jueves, abril 18, 2013

EDICIÓN ABRIL 2013


 

*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina.
 
 
 
MAR*
 
“… ¿Quién es el mar, quien soy?
Lo sabré el día Ulterior que sucede a la agonía…”
JORGE LUIS BORGES
 
 
Bayas de saúco.
Semillas que bostezan.
No se como han llegado a mi boca de arena.
A nadie espero. Nadie me espera.
Pero gansos salvajes me llaman y me llaman.
Me llaman y jadean.
Pronuncian un nombre que no es mío.
Traen tabulas rasas.
Carcomidas por  vientos.
También allí está escrito mi nombre.
Un desgastado nombre que no es mío.
Que no descifro.
 
Yo, solo quiero mar. Mar en mí. Yo, mar.
Mar abrazo muerte entrega apasionada.
Mar útero henchida soledad.
Mar.
Sólo mar. Mío. Yo mar.
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
TAN FRÁGIL COMO UNA HORMIGA SECA*
 
 
*De Eva María Medina Moreno. relojesmuertos@gmail.com
 
La puerta de la habitación se abrió. «El desayuno», gritaron. Daniel, tumbado sobre la cama deshecha; sábanas y colcha en desorden. Se levantó con dolor de huesos y arrastró los pies hasta el comedor. Tenía el vaso de leche sobre la mesa. Una enfermera le dio las pastillas. Mientras se las tomaba, clavó los ojos en el hule azul claro. Recordó la primera vez que vio el mar; un niño frente a ese azul impenetrable. Por la noche, soñaba que su cuerpo y el de sus padres chocaban contra las rocas, despedazándose. La madre se quedaba con él hasta que se volvía a dormir; regustillo a melocotón entre las sábanas. En el desayuno ella le guiñaba el ojo, como si lo ocurrido durante la noche fuera su secreto.
Por la tarde, la luz era tersa, acogedora. La madre le contaba historias en el porche. El aire, con olor a mar, impregnando su piel, y el cuento del gato con botas mientras lo acariciaba. «Mi señor el Marqués de Carabás», oía desde una distancia de treinta y cinco años.
Tras el desayuno, iba a la consulta del psiquiatra. Era un hombre pequeño, serio, ordenado. Le pedía que recordase. Daniel lo miraba desde unos ojos grandes en una cara consumida. Le costaba articular palabra, como si algo en su interior se lo impidiese, una voz que le decía «no lo cuentes, si lo haces nunca saldrás de aquí».
Aquella tarde salió al jardín. Se sentó en un banco de madera y fijó la vista en el suelo. Había hojas secas, piedras de distintos colores, unas grises, otras azules. Detrás de las hojas, distinguió una hilera de hormigas. En la fila, una de ellas arrastraba una hormiga muerta. Miró hacia la izquierda y vio el cadáver de otra. Lo cogió. La hormiga estaba seca y al tocarla se deshizo como si fuera polvo. Un olor extraño se apoderó de él; era una mezcla de aguas estancadas, árboles frutales y salitre. Olor que abrió una herida que supuraba.
Recordó un domingo en el parque. Los padres le animaron a que jugase con chicos de su edad. Daniel se apoyó en un árbol, detrás de los columpios, y esperó a que el tiempo pasara. Unos minutos más tarde notó un picor. Miró al suelo y vio muchas hormigas. Algunas subían por las piernas; otras estaban en los zapatos. Gritó con fuerza. Una de ellas había llegado al brazo. Tres bolas negras a punto de reventar y unas patas de hilo. Se imaginó que las aplastaba, triturando su ligero caparazón; el jugo gris bajo las suelas. No se dio cuenta de que el padre estaba allí. «Están nerviosas porque has pisado el hormiguero», le dijo mientras le quitaba los insectos del cuerpo. «Acuérdate, ve con más cuidado, es su territorio y lo defienden». Después, le cogió la mano y caminaron juntos.
Mientras Daniel se duchaba, las hormigas se adentraron en la retina. Esas figuras negras ahora corrían por los azulejos. Brotó de nuevo aquel olor extraño. Un olor que, aunque lo aborrecía, le cautivaba. Cerró los ojos con fuerza y escuchó caer el agua. Ese ruido lo llevó a la bañera de patas de la infancia. Le gustaba llenarla hasta arriba, con agua muy caliente; después llamaba a la madre para que le enjabonara el cuerpo o le frotase la espalda, pero ella, «ya eres mayor para que te bañe, tu padre está al llegar y no tengo la cena, termina pronto». Cuando ella se marchaba, cogía su esponja y la retorcía entre las manos hasta dejar trozos muy pequeños flotando en el agua.
