viernes, agosto 12, 2011
LA FUERZA DE LO IRREAL...
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
ESTACION DE LOS TREBOLES Y UNA TRISTEZA MENOS*
“Nos morimos, amor, muero en tu vientre que no muerdo ni beso, en tus muslos dulcísimos y vivos, en tu carne sin fin, muero de máscaras, de triángulos oscuros e incesantes”
Jaime Sabines
Un hombre añora tréboles. Tréboles pide.
Clamo por las siemprevivas de tus muslos.
La mano se ahueca en el pecho ingrávido.
El amor, leve sombra, cruza el monte.
Una mujer suspira en tréboles maduros.
Puñal y tropel. Mi gruta umbría espera.
Ofrece la quieta monotonía de sus pechos.
El amor, sol radiante, sigue la raíz del viento.
Un hombre, una mujer y rescoldo de luna.
Lluvia nocturna y cuatro pétalos de trébol.
Perfección de fragancias y estaciones.
El amor es un potro embravecido
Un hombre, una mujer y un niño
Parejos. Semejantes. Desiguales.
La mano se ahueca en el pecho grávido
Madre, padre y trébol de 60º.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
No habrá revelaciones*
No habrá revelaciones.
No existe magia en cánticos solemnes
ni ocultan el misterio indescifrable
selladas puertas de frías catacumbas.
No hay panaceas ni eldorados ni quimeras
ni altares incendiados por las voces
preñadas de promesas incumplidas,
vagos albores, intuiciones tenues.
Los mapas del pasado ya no sirven;
duerme el oro su sueño milenario
en minas sospechadas hace siglos
y, por insospechables, imposibles.
Se acerca el alba, debo abandonar.
Una imprecisa sombra de párpados rojizos
nos muestra con desidia los caminos
que conducen al arenal interminable
llamado por los ángeles Renuncia.
No habrá revelaciones. Sólo pétreas
constelaciones de páginas en blanco.
Amanece; en el aire se agazapan
sin posible sentido
las palabras desnudas.
*de Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
-De La estrecha senda inexcusable
La fuerza de lo irreal*
Tenés pajaritos en la cabeza, le decían.
Algunas veces los pájaros bajaban hasta su pecho y aunque no eran visibles, le dejaban una suavidad de plumas en el alma .
*De Cristina Villanueva cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
EL DESVÍO*
*De Juan Carlos Cena. ferrocena2011@gmail.com
A Carlos Melidoni
"El tanque de agua es lo más alto", decía cuando fui por primera vez al desvío. Lo comparaba con la señal, aunque nunca los había medido. No es que polemizara con alguien. Lo que sucedía era que el tanque de agua del desvío se presentaba a mi vista como algo vigoroso, algo de mi preferencia. Un grueso caño descollaba de su cuerpo como un brazo robusto que se doblaba en el codo, le colgaba una manga raída, dando la sensación de cercenamiento.
Ahora no se usa más, sólo un goteo pertinaz cava un hoyito entre las dos vías. Ahí beben los pájaros del monte. Las locomotoras de vapor no aplacan más su sed en el tanque del desvío.
Transitan otras, las locomotoras diesel. Pero el tanque está ahí, monumental. Regaba al pueblo, daba de beber a los pobladores y al ganado, aquietaba los médanos que rodean al pueblo. Digo pueblo: un almacén de ramos generales, una carnicería -matadero, un galpón que funcionaba como taller mecánico, el herrero arreglaba arados, rejas, varas de carro, armaba tranqueras, reparaba todo, era un ramos generales metalúrgico. La estafeta de correo funcionaba en la misma oficina de la policía, y contiguo, un
dispensario de primeros auxilios. Casas de ferroviarios no existían. El único personal ferroviario asignado vivía en la misma pequeña estación de ese desvío.
