sábado, septiembre 13, 2014

DONDE CAEN Y PERMANECEN LOS SOLES Y LAS VOCES...



*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).

-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam







*


Aunque estemos aullando de dolor o dolores acumulados

ella, la poesía, siempre sugiere;

siempre es un puente que se tiende  

para cruzar los abismos que nos habitan.


*De Oscar Angel Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar









DONDE CAEN Y PERMANECEN LOS SOLES Y LAS VOCES…








EL CONFIN DE LA TIERRA*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar



En la densidad de los años es cuando las cosas sucedían, pero también cuando se posaban en las alas más trémulas de algunas mariposas.
Amaneceres más altos que el galope de un potro en la soledad del potrero donde siempre reinaba un palenque.
O como aquella tarde en que trémulos descubrimos ese gran lapacho rosado, reinando en esa calle alejada donde más se exhibían los fresnos y las tipas (o el recuerdo de esas tipas centenarias). Y también el recuerdo de aquellos corderos asados bajo los paraísos, al final de una “juntada” de maíz.
Con los hombres rodeando las brasas crepitantes, que recibía el goteo intermitente de la grasa produciendo un ruidito que sonaba a chispazo sin otra consecuencia que su leve sinsentido.
No era raro  que circulara un porrón de ginebra cuyo pico era besado con generosidad por esos hombres rudos que charlaban y reían satisfechos. a la finalización de un tarea de meses.
De vez en cuando salía de la casa un mujer, casi siempre la más joven, acarreando mates amargos y entregaba a cada uno de ellos el recipiente con el líquido que iría perdiendo la espuma en cada viaje.
Varias familias habían trabajado arduamente en esos meses bajo la más crudas heladas y las condiciones más desventajosas, con los yuyos mojándole la cintura, y las chalas cortándole las manos como navajas ávidas, para lograr un jornal por bolsa que redundaría en un alivio económico para pagar las cuentas del almacén y pasar los meses hasta la cosecha del trigo haciendo algunas changas los hombres y las mujeres limpiando casas ajenas.
Pero hoy es día de fiesta. En la gran cocina las mujeres hacen todos los preparativos necesarios para el almuerzo que constará de ese gran cordero y una buena olla de tallarines caseros y fiambres que tenían de la última carneada y el exquisito pan casero que amasaron manos hacendosas y acababa de salir humeando del horno de barro que vuelve rico todo lo que entra y sale de su boca calentada a leña, y en esa gran contracción al trabajo que tienen las mujeres, seguramente se prepararan exquisiteces para la media tarde. Buñuelos o tortas para acompañar al mate, mientras los hombres juegan a las cartas, apurando una copa de algún licor casero, mientras sus voces y sus gritos de satisfacción o fracaso ante la contra de la suerte, disponen una manifestación, espontánea y contenida que expresa en las alternativas de un juego de azar, la felicidad por la tarea cumplida.
Los dueños de la chacra no tienen hijos pero han criado a un sobrino que hoy es adolescente y los ayuda en las tareas que hacen al funcionamiento de las pocas hectáreas que arriendan a la familia del que fuera el primer poblador motivo por el cual se lo considera fundador de esa pequeña localidad existente a tres kilómetros de este lugar que hoy trato de introducir a través de esta deshilvanada trama que vanamente quiere asir lo que se fue.
Por el motivo consignado más arriba, todos los chiquilines que ese día trasegaban las inmediaciones de la casa: la quinta entejidada que guardaba un panal con miel y alguna que otra abeja bebiendo de un charco. El merodeo por los chiqueros y el gallinero, las largas conejeras debajo de una hilera de tamariscos, vecina a esa misma quinta, todo era motivo de curiosidad infantil.
De pronto, nadie sabe de dónde, apareció una pelota de trapo, segura industria de algunas de las mujeres que trabajaban en la cocina y que el desbande de puntapiés y carreras bajo la hilera de los sauces, a la entrada, donde una gramilla esplendorosa podría hacer el partido más interesante. De vez en cuando uno de estos chicos, de cabeza rapada y con alguna cicatriz segura de un alambrado traicionero, haría una incursión a la cocina donde parloteaba y reía un grupo de mujeres hacendosas, para pedir un poco de agua que se le servía en un jarro de aluminio.
Luego de pedir un trozo de pan, que se le daba con la admonición que “tenían que almorzar” y no insistiera con su hambre provocado por el excesivo gasto físico.
La voces de las mujeres reiniciaban al diálogo, el murmullo de sus voces crecían hasta transformar ese acto simple de estar juntas, con los preparativos de un almuerzo esperado, en una especie de fundación del sentido que se iría entretejiendo en una densa y ajustada trama donde nacerían todas las leyendas, todas las narraciones, el acto augural en esa matriz primitiva donde aprenden a escribir y a contar, todos los escritores.
Y en el atardecer, cuando los preparativos para el baile en el gran galpón que se  haría cuando las sombras cayeran y tuvieran razón de ser esos grandes faroles a gas que deflagraban en la intemperie infinita, sólo un niño miraba hacia el poniente, donde esa bola de fuego rodeaba sin cesar y se hundía de pronto como una moneda en la tierra, digo que a todos escapaba ese atardecer por la costumbre  y la alegría de ese día, ese niño guardaría en sus retinas ese fuego, para ponerlo a rodar un día, por todos los confines de la tierra.










