*Obra de Claudia Marting.
Rosario.
Argentina.
http://www.facebook.com/#!/pages/Claudia-Marting-pinta/313325418684014?fref=ts
HEREDEROS DE AUSENCIA I*
No ha heredado
el color de mis pasos
Ni la
intangible penumbra de mis ojos.
Ni siquiera mis
garras fieles a su especie.
Ni mis risas de
monigote loco.
Lleva, sin
embargo una heredad de ausencia.
Un hueco enorme
inclaudicable. Un sueño mutilado.
Termitas
anidadas en la piel de aquella, mentida primavera.
Cargamos con la
heredad de ausencia. Con la brújula atávica y secreta.
Con la
escondida y negada certeza del tajo
El desmembrado
cuerpo a cuestas. In eternun.
UN PUENTE SOBRE EL OCÉANO TURBULENTO DE LA MEMORIA…
El hambre que alimenta*
El deseo
busca refugio en los laberintos del placer.
El hambre que
alimenta el deseo es una apuesta. Asociaciones, variaciones, vaivenes, el
dios de la vida creando combinaciones.
Luces para
arrinconar lo gris, lo que se estanca.
*
Hoy estuve nombrando a mi abuela, en diferentes
mails y posts. Me preguntaba por qué aparecía su recuerdo a cada rato. Acabo de
darme cuenta: ella cumpliría 110 años hoy, si estuviera viva. En su homenaje
comparto un texto que escribí el año pasado y salió publicado en la revista
italiana Oltreoceano n° 7. "Donne al caleidoscopio". La riscrittura
dell’identità femminile nei testi dell’emigrazione tra l’Italia, le Americhe e
l’Australia, a cura di Silvana Serafin. (2013).
*Texto de Alejandra Laurencich.
"Pasábamos
los veranos en Mar del plata, en la casa que durante el invierno cuidaba mi
abuela. El jardín tenía siete clases de árboles de ciruelas, un nogal inmenso,
y el huerto donde crecía la acelga y la radicha, esa ensalada amarga que
trataban de forzarnos a comer porque la Nona decía que depuraba la sangre.
Había canteros
de flores, geranios, azucenas destinadas a perfumar el comedor y el altar de la
Virgen en la capilla. Adentro, había que tener las luces apagadas hasta que se
pusiera el sol, no fuéramos a derrochar electricidad. En las muchas camas que
había, las sábanas eran de hilo, pero zurcidas a mano, los almohadones tejidos
al crochet, igual que las agarraderas de la cocina o la bolsa de los mandados
que había que dejar colgada en el segundo gancho en la despensa y no en otro,
porque el orden que mantenía la Nona era estricto, y era claro que para ella,
nosotros los veraneantes, veníamos a romperlo, sobre todo los chicos.
Aunque no eran
sus nietos la peor invasión que tenía que soportar mi abuela sino sus propios
recuerdos. Cada vez que sentada a la cabecera de la mesa miraba con ojos
agrandados hacia el jardín y veíamos de pronto sus iris grisverdosos cargados
de pasmo, sabíamos que no eran los ciruelos lo que estaba mirando, sino alguna
de las escenas que había visto en la Güera (así la pronunciaba, con su acento
de la Primorska), y que después nos relataba con detalles, como si confesara
culpas antiguas, sin quitar la vista de la ventana.
Allí, reflejada
en su mirada, entre el nogal y el recorte de cielo azul de esa casa
marplatense, podíamos ver entonces el tacho en el que ella lavaba la ropa de
sus tres hermanos y su padre mientras lloraba y pedía: Mama moia, mama moia.
Doce años tenía esa nena que refregaba los uniformes y había perdido a su madre
después de que el médico le diera esa inyección en medio del pecho, así lo
contaba ella, como si fuera el médico quien hubiera matado a su madre y no la
miseria, la esperanza que se había llevado la guerra, la invasión.
Una vez nos
contó del gato que luego de una semana de enterrado fueron a buscar para saciar
el hambre. Muchas veces hablaba de la carreta tirada por un buey flaco que
ella, una adolescente, ayudaba a empujar cuesta arriba, de Doberdob a Lubljana
escuchando los bombardeos. La sed que la obligó a tomar el agua barrosa del
costado del camino, y que la puso al borde de la muerte por tifus en un
hospital donde escuchaba cuatro idiomas y veía llevarse tapados por sábanas a
sus vecinos de sala. Ustedes no saben los que es la güera, decía con su tono de
imperio austrohúngaro, ustedes no saben, chicos.
Y no. Cómo
íbamos a saberlo si vivíamos en un país en vías de desarrollo, Argentina
potencia le llamaban en esa época en las propagandas de la televisión.
