viernes, abril 08, 2011
HABÍA UNA VEZ UN PÁJARO...
-Dibujo: Ray Respall
SUMERGIRSE*
pasamos por muchas vidas y por muchas muertes, saliendo de un punto que nadie sabe y dirigiéndonos a otro que tampoco conocemos
Brida. Paulo Coelho
Terminó de ajustarse el traje de submarinismo, comprobó que todo estuviera en orden y saltó por la borda del botecillo.
Pronto encontró lo que buscaba: Una caverna secreta, cálida, oscura, profunda, pequeña e ignorada por los de arriba, forrada de plantas que semejaban terciopelo… La primera vez que la vio, había evocado el útero materno.
Creemos haber borrado todo recuerdo de nuestra existencia prenatal, el instante de nuestra llegada a la vida, y hasta las experiencias anteriores, pero ciertas colisiones con la casualidad aparente nos demuestran que guardamos una recordación anterior a la que de modo consciente atesoramos.
Sabía que iba volver, solo había esperado el instante ideal. Se introdujo en ella lentamente, acomodando el cuerpo a la matriz. El bote ya estaría vagando a la deriva. Los sedantes comenzaban a hacer efecto, sería un tránsito tan dulce y apacible como había imaginado. Le habían anunciado que le quedaba poco tiempo de vida y pensó que, como último regalo, podía elegir el momento y el lugar para partir. Fue después de eso que comenzó a probar con el submarinismo y descubrió la oquedad en aquel rincón poco frecuentado de la costa.
Aunque lo rodeaba la negrura, fue un placer cerrar lentamente los ojos. Se sumergió en un profundo sueño del cual no sabía cuándo, bajo qué nombre, época o investidura, iba a despertar. Comprendió, como pocos tienen la oportunidad de comprender, que pasamos la vida esperando este momento, hacia el cual todos nuestros pasos convergen.
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
HORÓSCOPOS*
En Rouen, en la Normandía francesa, el 18 de Mayo de 1847 nace, de padres campesinos, Charles Perigot Damûet que después de una juventud llena de privaciones decide trasladarse a París con la idea de buscar fortuna.
En la misma fecha, en Kuala Lumpur, capital de Malasia una joven de la aristocrática familia Yap da a luz un varón al pone de nombre Woti que es educado en las mejores escuelas del país y al cabo de los años se traslada a Paris a completar su formación.
En verano 1869 Mademoiselle Fournarin, trabaja como camarera en una fonda de la Rue Rivoli donde acaba de incorporarse un normando llamado Perigot por el que se ha sentido atraída desde el primer instante. Fournarin, mujer de fuerte formación religiosa, se sorprende a si misma al responder a las insinuaciones de un varón cetrino de nombre Woti que cada tarde repasa sus libros en la mesita del rincón.
Ambas relaciones crecen paralelamente en el corazón de la doncella, hasta el momento en que los dos galanes descubren el doble juego de la dama lo que les lleva a batirse en duelo en las inmediaciones del Bois de Bologne.
Únicamente Woti sale indemne del duelo y la muerte de Perigot cae como una losa de culpabilidad sobre el corazón de la joven. En el entierro descubre la coincidencia en las fechas de nacimiento de ambos y se pregunta porque dos personas con el mismo horóscopo han tenido destinos tan dispares. Uno consiguió el amor y el otro la muerte.
Decide no creer en el destino que marcan los astros, pero después de meditarlo detenidamente admite que puede que no haya error, porque quizás el amor y la muerte sean lo mismo.
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
*
La mano acaricia
creando en contra del olvido
Escrita como un libro o una carta
piel de lecturas.
*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar
LOCURA UNIVERSAL*
"Los hombres no son ni buenos ni malos, es porque estan locos."
Reflexión de mi nieta Sarah Graziella
De pronto se dio cuenta que la realidad presente no era la misma de años atrás y eso la apartaba de la gente porque había hecho cambios que por su forma de ser no podía incorporar.
Esa mañana cuando salió de su casa tropezó con Martina que se mostraba radiante de felicidad.
- ¡Al fin una fuena noticia! - pensó.