Mi viejo no se movía para nada del cuadro de la estación. No practicaba vida social alguna en el pueblo, no concurría al boliche, a pesar de saber los diagramas fijos de los trenes y tener tiempo de sobra. Los momentos por esos lugares eran anchos y largos, y siempre estaban disponibles. Así y todo, el viejo no quería alejarse. Estaba atento a las campanillas o al repiqueteo del telégrafo. Se apartaba, pero la distancia la medía con el oído. Por las tardes, orillando el pueblo, aparecían hombres silenciosos de
a pie o a caballo, como si fueran un desprendimiento del monte, eran los puesteros y peones de las estancias. Digo, ni siquiera en ese momento tomaba distancia, porque a mi viejo le gustaba escuchar a esos hombres. Era un buen oidor, degustaba la palabra del otro como si fuera un buen vino: entornaba
los ojos y clavaba la rendija de su mirada en los labios del paisano para no perderse ni un gesto
-Puede arribar uno fuera de horario, como el tren de auxilio, un aguatero, uno especial, y yo justo estoy en otro lado, no puede ser-me aclaraba.
Yo comparaba la altura del tanque con la señal de distancia, lo hacía a las tardecitas, cuando mi viejo iba colocar el farol de kerosén a las dos señales, la de media y larga distancia. En ese recorrido de un kilómetro de ida y otro de vuelta inventaba juegos. Uno era una rayuela muy particular.
No podía marcarla con tiza en el piso, pero durmientes y rieles ayudaban a la imaginería. Saltaba con la pierna izquierda sobre dos o tres durmientes y brincaba con la derecha sobre el riel de ese costado, uno, dos, tres, y arriba, tenía que hacer equilibrio tras el brinco, sino perdía; repetía con
la derecha el salto también sobre los durmientes y con la izquierda saltaba sobre el riel izquierdo. Luego, dando trancos largos tomaba impulso y brincaba: uno, dos, tres, cuatro y cinco durmientes, y el rebote con las dos piernas, y en medio de él gritaba "¡cielo!". A veces caía taloneando sobre
un durmiente engrasado, y me daba flor de culazo sobre el balasto (piedras), otras, saltaba cerca de mi viejo y le garroneaba las alpargatas.
Se daba vuelta carajeándome, simulando enojo, y gritaba: "¡Diablo, dejáte de joder!" (de chico me decían diablito). Al llegar a la señal nos parábamos debajo de ella, mi viejo trepaba para colocar el farol en la muesca donde se cambian los colores, bien arriba.
Mientras, con la mirada desde abajo contaba los escalones de la escalera, los memorizaba. De regreso jugaba al equilibrista. Intentaba hacerlo sobre el riel, pero no podía. El viejo me tomaba de la punta de un dedo.
-No mires la vía, chambón. Yo la miraba y, ¡zas!, un resbalón y la peladura de un tobillo.
Él repetía: -No mires la vía. -igual, otro resbalón, otro raspón-. Sos huevón, cuando se anda en bicicleta no se miran los pedales. Siempre hay que mirar más allá de las narices. Esta era una recomendación doble. O si no: -El buen jugador de fútbol juega con la cabeza levantada, es elegante, no mira la pelota, el tacto del empeine le va diciendo como va la cosa, no se le escapa la cueruda.
Al llegar a la estación, al atardecer, contaba la sombra del tanque de agua con mis pasos. Hacía trampas. Las sombras a esa hora son largas. Quería que el tanque le ganara a la raquítica señal.
Mi viejo era relevante de estación, categoría correspondiente al Departamento Tráfico. Relevaba a un compañero que trabajó quince días corrido o más, y luego otro lo reemplazaba, y así. Le llevaba en el tren de carga o en algún mixto (mitad carga, mitad pasajero), la ropa y cosas que mi vieja colocaba en una valija-canasta, junto a una carta trabajosamente escrita, que el viejo devoraba. Estaba tres o más días, según; cuando volvía el carguero o el mixto, el viejo me embarcaba de nuevo rumbo a casa.
