miércoles, octubre 03, 2012

HARÁN LATIR LAS SIENES DE LAS ESTATUAS...


 
 
*Dibujo: Griselda Roces.
 
 
 
 
 
 
VELADOS*
 
 
 
Ellos no dejarán volcar
ni una sola gota
sedientos
se vaciarán
-porfiados-
una vez más desnudos
harán latir las sienes de las estatuas
que ayer
despreciaron
en el parque.
 
 
 
*De Griselda Roces. griseldaroces@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
HARÁN LATIR LAS SIENES DE LAS ESTATUAS...
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Hacía sus ejercicios matinales puntualmente pasando de visible a invisible con rapidez. Era muy metódico y pese a su depresión por la partida de su amigo, cumplía sus rutinas. El otro había desaparecido dejándole como recuerdo la habitación con todo lo que contenía. Se despidieron con cierta angustia por parte de él y con ansiedad por el cambio el otro. Había vuelto a la soledad Se impuso salir a caminar por las calles, lo cual siempre le había divertido, pero ahora lo hacía con desgano, sin regocijo. No reía en silencio como antes, no daba saltitos graciosos ejercitando su cuerpo invisible para todos los que iban a su lado. Caminaba sin rumbo y volvía al cuarto vacío. Debo hacer algo, pensó. Empezar otra vez a disfrutar solo. Por un momento emitió destellos azules para afirmar su decisión, pero se apagaron en segundos. Irme a otro lugar. Cambiar todo. Eso, pensó, eso es lo que debo hacer. Esa noche descansó inquieto, A la mañana luego de sus ejercicios, partió. Subió a distintos vehículos , instalándose entre la gente, que de pronto se removía inquieta, por un roce inesperado. Fue cambiando para no aburrirse y luego de varias opciones, eligió el móvil conducido por un anciano que llevaba un niño a su lado. El se sentó atrás. A los pocos minutos notó que el niño lo miraba fijamente con la cabeza ladeada y un ojo azul. No me ve, se dijo. Pero el ojo azul seguía fijo en él. Se removió nervioso y pensó en retirarse, pero no quería hacerlo. De golpe el niño desapareció. Se encontró solo con el conductor que no lo miraba. Sintió una presencia a su lado. Una mano recorría su cara. No pudo reaccionar, estaba atemorizado. La mano terminó su inspección y una voz joven le preguntó hacia dónde iba. A cualquier lado, pensó. Lejos, tanto como pueda. Estaba abrumado y no reaccionaba ante la voz que surgía de la nada. Porqué lo haces, preguntó la voz interesada. Soy muy infeliz, contestó sin palabras. Puedes viajar con nosotros si quieres, dijo la voz con tono invitante. Mi abuelo y yo vivimos en el móvil. Quiénes son ustedes preguntó casi lloroso. El niño apareció de nuevo y sonrió al vacío. Somos como tú. Viajamos todo el tiempo. Adoptamos estos cuerpos porque es más fácil para moverse entre los humanos. Tu deberías tener otro cuerpo también, observó con voz clara. Él estaba tan desconcertado que tomó su forma natural sin proponérselo. El niño lo saludó gravemente y el conductor emitió un gruñido de bienvenida sin mirarlo. Algo empezó a cambiar en él por primera vez desde que su amigo lo dejara. Estaba emocionado. El otro lo miró y por un momento pasó a su forma real. No era un niño. Era un adulto y muy agraciado. Sus colores naranja y amarillo eran cálidos. Se sonrieron mutuamente y el otro fue un niño otra vez. El conductor por un instante, fue un anciano de color azul. Lo saludó con otro gruñido y volvió a su estado anterior. Había empezado otra etapa. Se sintió reconfortado y comenzó a meditar que forma adoptaría. Una mujer pensó de golpe. Una mujer joven. Será divertido como experiencia.. Se acomodó en el asiento del móvil con una sonrisa invisible en la cara. Estaba casi feliz.
 
