho. -El momento de la sorpresa había pasado y el muchacho se afirmaba sobre sus pies, forcejeando a su vez.
Lucharon un instante con todas sus fuerzas. El abuelo confiaba todavía en el poder de sus manos, de sus brazos. Las piernas, en cambio, no le respondían bien, las malditas rodillas. Hizo un esfuerzo más, desesperado, y sintió que Osvaldo aflojaba su apretón, que se dejaba imperceptiblemente empujar,
cayendo cortésmente al agua.
-¿Y? ¡Parece que todavía puede el pobre viejo! -le dijo alborozado cuando Osvaldo volvió a asomar su cabeza resoplando.
-¡Porque me agarraste distraído! -dijo el muchacho, y no era cierto, claro, los dos sabían que se había dejado caer. Pero el abuelo estaba contento de todos modos, contento de la forma en que su hija Marta había educado a sus nietos, en el amor y el respeto a los mayores: contento de haber podido aguantar durante diez intensos segundos esa fingida lucha, un hombre de setenta y un años contra un muchacho de dieciocho.
Un hombre, se dijo, ¡todavía un hombre!, no un pobre viejo. Nunca un pobre viejo, porque para eso estaba la empresa y el dinero, las múltiples formas de dinero: no era él de los que se juegan todo a las patas de un solo caballo. La empresa, entonces, pero también los lingotes en la caja del banco, y las colocaciones hipotecarias, las cuentas en el exterior, esa casa y las otras. Y por eso nunca sería un pobre viejo: un viejo maldito sí, un viejo hijo de puta, pero fuerte, con esa fuerza incomparable que sólo da el dinero y que seguiría sosteniéndolo erguido y desafiante mucho después que la de sus músculos lo hubiera abandonado, mientras lograra conservar un atisbo de lucidez. Pensó en un árbol, un árbol grande que podría ser viejo si no fuera por su savia siempre verde, siempre joven (él podría haber escrito libros si se hubiese dedicado a eso, pero un hombre tiene otras responsabilidades), la savia siempre verde de los dólares corriendo por sus ramas.
-No había papá, no conseguí. -Marta, gritándole desde el auto.
-¿No había qué?
-Carbón. En ningún lado.
-¿Fuiste a lo de don Fermín?
-Fui a todos lados, todo cerrado, ni una gota de carbón había.
-¿Le golpeaste la puerta a don Fermín?
Pero no se le había ocurrido, por supuesto, y esta carencia de recursos en situaciones nuevas era una parte de su típica ineficacia: Marta no sabía y no podía y no se le ocurría. Lo mejor que había sido capaz de conseguir en todos sus años era su marido, un hombre fuerte que la había llevado a remolque, gorda y grande, por la vida. Desde su muerte Marta flotaba a la deriva, una boya grande y redonda en medio del océano.
-Vamos, llevame al pueblo, vas a ver como yo consigo.
-¿Vas a ir así? ¿Descalzo y en malla? -preguntó ella, como si semejante osadía le produjera admiración y espanto.
-Claro, vamos de una vez, que está por llegar tu hermano y el asado va a estar listo para las mil y una.
Manejaba bien, sin embargo, inesperadamente, Martita: parecía revivir cuando sus manos se ponían en contacto con el volante. Tan parecida a Olga, tan obediente. Físicamente parecida, además, sobre todo desde que había engordado. La recordó despeinada y llorosa, buscando la forma de acercarse a él después de la muerte de su madre.
-Ahora somos dos, papá. Ahora nos quedamos los dos solitos y vamos a hacernos compañía -le había dicho, abrazándolo, incapaz de comprender la sensación de exaltación y desafío que se mezclaba en él con el horror y la pena.
Porque Olga había muerto y una pequeña pero nítida voz en su interior no dejaba de repetir por fin. Cuarenta y tantos años de casados. Abrazados al final, es cierto: abrazados como dos boxeadores que han empleado todos sus recursos a lo largo de la lucha y en el último round se enlazan, agotados, en un clinch interminable. Durante más de cuarenta años Olga lo había odiado y temido, durante más de cuarenta años él la había despreciado, durante más de cuarenta años se habían aburrido juntos. Y ahora que todo había terminado, Marta venía a él, a ofrecerle su compañía como si todo pudiera volver a empezar, el aburrimiento, el odio y el desprecio.
