miércoles, diciembre 17, 2014

ESTACIÓN DE LAS HUELLAS…


*Dibujo de Erika Kuhn.







ESTACIÓN DE LOS ADIOSES*


“La muerte hace ángeles de todos nosotros y nos da alas donde teníamos hombros, suaves como garras de cuervo”
JIM MORRISON




ESTACIÓN DEL LLAMADO


Fijamos un término a la angustia. Un vallado. Una empalizada.
Acaso se te olvidó la víspera. Medio cirio apagado y él me llama.
Voy a partir amado mío. Mi vértice secreto. Huir.
Desertar, muy lejos del umbral de tus soleras.



ESTACIÓN DEL LABERINTO


Te he visto ciego. Laberinto. Río. Ventana que da al fuego.
Aquí ya nada será igual. Los pulsos .Los latidos.
Medio cuerpo en sus parpados. La noche entre sus brazos.
Mientras miro partir la golondrina, tú, ríes con tus muertos.



ESTACIÓN DE LAS HUELLAS


Se, siento, has moldeado el surco de tu pié.
Yo, aun no borro los surcos de mi frente.
-Las huellas de la piedad son tan tenues. Tan frágiles-
Hacen llorar los ojos de los gatos. Sangre abierta. Año bisiesto.



ESTACIÓN DE LAS MUERTES


Has un gesto, uno solo, dijiste. Lengua de brizna y paja.
Mi barro tomó el contorno de tu pecho.
Has un gesto, uno solo, dije. Tristísimo temblor en tus vertientes.
Dios me apuñaló mirándome los ojos.

Mi atardecido amor. Mi silicio. Seis horas tiene la luna roja.
“Mis hombros, suaves como alas de cuervos.”
Como será el crecer de mis cabellos, allá, entre las algas.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar







ESTACIÓN DE LAS HUELLAS…







TRAVESÍA*




*De Antonio Dal Masetto.



—Vamos —dice el hombre.
Y se larga a cruzar con paso rápido, decidido a ganarle al cambio de semáforo. De la mano izquierda lleva a su hija de nueve años, de la derecha a su madre de setenta y cuatro. Avanzan sin hablar, presurosos en el gran espacio abierto, acosados por el amenazador roncar de los motores. Toda la luz del cielo presiona contra los ojos del hombre y lo marea. Justo en la mitad de la avenida, como si se estuviese mirando desde afuera, toma conciencia del papel que está desempeñando en esta escena, de su función, de su ubicación entre las dos mujeres, entre esas dos edades extremas. Cree saber que ahí, en la figura que conforman los tres, hay algo que debería ser analizado y comprendido. No es más que una intuición, un proyecto de idea. Pero basta para alertarlo.
Mantiene la vista fija en los árboles del otro lado, en un cartel de propaganda, se descubre exageradamente ansioso por llegar. En su cabeza sigue rondando aquel esbozo de idea. Pero ni siquiera puede aclararse si la sensación que lo está atenazando es placentera o molesta. Sabe que ese fantasma está ahí. Que ha comenzado a imponerse, a exigir atención. Siente como si al peso de sus años se sumara ahora el peso de los años de su madre y también el de los años todavía no vividos de su hija. De todos modos, nada es claro. La ciudad es la misma de siempre, hierve de llamados y rumores. La mujer que está en el cartel de propaganda le guiña un ojo y le sonríe desde que comenzaron la travesía. El hombre se aferra a esa invitación y sigue. Pero se siente extraño, desnudado, señalado, cargado de una responsabilidad que no comprende o se niega a comprender. Una responsabilidad que implica muchas cosas no dichas, inconfesadas, cosas escondidas, deliberadamente ignoradas, compromisos no cumplidos. Ahí, acorralado en la claridad, apresado entre las dos mujeres, se descubre pensando vagamente en términos de herencia, de traspaso, en todo lo que le fue dado, en todo lo que deberá transmitir a su vez, en lo que deberá pagar.
El hombre respira fuerte y presiente que ha perdido mucho tiempo. Intuye que en alguna parte, desde alguna parte, se le está pidiendo que rinda cuentas, se le están reclamando respuestas. Se esfuerza por realizar un rápido balance. Es el mismo que se ha visto obligado a encarar otras veces, en algunas divagaciones nocturnas. Como entonces, también ahora, este paréntesis en la mitad del día es un aviso, un toque de alerta.
El hombre camina y aprieta en la izquierda la mano pequeña de su hija, y en la derecha la otra, abandonada y algo blanda. Cree percibir la corriente que se establece entre ambas, una corriente que lo cruza, lo marca. Siente también que, de alguna manera, esas manos lo están ubicando en el lugar exacto. Apura un poco más y ya no sabe si es para evitar que lo sorprenda la luz roja o para escapar de esa inquietud que acaba de tomarlo por sorpresa.
—Vamos.
Lo dice en voz alta, consciente de que se está hablando a sí mismo, que está enfrentando esa última parte del trayecto con la misma desesperación con que podría cruzar a nado un río en crecida. Toda su historia está presente en este momento, concentrada bajo esta luz, jugada en los pocos metros de asfalto que le faltan. Comprende también que ya no es él quien dirige, quien guía.
Mira de reojo el perfil atento y grave de su madre. Mira la cabeza de su hija. Ambas parecen ignorarlo, concentradas en sus propias vidas. Ahora, el hombre no sólo se siente cuestionado, sino también abandonado. Ha llegado al punto crítico de la situación. Advierte que está por zozobrar, que este paseo se ha convertido en una trampa. Se obstina, de todos modos. Se dice una y otra vez que es necesario llegar al otro lado, como si en ese logro radicase realmente la solución. La radiante muchacha del cartel sigue siendo su único apoyo. Fija los ojos en ella y avanza. Ha dejado de escuchar los ruidos. Camina en silencio y en el silencio. Su existencia acaba de adquirir un único y obstinado objetivo. Un paso, otro, otro más. Lo sobresaltan una serie de impacientes bocinazos. Entonces aprieta con más fuerza aquellas dos manos e intenta arrastrarlas en una breve carrera.
—Vamos, vamos —repite.
Recorren el último tramo y pisan, a salvo, la vereda.