 
 
*De Sonia Arismendi. soniaris@adinet.com.uy
 
 
 
 
 
 
DESAHOGO*
 
 
 
 
Una sucia palabra
nos quedó
en la mitad de la boca.
Rugía el apetito.
 
 
En tu urgencia por derribar
olvidaste el rastro.
 
 
Había que saciar
cumplir la única promesa
derramar los contenidos
encarnar al carpintero laborioso
clavar.
 
 
*De Griselda Roces. griseldaroces@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Era todo muy extraño y en la oscuridad no se distinguía qué era lo que emitía ese gemido parecido al de una tuba que alguien soplara desde un risco en medio de la noche. Ese llanto largo, sin espasmos, que no paraba de sonar, como un llamado o un aviso. Todos se iban reuniendo en el borde del acantilado, en pequeños grupos, acercando las cabezas para murmurar suposiciones que eran diferentes de grupo en grupo y de momento a momento. Era un pueblo pequeño, sobrevivían con la pesca, que no era demasiado abundante, pero estaban tan acostumbrados a sus pequeñas vidas iguales que no se quejaban, ni les parecía injusto. Cada tanto, alguien nacía, lo cual se festejaba con una pequeña fiesta en la que se comía el pescado cocinado tradicionalmente y se bebía un vino suave que preparaban con los frutos que recogían en las zonas altas. Cada tanto alguien moría y el ritual era básicamente el mismo. Luego que asistían al entierro donde el más anciano recitaba oraciones ya conocidas hasta por los niños, se dirigían a las mesas que habían dejado preparadas y comían los mismos platos de pescado y bebían el mismo vino. La vida y la muerte no estaban diferenciadas en el ceremonial. Pero esa noche sucedía algo distinto. Ese gemido interminable que surgía en la noche y se perdía en el agua, estaba provocándoles un estado de inquietud muy cercano al miedo. Primero pensaron en un animal herido, pero luego de buscar por todas partes, eliminaron esa posibilidad. Además el sonido tenía algo del llanto de un ser humano llamando a otro ser humano. No estaban acostumbrados al misterio. Sus vidas eran repeticiones cotidianas. Estaban desconcertados y a medida que pasaban las horas, temerosos. Comenzaron a recordar viejas leyendas oídas a los ya idos, leyendas muy viejas que hablaban de seres extraños que aparecían en las noches sin luna.
Cuando amaneció, el llamado fue decreciendo y cuando el cielo se iluminó de rosa oscuro desapareció. Pero a la noche, cuando todos estaban en sus casas en el final de la jornada, comenzó nuevamente. Ya no les provocaba curiosidad. Era simplemente miedo lo que tenían. Las madres apretaban a sus hijos contra ellas, los hombres tenían esa expresión que les era propia cuando enfrentaban los peligros del mar. Volvieron al borde del acantilado. Ahora no murmuraban. Todo era silencio, salvo el sonar angustiado en la noche.
Pasaron tres días. No habían vuelto a salir al mar. Sólo esperaban. Cuando se apagó el atardecer, cuando todos estaban ya sentados esperando, cuando la oscuridad se extendió sobre ellos y empezó el llamado, desde el agua se vio emerger una luz, primero tenue y luego cada vez más intensa, hasta envolverlo todo en un solo fuego blanco que acudía a unirse al que lo buscaba. Hubo un estallar de colores, la luz y el sonido unidos, que duró un momento. Luego todo desapareció y ellos quedaron entregados nuevamente a su grisura A la mañana siguiente, todas las barcas salieron al mar.
 
 
 
*De Sonia Arismendi. soniaris@adinet.com.uy
 
 
 
 
 
AUSENCIA*
 
 
 
Este silencio nos cegará
con sus agujas finas,
nos mantendrá en alerta:
lapso para sangrar
mi pubis y tus ojos.
 