- ¡Hola, Cleo! - casi gritó. - ¡No sabes lo que me pasó!
Cleo preguntó con un gesto y quedó a la espera.
- Tenía que pagar una cuenta y no me alcanzaba el dinero, ¡zaz! cuando salí a la calle encontré una cartera con mucho efectivo. Dios se acordó de mí.
- Y se olvidó del otro - replicó sin poder contenerse.
- Vamos, no vengas con moralinas, en este momento no te las acepto.
- De todos modos te hago una pregunta indiscreta: ¿en la cartera estaba el nombre y la dirección de su dueño?
- Si, - contestó encogiéndose de hombros, - pero él no sabe que yo la encontré.
El desparpajo de Martina la privó de todo comentario.
- Me voy, así soluciono mi problema cuanto antes. - y partió con una sonrisa en los labios.
Cleo quedó paralizada, por la avenida los automóviles pasaban a toda velocidad, las madres llevaban a sus hijos a la escuela, la gente caminaba abstraida, ajena a todo acontecer y los valores que justificaban la existencia del humano en este mundo quedaron sepultados en su jardín y les dijo adiós antes de cerrar la puerta de su casa.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
Había una vez un pájaro*
*Por Juan Forn
Tom Jobim fue a visitar al maestro Vilalobos. El maestro estaba en su estudio, escribiendo sobre la tapa del piano, mientras en el resto de la casa había un griterío imposible. Jobim le preguntó cómo podía trabajar así.
Vilalobos contestó: "El oído de afuera no tiene nada que ver con el oído de adentro". Clarice Lispector tenía el oído de adentro tan permanentemente prendido, que parecía estar siempre en otra. Es tristemente célebre que un día de 1967 se durmió con un cigarrillo prendido y se prendió fuego y se
salvó de milagro. Igual de famoso es su terrible mito de origen. "Mi madre estaba enferma, y por una superstición muy difundida se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad." La enfermedad era sífilis y se la habían contagiado los soldados rusos que la violaron, en Ucrania, durante
los desmanes posteriores a la guerra civil bolchevique. Lispector fue concebida deliberadamente para eso: para curar a su madre. Ya estaban huyendo a América. "Pararon en una aldea llamada Tchechelnik para que yo naciera y siguieron viaje." El plan era llegar a Brasil. Llegaron a Recife y muy pronto se hizo evidente que la madre no se había curado. Moriría cuando Clarice tenía nueve años. "Siento hasta el día de hoy esa culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano. Pero yo no me perdono."
Difícil toparse en la vida o en los libros con una persona tan enamorada a la vez de la vida y de la muerte como Clarice Lispector -salvo quizás Isaac Bashevis Singer, pero la gracia incandescente de Lispector es que sea mujer, además de judía ucraniana brasileña-. Si me conceden una breve incursión por la autopista de las generalizaciones, nadie entiende mejor el precio de la vida, en todos sus sentidos, que un judío. Y nadie entiende mejor la paga de la vida que un brasileño. Si esas dos naturalezas convergen en alguien, y no se neutralizan, se potencian de manera inconcebible. Uno de sus traductores,
Gregory Rabassa, dijo una vez: "Si Kafka fuera mujer y brasileña, si Marlene Dietrich escribiera..." Yo lo diría así: no hay nada más glorioso que una mujer loca de amor por la vida, y nada más pavoroso que una loca de amor por la muerte. Lispector era las dos. Reaccionaba con todo su cuerpo a cada primavera ("Siento un perfume de polen en el aire. Tal vez sea mi propio polen"), era capaz de salir a la calle un día de sol después de una gripe y no poder contenerse de decir, a quien quisiera escucharla: "Qué lindo es estar con los demás". Y a la vez escribir: "Después de morir no se va al paraíso: el paraíso es morir. Lo que llamo muerte me atrae tanto que sólo puede calificarse de valeroso el modo en que, por solidaridad con los otros, me aferro a lo que llamo vida y, a pesar de la intensa curiosidad, espero".