LA PELUQUERÍA EN EL PATIO*


*De Irma Verolín.


Un acompasar de manos que rozaban nucas, amables deslizamientos del peina por las cabelleras limpias, húmedas, adelgazadas, y la luz rojizo amarillenta entrando por las rendijas del toldo semicorrido. Eso era la peluquería. Y también alguna voz que daba a entender un conocimiento precario: de la pieza de chapas de la Tere entran y salen hombres. Entran nerviosos y salen tranquilos. En otras ocasiones se trataba de movimientos: una cabeza gira, los ojos observan el ruedo chingue de la falda de quien acaba de levantarse y, desdeñosos, siguen con afectada distinción el despliegue de su propia falda, planchada e impecable.  Pero la peluquería era, además, un ruido, imprevisto, leve, de algo que cae, un objeto, incluso la luz, o varias voces; en fin, de cualquier cosa que me rescatara de la modorra y me recordase que yo estaba, entre todas las mujeres, para mirarlas, para escucharlas, para que, por lo menos pasara el tiempo.
A la peluquería la había instalado mi abuela en el patio de nuestra casa, debajo del toldo metálico, no bien se fue papá y ella tuvo que parar la olla con lo que fuera. Aunque el baño estaba al final de un extendido pasillo y no había más que un solo secador, era casi una peluquería como las del centro. Tenía su espejo panorámico, sus fotos en la pared y sus revistas. Tenía focos de luces potentes y frascos que echaban muchas clases de olores. Y por todo el patio las mujeres iban y venían. Se iban y regresaban. Se dejaban envolver los pelos alrededor de aquellos cilindros huecos y transparentes, que les daban a sus cabezas aires cibernéticos, para que más tarde, como un golpe de gracia, las coronara el secador. Y debajo de él se quedaban y se adormecían y se dejaban estar hasta que los pómulos ruborizados les iluminaban los ojos.
Únicamente los ñoquis de los domingos lograban que la peluquería  desapareciera un poco. Sólo un poco, porque el olor a tinturas, aguas oxigenadas y líquidos de permanente se mezclaban con la acidez de la salsa roja. Fue un domingo cuando la abuela carcajeó después de que yo le preguntara si la Tere tenía novio.
-¡Qué va a tener! ¡Qué va a tener!- repetía la abuela.
Sus ganas de reír le habían hecho despegar de vez en cuando los pies del mosaico, sobre el que todavía quedaban desparramadas las hebras desiguales de un corte a la navaja.
-A cenar. A cenar.- me llamaba la abuela.
Por lo tanto ya eran las diez de la noche y las várices abultadas en las piernas de mi abuela parecían lombrices que se querían escapar. Y, porque eran las diez de la noche, enseguida apoyábamos las chucherías en el piso; las tijeras, las pinzas y los peinas formaba una hilera cercana al zócalo. La gorra de plástico, agujereada para hacer los claritos, quedaba pendiendo del cuerno rojo del gomero. Luego separábamos la mesa libro del espejo, la abríamos y, aspirando ese vaho a perfume persistente, entre restos de melenas generalmente teñidas de rubio ceniciento, empezábamos a comer. Después la abuela contaba el dinero a un costado de un amontonamiento de platos, vasos, cubiertos engrasados. Y nada más, porque yo me caía de sueño. El sueño me ganaba y, de pronto, otra vez la mañana siguiente: el patio transformado en peluquería. De modo que retornaba esa especie de ruido de escombros: mujeres hablando como hablaban entonces las mujeres, robándose unas a otras las palabras.
-Dios sabrá lo que hace.
-Que Dios me perdone.
-¡Ay! Piruchita, yo sería muy feliz si tuviera  hijos tan sanos y juiciosos como los suyos. Dios los guarde.