 
Entonces
el amor desatará otros nudos.
 
 
El alimento de esperma
convertido en telarañas.
 
 
Páramo.
Hay que dormir a los lobos.
 
 
 
*De Griselda Roces. griseldaroces@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
BENDITO DISENSO, MALDITO DISENSO*
 
Crónicas del Hombre Alto (n° 80)
 
 
El disenso se halla latente en toda interacción humana. No existe un sólo tema en el que todas las personas estemos completamente de acuerdo, ni existen tampoco dos personas que estén de acuerdo absolutamente en todos los temas. La inevitable multiplicidad de miradas sobre el mundo fulmina desde el vamos toda pretensión de uniformidad
 
Maravilloso acto de libertad cuando somos nosotros quienes lo ejercemos, el disenso se vuelve irritante cuando son los demás quienes lo ejercen frente a nosotros. El disenso es invariablemente incómodo, no nos deja hacer lo que queremos y encima osa poner en tela de juicio lo que pensamos y sentimos. El disenso es una piedra en el zapato de nuestras convicciones, un obstáculo que limita y evita la concreción indiscriminada de nuestras aspiraciones personales o sectoriales, sean éstas un rosario de mezquindades o un inventario de solidarias utopías. El disenso es la manifestación rotunda de la existencia de un Otro que no piensa como yo, y por más amplios y tolerantes que seamos, a nadie le divierte que lo contradigan.
 
Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la imposible unanimidad? En ámbitos verticalistas, o bien el disenso no se exterioriza (no es que no lo haya), o bien se lo resuelve en base al principio de autoridad y se hace lo que ordena el que manda, aunque los subalternos estén en completo desacuerdo. En ámbitos democráticos, en cambio, el disenso se resuelve apelando a una simple operación aritmética: se hace lo que decide la mayoría. La indudable e irremplazable justicia de este método, sin embargo, no elimina las asperezas de la confrontación. Se trate de las elecciones que definen el destino político de una nación o del debate en una reunión de consorcio sobre la necesidad de pintar el edificio, el hecho de resolver en forma práctica el disenso mediante la decisión de la mayoría no significa superarlo, pues -salvo en muy infrecuentes ocasiones- ningún resultado adverso le quitará a los derrotados la íntima certeza (o al menos, la íntima sensación) de que quienes se han equivocado son los otros. Lo cual es perfectamente posible, ya que una mayoría nunca garantiza por sí sola una decisión acertada, una solución conveniente, un hábito sano, una conducta constructiva (cosa que deberíamos recordar cuando integramos alguna mayoría, no sólo cuando sangramos por la herida de la derrota numérica). Una mayoría no necesariamente es infalible. ¿Por qué habría de serlo, si está formada por individuos, y los individuos somos esencialmente falibles? Además, y pese a que nos resulta más cómodo imaginar lo contrario, las mayorías y las minorías no son bloques homogéneos, conformados por la presencia o ausencia de lucidez y valores, sino que constituyen una compleja trama en la que convergen los más diversos factores, algunos de ellos, incluso, insalvablemente contradictorios. Al fin y al cabo, a la hora del conteo final –tanto en comicios gubernamentales como en reuniones de consorcio- el voto largamente razonado vale igual que el emitido de manera irresponsable, el voto por principios vale igual que el voto interesado y el voto del malandra vale igual que el del honesto. Nada, entonces, salvo el prejuicio, autoriza a suponer que la virtud y el vicio se han alineado en forma automática detrás de la postura mayoritaria o de la otra.
 
Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la imposible unanimidad? La respuesta políticamente correcta nos conduce hacia los territorios del respeto y la tolerancia, a escapar de la tentación de cancelar el disenso cancelando al disidente (o ninguneándolo, que es una forma simbólica de cancelarlo). Nuestra respuesta fáctica, en cambio, está atravesada por una alarmante ambivalencia. No medimos las cosas con la misma vara, vemos siempre la paja en el ojo ajeno, le asignamos a los hechos diferentes significados según simpaticemos o no con sus protagonistas. Una movilización callejera, por ejemplo, puede parecernos una conmovedora muestra de compromiso cívico o un rejunte de imbéciles, según estemos o no de acuerdo con las banderas que en ella se enarbolen. El golpe que un legislador le propina a otro en el fragor de una sesión del Congreso configura una inaceptable muestra de autoritarismo o un redentor acto de justicia según quién sea el golpeador y quién el golpeado. Festejamos o censuramos discursos de idéntico tono agresivo según compartamos o no los criterios del orador. Nos amparamos en la libertad de expresión para decir lo que pensamos, sin que nos aflija la posibilidad de herir susceptibilidades, pero si alguien, amparado en esa misma libertad, ejerce su derecho a réplica (y sobre todo si al hacerlo hiere nuestra susceptibilidad) sentimos que no nos dejan decir lo que pensamos. En todos los casos, el fundamento de nuestra conducta dual es el mismo: yo tengo derecho a decir o a hacer algo porque tengo razón; vos no tenés derecho a decir o a hacer lo mismo porque el que tiene razón soy yo. Así de arbitraria es la cosa. Está mal, claro que está mal, pero es así como funcionamos.
 
No todos somos energúmenos, es cierto. La existencia de voces discordantes con la nuestra no es algo imposible de sobrellevar. Lo que sucede es que todos, sin excepción, tenemos una “lista negra” de actitudes éticas y posturas ideológicas que no sólo despiertan nuestros reparos, sino que nos resultan directamente indigeribles. Y hay pocas experiencias tan exasperantes como tener que soportar la encendida defensa de esos pareceres en nuestras narices, o su jubilosa celebración. Habrá quienes dejen fuera de su zona de tolerancia a los simpatizantes de tal o cual partido; habrá en cambio quien –generoso para la estrechez- vuelque sus anatemas sobre cuanto grupo político, étnico, cultural, religioso o sexual sea diferente de aquellos a los cuales pertenece. A las fronteras de lo reprobable, claro, las traza cada uno. Pero como el disenso es bilateral, suele pasar que aquellos que integran nuestra “lista negra” nos ponen a su vez a nosotros en las suyas. Se entabla así una proscripción mutua, un juego de espejos donde sólo habrá espacio para vehementes monólogos cruzados pero nunca para un diálogo que ninguno de los contendientes, en su intransigencia, desea tener. Lo paradójico de todo esto es que la sensación que genera la irrupción de las voces indeseadas es idéntica a uno y a otro lado del espejo: el mismo escozor, la misma incomodidad, el mismo remolino de indignación en el pecho, el mismo empecinamiento en no querer escuchar ninguna razón que provenga de “esos” individuos. Aquellas personas cuyas ideas nos provocan un rechazo visceral sienten el mismo rechazo hacia las ideas opuestas que nosotros defendemos. Podríamos pasarnos meses sumidos en una feroz batalla argumentativa; ni ellos ni nosotros cambiaremos de opinión.
 
Bendito disenso, maldito disenso. ¿Qué hacer frente a la imposible unanimidad? “No estoy de acuerdo con lo que piensas, pero daría mi vida por defender tu derecho a decirlo“, escribió Voltaire hace dos siglos y medio. Claro, Voltaire no tenía Facebook. Si hubiese leído la catarata de barbaridades que circula por las redes sociales disfrazada de moral bienpensante, no habría dicho lo que dijo. O se hubiese vuelto ermitaño para no hacerse mala sangre.
 
 
 
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
INCAUTO*
 
 
 
 
Percusión sin nombre
agita
el polvo que quema
asfixia
la carne y danza
desconcertado
eros
desanuda
la vulva.
 
 
Confiado
esta noche
alguien comerá.
 