El pueblo estaba rodeado por un monte cerrado, un arenal atrincheraba ambos. En los días de vientos todo se opacaba. Se andaba con un pañuelo en el rostro para filtrar el aire, el cuerpo encorvado y la cabeza gacha, como topando ráfagas. El viento era caliente. Cerca estaban las salinas del norte
de Córdoba. Más de las veces esa brisa era ventarrón que se elevaba por sobre los montes acarreando arenilla con pequeños granos de sal. Arena y sal. Todo era sofocante en esa bóveda arenada. Se andaba por las calles sólo por necesidad. Así era la vida en el desvío.
Al calmarse el viento, aparecía la vida en patios y veredas, perros y cristianos salían de su encierro, los pájaros remontaban vuelo. Cuando el sosiego era pleno, mariposas, abejorros, avispas, langostas y otros insectos surcaban viboreando la brisa como un retozo. El tanque de agua se mostraba generoso, surtía agua como nunca, la gente regaba todo, hasta las comisuras de las calles, que eran arenosas.
Mi viejo baldeaba el pequeño andén, limpiaba la arenilla depositada en las palancas de las señales, las engrasaba, y después las probaba. A la noche sacaba los catres fuera de la habitación, que era un horno. Aparecían otras preocupaciones: una, las vinchucas. Tendía mi catre fuera del alero de la estación, entre sus tejas anidaban esos bichos, que de noche se descolgaban a beber sangre y a dejar su picadura maldita. Mi viejo cubría el catre-cama con un mosquitero, yo trataba de resistir esa envoltura. Era inútil cualquier rezongo, las recomendaciones de la vieja se cumplían enteramente.
El viejo era un acatador disciplinado, sabía de sus largos rezongos. Ja, mira si regresaba con una picadura o machucón, pobre mi viejo con mi vieja.
Me acostaba boca arriba, el cielo se presentaba bajo el tul del mosquitero azul, color ceniza, cuadriculado; éste deformaba todo: a las estrellas les limaba las puntas, al brillo lo esmerilaba, y a mí se me escabullía el cielo, era horrible esa turbidez. Al dormirse el viejo, llegaba el destape.
Ah, la brisa suelta y el cielo libre, la frescura y el rocío.
La otra preocupación era el burro. Sí, un burro que andaba de noche. De día se escondía en el monte, era cimarrón.
-¿El burro? -le dije a mi viejo.
-Sí, el burro. Tira mordiscones -me contestó. Al verme la cara de incrédulo comenzó toda una explicación.
-Aquí no hay chocos (perros), la gente no quiere tenerlos. No tienen qué comer ellos, menos para un perro. -¿Y? -le contesté con un ademán y la mirada.
-Por este desvío circulan trenes de pasajeros que van al norte, a Tucumán, y otros por el ramal a Catamarca. Al pasar, desde la cocina del coche-comedor tiran desperdicios, es la hora de la cena. Antes, cuando había perros, recorrían un buen trecho la vía, era una fiesta perruna. Como te dije: hoy, nadie repone perros, se fueron acabando. Apareció este burro, de lomo muy gris y de panza muy blanca, tarasconeador y pateador, muerde de puro traicionero, hay que tener cuidado. Es salvaje. Me miraba el viejo, vaya a saber qué cara tendría yo, pero él continuó dándome explicaciones:
-Ahora él hace el recorrido que antes los perros disfrutaban. Vive en el monte. Sale de noche, o después que pasa el tren de pasajeros. Si es un carguero o el tren aguatero o el de auxilio, ni se asoma -el viejo ya me asombraba de nuevo, nos tenía acostumbrados a esa invención. De la nada, como ahora, ¡zas!, un cuento.
-Con decirte que sabe los horarios de los trenes de pasajeros -dijo sin pestañear. Lo miré como diciendo: "dejáte de joder viejo, cómo va saber este burro los horarios, si los burros son lo más burro de los animales. Si cuando yo no sé algo me dicen burro, y ahí no más me sobo las orejas, por si me crecen".
-Es verdad, ya vas a ver cuando pase el rápido.