Como a Dios se lo nombraba a cada rato llegué a creer que se lo estaban anunciando, que muy pronto formaría parte de la clientela permanente. En cuanto a Pirucha, estaba allí, visible, concreta, en su lugar. Que o sepa nadie había establecido un lugar para cada clienta, pero al parecer impulsadas por una memoria prodigiosa, las asentaderas buscaban siempre el mismo sitio. En el rincón desde el que podían espiarse todos los vericuetos del patio, en la silla acolchada se sentaba Pirucha. Si ella no venía, nadie ocupaba esa silla. Contra la pared opuesta solía apoyarse, tiesa, almidonada de arriba abajo, la Tere. Sólo se aflojaba una vez metida bajo el secador. Y ya su lengua y lo demás recuperaban las ondulaciones. A la Tere le sobraban carnes, en cambio Pirucha, como quien dice, era un palo vestido. Comúnmente la una a la otra se miraban como si quisieran mantener estirada en el aire una vara quebradiza. Cuando el sitio donde la Tere acostumbraba apoyar su espalda estaba vacío, Pirucha no perdía oportunidad para aconsejarle a la abuela:
-Usted debería seleccionar la clientela, doña. No es cuestión de que le entre cualquier chirusita y le desprestigie el negocio.
Pero si estaba el cuero tenso de la Tere, que parecía dispuesto a crisparse a la más leve alusión, la dueña de la silla acolchada mantenía su clásico gesto inanimado, gesto que podía interpretarse como un más allá, luego de haber traspasado la barrera de dignidad ofendida. Y si, pongamos por caso, las manos de las dos mujeres se rozaban sin querer al ir a buscar una revista, sonidos vibrantes atravesaban el patio. Sonidos o voces. Voces que varían dentro del círculo vicioso de las repeticiones.
-Hijos como los tuyos, Piruchita, no hay tantos por ahí.
La Tere no. Ella no tenía hijos. Madre sí, madre tenía; y hermano. La madre era renga y el hermano borracho. Un arsenal de virtudes sin desmerecer a los presentes. Y de las virtudes de la Tere ni qué hablar: ella no usaba polleras plisadas sin un vestido que le oprimía la cintura para que sus bondadosas caderas se combaran como hojas de repollo. Daba la impresión de que lo habían cosido aprovechando telas sobrantes. Y era, a lo mejor, por aquel vestido que la imagen de la Tere me llegaba con la presunción de una estatua. O, tal vez, por el celeste intenso que ella repartí sobre sus párpados hasta el arco de las cejas. Así, entre el negro del rimel y la pasta espesa, mi mirada, al querer encontrar la suya, tenía la sensación de deslizarse por el océano. Las pocas veces que la Tere hablaba, movía las manos con tanto revoleo que una no sabía si trataba de deslumbrarnos con sus uñas color sangre y sus anillos de metales inciertos o si quería desviar nuestra atención de esos zapatos que usaba. Eran altísimos, tenían una rebanada en la unta que le desnudaba el dedo gordo y parte del de al lado, y taconeaban de lo lindo. Lo que era una suerte, así yo me enteraba cuando la Tere entraba en la peluquería. Sobresalía la melena rizada, endurecida por el batido y el falso lunar cercano a la boca. El resto era un vaivén.
A la Tere siempre se la nombraba entre dientes y enseguida, muy rápido, venía un silencio tirante, molesto y lleno de acechanzas. Entonces alguna voz de repente decía:
-Dios sabrá lo que hace.
¿Saber? Saber era cuestión de tiempo. “El tiempo mientras se va yendo va sembrando las entendederas”, decía mi abuela. Ante frases como aquella las clientas alzaban sus ojos de huevo duro y, haciendo u revoltijo con sus voces, formaba el coro griego del asentimiento:
-Claro que sí. Pues claro. Quién lo duda. Siempre ha sido de esa manera, doña.
Hasta que, de buenas a primeras, el nombre de la Tere aparecía. Y así otra vez y otra y otra sin entrar en variantes. Una siesta, después de la frase de la abuela, seguida por el coro griego del  asentimiento y continuado por el nombre de la Tere, la vecina nueva exclamó:
-¡Es de no creer!
Mientras la vecina decía “eer” entró la Tere con unos guantes blancos, llenos de perlas, largos hasta los codos. Y todas la clientas se rieron. Tanto se rieron que ella terminó sacándoselos, de mal modo, como con desprecio. Los dejó olvidados por allí y, antes de irse,  tardó bastante en encontrar uno solo bajo la silla acolchada, agrisado y con marcas de suela de zapato. El otro no apareció más; la Tere, como de costumbre, volvió a la semana siguiente.