Me faltó contar que el padre de Clarice también murió cuando ella y sus hermanas eran adolescentes. Ya vivían en Río para entonces. Clarice se las rebuscó para estudiar derecho, mientras trabajaba de secretaria y después de periodista, a los 22 se casó con un diplomático y estuvo veinte años cumpliendo ese triste papel en destinos varios europeos, hasta que se divorció y volvió a Brasil con sus dos hijos (uno esquizofrénico) y se instaló en el departamento entre Leme y Copacabana en el que viviría hasta
su muerte en 1977. Había empezado a publicar sus libros rarísimos cuando era esposa de diplomático. Los siguió publicando cuando volvió a Brasil. Además, aceptaba el trabajo que fuese para parar la olla. Tradujo (con legendaria desidia) novelas de Agatha Christie y Simenon y Anne Rice. Escribió, con
seudónimo, un consultorio sentimental en el que sólo recomendaba el uso de productos Ponds (era la marca que financiaba la columna). En la pared de aquel living en Leme tenía un retrato que le hizo De Chirico en Roma, en 1941 (no era a De Chirico a quien debió haber conocido, sino al hermano loco
del pintor, que es el secreto mejor guardado de la literatura italiana, pero siempre pasan esas cosas: Duchamp pasó al lado de Gombrowicz en el Tortoni y ninguno de los dos lo registró, ninguno sabía quién era el otro). Creía en la magia, en cualquier magia. Nadie describió mejor que ella la relación con
los ansiolíticos ("Cuando tomo una pastilla no oigo mis gritos. Sé que estoy gritando pero no me oigo"). Torturaba a los amigos por teléfono en medio de la noche. Mentía como nadie, y decía la verdad como ninguno.
Eso se hizo evidente en 1967 cuando aceptó hacer una columna semanal, cada sábado, en el Jornal do Brasil. Sus amigos, su editor, todos le dijeron lo que tenía que hacer: "Sea usted misma". Ella, que se había pasado la vida preguntándose "si yo fuera yo, qué haría", pidió a sus lectores: "Avísenme si empiezo a convertirme en demasiado yo misma". Les dijo también: "Hoy sólo quería escribir, y serían dos o tres líneas, sobre cuando un dolor físico pasa. De cómo el cuerpo agradecido, todavía jadeando, ve hasta qué punto el alma es también el cuerpo". Y también: "Me siento tan cerca de quien me lee".
La leían los taxistas y los filósofos, los juerguistas que miraban hacia su ventana a ver si había luz, cuando pasaban por su calle, y las vecinas que le dejaban de regalo ollas de moqueca de pulpo recién hecha. Escribió durante seis años esa columna, cada sábado. Dijo en una de ellas: "Quiero que los otros comprendan lo que jamás entenderé". Les enseñó a los brasileños que se podía pensar sin ser racional ("Estoy habituada a no considerar peligroso pensar. Pienso y no me impresiono. Pero no soy intelectual, ni racional. Eso es usar sobre todo la inteligencia, y yo no hago eso: lo que uso es la intuición, el instinto. Voy a ver una película y no entiendo, pero siento. ¿Voy a verla de vuelta? No, no quiero arriesgarme
a entender y no sentir").
Estaba tan impresionada por los ojos tristes del joven Chico Buarque que quiso ayudarlo. El le dijo: "Rece por mí. No importa cómo. Porque tengo la secreta certidumbre de que usted está más cerca de Dios que yo, a pesar de lo maliciosa que es con El". Ella le contestó desde una de sus columnas: "Son las cuatro de la madrugada y es una hora tan bella que cualquiera que esté despierto está de algún modo rezando. Así que yo estoy rezando por ti, Chico". Sus hijos se quejaban de que nunca les contase un cuento que empezara Había Una Vez; la acusaban de no ser capaz. Ella dijo que sí era capaz. Y esto es lo que le salió: "Había una vez un pájaro. Dios mío". Hay quien lamenta el triste destino de esos dos hijos. Yo creo que no ha de haber estado nada mal vivir al lado de una madre capaz de decir: "A medida
que los hijos crecen, la madre debe disminuir de tamaño, pero la triste tendencia es seguir siendo enorme". Una madre que confesaba: "Siempre fue y será una fiesta para mí cuando se rompe en casa un termómetro y se libera la gota gorda de mercurio plateado contenida en él, ese núcleo indomesticable".
