sábado, abril 23, 2011

¿Y SI LA INTEMPERIE FUERA ESO...?



-Ilustración: Ray Respall Rojas
(Dibujo a plumilla)



Hesitaciones*



A mis hijos





El resplandor de la Luna Negra me ciega, soy
La hija imperfecta de Lilith y Asmodeo.
Mitad pez, mitad insecto, mitad mujer.






¿Por qué hablamos de volver,
Sabiendo que el camino es unidireccional?





Mi gato persigue el vacío en las paredes.
La luna se llena de vacío.
Un árbol seco huye de la luna.





Perlas son, y no avellanas.
¿Me las ofreces? ¿Para qué las quiero?





Llorar nos ayuda a recordar cuán breve
Es nuestra estancia entre los vivos.





Caminar sobre hielo que no soporte nuestro peso…
Y saber que llegaremos.





¡Si pudiera encerrar mi alma en un hechizo!





La espada.
El filo de la espada.
El eco de mi sangre en el filo de la espada.





¿Dónde duermen las luciérnagas?





El miedo huye de mi regazo:
Alguien se acerca.





Estás muerto y no lo sabes.
¿De qué te sirvió estar vivo?





El unicornio devoró todo el pasto
De los alrededores de palacio.
Es el modo de decirnos que nos quiere.





En un tronco hueco he dejado la memoria.
¿Llegará ahora el anhelado olvido?





Sombras con forma de estalactita me persiguen
Después de abandonar la caverna
Donde el Mago duerme, junto al cáliz y la espada.





¿A dónde fue a morir aquel globo
Que escapó volando de mi infancia?





No me entregues el cetro, ni el oro,
Reniego del incienso y de la mirra.





Al final del oscuro túnel se debate una flor.
El bardo, caminando a tientas,
Pasará a su lado sin reconocerla.





Anoche hubo lluvia de estrellas
Y la copa donde brindamos por la eternidad
Se ha vuelto a llenar de polvo.





Somos la nada que se debate en estruendos,
Somos, la nada, que se devora por dentro.
Siendo nada, somos uno.





Si un día nos volvemos a encontrar,
¿Sabrás aún pronunciar mi nombre… de ese modo?






*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.