Pero, supongo, que aquella mañana debió ser anterior a muchas otras. Comienza el otoño. En la esquina de Lamarca y el Pasaje de la Puñalada, veo los contornos curvados de la Tere. Camina haciendo girar sus caderas con mucha exageración. En cada brazo lleva colgando un bolso con frutas y verduras. Muy cerca de mí, Pirucha le dice a su hermana:
-Se la ve cada día más blanca, ¿viste?
El cuchicheo alterado por codazos ha enfatizado cada una  de las palabras.
-Tiene el cuerpo lechoso de tanto bañarse. Cuando hace un trabajo sucio la gente debe bañarse más de la cuenta.- le comenta la hermana.
Veo la figura de la Tere perdiéndose en el corralón. Parece un balancín. Los canelones de las chapas se vuelven plateados porque el sol les da de lleno. Veo el sol y la cortinita con flores. Son unas pretenciosas margaritas blancas de centro rojo. Veo los yuyos altos. ¿Los veo? Sí, veo. Y desde un rincón del patio, otro día, quizá anterior a este, puedo ver  las manos de la abuela haciendo piruetas sobre los dedos de las clientas que brillan con sus cutículas fregadas. Y veo también que la pollera ceñida de la Tere se acomoda con lentitud sobre el escalón de Pórtland y la cabeza rizada se esconde entre los hombres, porque una voz ha dicho:
-¡Pirucha es una mujer bien casada!
No sé si lo que dijo la voz era verdad o no. Lo cierto es que pocos días después, Pirucha llegó al patio con una foto. Las mujeres se arremolinaron alrededor de ella y la foto. Había ojos guiñados y sonrisas oblicuas. Y pude ver la mano que sostenía aquella foto y, dentro del recuadro, en blanco y negro, vi a una mujer que tenía los pechos sueltos. Habráse visto, venirse con semejante foto. Entonces la Tere apareció en la puerta de entrada. Ancha y ceñida. Apretada y libre. Apareció y con una actitud desafiante, como de sargento recién ascendido, se lanzó sobre Pirucha y le quitó la foto. Aunque me mandaron arriba, alcancé a escuchar una discusión. Por la noche, largo y tendido mi abuela miró el borde de la manga de su pulóver y le quitó con furia y le fue sacando con furia las pelotitas de lana. Aquel era su modo de pensar o arrepentirse.
Y un buen día, después de tiempos que se amontonaron después de montones de tiempos, cuando a mí ya me habían empezado a crecer los senos, la Tere vuelve a la peluquería. La abuela la ataja. En plena puerta, custodiada por el inesperado silencio hecho por el coro griego de las clientas, la abuela le pide que se vaya. Que se vaya porque es mejor para todas. Es que hay que ponerse en su lugar, en el lugar de ella que, al final, más que abuela es una madre para mí, que por desgracia escucho y miro todo lo que pasa. Y si –sigue diciendo mi abuela-  comete injusticias con ella, la Tere, Dios sabrá perdonarla. Que por favor se vaya, que al menos lo haga por mí que, en resumidas cuentas, soy una nena. Y, para terminar, hay que aclarar que ella no es una peluquera de tres por cinco, sino una peinadora. Que se vaya, por Dios, le pide de nuevo. Y la Tere se va. Se va con sus piernas rechonchas, su torso indomable, se va ceñida por el vestido que parece hecho con retazos de tela. Sin saludar se va, mientras la envuelve esa luz amarillenta o roja. En fin, se va envuelta por una luz ambigua que el toldo ha dejado entrar.
No mucho tiempo desuñes llega a la peluquería la noticia de la muerte de la Tere en confuso episodio. No se supo bien si murió en un accidente, en una comisaría o si fue por lo que podría denominarse un altercado laboral. Entonces se escucha una voz. Es la voz de Pirucha, vaporosa y repleta de imperceptibles agujeros, una voz de tul que dice:
-Se lo tiene bien merecido. Así va a escarmentar de una buena vez.
Aquella voz y las otras, las del coro griego, todas, siguen flotando donde todavía entran las luces rojas o amarillas del sol, donde caen y permanecen los soles y las voces: un patio.