Pasó el rápido. Al rato se asomó el burro en la punta del andén. Comenzó a caminar despacio por el medio de la vía, indolente cruzó por enfrente de la estación, se perdió en la noche. A la madrugada regresó con la panza que se le reventaba. Parecía una burra preñada. Retornaba por el medio de la vía,
casi pisando sus huellas. Al cruzar el cuadro de la estación dobló y se metió en el monte. Lo vi varias veces. Me miraba de soslayo, como zorreando. Ni apuraba el trote ni lo hacía cauteloso, tranqueaba con seguridad.
Vinchucas, viento salado, el burro, el tanque de agua y su estatura, y la señal de distancia, flaca y alta, parecía un esqueleto de fierro, con un brazo verde que a veces se volvía rojo. Ése era el desvío, como tantos otros.
-¿No te aburrís viejo? -le dije un día.
-No, yo siempre me ando acompañando...
-¿...?
-Sí, conmigo y con ustedes. Nunca estoy solo -quiso explicar.
-¿...?
-Bueno, ya entenderás algún día.
Terminaron esos viajes y los relevos de mi viejo, lo ascendieron. Mucho tiempo después, pero mucho, vino lo que vino: al ferrocarril lo pararon.
Viajando rumbo al norte, no hace mucho, por la ruta 9, recordé el desvío. Ahí no más me aparté del camino, tomé una carretera provincial Y llegué al desvío aquél. Ya no era el mismo. El pueblo estaba abandonado, la estación era una tapera, los yuyos cubrían el andén, las palancas de las señales
aparecían cubiertas por un montículo de arena grasosa; el tanque de agua no tenía más agua, ese brazo vigoroso ya no goteaba más, el color que le dio majestuosidad se volvió cáscara de óxido, y la señal de distancia perdió los colores. El monte avanzaba, los médanos desdibujaban las calles. El avance
del arenal emparejaba todo, con bravura batallaba con el monte disputando espacios. Sólo un viejo muy viejo vivía en la casa de ramos generales abandonada. Era el herrero. No lo reconocí en un principio. Vivía esperanzado de que alguna vez regresara el tren. Caminamos por el pequeño pueblo abandonado. Me contaba las historias de los que vivieron allí. El cementerio desapareció, el monte lo devoró. Llegamos a lo que fue la estación. Me acongojaba al ver esas ruinas, mis recuerdos se tornaban nubosos.
De repente, el asombro: las vías estaban sin yuyos, limpias. Como si alguien, o la cuadrilla de catangos (peones) de vías pasaran todavía carpiendo los pastizales para evitar los patinajes. Los rieles se veían
medio oxidados, pero nítidos. Caminé hasta el cambio del desvío y observé que para el norte y el poniente, estaban libres de pastos, los durmientes a la vista y los cables de las señales limpias de enredaderas rastreras.
No salía de mi asombro. Este viejo muy viejo apretó sus ojos hasta hacerlos rendijas, enfocó esa abertura en mi rostro y escrutó ese asombro.
-Es el burro -dijo. Después de muchos años puse la misma cara que a mi Viejo cuando me nombró a ese asno por primera vez.
-Sí, es el burro. Vive en el monte. Está todo gris, como canoso, es muy viejo, -dijo el viejo y continuó- todas las mañanas sale a carpir la vía; al regresar, pasa frente a donde vivo, se detiene, me mira, intenta rebuznar y no puede. Parece un quejido ese intento. Pero yo sé qué quiere decir. Porque
tengo la misma esperanza que él: esperamos el tren...
Vivir en el silencio*
Quien vive en el silencio
conoce su propia tormenta.
Hay un cúmulo de gritos reprimidos,
expresión desatada de sorda rebeldía,
siempre envuelta en harapos,
siempre ahogada en susurros.
El corazón ansía vendavales,
huracanes de luz, sombras mortales.
Busca infiernos el alma donde arder,
mares donde nadar y naufragar, espacios
para batir sus alas impotentes.
Sólo existe quietud, todo es un vaso
de plomo derretido.
¿Quién desnudará tu grito?