Aunque las horas se detuvieran, el tiempo pasaba rápido. Daniel fue al comedor y se sentó a la mesa. El blanco de la leche le repugnó. Fijó la vista en el cristal de una de las ventanas. Las esquinas de abajo tenían vaho. La imagen de una noche muy fría. Nadie probó bocado. El padre gritaba a la madre. Ella intentaba calmarlo, pero él no quería escuchar. Se levantó bruscamente y dio un portazo al marcharse. «A la taberna», dijo la madre, «eso es, vete a la taberna», y salió de la cocina llorando. Pasaron minutos hasta que Daniel subió las escaleras. Se quedó junto a la puerta del dormitorio de los padres, y, tras su respiración entrecortada, oyó sollozos. Vio la figura de una mujer que en ese momento se le hacía pequeña, indefensa. Un cuerpo encogido sobre la cama. Se acercó, le acarició el pelo y le dijo «no te preocupes mamá, es un borracho». Ella se irguió mostrando un rostro severo. «¡Hablar así de tu padre!». Él se quedó inmóvil. Cuando salió, no sentía el peso de los zapatos. Parecía un personaje de ficción desdibujado. Entró en su cuarto y clavó los ojos en la fotografía que estaba frente al cabecero: la madre con un vestido de lino azul claro. Su estómago comenzó a girar y girar. «¿Por qué me haces esto?», le dijo. Notó pinchazos y olor a peces muertos; como si tuviera larvas de insectos en los intestinos y segregasen un líquido ácido. Los pinchazos eran agudos, su cuerpo se retorcía formando un ovillo. «¿Por qué me tratas así?», decía mientras se acunaba. Cuando los mordiscos de la tripa cesaron, se acercó a la ventana. Apoyó la cara en el cristal helado y sintió que su piel quemaba.
«Las peleas eran cada vez más frecuentes», se escuchó decirle al psiquiatra, «él estaba menos en casa, y mi madre empezó a beber. No quería verme, como si mis ojos la delataran». ¿A quién llamaría?, pensó. Siempre que la madre hablaba por teléfono, sentada en el sofá del salón, él vigilaba receloso detrás de la puerta. ¡Cómo le dolía ese tono de voz tan falso, tan ingrato! Cuando salía, ella se inquietaba, ruborizándose como si la hubiera descubierto. «¡Déjame en paz! ¡Déjame!», y esas palabras, cuñas en el cerebro.
«Algunas noches iban juntos a la taberna y volvían a casa borrachos», le dijo al psiquiatra. Él veía, desde la ventana del cuarto, como los padres se tambaleaban. Luego, las risas al subir las escaleras; latigazos en su piel desnuda.
Al terminar la consulta fue a la habitación y cayó en la cama. El sueño lo abrazó. Ahora se encuentra en un lugar árido. Está en el suelo, boca abajo. Arrastra un cuerpo roto. Las piedras rasgan su piel, pero no siente nada. Sigue adelante. Las vértebras dibujan el camino como anillos de gusano. «No te pares», le dice una voz débil, ahogada. Trozos de arena se incrustan entre las uñas. El polvo se mete en sus ojos; una capa fina los nubla. Sigue recto. Se adentra en unos arbustos. Avanza despacio. Los pantalones quedan enganchados en unas ramas. Tira de ellos con fuerza, pero no logra desprenderse. Impulsa el cuerpo hacia delante. «Inútil, es inútil». Huele a sudor y sangre. Las ramas lo oprimen. «Quiero salir», grita. Al abrir los ojos, dos enfermeras lo sujetaban. Notó un pinchazo.
Sala de televisión. Imágenes en la pantalla. Daniel miraba al techo. El sol se filtraba a través de la cortina. Como aquel día, pensó. Se vio tumbado en el sofá, apoyando la cabeza en las piernas de la madre. Notó la calidez de los muslos. Ella lo empujó irritada. Daniel se levantó con brusquedad. Subió las escaleras con gangrena en la boca y mordeduras en la tripa. Los insectos lo invadían. Sintió que las hormigas se apoderaban del hígado, recubriéndolo de una capa negra. Las chinches despedazaban los intestinos. Tarántulas venenosas sobre los pulmones. Le costaba respirar. Las patas de un ciempiés salían por la nariz. Supuraba los olores fétidos de la putrefacción.
 