CARTA A ERIKA*



Para Tatiana


Seguramente te sorprenderá tener noticias mías después de tantos años de silencio. Imagino que algunos de ustedes se habrán extrañado por mi ausencia y posiblemente hayan tratado de averiguar mi paradero, pero no deje a nadie información sobre mi destino ni los motivos de mi partida.
Ahora, después de tanto tiempo, siento la necesidad de develarte esa antigua incógnita (si es que la tuviste) sobre el porqué de mi desaparición de Rosario; el instituto, la ciudad, la pensión y la radio donde trabajaba.
Tomé la decisión de irme con la misma lucidez con que hoy te escribo y no me arrepiento de aquel momento en que la razón me mostró la única puerta que podía librarme de la depresión y la locura: alejarme cuanto antes de allí.
Sé que ustedes pensaban que las cosas me iban muy bien y realmente era así en el campo profesional. Antes de terminar el primer año de estudio ya tenía trabajo y el futuro se me mostraba sólido y exitoso. Pero eso, querida amiga, era sólo una parte de mi vida. Era la cara iluminada por el brillo del éxito; la que todos podían ver. La otra permanecía en sombras y sólo yo la conocía.
Como bien lo sabés, yo vivía en una pequeña pieza de una pensión en el centro de la ciudad. Era una casa antigua, de las tantas que han quedado en los barrios que circundaban la plaza principal. Se accedía a ella subiendo una larga escalera, que desembocaba en un hall que debe haber sido lujoso alguna vez. De allí se desprendían numerosas habitaciones, a las que se habían agregado cuatro más en la terraza, construidas años después gracias a la demanda de alojamiento para estudiantes, En total eran catorce piezas y dentro de cada una se alojaban entre tres y cuatro chicas. La única individual era la mía debido a su reducido tamaño, ya que sólo entraba en ella una cama, una mesita y el ropero, Yo prefería esa estrechez a tener que compartir mis pertenencias y mi intimidad con alguien desconocido.
Mi habitación estaba en la terraza y frente a ella había otra donde dormían cuatro estudiantes. Una de ellas era una jujeña llamada Paula, con la cual llegamos a construir una profunda amistad. Las dos nos quedábamos solas el fin de semana. Ella porque estaba demasiado lejos para volver a su casa y yo porque prefería no volver. Así, todas las noches nos encontrábamos al regresar a la pensión y compartíamos los sucesos del día. Si hacía calor sacábamos las sillas de su cuarto afuera y nos poníamos a charlas, mientras mirábamos las estrellas.´
Paula me contaba historias de su pueblo, en Jujuy. Relatos que parecían increíbles pero eran ciertos. Disputas entre vecinos, amores no correspondidos, antiguas supersticiones. Describía los lugares y las personas de tal manera que yo podía imaginarlos como si los hubiese conocido realmente.
Me veía caminando sobre suelos ásperos, arenosos, bajo un sol implacable, escuchando el grito de algún pájaro errante o un animal huidizo. Algún día, decía Paula, te voy a llevar a mi pueblo. Yo nunca había salido de la provincia y esos lugares, tan distintos a los que conocía, me parecían maravillosos.
Cuando nos cansábamos de charlas nos asomábamos por la terraza que daba a los patios de otras pensiones. La nuestra era la que estaba arriba de todas pero había varias a las que accedíamos por esa vista, cada una con tantas habitaciones como la nuestra. Cuando estaba caluroso los pensionistas abrían las viejas puertas dobles con vidrio y podíamos ver quiénes vivían dentro de cada pieza. En algunas había familias enteras lo que en ese momento me parecía increíble. Pero la pobreza de los provincianos que venían a buscar trabajo a la gran ciudad convertía a las pensiones en nuevos conventillos. Pagaban por un cuarto y vivían adentro a veces hasta ocho personas, Los sábados a la noche, en especias, eran más grises y solitarios que nunca. Veíamos a toda la familia sentada en una cama mirando televisión, los que tenían la fortuna de tener un aparato propio.
En nuestra pensión la única que tenía un televisor era la encargada y a veces nos invitaba a ver un programa especial pero Paula y yo nos negábamos con educación porque generalmente lo que a ella le parecía fantástico a nosotras no. Preferíamos charlar o contemplar la vida de los pensionistas vecinos a través de la terraza.
Nuestra preferida era una puerta que estaba en la planta baja. La mitad era de vidrio y no tenía cortinas. Se trataba de una cocina y a la noche, cando prendían la luz, podíamos claramente observar adentro todo lo que ocurría. La habitaban una mujer grande y su hijo, que llegaba muy tarde .Nos habíamos imaginado que era estudiante y hasta le inventamos nombres a ambos.
Cada noche veíamos con qué cariño lo recibía su madre y cómo, después de servirle la comida, se sentaba frente a él en la mesa y escuchaba lo que el muchacho le contaba. Podíamos ver el entusiasmo en la cara de él y la sonrisa en la de ella.
Paula decía que comían guiso todas las noches, pero a mi me parecía ver sopa; una humeante y deliciosa sopa de arroz como la que nos hacía mi mamá cuando éramos chicos. Hubiese dado cualquier cosa por tomarla en ese momento.