*De "Hay una nena que gira". Torres Agüero Editor - Buenos Aires 1988

-Blogs de Irma Verolín: http://espiraldesaraswati.blogspot.com/
http://www.suryalotoreiki.blogspot.com/









ESCARCHA DE LUNA*


“Mientras avanzábamos raudamente, veía que el campo giraba como un enorme disco iluminado bajo la luna llena, plateado por la escarcha…”


Mamá me entregó un bolso con la ropa y otras cosas y me acompañó hasta el portoncito batiente de la entrada.
El portillo estaba flanqueado por los dos altos y lozanos cipreses, que semejaban un poco, a dos verdes, gigantescas, y estilizadas espigas; que montaban guardia permanente, vigilantes y quietos, rodeados por un florido conjunto de plantas y plantitas del jardincito del frente. En él resaltaban profusas las enhiestas y copetudas crestas de gallo, de flores verrugosas y aterciopeladas de un furioso color carmín.
El camión azul deslucido de mi tío estaba en marcha y él aguardaba en el volante a que el motor se calentara. Yo le di un beso a mamá y corrí dando un rodeo para subir por el otro lado.
Se terminaba la tarde y comenzó a refrescar de golpe.
El sol, como un disco gigante color naranja pálido, bajaba sobre la quinta de naranjos que daba al oeste, y el cielo se había pintado del granate al rojo intenso; mientras algunas pequeñas nubes amarillentas y oscurecidas se recortaban con ribetes iridiscentes, como ovejas deformes pastando en un campo en llamas.
-Mañana va a helar- dijo mamá, despidiéndose, mientras nos poníamos en marcha.
Me sentí en la gloria. Un vaho tibio se respiraba dentro de la cabina, emanado por el motor; tenía aromas de aceites cálidos y tan tenues que eran como un perfume metálico, agradable y reconfortante. Además, iniciar este viaje con mi tío era para mí un sueño.
Cruzamos el pueblo, el puente y la ciudad vecina, ambas aún con calles de tierra, y salimos a la ruta, también de tierra.
Enseguida cayó la noche y la oscuridad fue cercándonos. Los faros del camión iluminaban temblorosamente una porción no muy grande delante y un poco a los costados del camino, bañando escasamente de amarillo una pequeña mancha dentro de la inmensa noche cerrada.
Mientras, el ronroneo del motor iba quedando atrás con el camino recorrido; dejando a su paso un eco debilitado que rebotaba en los costados irregulares y nos iba persiguiendo junto con la noche.
Pese a la dicha que sentía, me fui durmiendo sin darme cuenta, acunado por el  vibrar suave y parejo, y el regular sonido de la marcha que nos envolvía…
Hicimos así la mitad del camino.
Me desperté al sentir que el camión disminuía la velocidad hasta casi detenerse y el traqueteo de las ruedas sobre los rieles al cruzar las vías del tren. Un poco más allá mi tío se estacionó ante una casa o un tipo de negocio que daba a la calle. Luego vi que tenía un alero pequeño que sobresalía sobre un surtidor de nafta, de los de aquella vez, altos, con un remate redondo como un caramelo, o una almeja, y una gran palanca con la que bombeaban el combustible.
Por la puerta abierta y por la ventana salía una larga porción de luz que daba un farol muy potente que se conocía como “sol de noche”; y blanca y luminosa cruzaba la calle y alumbraba la garita del guardabarreras del ferrocarril cerca de la vía. Sentí voces, y vi pasar gente en la ventana, e incluso algún  chico jugando, quizás más adentro.
Mientras esperaba a mi tío, y terminaba de despertarme, pensaba en esa casa y en esa gente, que en verdad no conocía, ni conocía el lugar, y en realidad tampoco sabía mucho sobre en qué parte del camino estábamos, y hasta pensé que, tal vez habríamos llegado.
¿Cómo sería la casa de mi tío? A mis escasos nueve años era la primera vez que iba. Cada tanto mis primos venían a casa, ya que el negocio se proveía con estos viajes que eran frecuentes, y este coincidió justo con la feria escolar de invierno, así yo al fin puede colarme.
Mi tío volvió y el motor ronroneó de nuevo…
Ahí fue cuando me informé que estábamos a mitad de camino, de modo que enseguida reanudamos la marcha.