Llevaba tres días sin dormir. La cabeza le pesaba como si las distintas partes del cerebro fuesen de acero y no se comunicaran. Ansiaba el vacío, la nada. Las palabras «a levantarse, el desayuno» lo violentaron. No quería desayunar, pero le obligarían. Tardó en incorporarse; los músculos se aferraban a la cama, como si estuvieran atados al colchón con cuerdas transparentes. Se levantó a coger la ropa, que estaba encima de una silla, junto a la ventana. Miró tras el cristal. El jardín estaba sereno. Su vista empezó a nublarse.
Se vio con catorce años en la cocina. No estaba solo. La madre, sentada en una silla, con la cabeza hacia delante, dormía. En el suelo, botellas vacías. Daniel la miraba con desprecio, con odio. Fue hacia la llave del gas, la abrió y cerró la puerta al salir. El golpe de la puerta se unió al silbido de alas de insectos. Se tapó la cabeza con los brazos, pero el ruido era cada vez más fuerte. Abejas y hormigas voladoras zumbaban en sus oídos. El crujido de alas se adentró en el tímpano hasta llegar al cerebro. Olía a pantano, melocotón y mar. Olor que hizo brotar esas olas que engullían unos cuerpos descuartizados. «No me dejes aquí, no me dejes aquí», gritó golpeando la puerta hasta caer al suelo. «Ese olor nos separó, mamá, ese olor nos separó».
 
 
 
 
 
 
 
 
 
PERFIL POSIBLE*
 
 
 
*De Miriam Cairo. Cairo367@hotmail.com
 
 
 
Nací del vientre de las mujeres del mar,
tengo un cabello marino,
salitroso, yodado.
 
Nací de las mujeres expatriadas,
me arraigo a la geografía sin nombre,
al punto cardinal del miedo.
 
Nací del vientre de las mendigas,
toco dedos que a tientas buscan
una forma de sueño, algo que no acabe.
 
Nací de las madres de los jueves,
agito manos que llaman al pasado
y empuñan la memoria como un sable.
 
Nací del vientre de la isleña
y tengo los ojos mojados del Paraná.
 
Nací de la madre aborigen,
silencio sagrado en la boca pagana.
 
Nací del vientre de viejos poemas,
camino piernas de reloj,
piernas de piano, piernas aladas.
Persigo senderos que llevan
a donde ninguna rosa de los vientos
podría señalar.
 
 
 
 
 
 
 
La importancia de un buen masaje*
 
 
 