El corazón del mundo le latía en el pecho. Se murió un día antes de cumplir 52 años. Había una vez un pájaro. Dios mío.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-165784-2011-04-08.html
MALVINAS ME LLAMA…*
¡Laura!,
Malvinas me llama!
Tiembla mi voz,
Mi pecho se inflama,
La sangre reclama,
No puedo faltar…
¡Volver a ese cielo,
Tras tanto anhelar,
Ya sin truenos, sin humos!
¡Pisar ese suelo,
De huellas sangrientas!
¡Enfrentar ese mar!
¡Ver ese horizonte,
Quebrado por lomas
Llanuras y montes!
¡Volver a esas islas,
Aún irredentas…!
Pero sin el frío,
Sin hambre, y sin miedo,
Ni carnes sedientas…
¡Sin odio al inglés,
Y sin odio al sargento!
Con un camarada,
¡Subir la ladera
Al silbido del viento!
Y en la cumbre del monte
¡Sentir el alivio
De aliviar lo que siento…!
¡Madre!
Me abrazo a estas cruces
Que claman al cielo
Como garras blancas
De amigos inertes,
A quienes luchando
Los sorprendió la muerte
En el llano con turba
Sus cuerpos envuelven.
Pienso en estos héroes
Que nadie conoce
Y que ya no vuelven.
Rezo por ellos
Y rezo por ti…
¡Y siento en el alma
Que velarán por mí!
Cumbre doble
De cimas mellizas,
Y aquella covacha
De piedras muy lisas.
De noche llorando
Aún siendo un niño…
De frío y de miedos
Soñaba temblando
Llamándote: ¡Madre!
Para que me arropes
Y acaricien tus dedos…
Beso las rocas,
Escarbo la arena
Por todo hay señales,
Esquirlas, y vainas,
Borcegos y mantas…
Y eso me serena…
¡Hijos!
Quizás seamos héroes,
Mis hijos lo afirman...
Y tiene sentido….
Una gaviota
Distrae su vuelo…
Y escucho un gemido;
Como si Dios me hablara
En ese graznido…
Su voz clara siento;
En los valles el eco
en el ulular del viento:
“Aquieta tu aliento
Y tu corazón dispone;
La gesta difundirás,
Más, dónde pregones,
¡Pregona la Paz!”
*de Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda, 23/mayo/2007
-Dacio Agretti volvió a las Islas Malvinas en diciembre de 2006, 25 años después
de haber combatido en la guerra en 1982. Durante ese tiempo su anhelo fue volver para reencontrarse a si mismo, y reconfortar su espíritu.
El recuerdo*
*Santiago Dabove
La humanidad había perecido. La vida entera, animal y vegetal, también. Lo restante, la tierra, la piedra, el agua, los metales, la sal, el aire, eran como un sueño vano, pues todo se había gastado y las excesivas compresiones y nivelaciones convirtieron al Universo en un polvo cósmico.
Fue tan grande, tan inmensa la cantidad de mutaciones y transformaciones por que pasó la materia desde el caos originario, atrapada a veces por la Vida y vuelta a ceder a la Muerte, que al fin los átomos adquirieron la facultad del recuerdo y la consciencia moral, sin conservar nada formal, sensorial ni sensible, pues carecían de organización.
No había ya planetas, ni estrellas, ni soles, ni días, ni crepúsculos.
Una noche continua iluminada por fosforescencias y tenues relámpagos del potencial eléctrico que se escapaba. En esa noche interminable pasaban las exequias de la Vida y del Alma.
Muy vastos, muy largos tenían que ser los funerales de lo que fue tan vasto y casi eterno.
Y, a pesar del tiempo que fluía sin descanso y con la misma impasibilidad antigua, los átomos conservaban inalterable el recuerdo del corazón desgarrado de la humanidad y de las vidas que la acompañaron con menos conciencia que ella en el Mundo.