*De El Padre y otras historias.










GORRIONES*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar


La línea de árboles comenzaba en la casa de doña Leonida Lencioni y terminaba en la otra esquina, donde vivía el mudo Alessi con su mujer y eran unos siempreverdes macizos, con su fronda coposa, donde iba todos los atardeceres a  dormir un ejército bullicioso de gorriones. En esa hora crepuscular, mudándose en sombras, nos arrimábamos con nuestras hondas asesinas, y agazapándonos apenas, hacíamos puntería sobre los pobres gorriones indefensos y ya entregados al sueño.
Esa imagen siempre me vuelve, retorna en el devenir de los días donde uno produjo eso que muchas veces no tiene sino la justificación de la inconciencia de la niñez y la culpa tardía.
Los árboles eran suficientemente bajos, incluso para nuestra altura, lo cual hacía que la tarea de mortandad fuera eficaz, aunque al poco tiempo comenzaban a alborotarse y la huída era una dispersión hacia otros refugios más seguros.
¿Qué otras casas había sobre esa vereda, en los más que tranquilos años sobre la ancha calle de tierra? ¿El Negro Gúbero, Falconeri Díaz con sus respectivas familias y el Chacona Molina con su soltería impenitente?
Lo cierto es que esa cuadra, que completaban los vecinos de la vereda de enfrente: don Manolo González y su esposa, doña Clara, la familia del Pelado Míguez, los Aimetti, los Campos y don Clemente Gerlo y su mujer doña Marianna, constituyen un fresco, un núcleo duro del barrio y que siempre remite a los atardeceres que traían el bullicio de los gorriones y el desbande y nuestra inocencia prendida en ese lugar arrasado y lejos de aquella pampa solitaria cruzada por los caminos y los pájaros.
Con los años vinieron otros árboles, otros pájaros, otros atardeceres. Ninguno seguramente como aquellos, donde un grupo de niños pobremente vestidos, ya casi al final del día, cuando el silbido paterno llamaría al recogimiento, la cena temprana , el ronroneo del gato que duerme sobre la silla de paja y el perro durmiendo bajo la galería, sobre una bolsa de arpillera, porque debe guardar la casa, siempre decía mi padre.
Arnaldo Calveyra escribió para siempre: “Del poder del olvido no te olvides”
Eso trato de hacer en todo este tiempo, en esta larga vida que llevo sobre la esplendorosa corteza terrestre.
Es decir, un lugar inhóspito que debemos aprender a convertir en algo que valga la pena, según expresión de  Paco Urondo, porque en la vida es mejor no estar triste, no sirve, dice mi amiga Angélica Gorodischer , y tiene razón y apenas uno se encuentra con algún amigo de la infancia , salta como esquirla  bajo el sol el recuerdo agigantado.
Por esa parva de años que separan esa anécdota con la atención que cada uno le dedica, como es obvio no coincidiendo nunca, porque como sabemos, la memoria es siempre arbitraria y selectiva en cada ser humano, como si fuera una condición  necesaria donde persiste la percepción y la mirada que hay siempre sobre ella, porque por algún motivo desconocido, tal vez, uno la ubicó en ese rincón donde un magma oscuro la protege del paso de los tiempos, y hasta se permite modificarla, a tal grado que cada repetición le introduce un matiz nuevo. Es muy raro que un solo hecho se siga repitiendo inalterablemente todo el tiempo.
Y las anécdotas sobre el perfil de ciertas personas o hechos que ellas produjeron, incluso frente a testigos, son difíciles de probar, pero siempre dan una idea que el imaginario de sus  contemporáneos le concedió. Uno puede afirmar, sin temor a equivocarse, que la expresión “pintado de cuerpo entero”, es muy plausible. Como
La anécdota de Ciorán sobre la última clase de flauta de Sócrates, que es de todos conocida, pero también imposible de probar.
Porque creo, que anécdota y recuerdo van indisolublemente unidos,  como el látigo en la piel del caballo, o la cáscara pelusienta que tenían los duraznos en la quinta de don Clemente Gerlo, cuando el mundo recién asomaba, el sol era muy nuevo y la libertad que gozábamos nunca más nos alcanzó tan plena, tan de lleno como el viento cuando venía del Sur empujando nubes que desflecaron para siempre.