En silencio, acompañando nuestra soledad, las dos observábamos y envidiábamos el lugar del joven: alguien esperándonos en una tibia cocina, con un plato de comida preparado especialmente para nosotras y dispuesto a escuchar lo que nos había ocurrido durante el día.
Paula estudiaba en la Facultad de Ingeniería Química y para costearse la pensión y los estudios trabajaba en una de las numerosas fábricas de ropa clandestinas de la calle San Luis. Allí se desconocían todos los derechos del trabajador, inclusive llegaban a estar ocho horas de pie, lo que provocaba el desvanecimiento de algunas jovencitas. Pero no había empleos de tiempo corrido y las que estaban allí sabían que era el único medio para poder vivir decentemente. Mi amiga se sentía feliz por tener trabajo y opinaba que era algo transitorio.
Todas las noches, mientras tomábamos una taza de café con leche y galletitas, recordábamos sucesos de su pueblo y el mío y las oscuras paredes de la pensión parecían irse llenando de paisajes de colores, ocres y naranjas de la Puna y verdes brillantes de la llanura. Era como un fantástico carnavalito, que nos hacía olvidar el cansancio y la frialdad del pavimento.
Durante unos días nos desencontramos. Yo estaba dedicada de lleno al estudio y aspiraba a ganar un concurso para trabajar en un programa radial. Tenía que practicar muchos ejercicios de locución y procuraba hacerlos cuando nadie me veía o escuchaba, porque parecía desquiciada.
A fines de noviembre Paula golpeó el vidrio de mi puerta y pude ver su rostro radiante antes de abrirla Entró a los saltitos y me contó que tenía dos grandes noticias: su hermana menor terminaba 5º y se venía a Estudiar a Rosario, con ella. Paula ya había hablado con l a encargada para que le reserven el primer lugar que quedara libre en su habitación. El segundo suceso era que estaba saliendo con un compañero de facultad y se sentía feliz.
Nos quedamos hasta muy tarde hablando y haciendo suposiciones. El cielo esa noche, desde la terraza, parecía más azul y profundo que nunca,
Gané el concurso y rendí bien los exámenes pero no me sentía muy dichosa. No había en mi horizonte ni una hermana ni una pareja y las veladas con mi amiga se espaciaron demasiado.
Una noche llegó la policía a la pensión. Todas fuimos a la escalera para ver qué pasaba. La encargada decía entre tartamudeos que no quería líos. Cuando me vio se quedó callada y el policía reparó en mi. Me dijo que Paula estaba en el hospital y nadie respondía por ella. Sin dudarlo subí al patrullero y fuimos a verla. Sentía el corazón oprimido, como aprisionado en el pecho.
Cuando llegamos, me conducieron hasta la Sala de Terapia y allí la vi. Su novio la había golpeado; primero la cara y después la cabeza contra la pared.
Tenía el rostro tan hinchado que sus grandes ojos marrones eran sólo dos líneas, hundidas entre moretones violetas. El pelo negro, mojado de sangre, se le había pegado a la cabeza y me costó reconocerla.
Al instante llegó el capataz del taller donde trabajaba. Paula no tenía familiares en la ciudad. Todos a miles de kilómetros. Sentí tanta desesperación que empecé a llorar. El policía se conmovió y me ofreció un café caliente, pero no podía tragar nada. Parecía que mi cuerpo eran sólo el corazón, que se me salía del pecho, y los ojos llenos de espanto y de lágrimas. Paula murió horas después de que la vi y su cuerpo quedó en la Morgue, a espera de algún pariente de Jujuy.
Los días se volvieron largos y calurosos. La terraza se llenó de grillos y catangas.
Una noche dejé abierta la puerta de mi pieza por el calor. No sé cuánto tiempo estuve dormida, pero me desperté sobresaltada. En el umbral de la habitación, acariciado por la cortina, se había parado un gato negro. Empecé a tener miedo, a escuchar pasos en la terraza.
Por otro lado, en la radio me afianzaba cada vez más y hasta me ofrecieron un espacio los fines de semana. Pero cuando llegaba a la pensión, el calor y la soledad se me hacían insoportables.
Un jueves, muy tarde, me asomé por el balcón que daba a las casas vecinas.
La luz de nuestra puerta preferida estaba prendida y pude ver, como antes, la cocina familiar. El muchacho no había llegado aún y la madre se había quedado dormida, la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa, cansada de esperar.
Esa noche tomé la decisión. No avisé a nadie. Alcé lo poco que tenía y me fui temprano, después de pagar lo que correspondía a la encargada. Partí en el primer colectivo que conseguí a Jujuy, a una ciudad desconocida. Con lo que había ganado en la radio sobreviví hasta conseguir empleo.
No tuve éxitos ni fama en estos 15 años. Trabajo en una escuela donde los chicos tienen la misma sonrisa que tenía mi amiga. Juré no volver a Rosario y no lo hice.
Lamento no haberles dicho nada pero en ese momento no tenía fuerzas ni ánimo para despedidas.
Ahora podrás contarle, al que le interese, lo que pasó. Sé que hubiese hecho una gran carrera, pero no soporté la tristeza. Todas las noches, en mi humilde casa, mi hija y yo tomamos una deliciosa sopa de arroz, en honor a Paula.
Ella me cuenta lo que hizo durante el día y yo le relato historias de una lejana ciudad.