 
*De Griselda Roces. griseldaroces@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
“La evolución tecnológica parece racional, pero es un caballo desbocado” *
 
 
 
*Por Claudio Martyniuk
 
 
La gente no podría sobrellevar la vida sin las garantías de comodidad y progreso que le dan artefactos de todo tipo. Pero son ilusiones por las que se paga un precio alto, dice el experto.
 
Internet. “Evoluciona al ritmo de nuestras psicopatologías, amén del consumo y la ilusión de hacer contacto con naúfragos”, dice Ferrer.
 
30/09/12
 
Lo vida de todos nosotros parece transcurrir en una caverna técnica, un refugio adictivo del que brota el confort y ofrece modalidades inverosímiles de consumo. Los artefactos son la magia verdadera de la modernidad. Logran anestesiarlo todo. O casi todo. La sensibilidad, esa piel que arrastran los cuerpos, queda, en la voz grave del ensayista Christian Ferrer, expuesta a la obsolescencia.
 
 
¿Qué implica el progreso tecnológico?
 
Implica camuflar la desesperación con comodidades, conexiones e imágenes de porvenires asombrosos pero amigables. La tecnología es el sedativo y el progreso, su justificación, el empaquetado. Todo anuncio de futuro venturoso consuela los sacrificios del presente, justamente porque nadie tiene el día de mañana comprado. Otros futuros anteriores confortaron el agobio y la impotencia de millones de personas que sirvieron como minicomponentes atareados de la sociedad industrial. El progreso siempre es ilusionado, tiene mucho de aviso publicitario, pero es una tierra prometida a la que nunca se llega. Así es la rueda para el hamster de la casa, un animal que también es usado en laboratorios. Hay algo de absurdo en la idea: dado que lo mejor siempre está más adelante en el camino, el que se muere se lo pierde.
 
 
¿Por qué esa idea sigue vigente?
 
Porque es el punto de vista que mejor explica nuestra posición en el mundo una vez que el mundo ha sido construido a imagen y semejanza de la técnica, es decir, cuando la máquina ha sido adoptada como principio de ordenamiento de las cosas. Habría otras posibilidades existenciales, pero ya han sido dejadas de lado, o reducidas a margen, o descalificadas. Y en un mundo inmanente la acumulación de mercancías apacigua mucho. Pero conseguirlas requiere de esfuerzo y planificación; es preciso hipotecarse a uno mismo, de allí la disposición optimista de todo progresista. Y por cierto que la idea de progreso supone una confianza desmedida en la eficacia de la voluntad. Mientras tanto, las realidades desagradables que tanto importunan al progresismo son justamente producto de la configuración técnica del mundo. Quien cree en el progreso es incapaz de apreciar lo anacrónico o cualquier otra realidad no excitada por la máquina.
 
 
¿Más tecnología es más riesgo?
 
La evolución tecnológica parece el resultado de un proceso racional pero su dinámica es la del caballo desbocado. Para decirlo con terminología fenecida, es el desarrollo de las fuerzas productivas sin objetivos razonables, es la producción por la producción misma. La cuestión es el costo. ¿Quién lo paga? Siempre pagamos los errores de nuestros antepasados y nuestros hijos pagarán los nuestros. La comodidad parece justificar el daño, pero, nuevamente, quien lo paga es el último de la fila, no el primero. El que viene después. Los conservadores siempre tuvieron en cuenta que el progreso traía aparejado padecimiento, pero que el “avance” del conocimiento y la industria lo justificaban. A su vez, los progresistas creen que con emplastos adecuados puede amenguarse el problema, pero se requieren otros ideales de felicidad pública y un desarrollo acorde, para destrabar la cerradura de la jaula de hierro.
 
 
¿Qué esperar de Internet?
 