Y como estaba muy cargado de recuerdos ese polvo vago, en alguna manera semejaba a un ser viviente y a un cerebro. En cierto modo solamente, puesto que nada de lo que palpitaba allí buscaba ventajas, superaciones, explicaciones, análisis o premios. El recuerdo por sí mismo era lo que anhelaba y al mismo tiempo pesábale porque no era un recuerdo de cosas felices, sino por breves momentos, y en lo demás del tiempo sólo revivían dolores, luchas, náuseas y agonías.
Pero era un terco recuerdo que quería, por lo menos, ser estampado solamente en algún monstruoso mármol de algún desmesurado Panteón, porque se sabía pertinaz y más duradero que el mundo, aunque menos fuerte que el tiempo, al que nada resiste.
Y, en los mismos muros del cielo, "donde termina el infinito", y que son un Panteón y no otra cosa, las partículas entraron por las grietas del Panteón, que por muy antiguo ya empezaban a formársele, y allí reposaron, como el polvo en un aposento quieto y cerrado, olvidándose de la antigua reivindicación de dolor que traían por delante "que no haya olvido", "que no se consuma el engaño del corazón".
Y fue el Universo un viejo sepulcro lleno de polvo disperso, tan extenso y desamparado que era imposible tuviera un Comentador, un Historiador de las inhumaciones...
Y, sin embargo, por todas partes se sentía una poesía, una nostalgia, sin que se supiera quién la tenía, puesto que "todo" había perecido.
*Fuente: La muerte y su traje - Calicanto - Bs. As. 1976
LAS TIZAS ESTÁN DE LUTO*
Otra vez, la vida
se me escapa de las manos.
Y es mío este dolor temprano
que acompaña la espera de las aulas,
crece en mis alumnos
y en el otoño atardecido de cansancio.
Oigo el canto tempranero de los niños
que entre vientos y coihues
me zumba en la mañana.
Con tizas esparcidas en el aire
llenan pizarrones
de aromas libertarias.
Te evoca la gente de la tierra
sus antiguas rogativa en el sur.
Llamando a tu espíritu, la machi
acompañan los peñi, en guillatún
Te nombraran los niños
De la Cuenca,
Para que empujes el viento otra vez
te nombraran las voces de las aulas
Con andamios, albañiles
y docentes Del Neuquén
La poesía es un vuelo libertario
que busca justicia y verdad.
Ha salido cantando a los caminos
y de tu fuente, el alba beberá
Esta cantando por los nuestros.
Ha llorado cansada y con dolor.
Quien mato a Carlos, el maestro.
Un policía, un gobernador.
*De ENRIQUE JUAN FERRARI. enriquejferrari@yahoo.com.ar
23 DE ABRIL 20 HS 2007
Flecos del Gallego Blanco*
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
No hay ninguna hilacha para tirar de ella cuando un rostro, o un nombre o un apodo, no se acompañan con el gesto de esa persona memorada.
A veces es como un presentimiento, una noción un poco oscura, un nombre que alguien dice en la mesa del bar, o cruzando una calle solitaria, que está hoy asfaltada y que transitamos --con una trampera cada uno - con Oscar Blanco, primer compañero de primaria que recuerdo. Oscar es el mismo cascarrabias que en el pueblo nombran "Gallego Blanco" y a quien mi madre le decía "Blanquito", y algunos --los menos- "El petizo". Yo, con mi fijación infantil, sigo llamándolo Oscarcito, como cuando nos cambiábamos las figuritas de los cracks de la época o yo le pedía algún libro prestado en nuestra compinchería de la escuela primaria, ya que hicimos los siete años juntos. Hacia el quinto y el sexto de entonces nos hicimos más amigos.
El, Oscar, venía junto a su hermano Raúl --todos los días después de almorzar-- a jugar conmigo entre los árboles que en mi casa siempre fueron numerosos. Allí se entretenían a mares sacando agua del pozo con un balde, a través de una cadena que circulaba por una roldana, ya que ellos vivían "en el centro", frente al Club Huracán, y la casa de ellos tenía un local al frente donde el papá, don Luciano - un español venido de León -, era dueño de una pequeña granjita. La familia la completaba doña Ana, la hacendosa mamá de grandes lentes con marco negro, que también ayudaba detrás del mostrador. Al agua ellos la extraían con un bombeador eléctrico.