Había creído, entonces, que sería fácil rechazarla, separarse de ese abrazo húmedo que había devuelto sin calor. Pero a medida que pasaban los días, la exaltación y el desafío habían terminado por disolverse en una soledad ácida, constante, mientras el horror y la pena seguían allí, aferrados a su carne vieja. Era injusto: era injusto. Después de haberla sentido sobre él como una larga, irreversible invalidez que había arrastrado a lo largo de la vida sintiéndose, bajo su carga, la mitad de sí mismo, seguía haciéndole
daño desde su muerte, pesando sobre él con su ausencia cotidiana, esa muerte monótona de la que nunca volvía para ver, por ejemplo, la casa nueva de fin de semana, recién pintada, a sus nietos altos, brillantes y hermosos nadando en la pileta.
Todas las mañanas volvía a despertarse sorprendido en la cama vacía y podía medir el diámetro y la negrura del pozo que Olga había dejado en su vida.
Ese pozo que trataba de tapar (no era hombre de pocos recursos él, no de ésos que se sientan a llorar, lamerse las heridas) arrojándole las horas ocupadas en la empresa, los viajes, los proyectos, las comidas, el diario de la mañana y el de la tarde, los fines de semana con los hijos, los asados, los noticieros de televisión y algunas series, y el pozo se lo tragaba todo, el insondable pozo, el triste agujero. Y entonces, allí estaba su hija Marta, viuda también desde hacía tantos años y, naturalmente, se habían
"hecho compañía".
Claro que había carbón, hacía falta un poco de decisión y carácter, nada más, para encontrarlo. Cuando le golpearon la puerta, don Fermín los atendió con un mate en la mano y un humor pésimo. Tenía también carbón y les vendió una bolsa de tres kilos que el abuelo sopesó al tanteo y exigió después que le pesaran en la balanza de adentro. Los dos viejos se miraron fijo: se conocían, se odiaban y se respetaban desde hacía un par de años atrás, cuando empezó la construcción de la casa. Esta vez fue don Fermín el que aflojó primero: que se diese el gustazo, dijo, y fueron a pesar la bolsa, que tenía tres kilos y doscientos gramos de carbón. Los doscientos gramos iban de yapa, les dijo Fermín al despedirse, sonrisa socarrona.
-Tiene la balanza arreglada. Ahora vamos a la carnicería.
-Para qué, papá -suplicante, Marta, odiaba ir de compras con su padre-. Si ya compré ayer, hay de todo en la heladera.
Que le agradecía mucho, eso dijo el abuelo, que muchas gracias y se llevara esa carne de vuelta a su casa de Buenos Aires, era todo ternera, tierna, sí, a lo mejor tierna, pero sin gusto, novillo únicamente tenía que ser para el asado, en el peor de los casos vaquillona.
Discutió agriamente con el carnicero, que pretendía venderle unas tiras ya cortadas. Mucha grasa, más falda que otra cosa, discutió, mientras Marta, en la puerta de la carnicería, miraba hacia fuera avergonzada, como tratando de disimular o atenuar el vínculo que la unía para siempre a ese viejo exigente y desconfiado. Por fin consiguió la carne que deseaba, de animal grande, con poca grasa. Siempre había logrado conseguir lo que deseaba, lo que se proponía, así era él.
-Energía, voluntad y confianza -les dijo alegremente a Martín y a Patricia que lo ayudaban, de vuelta en la casa, a buscar ramitas secas para encender el fuego-. En esas tres palabritas está la clave del éxito. Así llegué yo, así pueden llegar ustedes: conseguir lo que se propongan, todo.