Mayores transfiguraciones, mucho antojo y más control, y todo eso ya es bastante. Es una criatura que evoluciona al ritmo de nuestras psicopatologías, amén del consumo y la ilusión de hacer contacto con náufragos que no tienen otra cosa que hacer en el tiempo liberado del trabajo. O quizás sea una voluntad de poder en sí misma, como en su tiempo lo fue la televisión, y antes otras propagaciones de la fe. Es, claro está, un laberinto acogedor del que no se sale por arriba. Puede pasar al olvido en algunas décadas. Se inventará otra cosa, tipo telepatía obligatoria. Quién sabe.
 
 
¿Más tecnología es más confort?
 
Lo es si se tiene en cuenta que la personalidad moderna no podría sobrellevar la vida sin las garantías ofrecidas por las comodidades y los pasatiempos. Son compensaciones de desdichas. Dicho de otra manera, las tecnologías del confort cumplen funciones de amortiguación. Pero alguien paga el costo: los europeos del siglo XVIII degustaban su café azucarado a costa de la esclavitud en Haití; los del XIX se daban corte con la moda gracias a la superexplotación de los tejedores de la India; y el nuestro se mantiene contento con los teléfonos celulares inteligentes garantizados por los minerales estratégicos del Congo, que son imprescindibles para que funcionen, extraídos por trabajadores miserables en medio de una guerra civil. En todo caso, el confort no es un derecho sino el espejismo de un ejército de consumidores.
 
 
¿Se puede estar al margen de las innovaciones tecnológicas?
 
No se puede. Es el tipo de relación que tenemos con ellas lo que importa pensar y subvertir. Lamentablemente, en Argentina no existe otro modelo de felicidad pública que no sea el de mejorar el estándar de vida de la mayoría según los criterios de los países desarrollados. Eso nos articula imaginariamente al mundo.
 
 
¿Qué hace la tecnología con el dolor? ¿La coraza tecnológica opera a modo de anestesia?
 
 
Nietzsche escribió que en épocas más inhóspitas y menos sofisticadas se sufría menos que ahora. Aludía a la fragilidad de los pertrechos espirituales del hombre moderno para hacer frente a la inevitable intromisión del dolor en la existencia. Cuando se carece de recursos propios para administrar los conflictos y pesares de la vida cotidiana, cuando se ansía un cuerpo indoloro en una sociedad que no toma como tarea pedagógica el afianzamiento espiritual de la personalidad, entonces el “blindaje” debe ser necesariamente externo. La farmacología, en especial, cumple esa función, tanto como los cursos de autoayuda, los entretenimientos programados, la industria del turismo y un sinfín de potenciadores del cuerpo. Muchas veces todo eso termina en ensañamiento terapéutico, acrecentado por las mayores dosis de adicción a los amortiguadores del dolor. Sin esas inmunizaciones nos despeñaríamos como plomadas sin hilo.
 
 
¿Qué rasgos tiene el mercado de cuerpos en nuestra época?
 
Bueno, los imperativos de época se han ido ensamblando endemoniadamente y se enrollan en los afectos como camisa de fuerza. Algunos de estos imperativos resultan ser efectos invertidos o no previstos de las rebeliones culturales de la década de 1960, como la idea de que la juventud es un actor político primordial (a esta altura, una ideología prepotente a la que puede llamarse juvenilismo). O bien el requisito de imputar ganancias afectivas inmediatas en la cuenta de la existencia, que supone repeler las éticas del sacrificio. Además, cincuenta años de convulsiones subjetivas desbarataron los ideales de matrimonio y de familia, con sus consecuentes inestabilidades, divorcios, soledades y nuevos empalmes, lo que por un lado multiplica opciones y por el otro acrecienta los riesgos afectivos. Y no menos cierto es que ha terminado por aceptarse que la imagen corporal es un arma legítima en la lucha por la vida tanto como que la tecnología debe pulir y lustrar las imperfecciones de la carne. Todo culmina en un mercado del deseo ampliado y feroz.
 
 
¿Una población global que envejece padece estas exigencias?
 