Hasta siempre.

Lucía




*De CECILIA ZANELLI. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
– Santo Tomé (Santa Fe)







¿A quién le pregunto?*


A veces me parece que anduve por la vida con una memoria vaporosa, una gasa para la red de cazarepifanías, besando la roja ebullición de la Santa Rita en el cielo de mi patio. Mirando, o imaginando que lo veía, al quetzal tan buscado entre los árboles altos del parque nacional. Mojada la memoria en la lluvia que borda un encaje para la hoja verde. Él se acordaría del resto, la precisión de las fechas y los itinerarios. Ahora no puedo olvidar la llave salvo que quiera dormir a la intemperie. ¿Y si la intemperie fuera eso...? ¿No poder compartir los recuerdos?



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar











LAS HORTENSIAS*


(Parte 3 de 10)


*De Felisberto Hernández.




III


Horacio y María empezaron a preparar una fiesta para Hortensia. Cumpliría dos años. A Horacio se le había ocurrido presentarla en un triciclo; le decía a María que él lo había visto en el día dedicado a la locomoción y que tenía la seguridad de conseguirlo. No le dijo que hacía muchos años él había visto una película en que un novio raptaba a su novia en un triciclo y que ese recuerdo lo impulsó a utilizar ese procedimiento con Hortensia. Los ensayos tuvieron éxito. Al principio a Horacio le costaba poner el triciclo en marcha; pero apenas lograba mover la gran rueda de adelante, el aparato volaba. El día de la fiesta el buffet estuvo abierto desde el primer instante; el murmullo aumentaba rápidamente y se confundían las exclamaciones que salían de las gargantas de las personas y del cuello de las botellas. Cuando Horacio fue a presentar a Hortensia, sonó, en el gran patio, una campanilla de colegio y los convidados fueron hacia allí con sus copas. Por un largo corredor alfombrado vieron venir a Horacio luchando con la gran rueda de su triciclo. Al principio el vehículo se veía poco; y de Hortensia, que venía detrás de Horacio, sólo se veía el gran vestido blanco; Horacio parecía venir en el aire y traído por una nube. Hortensia se apoyaba en el eje que unía las pequeñas ruedas traseras y tenía los brazos estirados hacia adelante y las manos metidas en los bolsillos del pantalón de Horacio. El triciclo se detuvo en el centro del patio y Horacio, mientras recibía los aplausos y las aclamaciones, acariciaba, con una mano, el cabello de Hortensia. Después volvió a pedalear con fuerza el aparato; y cuando se fueron de nuevo por el corredor de las alfombras y el triciclo tomó velocidad, todos miraron un instante en silencio y tuvieron la idea de un vuelo. En vista del éxito, horacio volvió de nuevo en dirección al patio; ya habían empezado otra vez los aplausos y las risas; pero apenas desembocaron en el patio al triciclo se le salió una rueda y cayó de costado. Hubo gritos, pero cuando vieron que Horacio no se había lastimado, empezaron otra vez las risas y los aplausos. Horacio cayó encima de Hortensia, con los pies para arriba y haciendo movimientos de insecto. Los concurrentes reían hasta las lágrimas; Facundo, casi sin poder hablar, le decía:
-¡Hermano, parecías un juguete de cuerda que se da vuelta patas arriba y sigue andando!
En seguida todos volvieron al comedor: Los muchachos que trabajaban en las escenas de las vitrinas habían rodeado a Horacio y le pedían que les prestara a Hortensia y el triciclo para componer una leyenda. Horacio se negaba pero estaba muy contento y los invitó a ir a la sala de las vitrinas a tomar vino de Francia.
-Si usted nos dijera lo que siente, cuando está frente a una escena -le dijo uno de los muchachos-, creo que enriquecería nuestras experiencias.
Horacio se había empezado a hamacar en los pies, miraba los zapatos de sus amigos y al fin se decidió a decirles:
-Eso es muy difícil... pero lo intentaré. Mientras busco la manera de expresarme, les rogaría que no me hicieran ninguna pregunta más y que se conformen con lo que les pueda comunicar.
-Entendido -dijo uno, un poco sordo, poniéndose una mano detrás de la oreja.
Todavía Horacio se tomó unos instantes más; juntaba y separaba las manos abiertas; y después, para que se quedaran quietas, cruzó los brazos y empezó:
-Cuando yo miro una escena... -aquí se detuvo de nuevo y en seguida reanudó el discurso con una digresión-: (El hecho de ver las muñecas en vitrinas es muy importante por el vidrio; eso les da cierta cualidad de recuerdo; antes, cuando podía ver espejos -ahora me hacen mal, pero sería muy largo explicar porqué- me gustaba ver las habitaciones que aparecían en los espejos). Cuando miro una escena me parece que descubro un recuerdo que ha tenido una mujer en un momento importante de su vida; es algo así -perdonen la manera de decirlo- como si le abriera rendija en la cabeza. Entonces me quedo con ese recuerdo como si le robara una prenda íntima; con ella imagino y deduzco muchas cosas y hasta podría decir que al revisarla tengo la impresión de violar algo sagrado; además me parece que ése es un recuerdo que ha quedado en una persona muerta; yo tengo la ilusión de extraerlo de un cadáver; y hasta espero que el recuerdo se mueva un poco...
Aquí se detuvo; no se animó a decirles que él había sorprendido muchos movimientos raros...
Los muchachos también guardaron silencio. A uno se le ocurrió tomarse todo el vino que le quedaba en la copa y los demás lo imitaron. Al rato otro preguntó:
-Díganos algo, en otro orden, de sus gustos personales, por ejemplo.
-¡Ah! -contestó Horacio- no creo que por ahí haya algo que pueda servirles para las escenas. Me gusta, por ejemplo, caminar por un piso de madera donde haya azúcar derramada. Ese pequeño ruido...
En ese instante vino María para invitarlos a dar una vuelta por el jardín; ya era noche oscura y cada uno llevaría una pequeña antorcha. María dio el brazo a Horacio; ellos iniciaban la marcha y pedían a los demás que fueran también en parejas. Antes de salir, por la puerta que daba al jardín, cada uno tomaba la pequeña antorcha de una mesa y la encendía en una fuente de llamas que había en otra mesa. Al ver el resplandor de las antorchas, los vecinos se habían asomado al cerco bajo del jardín y sus caras aparecían entre los árboles como frutas sospechosas. De pronto María cruzó un cantero, y encendió luces instaladas en un árbol muy grande, y apareció, en lo alto de la copa, Hortensia. Era una sorpresa de María para Horacio. Los concurrentes hacían exclamaciones y vivas. Hortensia tenía un abanico blanco abierto sobre el pecho y detrás del abanico, una luz que le daba reflejos de candilejas. Horacio le dio un beso a María y le agradeció la sorpresa; después, mientras los demás se divertían, Horacio se dio cuenta de que Hortensia miraba hacia el camino por donde él venía siempre. Cuando pasaron por el cerco bajo, María oyó que alguien entre los vecinos gritó a otros que venían lejos: "Apúrense, que apareció la difunta en un árbol". Trataron de volver pronto al interior de la casa y se brindó por la sorpresa de Hortensia. María ordenó a las mellizas -dos criadas hermanas- que la bajaran del árbol y le pusieran agua caliente. Ya habría transcurrido una hora después de la vuelta del jardín, cuando María empezó a buscar a Horacio; lo encontró de nuevo con los muchachos en el salón de las vitrinas. Ella, estaba pálida y todos se dieron cuenta de que ocurría algo grave. María pidió permiso a los muchachos y se llevó a Horacio al dormitorio. Allí estaba Hortensia con un cuchillo clavado debajo de un seno y de la herida brotaba agua; tenía el vestido mojado y el agua ya había llegado al piso. Ella, como de costumbre, estaba sentada en su silla con los grandes ojos abiertos; pero María le tocó un brazo y notó que se estaba enfriando.
-¿Quién puede haberse atrevido a llegar hasta aquí y hacer esto? -preguntaba María recostándose al pecho de su marido en una crisis de lágrimas.
Al poco rato se le pasó y se sentó en una silla a pensar en lo que haría. Después dijo:
-Voy a llamar a la policía.
-¿Pero estás loca? -le contestó Horacio-. ¿Vamos a ofender así a todos nuestros invitados por lo que haya hecho uno? ¿Y vas a llamar a la policía para decirle que le han pegado una puñalada a una muñeca y que le sale agua? La dignidad exige que no digamos nada; es necesario saber perder. La daremos de nuevo a Facundo para que la componga y asunto terminado.
-Yo no me resigno -decía María-, llamaré a un detective particular. Que nadie la toque; en el mango del cuchillo deben estar las impresiones digitales.
Horacio trató de calmarla y le pidió que fuera a atender a sus invitados. Convinieron en encerrar la muñeca con llave, conforme estaba. pero Horacio, apenas salió María, sacó el pañuelo del bolsillo, lo empapó en agua fuerte y lo pasó por el mango del cuchillo.