Pronto llegaría Jaime, su hijo tan como él, su hijo preferido, cuyas virtudes nunca había tenido inconvenientes en destacar delante de Marta, en una comparación constante que la empequeñecía, la encerraba en el cerco de su propia debilidad, acentuaba (peor para ella) su torpeza. Tan como él, su
Jaime. Nunca habría cometido, por ejemplo, la torpeza de ofrecerse a "hacerle compañía" después de la muerte de Olga. (Tal vez por eso se veían ahora tan poco, tan poquito.)
-¿No comían carne en Europa, no abuelo? -preguntó Martín, mirando las tiras de asado al costado de la parrilla, los chorizos que el viejo pinchaba con un tenedor.
-¿Carne? ¡Claro que sí! Una vez por mes comíamos carne. Hígado una vez por semana.
Hacía muchas preguntas, Martín, últimamente, acerca de ese lugar mítico y misterioso donde el abuelo había nacido, una parcela de tierra que había pertenecido a Rusia, a Polonia y a Alemania y que el viejo llamaba así, Europa, como para oponerla a ese otro lugar al que llamaba América y que a sus nietos les costaba identificar con el país en el que vivían. Una América a la que ellos llamaban Argentina y que volvía a ser América en las raras ocasiones en que el abuelo hablaba de Europa. América, desde el abuelo, estaba habitada por los criollos, a los que llamaba también criollos nativos, personas irresponsables, abiertas, perezosas, despreciables, generosas y confiadas.
No le gustaba recordar, hablar de Europa: para qué. No entendía el interés de sus nietos en ciertas pequeñas circunstancias de su vida a las que nunca había dado importancia, como qué comía o a qué jugaba cuando era chico: prefería atenerse a conceptos más generales, ordenadores de su experiencia,
como si los detalles de esos primeros años de su vida se hubieran borrado de su memoria, como si su vida hubiera empezado el día en que pisó la tierra de América, el día en que comenzó su (victoriosa) lucha.
Pero ésta era una oportunidad para hablar con sus nietos, pensó; Martín y Patricia parecían interesados, era la posibilidad de darles una pequeña lección, tratar de hacerles entender, medir, la altura de la plataforma desde la que ellos tenían (por ser sus nietos) el privilegio de lanzarse a la vida. Esparcía las brasas, entre tanto, improvisando un breve discurso.
Desde abajo había empezado él, de la nada. Del frío y la miseria de Europa.
Nada más que su cuerpo y su mente, su aguda inteligencia, se dijo, habían bajado del barco, un hombre solo frente al mundo, ¡un aventurero!, y el mundo había tenido que bajar la cabeza. Miró y disfrutó una vez más de la casa, la pileta, el jardín, la grasa de la carne chisporroteando ya sobre el fuego.
-Europa -empezó: sería breve-. Ustedes no pueden tener idea de lo que era Europa. ¿Saben lo que comíamos? Papas. Todos los días papas. Y los inviernos. Pero para un hombre como yo, un muchacho fuerte, con energía, voluntad y confianza, lo peor no era la pobreza. Lo peor era que no había
posibilidades de progreso, ¿se dan cuenta? No había perspectivas, no había horizontes en Europa.
Acumuló las expresiones que aludían a un mismo significado, progreso, horizonte, perspectivas, en una complacida exhibición de su dominio de un idioma que más de cincuenta años después seguía siendo extranjero.
-¿Pero cómo era, abuelo? ¿Cómo era cuando tenías nuestra edad, en Europa? -volvió a preguntar ansiosamente Martín, decepcionado.
-Terrible: era terrible -el abuelo recalcó el adjetivo como si estuviesen contenidas, concentradas en él todas las desgracias que el fluir lineal de las palabras describiendo los hechos era incapaz de expresar-. Era la guerra. Estaban los nacionalistas polacos por un lado, por otro lado los alemanes, estaba el Ejército Rojo. Una vez, imagínense, me desmayé de hambre. Y una vez...