De cuando en cuando él encendía un cigarrillo, lo ponía en la boquilla y fumaba quedamente.- Las caprichosas espiras de humo azul, como danzantes arabescos, alcanzaban a cautivarme antes de desvanecerse en el interior de la cabina. Cuando terminaba de consumir el cigarrillo, solía mantener la boquilla vacía largo rato entre los labios, y así la sostenía, incorporada y firme, casi todo el tiempo. Decía que era un buen truco para fumar menos.
Yo lo veía recortado contra la penumbra exterior, junto con el resto oscuro de la cabina, donde apenas brillaba tenuemente una pequeña luz en el tablero, casi espartano, propio de los modelos de entonces, de antes de mediados de siglo. Lo veía pensativo y al mismo tiempo tan sereno, que me cohibía molestarlo o interrumpirlo en sus cavilaciones; hasta que él mismo vio que yo estaba despierto y abrió el fuego con una gran sonrisa, y con un gesto cariñoso soltó el volante y con la mano derecha me revolvió el cabello…
Charlamos larga y despaciosamente, mientras el camión devoraba raudamente buenos tramos del camino.
En realidad hacía apenas cuatro años que se habían asentado en aquella colonia casi virgen, de grandes campos, montes y bañados. También otros colonos habían hecho lo mismo por aquel entonces y se formó una población considerable, además les estaba yendo bastante bien a todos, así que mi tío estaba agrandando sus negocios, y aparte de vender y fletear mercaderías y comestibles, vendía insumos para el campo y estaba iniciando el acopio de cereales y ahora también algodón que estaban comenzando a sembrar como una novedad en aquella latitud agrícola.
Por largos ratos quedábamos en silencio, ensimismados  cada uno en sus cosas. Yo mismo trataba de imaginarme cómo sería todo lo que me esperaba, lo que aún no conocía, e iba quedando cada vez más cerca.
De reojo veía que mi tío de cuando en cuando tarareaba una canción en voz tan baja que casi no estaba seguro que estuviera cantando.
Además la soledad de tremendos contornos me intimidaba por momentos. Ahora cruzábamos cerrados e interminables montes que reconocía a nuestros costados y escondidos arroyos que se reflejaban entre la negrura, y la luz de una luna que nacía frente a nosotros.
Pero tenía mucha confianza en él, mi tío era también mi padrino y lo veía como a un héroe, un verdadero paladín. Lo que no estaba al alcance de mi padre, él lo haría accesible, sin dudas, porque sabía que me quería bien.
Mi padre y él tuvieron suertes diferentes. Mi padre vino de Italia de niño y la vida lo trató muy duro. Desde pequeño tuvo que trabajar como único sostén, ya que quedaron huérfanos de padre recién llegados de Europa, y apenas nacidos los hermanitos más chicos. Mi tío era el más joven y accedió a todo más fácilmente, un poco quizás por ser el menor.
Estábamos llegando. Doblamos el último tramo. Se había alzado la luna, grande y ovalada. La teníamos ahora a la derecha y me permitía ver los grandes campos que pasaban corriendo, más fuerte acá cerca, y los grupos de árboles y casas más lejanas apenas se iban moviendo. Parecía que todo girara como en un plato gigantesco, teniendo como eje la luna, mientras bañaba todo con su luz pálida y platinada.
La casa se me apareció entre una extensa arboleda de variados tamaños, negra a trasluz, donde se recortaban altas grevilleas y pinos; y los techos metálicos se reflejaron fríos y blanquecinos por la escarcha recién caída y la luz de la luna.
Lo demás estaba en tinieblas, pero enseguida hubo linternas y luz en la cocina, y un par de perros alegres que aullaron y corrieron atropelladamente a saludarnos, antes aún que los demás de la casa.
Así llegué aquella primera vez a aquel lugar, que tanto significaría para mi de ahí en más, especialmente en el transcurso de mi niñez.



*De Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda. Santa Fe.







*


Sólo me importan el espesor y la extrañeza del mundo. Espesor y extrañeza que aparecen disimulados en cualquier parte: en el vidrio de la ventana, en la almohada, en la heladera, en las macetas del patio. Basta mirarlos fijamente y ya no pueden dejar de verse.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com


***

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