*Un cuento de Verónica Eggers. veronicaeggers@trabajosaludable.com.ar
 
 
No podía creer que el chino atendiera los domingos. Tampoco podía creer que yo me hubiera pedido un turno para masaje el domingo, y menos aún estar levantándome a las 8:30 para ir. Pero esa pelota en el borde interno del omóplato izquierdo estaba destrozando mis nervios y mandando al diablo mi calidad de vida.
Dos días antes -el viernes- me enteré de que había llegado mi primo Ariel de Canadá y por ese motivo el domingo se haría un asado para toda la familia en casa de la tía Angélica.
Un día antes -el sábado- supe que Darío no pensaba acompañarme al evento familiar, que estaba muy cansado, que tenía que terminar un escrito para la facultad. Que me fuera sola, propuso. Otra vez. Estaba harta del “sola”. ¿Para qué estaba de novia? En mi definición de noviazgo estaban incluidos el amor, la compañía, la amistad, el sexo desenfrenado, la posibilidad de proyectar cosas lindas juntos y el hacerse el aguante cuando uno tuviera un compromiso de esa índole. Pero varias de esas cosas no estaban sucediendo y toda nuestra relación de pareja fue replanteada a eso de las 22:45, mientras devorábamos un jugoso bife de chorizo en la parrilla de la vuelta de casa. Los cinco años de noviazgo parecieron quedar allí, con los restos de la provoleta y un poco de ensalada mixta. Volví sola y enojada. Yo, que no fumo, me compré un atado de 10 en el kiosco. Un buen whisky en el balcón; charlas telefónicas con una amiga tras otra intentando calmarme mientras aspiraba el humo de media docena de cigarrillos; cuatro horas de llanto y nada ayudó.
Dormí mal, entrecortado. Soñé que me arrancaban el corazón, que me decían que lo intentarían arreglar, que tratara de sobrevivir así, que si no exageraba en los esfuerzos aguantaría… pero lo peor fue despertarme y darme cuenta de que la pelea con Darío era tan estúpida como real, y que ya no sabría si tendría nenes pelirrojos correteando por el jardín de una casita en Quilmes. A pesar de todas nuestras diferencias, empezando porque él es varón y yo mujer, y de ahí en más, muchísimas, no me imaginaba la vida sin él.
Sonó el reloj 8:30. Yo ya estaba despierta. Desganada tomé unos mates, comí una medialuna del día anterior y salí a esa fría y húmeda mañana deshabitada por humanos, aquel domingo de fines de junio.
Esa vez llegué súper puntual a lo del chino que me recibió con su habitual sonrisa y pacífica reverencia y me hizo pasar al final del pasillo donde tiene su consultorio. Como siempre, quedé en ropa interior, y me acosté boca abajo en la camilla. Nyoko cubrió mis encantos con la manta de seda blanca a través de la cual me toca siempre y desabrochó el corpiño. Empezó muy suave por ambos omóplatos, luego fue a los pies, de ahí subió por mis pantorrillas. Siempre conversamos mientras hace el masaje, y se ve que la última vez ya le había contado que las cosas con Darío no iban del todo bien, porque mientras sacudía mis muslos me preguntó si seguía de novia. Llegó a mi cadera hablando de la importancia de la buena sexualidad cuando tocó algo en mi glúteo derecho que dolió tanto que gemí. Continuó más suave y siguió subiendo. Ya habíamos pasado a la crítica de las últimas películas que habíamos visto en el cine este mes, y cuando regresó al omóplato, me largué a llorar desconsoladamente. “Valeria estar triste, muy triste. Por eso tanta tensión. Nyoko curar tristeza de Valeria”
Ya sé que es un conocido recurso el tirarse en los brazos de un hombre diciéndole con lágrimas en los ojos “mi novio últimamente no me toca”. Ni qué hablar si estás tirada, desnuda, en una camilla, donde el tipo te está amasando uno a uno todos los músculos. Pero les juro que no fue mi intención. Nyoko, que es tan bueno y generoso, puso muchísima voluntad esa gris mañana de domingo para sacarme todo el estrés. Primero me dio un pañuelo para secar las lágrimas, y después empezó a jugar con la tela de seda blanca, con la que me había cubierto. El roce de la seda en mi piel me hizo cosquillitas y después dio lugar a un sinfín de sensaciones al principio suaves y luego muy intensas. Me maravilló su creatividad, su inventiva para sacarme la angustia. Después fue levantando la seda con la que me acarició desde la cabeza hasta los pies. Tardé en darme cuenta de que había quedado sólo en bombacha, y recién lo hice cuando Nyoko empezó a quitármela. Mientras con su boca besaba y daba calor a mi espalda, sus manos la iban retirando suavemente.
Increíblemente todo me parecía súper normal. El chino recorrió con sus manos mis glúteos, ahora desnudos, y comprobó con sus dedos que ya estaba lista. Me dio vuelta con sumo cuidado y ahí lo vi, ya sin pantalones colocarse un preservativo, abalanzarse sobre mí y penetrarme. Puro arte oriental. El mejor masajista del mundo, pensaba, mientras todo su cuerpo me daba más y más placer. Deliciosa mañana de domingo. Inesperada y deliciosa.
Cuando llegué a lo de la tía, fresquita como una lechuga, con una sonrisa de oreja a oreja y una serenidad propia del zen, todos elogiaron la paz que irradiaba, e inmediatamente preguntaron por Darío. “Está ocupado hoy. Él tiene sus cosas y yo las mías. No nos molestamos por ello, intentamos ser abiertos…”
Lo de aquel sábado con Darío fue sólo una pelea más. En junio del año siguiente nos casamos, y de regalo, además de las alianzas me dio… ¡¡¡Una camilla alemana de masajes con piedras de jade!!! No quería que siguiera gastando tanto dinero en ir dos veces por semana al masajista, dijo.
 