Esa calle*



Yo conocí una calle que está en cualquier lugar

Una calle que da al mar,

a la caída del sol, al incendio


una calle que termina en jardín

un jardín que se abre

una calle que se pierde en la selva



una calle que linda con el grito

con animales de seda innumerables

con barcos que se mueven en la luz

y ceremonias que matan el desierto


Decir yo he conocido

Es decir la presiento.

Esa calle me espera


Desnuda de carteles

alguna vez
voy a reconocerla




*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar







Romance*


1


Lo primero que al hombre le llama la atención, cuando llega a la casa de su viejo amigo Camargo
-inventor-, es la gallina. Un animal gordo y vivaracho, pese a todo lo que le falta. Al verla, dispuesto a hacer comparaciones, lo primero que a uno se le ocurriría es que se parece a alguien que acaba de volver de la guerra. El hombre sabe que Camargo ama desmedidamente los animales. Su casa no es un
zoológico por una simple razón: no soporta los ruidos. Ningún ruido. Las paredes están revestidas con planchas aislantes. Las ventanas y las puertas son dobles y están tapadas con gruesas cortinas. Acá se habla en voz baja.
El amor que Camargo siente por los animales choca con esta imposición de silencio. porque, desgraciadamente -según él mismo se lamenta-, casi no hay bicho que no ladre, bale, maúlle, rebuzne, ruja, silbe, muja y demás variantes. Ruidos y ruidos. Esta fatal contradicción entre su necesidad y su
afecto es lo que condena a Camargo a la soledad. El hombre sabe todo esto y se dice que la presencia de la gallina dentro de la casa debe tener su historia.
Es así como más tarde, entre mate y mate, cuando la gallina se desliza con paso incierto frente a la puerta, el hombre, con voz distraída, pregunta: "Y esa gallina?" El relato no es simple, pero sí creíble. Un día, en una de sus escasas salidas, Camargo presenció como un coche atropellaba a una gallina.
La levantó, comprobó que estaba viva y se la llevó. En su casa, después de revisarla, llegó a la conclusión de que sólo tenía una pata rota. Se la entablilló. Depositó la gallina en un canasto de mimbre y se dedicó a alimentarla, mientras esperaba la lenta curación. Seguramente agradecida, la gallina soportaba su dolor y guardaba silencio.
Pasó el tiempo y Camargo advirtió alarmado que la quebradura no soldaba. Al contrario, la infección amenazaba extenderse. Tomó una decisión drástica.
Decidió amputar. con un brebaje de su invención atontó al animal y después, con una tijera de podar, cortó donde consideró conveniente. Volvió a desinfectar y a vendar. Abandonada en el fondo del canasto, la gallina callaba. Poco a poco, se fue animando. Camargo supo que estaba salvada.
Quitó el vendaje. Buscó una varilla de madera, la cortó a la medida adecuada y la ató firmemente al muñón de la gallina. En pocas palabras, le colocó una pata de palo.
Al comienzo, la gallina no se animaba a moverse. A lo sumo, se arrastraba un poco. Siguió un período de aprendizaje. Camargo la paraba, la sostenía de las alas, le hablaba, la alentaba, la impulsaba a caminar. Y así, primero a los tropezones, luego con más seguridad, la gallina fue aprendiendo a desplazarse con su pata artificial.
Acá surgió el primer problema. Durante el día, durante la noche, comenzó a oírse por los pasillos de la casa el toc-toc-toc de la patita de palo. Y es probable que el animal estuviese realmente entusiasmado con la nueva adquisición, por que no paraba de moverse. Mientras tanto, Camargo se volvía loco. Individuo de amplios recursos, encontró una rápida solución. colocó debajo de la patita un taco de goma y el golpeteo desapareció. A partir de ese momento siguió una larga temporada de pacífica y amorosa convivencia. Hasta que llegó la primavera. La gallina, impulsada por el aire nuevo y vaya a saber por qué extraño arrebato de rebeldía, comenzó a cantar. no ponía huevos, pero los anunciaba a cada rato, de día y de noche. La casa se había convertido en un infierno. Camargo se había encariñado demasiado con la
gallina como para echarla a la calle. Y menos podía hacerlo en esas condiciones. Una noche, arrancado violentamente del sueño por un estruendoso cocorocó, se levantó, tomó a la gallina, puso a funcionar la piedra esmeril y le limó el pico. Se lo limó hasta la mitad. La gallina anduvo varios días muy desconcertada. Pero después, Camargo comprobó que con lo que le quedaba de pico volvía a alimentarse. Seguramente había aprendido la lección y ya no se la oyó cantar. Con lo cual la convivencia volvió a ser grata.
Esa es la historia. Camargo le alcanza otro mate. El hombre mira hacia el extremo del pasillo y ve lo que había visto al entrar. Una gallina caminando con una pata de palo y con el pico por la mitad. Piensa que, sea en el nivel que sea, en este mundo no hay relaciones fáciles.