¿Quién se amarrará a tu labio?
¿Quién, en las noches insomnes,
se acercará a tu voz y a tu delirio?
*de Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
Habla, memoria*
*Por Juan Forn
Hay una historia entre Cézanne y Zola que siempre me fascinó: el padre de Zola muere, la familia llega a Aix-en-Provence en medio de penurias económicas, el niño Emile es encarnecido en la escuela, por nuevo, por pobre, por raro. Un solo compañero sale en su defensa, no le importa recibir una paliza de los demás por esa causa. El joven Zola le deja una canasta de manzanas en su puerta. Los dos muchachos se hacen amigos, leen a Virgilio, quieren ser artistas. Años después, cuando ya es un escritor de éxito, es Zola quien anima al tímido Cézanne a ir a París. Pero la amistad se malogra: Zola empieza a encontrar molestos los infortunios y las quejas de Cézanne, escribe una novela sobre un pintor incomprendido por su época y con eso hiere y aleja a su amigo. ¿Qué hace Cezanne entonces? Empieza a pintar sus famosas naturalezas muertas con manzanas: como devolviendo una por una aquellas de la canasta que el joven Zola le ofrendó en prenda de amistad, en los lejanos años de Aix.
Hay otra historia parecida, aunque más chiquita y con final opuesto, de otro de los impresionistas. El banquero y bon vivant Charles Ephrussi se fascina con una naturaleza muerta de Manet sobre un puñado de espárragos. Paga por el cuadro diez veces su valor, en un momento en que Manet no es todavía conocido y vive en la escasez. Al día siguiente llega a casa del banquero, y embalado toscamente, un cuadro precioso de un solo espárrago, con una nota que dice: “Creo que éste se cayó del puñado”. Quizá conozcan la historia, está en Proust. Es leyenda que los personajes de En busca del tiempo perdido están basados en gente que Proust conocía. Proust trabajó brevemente como secretario de Charles Ephrussi y le adjudicó algunos de sus rasgos a Charles Swann. Pero yo me enteré por otra vía de la historia de los espárragos, así como del episodio de las manzanas de Cézanne y Zola. Fue por un profesor de dibujo que tuve en sexto grado, un tipo que intentaba inútilmente abrir nuestras cabezas y se enfurecía cuando coloreábamos mariconamente nuestros dibujos para que no se nos gastaran los lápices: una vez me arrancó la hoja de la mano, se apropió de mi adorada caja de Caran D’Aches y fue consumiendo mis lápices y obligándome a sacarles punta y pasárselos de vuelta hasta que aquella hoja canson se convirtió en una masa vibrante, asombrosa, de color (hasta me pareció que pesaba el doble cuando me la devolvió) y mi caja de Caran D’Aches era una ruina.
Consiéntanme ahora otro viraje inesperado. Hay en Inglaterra un gran ceramista llamado Edmund DuWaal. Sólo hace piezas que puedan sostenerse en una mano y que parecen ideas platónicas más que objetos, aunque él es partidario ferviente de que esas piezas se usen, se toquen: cree que ciertos objetos conservan en sí el pulso de quien las talló, incluso el de quien las tuvo en su mano, como si emitieran “un murmullo existencial”. Durante sus largos años de estudio, el joven DuWaal recaló en Japón para estudiar el arte del laqueado. A lo largo de aquella estadía en Kioto, visitaba una vez a la semana a su adorado tío abuelo Ignatz, o Iggie, único hermano de la abuela de DuWaal, Elizabeth. El apellido de ambos hermanos era Ephrussi. La posesión más preciada del viejo Iggie, que vivía en Kioto junto a su joven amante japonés, era una colección de netsuke. Los netsuke son pequeñísimas piezas de marfil o madera talladas a mano que se usaban en el viejo Japón como borlas de las bolsas de tabaco o de dinero. Caben holgadamente en la palma de una mano. Cuanto más antiguas son, más historias cuentan.