ANTES DEL FIN 2.0*


Cuando subía por última vez la cuesta en dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Se lo di todo. Ella protestó. Yo insistí. Finalmente aceptó y se fue cuesta abajo, balanceando un pequeño bidón de plástico y canturreando algo que no supe identificar. La miré mientras se alejaba. Un par de veces se volvió, agitando la mano libre en señal de despedida. Parecía feliz. Su horizonte era el lugar donde su moto la pudiese llevar con ese euro de gasolina. Sentí que el escenario había cambiado, que ya no podía hacer aquello para lo que había venido hasta el río. Que no tenía derecho mientras esa mujer siguiese caminando por el mundo con su bidoncito para gasolina y esa tonta canción germinando obstinada entre sus labios.



*De SERGIO BORAO LLOP. sbllop@gmail.com









PARANOICO*



Transitas por la calle de tierra
a velocidad cero.
La ventana vecina
te atrapa la mirada.
Continúas,
volvés, te detenés,
justo en la ventana.

Mirás con insistencia,
espías,
crees dar miedo a quien te mira.

Y no sabés,
no sabés nada.

Crees saber sobre el otro
detenerlo, atraparlo,
asustarlo.

Y otra vez no sabés nada.

No sabés que el único cautivo
sos vos.
Que cobra consistencia,
si atrapa la mirada.

Terrible destino
de acosador a acosado.



*De Cecilia E. Collazo. psic_collazo@hotmail.com








*


La noche inclina árboles más pesados que la memoria.
una gota de lluvia borra
la delicada transparencia de la luna,
en algún patio un hombre mira el cigarrillo que llevará a su boca
mientras por las piernas le sube el sapo gris de la alegría
y le trepa hasta el pecho
y abre un surco y croa allí, creyó que la noche le
devoraría las manos como una hiena hambrienta y despiadada
sin embargo lo estrechó contra su pecho
lo alimentó con premura
y así anduvieron imperturbables, amorosos,
develando símbolos ancestrales
y números que corren desnudos en el amarillo tejo de la vida/


*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar











SEGUNDA
OPORTUNIDAD*




*De Alberto Di Matteo. licaldima@yahoo.com.ar





TRES


“Tropical the island breeze
All of nature wild and free
This is where I long to be
La isla bonita” (Madonna)