El granero del
mundo estaba ahí, bajo nuestros pies. Esa América a la que mi abuela llegaría
en el 35 junto a sus dos hijos chiquitos, para reunirse con el Nono que la
había mandado a llamar después de cuatro años. La Güera era un fantasma que nos
silenciaba, quizá tanto como la miseria de los años que la siguieron habrá
silenciado a mi papá y mi tía cuando esperaban bajo una mesa de sastre sobre la
que su madre cosía para otros a que les cediera su porción de comida: medio
chorizo para los dos. ¿Medio chorizo? pensábamos nosotros, acostumbrados a los
asados argentinos, donde se repartía al menos uno para cada chico mientras se
esperaban que se asaran los cortes mejores para sentarse a la mesa.
Europa era eso
en nuestra infancia, imágenes de mi papá con su pantalón corto juntando balines
en la nieve, para llenar un tachito y poder venderlos, fragmentos inmateriales
de la carreta del desfile que lo hizo caer, ataviado con su uniforme de
camisita negra para un desfile popular, como todos los chicos de su escuela, y
lo puso al borde del coma; un paisaje de bueyes flacos, el fascismo al acecho,
los astilleros que se cierran y los hombres que parten en barcos de inmigrantes
para no afiliarse a un partido que daba o denegaba los permisos de trabajo.
Europa, un lugar del que casi no se hablaba y al que nadie quería volver, un
tiempo al que mejor no tocar con la memoria, como si fuera un cable de alta
tensión que ha quedado pelado, y cuelga allí, en algún lugar del pasado, y
trata de taparse con las alacenas llenas de cada casa que habitábamos acá, diez
paquetes de harina, seis o siete de azúcar, latas de conserva, como si en
cualquier momento pudiera volver a ocurrir una guerra mundial.
En esa
costumbre de alacenas atestadas crecieron mis hijos, que no saben cultivar la
tierra ni limpian el plato con el pan, que no escuchan acordeones de pueblo ni
rezos a la Virgen sino sus mp4 con bandas de rock, que dejan encendidos los
veladores cuando salen para ir a la playa a tomar sol, que piden hamburguesas o
pizza delivery mientras ven series en la pantalla de sus computadoras.
Ellos se
conectan a otros cables, unos a otros, cables a los que tampoco me atrevo a
acercarme, pues siento que entre el pasado y el presente he quedado yo: un
puente sobre el océano turbulento de la memoria, la conexión improvisada entre
dos energías que han producido el gran cortocircuito de mi generación.
*Texto
publicado en revista italiana Oltreoceano n° 7. "Donne al
caleidoscopio".
La riscrittura
dell’identità femminile nei testi dell’emigrazione tra l’Italia, le Americhe e
l’Australia, a cura di Silvana Serafin. (2013).
DISOLUCIÓN DE LÍMITES*
El aroma del río trae voces remotas
enjaezadas
... vegetales de ignota savia
pájaros emparentados
sin fin de viajeros hacia la mar.
ADIÓS, BISABUELO, ADIÓS*
HEREDEROS DE AUSENCIAS II
Nunca sabré si
el color de sus sueños inmigrantes.
Era del azul
sepia de los míos.
Nunca sabré si
el tiempo de sus ojos
Era del acre
sabor de mis mareas.
Nunca sabré
Porque vinieron. Porqué partieron.
¿Los trajo el
hambre? ¿La esperanza?
¿Encontraron el
pan y los anhelos?
¿Cumplidos
fueron sus secretas voluntades?
¿Como fueron
barajadas las cartas Mendelianas?
Ella. Mi abuela
Hija de gringos. Heredera de exilios.
Con su trenza
criolla enterrada en la tierra ¿Lo sabría?
Hasta ahora no
he descifrado el lenguaje de esa heredad perdida.
(¿Dónde
llegarán sus cabellos?) (¿Habrán cruzado el charco, buscándolo?)
Solía recordar
sus pasos en la noche furtiva.
Recordaba las
lágrimas oscuras de su madre.
Yo, sabía que
él era el hijo expulsado por su madre.
Yo, aprendí que
él era hijo de la puta madre.
No volvió de la
guerra Ella no ha vuelto de la muerte.
Tampoco ha
vuelto la niña de trenzas coloradas.
Sola. Sin raíz
cosmogónica.
Con un
caleidoscopio ignorado de razas.
No sabiendo a
quien amar. A quien odiar
Entre la puta
madre patria y la madre América
Entre
castañuelas y guitarras. Entre guitarras y pañuelos.
Con una puta
soledad
de tierra
doliéndome
en las morenas
manos
Sin rumbo, sin
origen, sin madre.
Por arte de magia*
Era el que más
hablaba de todos nosotros. Parecía más grande, como si hubiera llorado lo
necesario y en su debido momento. Mediador con los adultos. Ocurrente y
divertido a la hora de los juegos. Equilibrado y medido en la crítica. Pero de
lo que Néstor no hablaba era de su sentir profundo. Nunca contó lo que lloró
cuando vio el mar por vez primera. Tampoco confesó cuando veía chorrear agua
desde la luna cada vez que aparecía por detrás de las islas.