El viejo Iggie tenía 264 piezas de netsuke. A lo largo de sus años en Japón no había sumado una sola pieza a su colección. La conservó tal cual la había recibido, y así iría a parar a manos de DuWaal cuando Iggie murió, en 1994. Durante aquellos almuerzos semanales en Kioto, Iggie le había contado distraídamente a DuWaal la historia de esa colección de netsuke, que era su manera de contar la historia familiar de los Ephrussi. Iggie había huido de Viena en 1938, por judío y por homosexual. Su hermana Elizabeth ya se había casado con un comerciante holandés llamado DuWaal y emigrado a Inglaterra, y fue la que posibilitó la huida de Iggie y del padre de ambos, Viktor. La madre su había suicidado “discretamente” cuando los Ephrussi perdieron todas sus posesiones a manos de los nazis. Al llegar a casa de su hija en Inglaterra, la única posesión que le quedaba a Viktor en el mundo era un reloj de bolsillo, de cuya cadena colgaba la llave de su biblioteca (los nazis le habían prendido fuego a los libros de esa biblioteca). La pérdida de su mujer y de su palacio en Viena fueron demasiado para él: no llegó a ver el final de la guerra. Cuando los aliados restituyeron el palacete a Elizabeth, ella descubrió que la doncella que los había criado a ella y a Iggie había permanecido como ama de llaves de la casa mientras albergaba a un jerarca de la Gestapo. Esa doncella recibió con lágrimas en los ojos a Elizabeth, la llevó a su humilde recámara y le mostró cómo había logrado ocultar en su colchón de paja las 264 piezas de netsuke que, en tiempos de gloria de la mansión, estaban en los aposentos de la señora de la casa.
Habían sido el regalo de bodas de Charles Ephrussi a Viktor, enviado desde París cuando Viktor se casó y se instaló a vivir en aquel palacio en 1913. Fue Charles quien inició a los impresionistas en el culto a lo japonés que estalló en Occidente a partir de 1870. Le llevó cuarenta años reunir aquellas 264 piezas. De cada par de netsuke que compraba, conservaba uno y le enviaba el otro a una dama casada, que era su amante. Cuando ella enviudó, la colección se unió. Cuando Charles estaba cerca de la muerte y su sobrino favorito le anunció que se casaba, le obsequió la colección. A Viktor le pareció tan incongruente con el resto de las obras de arte que albergaba la mansión que decidió ubicarla en los aposentos de su esposa, donde los niños Elizabeth e Iggie jugaban con los minúsculos netsuke mientras su madre se hacía peinar y enjoyar antes de cada velada. Sabiendo lo que significarían para Iggie, Elizabeth los hizo embalar y se los envió a Japón. Veinte años después, Iggie trató en vano de transmitir aquella historia al joven DuWaal. Pasaron otros veinte años, la colección volvió a surcar los mares, DuWaal escuchó finalmente el murmullo existencial de esas minúsculas piezas de marfil y se sentó a escribir la historia de su familia en un libro formidable (The Hare with Amber Eyes).
En un momento cerca del final describe lo que le produce tener esas desgastadas piezas de netsuke en su mano, lo que fueron para el bon vivant Charles y para el desafortunado Viktor y para el niño Ignatz y para el viejo Iggie, y no sé por qué a mí me hicieron acordar de repente, con nitidez total, en esa escena de mi niñez en que el profesor de dibujo depositó en mis manos mi venerada caja de Caran D’Aches con todos los lápices mochos y aquel dibujo perfectamente trivial, vuelto asombroso por la frenética, apasionada manera en que le había dado vida.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-174275-2011-08-12.html
"Eras como una prima pero desnuda"*
Alardeabas con tu cabellera violeta y esponjosa
de una laya calificable de furibunda
atiborrada por aritos y otros adminículos
prensores en zonas tiernas
y estabas, en efecto, robusta, impresionante
desnuda por completo
eras como una prima del poeta Rogelio Ramos Signes
pero mejor
ya que eras entonces lo que fuiste siempre
y para siempre
lo que siempre serás:
mi prima.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
*
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