martes, abril 09, 2013

UNA TERNURA QUE ENTURBIA LOS OJOS


 


*
 
 
El fin de semana estuve en mi pueblo. Una de esas tardes fui a la casa de Lolo Bertone, que antes fue la casa de José Bertoni (los dos hermanos, pero registrados con una vocal distinta en su apellido), los dos solterones, duros, tipos de otros tiempos, tíos de mi madre, adorados personajes de mi vida. Los dos han muerto. Primero José.
Unos cuantos años después, Lolo. Cuando empecé a escribir Ladrilleros, Lolo aún estaba vivo, pero murió cuando la novela llevaba apenas unas 40 páginas. El mismo día que mi mamá me llamó para darme la tristísima noticia, fui al archivo y escribí la dedicatoria en la primera página: "Para Lolo Bertone, ladrillero, hermoso espíritu libre"... siempre que leo esta frase se me llenan los ojos de lágrimas. La otra tarde cuando fui a su casa vacía para siempre de él y también de José, a ver la huerta que mi padre hizo allí y unos gatitos que había parido su gata, lo eché tanto de menos. Recién me tocaron el timbre y me dejaron unos ejemplares de la novela. Allí está la dedicatoria. Aquí yo con los ojos húmedos. A Lolo, que apenas sabía leer, le hubiese gustado que su nombre, alguna vez, estuviese en un libro que contara de gente como él que, entre cosas, hace ladrillos.
 
 
*De Selva Almada. selvaalmada@gmail.com
 
 
 
 
 
UNA TERNURA QUE ENTURBIA LOS OJOS…
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
eras vos o era yo
quien dejaba
a un costado del mundo
las manos cansadas
de tocar el día?
por tener esta noche tu mano
tendida en mi azar o en mi espera
te daría aquel costado del mundo
con todos sus ríos
y estepas
y hondonadas
aunque más no fuera
el leve peso de tu sombra en mi ventana
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
KAYAKS EN EL RÍO*
 
 
 
 
No parece pero al fin llega el tiempo. Siempre le pasó a otros pero de pronto se va instalando esto de que la vejez es más que una línea tenue en el futuro. Insensiblemente el cabello de los amigos ralea, se blanquea, las espaldas no son rectas y los comentarios tienden a repetirse. Se habla más de lo que fue que de lo que será, los hijos dejan de ser adorables para ser hombres y mujeres arrojados, como nosotros, a las inclemencias de la existencia. Algún nieto agita las manecitas y dice abelo o abela a esos amigos que eran tan jóvenes como nosotros y ahora, ahora, leen cuentitos y compran caramelos, y no nos causan risa sino que no solamente los comprendemos sino que nos inspiran una ternura que enturbia los ojos.
Hay operaciones y dolores, hay pastillas de las redondas, de las alargadas y de las de por vida. Hay la aceptación de lo que ya no ocurrirá. Está la renuncia uno por uno en las reuniones primero a la cerveza, después al vino, y entre acideces y migrañas, el grupo vira a la naranja y el agüita de la canilla que es tan sana.
Vamos siendo propietarios, charlamos de roturas de cañería y compra de heladeras. Hablamos de pago de impuestos, y cuando discutimos de política intentamos acordar más que disentir.
Escuchamos la misma música de hace veinte años, y ya no nos conmueve lo novedoso sino lo que fue amasado con vida y destino. Hasta el uso del lenguaje es bastante anticuado, un muestrario arqueológico de las épocas que dejaron su sedimento.
Ya no nos avergüenza la panza ni los pelos alborotados, no nos hacen falta los afeites para escondernos; no hace falta maquillaje y podemos ver los rostros, tan queridos, con la piel tal cual es, manchada y con arrugas, encontrándolos hermosos.
Seguimos siendo nosotros por fortuna. Y cada tanto entre la vorágine, entre este río que nos arrastra y nos deja llenos de hojas marchitas y barro, en medio del caos de trabajar y ordenar el pequeño mundo, y sobrevivir a las decepciones y sucesos desgraciados. En medio de lo tedioso del cada día y de la cada noche, entre medio, así, cada tanto, suspendiendo las angustias de muertes y derrotas y partidas, entre todo lo que nos va desgastando y nos demora el paso, en medio de todo surge o se materializa un encuentro afortunado.
Y a pesar de la vejez que se nos cuelga nos permitimos unas horas de belleza intacta, cantamos los viejos temas, compartimos la comida, nos reencontramos.
La otra vez nos adentramos en el río, y en dos kayaks y un gomón desordenamos el paisaje. Hubo garzas blancas, reflejos enceguecedores en el agua, árboles con enredaderas, camalotes con su vara florecida, enormes platos de irupé, hubo olas de lanchas veloces que imitaron el mar, hubo una gran felicidad y dos perros locos que nadaban y cuando se cansaban de nadar arreaban vacas por gusto de ladrar y de hacer que el mundo se ponga a correr por los pastizales.
Y no éramos niños, no, ni jóvenes irresponsables. Éramos nosotros con toda nuestra historia en las manos y en los espíritus desaliñados. Riéndonos de los sombreros y las maniobras desafortunadas, robando el sol para cuando se venga el ocaso.
Cada tanto es eso. Cada tanto es la alegría y recordar que estamos flotando en la vida. Y serán kayaks amarillos con chaleco salvavidas rojo, será un estofado de pollo al disco, será la saludable tradición del fuego naranja logrado a pura ramita de álamo. Será la charla y compartir los desalientos, que compartidos se hacen soportables.
Será la vejez, entonces, que va llegando y se va quedando. Pero como sea y con lo que tenemos no podemos permitir que nos quite, aunque sólo sea eso, la felicidad de ser felices por un rato.
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
Mensaje*
 