Menos aún
detalló las distintas músicas que escuchaba según el viento. Creo que sabía que
eran cosas imposibles de transmitir oralmente y que por lo tanto eran
intransferibles, lo cual lo llevó a despreciar el dinero desde pibe, sabiendo
que lo esencial no era mercancía que se podía comprar ni vender. En el único
lugar en donde se descontrolaba era en el circo. Venían seguido al barrio.
Acampaban detrás de la terminal de ómnibus y siempre nos ingeniábamos para
conseguir entradas gratis. Tratábamos de sentarnos separados del resto de la
gente porque sabíamos lo que iba a suceder. Al llegar el número de magia, se
paraba y comenzaba a silbar al mago, lo insultaba e intentaba adivinarle los trucos
en voz alta. En una matiné colmada de gente, un señor gordo de anteojos le
pidió que se callara o que se fuera de la carpa. Lejos de obedecerle originó
una discusión con el público en donde resaltaba que lo que hacía ese chanta era
trampa, manipulación pura, que nada tenía que ver con la magia, que lo mágico
estaba dentro de uno mismo, que no había que perderlo ni cambiarlo por sucias
artimañas. El lunes era el día que más acudíamos a la pista, por ser el día de
descanso.
Nos metíamos
sin permiso, con la impunidad propia de la infancia, veíamos a los payasos
tomando mate, le dábamos de comer al elefante, tratábamos de reconocer a la
bailarina de la que estábamos enamorados, nos divertía ver camisetas diminutas
de River y Boca colgadas, secándose al sol, perteneciente a los perros
futbolistas y nos entristecía el final de un rey enjaulado, flaco y rodeado de
moscas. Disfrutábamos del paseo hasta que Nestitor localizaba la casilla
rodante perteneciente al mago, piedras, "venenitos" de paraísos o
bolitas de barro eran las municiones con las que la atacaba. Tratábamos de
escapar por calle Castellanos pero más de una vez tuvimos que saltar el tapial
que daba a Santa Fe. Nunca faltaron estas anécdotas en las mesas de los
primeros viernes de cada mes en las que nos solíamos reunir. El tiempo fue
dilatando los encuentros, Mario cada tres o cuatro años se encarga de
juntarnos, siempre para recibir algún año, nunca para despedirlo. Me costó
distinguir su voz cansada, casi una voz falta de voz, aquella mañana que me
llamó desde una cama del Hospital Alberdi.
Cuando acudí,
estaba el médico a los pies de su lecho haciendo chistes, hablando en voz alta
y haciendo desaparecer y aparecer su estetoscopio una y otra vez. Cuando se
retiró, mi amigo me dijo con voz muy débil "mi vida está en manos de un
idiota importante, ayer se vino con una nariz de payaso, quiere hacer reír,
pero lo peor de todo, es que no deja de hacer trucos, justo a mí, vos podés
creer". Su hija más chica, la más parecida a él, me hizo una seña para que
nos alejáramos del paciente, tenía prohibido hablar. Ya en el pasillo me dio su
diagnóstico, "a mí que no me vengan con cuentos, que un virus, que una
infección o neumonía, mi viejo desde que se fue mi mamá se fue entregando
despacio, le bajaron las defensas, antes, cuando no esperaba nada, podía ver lo
fantástico, ahora, carente de magia, sin brillo, sólo espera la muerte".
Confieso que me fui de la ciudad por cuestiones laborales con el peor de los
pronósticos. Al volver, después de veinte días pude ver un cuadro completamente
distinto. Al enfermo en plena recuperación, sentado en la cama, con la misma
sonrisa de felicidad que tenía después de saltar aquel tapial.
"Me
equivoqué con el médico, era un fenómeno al final", fue lo primero que me
dijo con su voz recuperada. "Mañana vuelvo a casa y lo primero que voy a
hacer es un asado para toda la barra", agregó. Lo encontré al doctor en la
sala cuatro, mostrando sus habilidades en globología. Me reconoció enseguida y
me confesó la gravedad del caso, por suerte se había dado cuenta a tiempo y le
había podido cambiar el tratamiento. "¿Alguna droga nueva, doctor?",
lo interpelé. "No, para nada, la medicación sigue siendo la misma, es más,
le bajé la dosis en alguna pastilla, me refiero a la terapia, los trucos eran
contraproducentes, su amigo es un puro, tuve que aplicar magia directamente y
sin anestesia". Cuando le pregunté cómo había hecho, me estrechó su mano a
modo de despedida y me dijo: "muy fácil, comencé a leerle poemas de
amor".
*Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-38409-2013-04-10.html
Hijo: *
Tenés ya vía
regia
de escape o de
ingreso:
cumpliste
saltimbanqueaste
con los requisitos
formularios
rellenaste
superado el
descomunal escollo que yo te he sido
firmada la
libreta
el pasaporte
plenipotenciario te habilita:
alcancé mi
fecha inusitada de vencimiento:
ves que mi
declaratoria final es haberse
mi cuerpo –en
su informidad-
desligado de la
abstrusa continuación
al punto que
podrías, exhausto
pobrecito,
único, descalibrado, recalibrado
vos también
muriendo:
festejar.
* * *
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