Y entonces llegó a él el recuerdo. Llegó de verdad, sobrevolando las palabras, irrumpiendo a través de las frases tantas veces repetidas que habían llegado a ser solamente memoria de otras frases, relatos de relatos.
Llegó el recuerdo y en el recuerdo era de noche, las seis apenas pero ya había oscurecido, era noche cerrada. Tenía diecisiete años, iba a caballo y respiraba con placer el aire helado y tenue del bosque. Había olores: el olor del caballo que montaba, el olor del fuego, el olor de los pinos. Los árboles parecían muy negros contra la nieve, a la luz de la luna, él montaba un caballo negro y no tenía nada, nada más que proyectos y deseos y no había viento. Todo estaba muy quieto, muy blanco, había nevado pero no nevaba ya, él montaba a caballo, el caballo era negro y se llamaba Negro y se alejaba del resplandor de la hoguera. Habían cantado alrededor del fuego y habían comido papas asadas al rescoldo y ahora se alejaba a caballo respirando ese aire delgado y frío que le enrojecía las mejillas y le comunicaba una sensación de asombrosa alegría. Echaba el aliento por la boca para verlo convertirse en vapor y salía vapor de los ollares del caballo. Habían comido también la cáscara de las papas, habían cantado alegremente canciones tristes, el caballo dejaba huellas negras en la nieve fresca y todo estaba
por hacer. Tenía hambre todavía, en su casa lo esperaba su madre y sus hermanos y la sopa de remolacha con crema, dulce y caliente. Sentía la cabeza liviana y todo era posible. En otra casa del pueblo lo esperaba Olga, sus manos, sus ojos dulces y sumisos, obedientes. Olga, la muchacha más linda del pueblo, la que todos querían, la que solo lo esperaba a él. Tenía diecisiete años y se iría a América así, fuerte y liviano, y también en América Olga sería su mujer, para siempre suya. El caballo galopaba sobre la
nieve, el aire frío y quieto golpeaba sobre su cara y el hombre viejo supo, de pronto, con dolor, que estaba recordando un día en el que había sido violentamente feliz y el dolor fue más intenso, se enroscó alrededor de su cuerpo apretándole el pecho y el vientre. El aire helado le hacía salir lágrimas de los ojos cuando el dolor se hizo tan fuerte que alcanzó a verlo, a verse, mientras galopaba dejando atrás el bosque y las hogueras pudo ver por un momento muy breve su propia cara llena de arrugas, lagrimeando, le costó reconocerse, usaba un pantalón muy corto, de colores brillantes, extraños, había sol y césped, los pelos del pecho desnudos ya eran blancos, el vientre desbordaba blandamente el pantalón, la piel le colgaba de los brazos, la cara arrugada era dura, insatisfecha, los ojos desteñidos, como velados, con el borde de los párpados rojizo. Para desprenderse de la sensación de horror y repugnancia se inclinó hacia delante, sobre el caballo, respiró su olor, le acarició el cuello sudado por la carrera, sudado a pesar del frío, se propuso olvidar para siempre esa imagen monstruosa, ese horrible recuerdo del futuro y lo logró durante muchos años, habría logrado olvidarlo para siempre si no hubiera regresado ahora en la memoria, envuelto en el olor del caballo y la silueta de los árboles, mientras daba vuelta demasiado pronto la carne sobre el fuego y lagrimeaba y sus nietos desviaban la mirada, asustados para no verlo llorar.
Entonces se volvió hacia ellos, altos, hermosos y brillantes, sus nietos como pájaros, como delfines, y los miró con odio y les habló suavemente, masticando las palabras, tratando de tragar el odio que sus palabras o su voz le desleían en la boca.
-Para qué -les dijo-. Para qué me van a hacer hablar de cosas tristes. Era terrible, en Europa: mejor olvidarse, ¿no?
Un rato después llegó Jaime con su mujer y comieron el asado, que estaba rico.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-162073-2011-02-10.html