Caminan por espacio de dos o tres horas. Durante el trayecto –aparentan estar en una isla, aunque no les parece haber dado ya una vuelta completa- sólo encuentran gaviotas, que les huyen ni bien los ven. Algunos cangrejos, reptando sobre la arena húmeda. Un sol abrasador que los hace transpirar y enrojecer la piel. Y material de conversación, que quizá sea lo único que abunde, además de arena, sal y paisaje.
—Estamos soñando, ¿no? —pregunta él, mirando el horizonte cubierto de palmeras.
—¿Por qué lo decís?
—Porque pensar que esta situación esté ocurriendo de verdad, puede hacerme enloquecer en dos minutos.
—Yo extraño a mi hija.
—¿Tenés una nena? —se sorprende él. —Yo también.
—¿De qué edad?
—Cuatro y medio.
—¡Igual que la mía!
—¿Casada?... ¿Soltera?... Me refiero a vos, no a tu hija.
—Casada… —y el tono de ella pierde toda simpatía, opacando su mirada. —¿Vos?
—Legalmente. Hace ocho años. Con varios años de novios.
—Yo hace quince.
—¡Qué aguante! Pero eras una nena… Al casarte, digo.
—Gracias. Qué gentil… Además, tardé mucho en quedar embarazada.
—Yo me casé tarde. Pero lo hice con la mujer que me sacudió la vida.
—Yo también. O eso creí, al principio… Que era el hombre de mi vida.
—¿Qué pasó?
—Habría que preguntarle a él. Por qué cambió tanto —Y entra en un mutismo sólido, que no admite repregunta.
—Mi mujer también cambió mucho en los últimos años. Y no sé cuánto habré colaborado yo para que las cosas llegaran a ese punto —admite él.
Silencio… Cuesta retomar una charla luego de confesarle algo así a un extraño. Más aún, si esto ocurre en pleno shock post traumático. Sin embargo, a pesar del tema, incómodo por su intimidad, desubicado en este paisaje, se sienten menos extraños a medida que transcurren mayor cantidad de tiempo juntos.
El sol está muy alto cuando se detienen bajo otras palmeras. Vuelve a arreciar el hambre. Nueva operación de fractura, bebida e ingesta de pulpa de coco. Un almuerzo no muy diferente al desayuno, probablemente no muy distinto de su próxima cena, y al que parecieran ir teniendo que acostumbrarse. No hay demasiadas posibilidades de escapatoria de este supuesto paraíso. Y habrá que enfrentar cualquier adversidad, a pesar de que la escena completa se asemeje a una especie de cruenta prueba, donde algún supuesto ser maléfico parece haberlos colocado para desafiar sus propios límites, expuestos a su esencia más cruda. A su más tajante verdad.
—Descansemos un rato a la sombra —propone él, al terminar con los cocos. —A esta hora, este sol nos mata si seguimos caminando por la playa. Además, deberíamos internarnos en esta selva y revisar si encontramos dónde dormir.
—¡¿Dónde dormir?! —se exalta ella, develando una ansiedad hasta ahora oculta. —¿No esperás a que nos rescaten? ¿No te parece que tendríamos que hacer una fogata para que nos vean? ¿No habrá enviado un mensaje de alarma el piloto antes de estrellarse? ¿No tendríamos que mirar fijamente el horizonte para descubrir los helicópteros que vengan a buscarnos? ¡¿Ya te diste por vencido?!
—Jamás. Pero tampoco voy a quedarme llorando por lo que pasó. El avión ya se cayó, los muertos ya existen, y vos y yo, nos guste o no, estamos juntos en esto. Tenemos que sobrellevar la crisis con la mente lo más fría posible. Buscar alguna salida por cuenta propia; alguna tiene que haber. De lo contrario, si nos quedamos esperando la ayuda de los demás, ambos vamos a entrar en pánico al ver que esta espera se nos va haciendo eterna, y nos terminamos zambullendo para ahogarnos con la primer ola enorme que llegue a esta playa.
—Quiero volver a ver a mi nena —solloza ella, cubriéndose con las manos la mitad de su cara. —Mi casa… Mi mundo… ¡No puede ser! ¡Me resisto a que me haya pasado esto!
—“Nos”… haya pasado —se incluye él. —Yo también quiero ver de nuevo a mi nena antes de morirme. —Hace una pausa. —Mientras sepa que estoy vivo, quedarme acá varado es sentirme preso, limitado de volver a mi casa. Y de abrazarla otra vez.
—¿Y a tu mujer?
—El amor por los hijos es diferente.
—Es cierto. Disculpame. No sé qué me pasa. No me soporto ni yo.
—Tranquila… Nada que disculpar. Aunque parezca que seguimos enteros, estamos los dos alterados, algo muy normal en estas circunstancias. Para manejar esta situación necesito pensar, porque si no, desespero sin retorno. Y ahí sí, realmente me ahogaría… Je… —sonríe, sarcástico. —Sobrevivir a una tragedia aérea para morirme por voluntad propia en un acto de desesperación… —Pausa. —No perdamos la coherencia. No podemos. Por nuestras hijas…
—Yo no sé cómo lo manejo… —dice ella, conteniendo la angustia, hablando sin mirarlo. —Debería haber estallado ni bien me di cuenta de dónde estábamos. Pero verte ahí tirado y que estuvieras vivo, …fue como un cable a tierra, una tabla de salvación. La única manera de mantenerme cuerda es saber que no estoy sola. Nunca viví algo como esto. Me siento tan débil que me desconozco. Y si no fuera porque hay alguien conmigo, yo también me hubiese dejado morir. O me tiraba debajo de una ola, como decís vos…
—Si sigo pensando que esta situación está ocurriendo de verdad, voy a enloquecer en los próximos dos minutos —repite él, guardando en la mochila la navaja con la que abrió los cocos, y poniéndose de pie. —Vamos a ver qué encontramos ahí dentro. Siguiendo por la playa, no creo que nos falte mucho para llegar al lugar donde nos dejó la marea.
—¿Cómo lo sabés? —y lo imita al pararse, oteando el horizonte.
—Por la cantidad de gaviotas que bajan a la playa para comerse los cadáveres —responde sin humor, alzando un brazo y señalando hacia delante, donde la costa continúa siendo azul, amarilla y verde; sin desear verla roja.
—¡Dios!!! ¡No me digas eso! —le reprocha, palmeándole un hombro varias veces. —¡Me vas a hacer estallar!
—Si no querés ver nada horrible, entonces entremos en la selva —agrega él, indiferente a la angustia de ella, sorprendido de su frialdad extrema. En otras circunstancias, no habría sabido qué hacer. Y sin embargo, este accidente parece haberle despertado todos los sentidos.
—Te estás poniendo todo colorado —señala ella, cambiando el clima de repente, en un tono mucho más suave, rozándole el pecho con la yema de sus dedos, extendiendo la caricia casi hasta el ombligo, sorprendida de su propia reacción, ajena a la inseguridad que están viviendo, incrédula de sus propias y erráticas emociones.
—Vos también —murmura él, devolviéndole el gesto al acariciarle una mejilla, intensamente rosada a causa del sol.
Y aunque ambas miradas hablen, los dos aún mantienen cierto recato civilizador.
Levanta la mochila, se la cuelga al hombro, esboza una media sonrisa, le entrega a ella el bolso que yacía sobre la arena, y comienzan a caminar en silencio hacia la espesura, tomados de la mano, cuidando de no lastimarse los pies descalzos.