 
***
 
*Elsa Osorio, presenta a la autora:
Verónica Eggers, ex- bailarina, licenciada en expresión corporal y flamante escritora, trabaja duro y parejo en el taller de técnicas. Como experta en técnicas corporales, encontró el equilibrio entre la seriedad con que se aplicó a la escritura y el humor que siempre está presente, en los cuentos que nos cuenta y en los cuentos que escribe. Rigor y humor están presentes en “La importancia de un buen masaje”
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
qué haré con tanta alegría
con tanto alboroto de pájaros
abriendo sus ojos
en las articulaciones
de esta hora infinita
qué hacer con tanto oráculo de sangre
con este sexo tuyo que sonríe
detrás de mi mano
como un animalito temeroso y fugitivo
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
LA MARCHA*
 
 
Le había prometido amor eterno y una vida feliz, pero últimamente pasaba más tiempo de viaje que en casa, vivía en otros mundos, desaparecía a la velocidad de la luz y volvía medio hibernado.
- ¿Bafg pkfiibd, Plumkier? ¡Bazlugg ingrfhu daa gorjmekk! * - le dijo con los ojos anegados en lágrimas.
Sin embargo él, partió de nuevo.
 
__________
 
* (Traducción) ¿Por qué me dejas, Plumkier? ¡Todos los extraterrestres sois iguales!
 
 
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Cierro las puertas
que tus pasos no avancen,
juego a que el mundo solo existe
adentro de esta jaula.
Cierro ventanas
que ni un suspiro se fugue
que los jazmines se duerman extramuros
y que no entres en mi,
vos ni tu luna.
Cierro las manos
porque no se me vayan,
que se asfixien los pájaros,
que se estrangulen las alas.
Cierro los ojos
y finjo que no veo
el grito de mi sangre.
Cierro los labios
los aprieto con saña
muerdo las vocales de tu nombre
hasta sangrarlas.
Cierro.
Me encierro.
Mujer muralla
 
 
*De Alejandra Morales.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
LAS DELICIAS*
 
 
 