2

Aunque no se lo confiese, es probable que la razón por la que el hombre vuelve a visitar rápidamente a su viejo amigo Camargo sea la presencia de aquella gallina con una pata de palo y el pico cortado. Apenas llega, después de los saludos, echa un par de miradas alrededor: el animal no está a la vista. El hombre no hace preguntas, evita ser indiscreto. Por lo tanto se sienta y escucha al amigo Camargo hablar pausadamente de esto y lo otro mientras va preparando el mate. Pero su atención está puesta en otra parte. No pasa mucho tiempo antes de que su oído alerta detecte que algo se está moviendo en el pasillo. Es la gallina, sin duda. Tarda en aparecer. Lo que finalmente el hombre ve asomarse es algo que no se parece a una gallina ni a nada que haya visto antes de esta tarde. Pasada la sorpresa, logra recomponer la imagen del ave y se dice que buena parte de su desconcierto ha sido provocado por el hecho de que el bicho no camina hacia adelante sino para atrás. Al moverse se contorsiona todo el tiempo, como si algo le molestara. y ya no se trata solamente de la pata de palo. Hay más novedades.
Salvo la cabeza y la cola, todo el cuerpo de la gallina está cubierto por una gruesa camiseta de frisa. Debajo de la camiseta, por lo que se puede adivinar, no hay plumas. solamente aparecen dos mechones en las partes descubiertas: cabeza y cola. Aparentemente se ha quedado pelada. Ante esta nueva pérdida, como compensación, su pico ya no está cortado por la mitad, sino que luce entero, afilado, firme y lustroso. La gallina pasa junto a ellos, desplazándose siempre hacia atrás y retorciéndose. Desaparece por la otra puerta.
El hombre mira a Camargo de reojo y se aguanta la pregunta. Prefiere esperar a que el amigo toque el tema. Camargo le pasa un mate y, con tono fingidamente distraído, dice: "¿La viste?" El hombre asiente: "La vi." "¿Qué opinás?" El hombre no sabe qué contestar, ignora lo sucedido, pero si algo está pensando es que ese animal, últimamente, no anda con mucha suerte. De todos modos, calla. Evita correr el riesgo de parecer irrespetuoso.
Finalmente se anima: "¿Qué pasó?" Camargo confirma lo que ya había percibido: "Se quedó pelada." "¿Repentinamente?" "Repentinamente" El hombre ensaya un gesto que pretende ser de comprensión. Pregunta: "¿Por qué le pusiste esa camiseta?" "Primero para que no pasara frío y segundo por un
problema estético. Me pareció que era una forma de ayudarla a superar el mal momento. ¿Qué te pasaría a vos si te quedaras pelado de un día para el otro?" "No sé" "Te sentirías avergonzado." "Seguramente." "A ella le pasa lo mismo."
Durante un rato, el hombre conserva un prudente silencio. Busca en su cabeza alguna frase adecuada para acompañar los sentimientos de Camargo. Dice: "Pero no se le cayeron todas, le quedó un mechón sobre la cabeza y otro en la cola." "Perdió absolutamente todo -explica Camargo-. Con sus propias
plumas le fabriqué una peluca y con un pegamento le coloqué ese mechón en la cola."
Ahora, cada vez más, el hombre se siente obligado a hablar. Dice: "Le quedan bien." Camargo no contesta. El hombre pregunta: "¿Por qué camina para atrás?" Camargo: "Tomó esa costumbre desde que la vestí. Además hace todos esos movimientos extraños, ya viste, parece una contorsionista. Estuve
pensando en eso. La camiseta se la coloco por la cabeza. Tal vez ella piense que retrocediendo pueda llegar a desembarazarse de la ropa." "¿Y si probaras a colocarle la camiseta por la cola?" "Es una idea, se podría intentar."
"Noté que ahora tiene el pico entero, ¿cómo hiciste?" "Fabriqué la parte que faltaba y se la pegué." "Casi ni se nota." Camargo asiente, seguramente reconfortado por la observación.
Vuelve a entrar la gallina, con su pata de palo, la peluca, la cola postiza y la camiseta de frisa. Cruza la habitación, siempre reculando y contorsionándose. Desaparece hacia el pasillo. Camargo deja pasar unos
segundos y confiesa: "Ya sé que no tiene muy buena pinta, pero yo la quiero igual." El hombre acepta otro mate y piensa que sobre la tierra no hay sentimiento más poderoso ni más noble que el amor.