(Continuará…)






***

INVENTREN



Lo Irreversible*

(De la estación Henderson)

Aparece una vez más la imagen de la placita frente a la estación Henderson. Él, un niño aprendiendo a andar en bicicleta y Reynaldo su hermano mayor corriendo a la par de su bicicleta para prevenir que no perdiera el equilibrio.
Cada tanto veían llegar al tren.
Fue en 1977 el último tren. En septiembre porque fue días antes de su cumpleaños. Se ve corriendo al costado del último tren que se va a Buenos Aires.
La gente que agita las manos por la ventanilla, sopla besos.
Se cerraba el tren. Se llevaron hasta los rieles. Había sido testigo en una tarde a la salida de la escuela del paso de esa máquina levanta vías que a su paso solo dejaba marcas de ausencia en el terraplén.

Tarde o temprano hay mucho pasado en la vida de cualquier persona.
De la universidad le quedo grabada aquella enseñanza que decía "la vida de las personas transcurre entre lo imprevisible y lo irreversible".

Y la ciudad de Henderson que se llama así en honor a Frank Henderson, el ciudadano inglés que desde su cargo en el Ferrocarril Sud completo las obras para que el Midland llegara a Carhué.

Frank Henderson que además jugaba al golf, al ajedrez y hasta tuvo tiempo en la vida para la fundación del club de golf en Mar Del Plata -El que pudieron conocer en aquellas vacaciones de familia en el 79-.

Después ocurrió lo irreversible, aunque aun hoy le cueste aceptarlo. Reynaldo fue sorteado para hacer el servicio militar en la Armada. Reynaldo destinado arriba del Phoenix CL 46.

El hombre se niega por un momento a llamarlo por su último nombre a ese barco de guerra. ¿Porque no lo hundieron los japoneses en Pearl Harbor?
Todo hubiera sido distinto, se ilusiona en vano, jamás hubiera llegado a ser el Crucero General Belgrano.

En algún limbo Frank Henderson golpea su palo de golf una y otra vez. Las pelotas se pierden al infinito cielo. Como en el azar, son un misil buscando el blanco.
Reynaldo sigue allí. En el barco, presintiendo o no lo que vendrá y sin poder cambiar el curso de las cosas.

El hombre preferiría que nada de eso hubiera ocurrido. Que la estación siga siendo estación de trenes. Que su padre no hubiera muerto de tristeza hace años.

Que a nadie se le hubiera ocurrido poner en la estación -ya sin vías- una terminal de ómnibus, y que a esa terminal la bautizaran con nombre de su hermano, un héroe del pueblo hundido en el Crucero General Belgrano.

*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com





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PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO. 
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ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
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***

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