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
Hacia las quintas era más cercano el cielo, el verde más intenso y la explosión de pájaros un regalo que tal vez en ese tiempo no valoráramos.
A veces, al atardecer, como quien va hacia Puente Gallego, nos llegábamos con las tramperas para cazar pájaros a un hondo callejón que en los planos municipales figurarían como calle Battle y Ordóñez o tal vez Muñoz, o alguna otra cuyo nombre olvidé. Por ese callejón había algo que tiraba como un imán, como un regalo preciado, la quinta de Imperiale, y allí nos esperaban las mandarinas y naranjas en hileras sin fin, donde nos hartábamos de comer sus pulpas de dulzor jugoso. Otros chicos, como el "Diente", "el Chueco", los hermanos Fregapane, llevaban una bolsa de arpillera y confiscaban unas cuantas docenas para salir a vender casa por casa o se paraban en Oroño y Arijón a vocear su mercadería. En especial los Fregapane, a cuya madre viuda -flaca, seca, morena, áspera como un látigo- ayudaban.
Los hurtos eran tan inveterados y populosos -quién de mi edad y en aquellos años puede decir que no distrajo una mandarina de la quinta de Imperiale- que los quinteros hartos, nos tiraron un par de escopetazos. Oigo aún el ruido de las municiones en las hojas inocentes de los mandarinos que brillaban, verdes, muy verdes, bajo el sol de aquel atardecer de Octubre.
Aún no estaba la avenida de circunvalación y hacia Puente Gallego todo eran quintas u hornos de ladrillos y caballos sueltos con su pájaro en el lomo. El balneario "Los ángeles" estaba abandonado (¿quién le habrá puesto tan hermoso nombre?). Nosotros tomábamos el colectivo número 61, un hipante Leyland de la segunda Guerra, de color verde aburrido o en bullanguera barra y a pie nos íbamos a bañar al arroyo Saladillo, justo debajo del puente por donde Ovidio Lagos se hunde en el campo o en las barrancas cercanas hacia donde prefiguraban los potreros con vacas, luego de sortear los primitivos basurales que hoy son escarnio.
Allí íbamos los domingos con mis padres -mi viejo era amante del agua y gran nadador- cuando se llenaba de familias con sus canastas de comida y sus fueguitos para el asado o el mate, yo me extasiaba admirando aquellas muchachitas con sus mallas de baño, sus muslos de peces fríos, que en ingenua seducción, mostraban.
Si había alguna que llamara nuestra atención y en aquel tiempo, para ser sincero, su condición de belleza inesperada no nos hacía muy exigentes, la tarde estaba perdida para el chapuzón torpe y el baño, porque nuestras miradas iban hacia allí, mecánicamente y sin ningún disimulo. Mirábamos esos grupos chillones de muchachitas que con seguridad esa noche nos quitaban el sueño.
En los atardeceres de aquellos veranos remotos nos reuníamos en la esquina de Caburé y Cortada Catalina (como se dice hoy: Madre Cabrini y Cortada Arangreen) o en Arijón y Lagos, frente al Restaurante de Pinatti, con los hermanos Ferrari -Carlitos y Raúl-, con el nieto del verdulero Fagotti, cuyo nombre olvidé, allí veíamos pasar el tranvía 26 con su estela esplendente de luces que cruzaba por Lagos como un barco ebrio, a los barquinazos, hacia el cruce de Muñoz donde terminaba el recorrido, justo frente a la cancha del club Peñarol.
En ese núcleo de Arijón y Lagos, con su esquina donde había una serie de puestos de verdura que llamaban La Feria, hecha de maderas y chapas y pintados todos de verde furioso, allí nos sentíamos a nuestras anchas, allí no dejábamos de encontrarnos y desde allí observábamos con sumo interés lo que nosotros creíamos, era "la vida".
Cerca estaban, el cine Venus, la bicicletería de Temperini, uno de cuyos hijos jugó en las inferiores de Central, la fábrica de frenos de bicicletas de don Pepino Basile, papá de Paulita quien sería con los años mi compañera de facultad y mi amiga, pero en aquel tiempo faltaban "muchos camellos en la edad de orar" como diría el Cholo Vallejo.
Allí se juntaban otros chicos: Pascualito Dimarco, los hermanos Anelli, los Lajara y un muchacho rubio, a quien llamaban "Larita", que murió aplastado por un camión en esa misma esquina, estúpidamente, mientras esperaba la "F" para ir a una escuela Técnica donde estudiaba.
El recuerdo flota allí a veces denso como una mancha oscura, a veces luminoso como en las noches de carnaval donde acudíamos con los pomos arrojadores de agua y los globos repletos para hacer estallar en la espalda de alguna muchachita distraída, aunque la mayoría se rompía en las chapas solitarias a esa hora, de la Feria.
Los corsos abarcaban desde esa esquina hasta Arijón y Oroño, de tierra en aquellos tiempos en que ese barrio se llamaba "Mercedes de San Martín", según rezaba una placa en un monolito de cemento que estaba justo en la esquina.
De cualquier modo, cuando el recuerdo me visita como un perro fiel no puedo dejar de pensar que en ese tiempo, el "centro" para nosotros era como un imán remoto, ya que el objetivo máximo era -con el permiso paterno- la esquina de Tupungato y San Martín, donde llegábamos con el 61 antes nombrado y que allí terminaba su recorrido y en mi memoria viene también, como un tropel de otros recuerdos de esa esquina, que hoy discretamente callo, porque pertenecen a otra época de mi vida que por hoy no me interesa relatar aquí.
 
 
 
 
 
*
 
 
Mira las estrellas
centellean sobre el pasto.
Hoy no me atrevo a pisar la tierra
que parece cielo
ni a salirme de los caminos.
 
 
*De Mauricio Escribano. mauricioescri@gmail.com
 
 
 
 
 
* * *
 
 
 
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