 
Ahora que la expectativa de vida está aumentada, al menos en Occidente, se compele a la tercera edad a apuntalar su calidad de vida cuando antes, en los procesos laborales, se los había desgastado hasta el límite. Había que “ganarse la vida”. Se debe estar tonificado y activo, mantener una eficacia sexual, actualizar la cuenta de Facebook, en fin, vivir acoplados a multitud de servicios animantes. La cuestión es que el mercado de la carne involucra hoy a personas de toda edad que se ven forzadas a dar pruebas continuas de performatividad emocional y sexual, amén de simpatía profesional. Es notoria la propagación de todo tipo de servicios que componen una industria del estado de ánimo. ¿Qué ofrecen? Armonía psicológica, sentimental y sexual. Son “inyecciones de vida” que anestesian la libra de carne que cada cual debe pagar en esos mercados. Al fin de cuentas, la desinhibición obligatoria es una consigna que conlleva esfuerzos fatigosos e ímprobos y eso explica la ingesta masiva de fármacos, un síntoma de época.
 
 
¿Qué mundo le queda a los cuerpos que no dan la talla de la mercancía perfecta?
 
El mismo destino que el de las mercancías, la obsolescencia programada. En última instancia, si se dejan de lado los apósitos y subsidios que compensan la posición desfavorecida de cada cual, el sistema social funciona como una máquina impávida para la cual todos somos prescindibles. Cómo llevar una vida deseable en la sociedad del descarte de personas es una pregunta no sólo existencial sino política y el debate público al respecto es, hasta el momento, más bien paupérrimo. Y sin embargo es el único que importa. Las personas gastan tiempo y energía preocupándose por las imágenes corporales que exponen ante los demás en vez de procurarse placeres tangibles. Así se pierde el tiempo y el empeño. Es cierto que las tecnologías que potencian el cuerpo pueden ser aliviantes o funcionales, pero no sustituyen a las invenciones afectivas o espirituales con las que es posible fundar relaciones menos ansiosas y frustrantes.
 
 
¿Qué le queda a la pornografía, entre las proclamas feministas y el sexo-adicción del mercado?
 
 
Tiene futuro asegurado. La única forma de combatirla eficazmente sería prohibir el matrimonio.
 
 
¿Cómo evitar dañar, cómo vincularse con la naturaleza?
 
El maltrato a los animales es una de las precondiciones para maltratar a los demás, sin excluir el propio cuerpo. O elegimos pensar a la humanidad como un enorme experimento de crueldad, o bien revisitar los momentos en que se inventaron formas de festejar, de consolar, de devoción. Sería esa una historia benéfica. A una sociedad debe juzgársela sopesando las posibilidades existenciales que haya fomentado para sus habitantes, el modo en que los alejó del daño y la saña. Esa es una historia inconclusa, la de la piedad y la mansedumbre gozosa, la del amor al mundo, a los animales, a los niños, al cuerpo. Una historia de la caridad.
 
 
Copyright Clarín, 2012.
 
*Fuente: http://www.clarin.com/zona/evolucion-tecnologica-racional-caballo-desbocado_0_783521757.html
 
 
 
 
 
 
 
SEÑUELO*
 
 
 
Desagua
el labio que gotea
 
 
Cruje el clítoris
envanecido
 
 
En un descuido
se deja atrapar
 
 
 
*De Griselda Roces. griseldaroces@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
***
 
 
 
Presentación del libro y muestra de dibujos.
 
 
 
"SE DESANUDA LA LENGUA"
 
Poesía Erótica.
 
Griselda Roces.
 
Jueves 11 de octubre. 20.30 hs.
 
 
Al cierre de la presentación: Tango.
Canta: Rosa María.
Música: juan Manuel Uribe.
 
"MORDISQUITO" Bar Cultural
 
Pasaje E. S. Discepolo 1830
(A mts de Callao y Corrientes)
Telefono: 4372-4360.
 
 
 
***
 
 
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