3

El hombre visita nuevamente a su amigo Camargo. apenas cruza la puerta mira alrededor, tratando de descubrir a la gallina. no la ve. paciente, acepta el ritual del mate. Después, tímidamente, pregunta: "¿y la gallina?" el amigo sacude la cabeza, en un gesto que el hombre interpreta como una señal funesta. Se prolonga el silencio. Finalmente, se atreve de nuevo:
"¿que paso?"
La que sigue es la historia contada por Camargo.
Todo iba bien. La gallina había superado el peso de sus calamidades y se había adaptado maravillosamente al ritmo de la casa y a las exigencias de su dueño. Iba y venia con su pata de palo, tenía recorridos fijos, horarios, tal vez también aburrimientos. Hubiese sido difícil intentar adivinar lo que pasaba en su pequeña cabeza, bajo aquella peluca fabricada con sus propias plumas. De todos modos, Camargo estaba seguro de una cosa: la gallina no se sentía infeliz. Y así pasaban las semanas y la vida se iba deslizando en un clima de apacible medio tono, agradable para el amigo inventor, que tanto odiaba los ruidos y las estridencias. Hasta la mañana en que la gallina cantó. No había vuelto a hacerlo desde aquella vez en que Camargo se había visto obligado a limarle la mitad del pico.
Desde el fondo de la casa, desde aquella habitación donde estaba el canasto de mimbre, llego el ronco sonido triunfal. Impreciso todavía, tembloroso, debido seguramente a la falta de práctica y quizás a una incontrolable emoción.
Después, la gallina cantó por segunda vez. Entonces, el amigo Camargo acudió para ver que ocurría.
Y ahí estaba, la desplumada, la mutilada, detenida en el centro del cuarto, en actitud solemne y marcial, igual que si estuviese en una parada militar, firme como nunca sobre su pata de palo. Y canto por tercera vez. El amigo Camargo se asomo al canasto de mimbre y se topo con lo inesperado: Un huevo.
A partir de ahí todo cambio. Una nueva realidad acababa de instalarse en la casa. La gallina comenzó a empollar el huevo. De tanto en tanto, Camargo llegaba hasta la puerta de la habitación y espiaba. Si la descubría en las escasas oportunidades en que salía para comer, se acercaba y miraba el huevo. No era un huevo diferente de todos los demás, pero ahí, en ese canasto, tan blanco, solo, desvalido, era como un descubrimiento, como un testimonio de los primeros días del mundo. Millones de huevos antes de ese
huevo. Pero, para esa gallina, un huevo único. Y ella se obstinaba noche y día en su puesto, derramando torrentes de amor sobre él.
Ahí seguía el animal quieto, los ojos fijos, viendo más allá de las cosas y del tiempo.
Ahí estaba la gallina sin plumas, con su camiseta de frisa, su peluca, su pico emparchado, su pata de palo, la gallina con todas sus carencias, lanzada sin embargo hacia la vida, obedeciendo el mandato primordial de su especie. El amigo Camargo no ignoraba que, sin la participación previa de un gallo, aquel huevo jamás daría a luz una cosa viva. Pero no quería detener aquella historia, lo conmovía esa maternidad sin esperanza.
Hasta que un día ocurrió la catástrofe. Por distracción, por exceso de confianza, al volver al canasto, la gallina manejo mal su pata de palo, piso el huevo y lo rompió. De aquella promesa de vida no quedaron más que pedazos de cáscara y los restos de la clara y de la yema filtrándose a través de las varillas de mimbre. Consciente del desastre, la gallina salió de ahí, se arrastró hasta un rincón del cuarto y se echo. Un par de veces pareció intentar caminar, pero ya no supo manejarse y se desplomo. Rechazó todo
alimento y, seguramente agobiada por la culpa de su crimen involuntario, ya no hizo un solo esfuerzo para seguir viviendo. Ella, que había superado la amputación de una pata, la pérdida de medio pico y todas sus plumas. No duro mucho. Una mañana, Camargo la encontró muerta.
Esa es la historia. El hombre ha escuchado con atención. En un gesto de solidaridad, estira la mano y pega un golpecito en la rodilla del amigo Camargo. Llega la hora de irse. En la puerta de calle, gira la cabeza y mira el pasillo vació que lleva a la pieza del fondo. Se despide, se marcha.
En su cabeza ronda una frase como un patético estribillo: el destino es insondable y no existe felicidad que no este amenazada.


*de Antonio Dal Masetto.
-Publicado en "Ni Perros ni Gatos" Torres Agüero Editor, Buenos Aires. 1987





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