De cadetes fungían Oscar y Raúl, luego de la escuela, a través de una bicicleta con una gran canasta de mimbre con la cual entregaban los pedidos.
El arreglo entre ellos --o la orden de don Luciano- era un viaje cada uno, que aún así no respetaban a juzgar por las grandes discusiones que a veces llegaban hasta las escenas de pugilato.
Oscar Miguel Blanco, con todos los alias que ostenta, es la única persona que me habló de Roque Vázquez. Lo que cuento de esta persona (que yo debí conocer, pero no me acuerdo) corre por su cuenta.
El papá del tal Roque era "ratonero" de la empresa Norte, cerealera de entonces. Quiero decir que su oficio (el del papá) era exterminar la numerosa prole ratonil que buscaba alimentarse de los muchos quintales que se almacenaban allí. Esta familia se fue pronto del pueblo, cuando Roque - un año mayor que nosotros- estaba en primer grado. El chiste es que cuarenta años después, pasando por la ruta, quiso volver "a ver su primera escuela".
No bien bajó del automóvil, se le aproximó Oscarcito, que vivía justo en frente, y lo espetó más como interrogatorio que como saludo: "¿Qué decís, Roque Vázquez?".
No quiero imaginarme el asombro de este ex niño --hoy hombre- que se perdió en la nada de mi tiempo, porque salvo esta anécdota que me fue referida por mi amigo no tengo otra noticia de él desde entonces.
Con una personalidad tan llena de amistad y de pocas pulgas de un hombre inteligente como es el Gallego Blanco, no es raro que sobren anécdotas, cuando hay mar de años y de distancia encima. Desde los primeros tiempos, los remotísimos años de entonces, cuando en la 156 se trompeaban duro en cada recreo con el "Bocha" Peiró, a quien la buena de la señorita Lidia sentaba junto a Oscar para que se amigaran o tal vez porque eran los dos más bajitos del grado, pasando por la adolescencia donde integramos la segunda división del Huracán y nos subíamos a esos traqueteantes camiones que nos
llevaban a pueblos vecinos que a mí --tal vez por la intemperie y aspereza de los caminos de tierra- se me antojaban lejanísimos y volvíamos casi siempre vencidos pero nunca derrotados, con el optimismo intacto, el espíritu en pie para nuevas aventuras futbolísticas.
Y el hoy nuestro, él allá en la Galicia de sus mayores y yo aquí, en esta ciudad del "río marrón". En este presente donde nos vemos sólo si coincidimos en el pueblo, muy de vez en cuando, pero que sin embargo no pone en juego el afecto y los recuerdos como una llaga viva.
Este último verano nos vimos en un par de oportunidades y yo, no por ponerlo a prueba sino sólo por charlar, le fui haciendo algunas preguntas sobre el pasado que nos incluye por generación, pero también por muchos momentos --algunos cruciales- que compartimos.
Comprendí que el Gallego sigue siendo el más certero, milimétrico y obsesivo cronista de cuanta anécdota dé vueltas por nuestras mentes olvidadizas, que sobrevuelan la melancolía arrasadora del edificio del club y esas mesas "que nunca preguntan".
Hasta recordaba de quién había sido aquel foul que trajo el penal y nos sacó olímpicamente del campeonato cuando militamos en la quinta división y jugábamos con camisetas descoloridas y desiguales que venían siendo usadas desde cinco años atrás.
Todo eso y mucho más me llevé esa noche cuando nos despedimos en esa calle de su casa que siempre transitamos de niños, que pasa por el club, y cuando me detuve para ver cómo se iba al tranco ligero de sus piernas cortas le grité: "¡Chau Oscarcito!". Y sin pararse, se dio vuelta y me saludó con la mano, internándose en la calle cubierta de sombra nocturna que pronto se lo tragó como nada.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-28159-2011-04-07.html
*
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