El cuento por su autor*


El lugar donde sucede este cuento es muy parecido a Highland Park, el country que se precia de haber sido el territorio de Las viudas de los jueves, la novela de Claudia Piñeiro. Mi mamá tenía en Highland una casa grande y linda, en la zona de las quintas, con una maravillosa pileta siempre celeste, siempre impecable, mantenida por un piletero invisible y perfecto, que si en algo se parecía al Barrefondos de Bruzzone sabía disimularlo con elegancia. En invierno la cubríamos con una red para proteger a mis hijas y al tío Paul, el yorkshire terrier al que mi mamá cuidaba como si fuera un hijito de la vejez. A la casa de Highland mi marido la llamaba El Destacamento, por dos buenas razones. En primer lugar, era
obligatoria (había que ir, lloviera o tronara, todos los fines de semana del año). En segundo lugar, una vez allí se obedecían sin chistar las órdenes de su suegra. Sin embargo, también la disfrutamos mucho, fuimos muy felices (sobre todo en verano), nosotros y nuestras hijas y nos dio mucha pena cuando se vendió. Higland Park queda en la zona de Del Viso. Los sábados a la noche la murga de Del Viso ensayaba haciendo sonar los bombos y nosotros nos encogíamos en la cama pensando qué pasaría si se decidían a avanzar de una vez por todas sobre el country esos hombres y mujeres que veíamos al llegar, antes de la garita de seguridad, bajo el sol de la media mañana, ofreciéndose para trabajar por el día como en un mercado de esclavos.
La familia que se describe en el cuento nada tiene que ver con mi familia real, en la que hay muy pocos varones y ninguna de las mujeres es sumisa. Mi único pariente es, por supuesto, el protagonista. Ese viejo testarudo es un personaje que me persigue a través de buena parte de mis libros de ficción.
A veces como una presencia tan sutil que resulta casi imposible percibirlo: para el lector es como una brisa, oye apenas sus leves pisadas a lo lejos.
Pero yo sé que está allí. Otras veces es parte de la escenografía, del paisaje y su presencia constante, nunca en primer plano, determina los límites y los movimientos de los otros personajes. A veces no está allí, pero en cambio es posible deducirlo, imaginarlo, a través de los deseos y los actos de los demás. Es un viejo terrible, malo, atractivo, tiránico, feroz. Puede ser increíblemente simpático si se lo propone, y es también desdeñoso, bromista, sarcástico. Es mujeriego, mentiroso y sumamente desconfiado. Es un hombre sin principios, sin escrúpulos, sin ética de ningún tipo, un viejo que siempre hace lo que se le da la gana, pasando por arriba y por abajo de las convenciones sociales, riéndose de las obligaciones morales, incluso de aquellas que impone el amor. Da miedo, odio, mucha envidia. Puede hacer reír o llorar. A veces es simplemente asombroso. Tiene un lugar importante en mi novela El libro de los recuerdos,
donde se encarga de arruinar sistemáticamente la vida de cada uno de sus hijos. Y es increíblemente parecido a mi abuelo materno a quien, por otra parte, yo quise muchísimo en la vida real.
Había una sola manera de librarme de él. Tenía que darle el papel principal en una de mis novelas. La muerte como efecto secundario nació de esa decisión y le está dedicada por completo. Desde entonces me siento un poco solitaria, un poco vacía. Como si mi misión en este mundo hubiera terminado.
(Escribir es siempre una especie de curiosa misión que nadie nos pide y a nadie le importa, que no cambia nada y que sin embargo se nos impone así, como una especie de obligación suprema que nunca terminamos de cumplir.)
Pero mucho antes de La muerte como efecto secundario escribí este cuento, en el que mi personaje fetiche también tiene su protagónico estelar. Tuve que releerlo para escribir estas líneas y me gustó. Es buen cuento. No le cambiaría nada. Salvo el título, quizás. Vaya a saber por qué, el protagonista ya no me parece tan viejo.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/162073-51894-2011-02-10.html







suelta de palomas*






1



desdichado desdichado en tu día
mortal compañerito
sobrecargado de señas particulares
te has detenido a pensar en los hipercríticos

y te has detenido



2

mientras ella sale conmigo yo entro con ella
es buena muy buena insuperable amiga del hombre



3

niños:
¿piernilargo de tranquicorto
persigue por lóbregas callejuelas de un suburbio de marrakech
a piernicorta de tranquilargo?



4
ardides decimonónicos
a mí
la oportunidad
de los ardides decimonónicos
(ejemplo: peripuestos desvanecimientos)

y el sol del siglo veintiuno viene asomando



5

¿es teresita
secundina purificación
como el puerto rico de los estados unidos de su mamá?



6

liebres pareciendo gatos
hasta la total desvirtuación
acuchillaré la gatidez



7

persona y dosis indicadas:
la persona indicada
los martes a las ocho peeme sin falta nos visita
y solemos ser con la persona indicada
tan felices



8

¿es que tendremos que comernos este collar de perlas?



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar




*


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