 
 
La llovizna se deslizó suave en la madrugada, como un soplo de gracia en su ventana. La pequeña humedad le buscaba los sueños o las manos. La luna, un encaje de oscuridad y luz. A la orilla del tiempo había  un mensaje, llegó desde  un punto del universo, con espejos donde se  reflejaban  todas las posibles mujeres que hubiera querido ser,  sabias e inocentes a la vez, las infinitas mujeres  sin estrenar y sin memoria. Se asomó más, flores amarillas caían en racimos como abrazos que la amparaban de la pequeña tersura de la lluvia. Leyó, sin saber de dónde llegaba el escrito.
"Te voy a dar palabras, que van a andar adentro tuyo, se van a enriquecer con lo que les agregues y me vas a alimentar de vos."
¿Le  pedía que fuera una nodriza de sueños? una hilandera de historias.
Sintió miedo, miedo de quedar encerrada en la torre, con luna y llovizna. Miedo que ella fuera obligada a tejer la trama.  Miedo a que, cuando el quisiera, y para no caer en la tristeza, escalando la torre, le pidiera  que se asome por la ventana para  beber de ella la  vida.
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
BERSAGLIERE*
 
 
 
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
Para Liliana, Rosa, Edgardo y Jorge, primos
Para mi hermano Osvaldo
 
 
Se allega a mi memoria
el tierno dialecto que nunca le oí
a mi abuelo Antonio, el del ademán
bonachón, muerto en estas pampas
con veintinueve años y una esperanza sutil.
¡Un hombre que combate
el trono de los Habsburgo en la Primera Guerra,
y sufre las prisiones austrohúngaras
por años, se muere en feraz llanura
donde sobra el canto de los tordos
y el Otoño ensucia con sus hojas
la pulcritud del patio!
Antonio Di Rado, un bersagliere
Con medallas en el pecho.
El mismo que me mira hace treinta
y cuatro años
desde una fotografía amarillenta,
como no pudiendo creer en esta muerte
metiendo su tristeza en la ranura
de mis versos.
 
 
1981, Invierno.
 
-“LA MEMORIA MÁS ANTIGUA”. Editorial Ciudad Gótica. Rosario. 2011.
 
 
 
 
 
 
 
La Casa*
 
 
Era la casa de atrás, una casa cuadrada y blanca, recientemente pintada. Nada excepcional, pero tenía un largo jardín.
Los ambientes estaban aún muy vacíos. Algunas cajas sin abrir, una heladera indolente, y un colchón dónde tirarme hasta empezar de nuevo.
Todo el lugar olía a plastificado, a cemento fresco y a cal. Todavía no triunfaba el invierno, pero ya se sentía ese frío que trae la soledad.
Con Valeria habíamos finalizado en muy buenos términos. Ella se quedó con todo, y yo solo quise partir.
Sin embargo la estaba esperando. Siempre me costó comenzar a ordenar mis cosas. No sabía por dónde empezar. Y me fastidiaba la repetición constante, de esa suma de avatares, de que se trata la vida.
Sonó el teléfono. Apoyé el tubo gastado contra mi oreja y contesté. Era ella, no podía venir.
Del exterior me llegó un soplo de aire. Al abrir más las ventanas para ventilar, vi un sapo deambulando por el comedor deshabitado.
Me pareció un batracio muy simpático, que corría igual que un perro y figuraba reconocerme. De tal modo, que chasqueando mis dedos y produciendo un silbido, comencé a llamarlo.
Para mi sorpresa vino enseguida. No sé si estaba sonriéndome, o me amenazaba con sus dientes puntiagudos. Me corrí de su alcance intranquilo, por las dudas. Quizás no era un sapo, sino un escuerzo.
Era muy grande. Pero tenía un cuerpo demasiado atlético para ser un escuerzo. Me detuve en su piel amarillenta, con manchas pardas. Parecía la epidermis de una víbora constrictora.
De la nada entró una gata. Y el anfibio escapó por la puerta, hacia el jardín y la noche.
La cazadora se me acercó satisfecha. Ronroneando se restregó contra mi pierna, y yo agradecí su presencia. Era gris arratonada, con formidables ojos verdes.
-Gracias-, le dije. Mientras rascaba su cabeza. Ella bostezó abriendo una boca enorme. Se podía ver hasta su estomago. Había tragado objetos sin masticarlos. Y allí estaban. Tenía cosas que eran mías en su vientre: El celular, los anteojos de sol, una libreta, los cigarros... Quise recobrarlos pero no pude, enseguida huyó al advertir un zumbido de alas. Era una garza blanca que se posó en la lumbrera del techo. Y miraba hacia adentro con sus ojos de obsidiana. El aire olía a gardenias y a tormenta. Desde el jardín se escuchaban los grillos. O quizás no eran grillos. Pero todos ellos sabían, que yo estaba en la casa.
 
 
 
*De Mauricio Escribano. mauricioescri@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Lloran mis ojos de espanto
de boca sin labios
sin lenguas enteras.
Mis ojos abiertos de agua
vacíos de huesos
como una hostia negra en las tantas carnes.
Llorar y untarme de muerte
como una raíz de ceniza
bautizada de barro
y en la piel del pie, una lágrima desalambrada.
Lloran todavía mis ojos de espanto
de castigo
de quietos
de mojados nomás.
 
 
*De María Manetti. dulcemariam6@hotmail.com
08/04/2013
 
 
 
 
 
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