domingo, enero 20, 2008

LA DIGNIDAD DESCORAZONADA...


La Sacerdotisa*


Altar, ara.
La sacerdotisa se inclina,
su cabello refulge
bajo las teas oscilantes.
Los dioses seniles aullan en su nuca.
Bajo el lino inmaculado
su pecho, excitado y vibrante
roza las hebras que me atan,
más fuertes que mil cadenas.
Con el poder y el peso del signo.
"No lo resistiré", me digo.
Pero soporto. ¿Qué me sostiene?
Ella danza a mi alrededor,
sus manos, sabias de milenios,
se hunden en mi vello.
Su boca busca mi cuello.
En la última gruta
los dioses, vacilantes,
exigen su cuota de sangre,
y ella promete redimirme.
Ella danza a mi alrededor,
sus manos, sabias de milenios,
tocan su cuerpo,
su mano señala el punto,
que es origen y meta,
placer y castigo,
deleite y culpa,
pecado y redención.
Ella danza a mi alrededor,
sus manos, sabias de milenios,
se hunden en el misterio de la vida.
Húmedas, trazan signos en mi frente,
penetran mi boca, sedienta,
con la sal de mil mares,
se detienen, acechantes
en mi pecho, palpitante,
que anticipa probables goces,
y seguros dolores.
Los dioses, exasperados,
exigen su cuota de sumisión.
Y ella, fiel ejecutante,
cabalga sobre mí,
hurtando sabiamente
su tesoro anhelado.
- ¡Cree! - ordena - y serás como Dios.
Y así decreta mi muerte.
Con un solo movimiento,
sus manos, sabias de milenios,
arrancan mi corazón.
- ¡Ya no necesitarás esto!
- exclama, y su cabellera
estalla en llamas.
Y allí me quedo,
curiosamente vivo.
Sé que respiro, sé.
Más nada siento.
Y de aquí hasta el fin,
sólo eso: saber que el mar arrulla
sin sentirlo.
"Es el precio de ser hombre", me digo.
Y es entonces que comprendo:
he elegido.
"La dignidad descorazonada".
Nunca más cierto.



*de udi, udi.cuatro.catorce@gmail.com
14 de enero de 2008.




LA DIGNIDAD DESCORAZONADA...






Domingo, 20 de Enero de 2008
Veraneos en San Clemente*




*Por José Pablo Feinmann


No hubo un solo día sin sol en San Clemente del Tuyú. No lo hubo, al menos, durante los veranos de 1952 y 1953. Si le pido un esfuerzo a mi memoria acaso recuerde uno. Pero no sé si fue el día o mi incertidumbre de pibe veraneante que siente, inesperadamente, que en el Paraíso puede existir
también el miedo o, por decirlo con mayor justeza, la ansiedad. En esa época, para ir a San Clemente, había que recorrer todavía ochenta kilómetros de un primitivo camino de tierra, lleno de pozos y de malas sorpresas, la menor y más común de las cuales era reventar una goma. Esperábamos a mi padre. Porque él, que nos había llevado la primera vez, luego volvía a Buenos Aires para trabajar, para seguir al frente de algo vago para mí que se llamaba "los negocios" o "el trabajo", más raramente "la empresa". No creo que mi viejo tuviera una empresa. Había tenido dinero en el pasado, cuando era médico, pero dejó la medicina y luego nada le fue del todo bien.
Igual le había quedado eso a lo que también vagamente para mí le decían "fortuna". Creo, ahora, que significaba que se había quedado con unos cuantos pesos de su pasado de médico y vivíamos más de eso que de la "empresa" actual. Era ya avanzada la tarde y el viejo y su noble Nash no aparecían. El Nash es otro personaje de los veraneos en San Clemente.
Siempre que entrábamos en el pueblo lo hacíamos por la playa. El Nash era tan poderoso que podía atravesar hasta la arena húmeda, barrosa, de la orilla del mar para que nosotros exclamáramos felices que las olas estaban hermosas, que el día era buenísimo y que en menos de media o una hora
estaríamos en la playa. Que el día estuviera bueno era que "el tiempo" lo estaba, que había "buen tiempo", que hacía calor, había sol y nos bañaríamos una y muchas más veces en el mar. ¿De qué año era el Nash? Vaya uno a saber.
Era seguramente otro resto arqueológico del pasado floreciente de papá. Del '43 o del '46, por ahí. A San Clemente llegábamos con mi mamá, mi hermano, algún amigo de mi hermano, Rosario, que era la "sirvienta", y Bongo, nuestro perro. Que se llamaba Bongo por ese personaje de Disney que anda en una
especie de triciclo o bicicleta sin manubrio. Ni una cosa ni la otra. Nunca supe, lo confieso, en qué se desplazaba el Bongo de Disney. Pero el nuestro era un perro atorrante. Se lo llevaba la perrera -en Belgrano R, donde vivíamos- y lo íbamos a buscar. Detrás de un enrejado, rodeado de muchos compañeritos de infortunio, Bongo nos esperaba; tenía su cara casi incrustada contra las rejas y una mirada de susto y de soledad que te partía el alma. Nos lo devolvían y nos entregaban un cartoncito en el que decía por qué lo habían recogido. Siempre era por perro "vagabundo". Pero lo notable no era eso. Había, en el cartoncito, un apartado que decía "raza". De qué "raza" era el perro que los malditos de la perrera se habían llevado. A Bongo siempre le ponían: "indefinida". Teníamos un perro de "raza
indefinida". Y era eso: un perro cualquiera, un vagabundo de las veredas y las calles serenas y semivacías de Belgrano R. Cierto día, embarazó a una perra finísima de la otra cuadra, una perra de pelo largo, de largas orejas y unos colores hermosos entre blancos y marrones. Vivía en Sucre y Estomba y sólo la sacaban a pasear con correa. Imagino que alguna vez se escapó y cayó en las garras de Bongo, que, esto se había comprobado ya demasiadas veces, era un perro muy ardoroso, el macho del barrio. Al tiempo, la perra tuvo unos cachorros horribles. Porque sé que no lo dije pero lo habrán sospechado, Bongo no tenía nada de lindo. Era negro, petiso y tenía una cola que no valía mucho. Vino a vernos el dueño de la desdichada perra, furioso.
Le pedimos disculpas pero le dijimos que al Bongo nosotros lo soltábamos a la mañana y él recién regresaba a la noche, rasgaba la puerta (que estaba blanca de sus arañazos, desteñida sin remedio) y entraba. ¿Qué podíamos hacer? El hombre nos dijo que quería cruzar a la perra con un perro de raza
para que tuvieran perritos de exposición. Y Bongo, no. Nada que saliera de él podía ser de exposición. Salvo su alegría, su amor a la vida, su fidelidad a la familia y sus largas siestas junto a la estufa de carbón o de antracita en invierno. Papá lo quería más que nadie, hecho que fue germinando con los años; hecho, lo juro, sorprendente. Nadie quiso a Bongo como papá. Cuando regresaba tarde a las noches, luego de oír sus rasguños en la puerta, papá le abría y fingía retarlo: "¿Estas son horas de venir?".
Bongo metía su pequeño rabo entre las piernas y rajaba escaleras arriba.
Volvamos al viejo. Había llovido y todos conjeturábamos que el camino de tierra se habría puesto intransitable, que papá no llegaba, que no había entrado a la tierra o se había quedado en alguno de esos pozos que serían ya ciénagas temibles. De pronto, doblando por la calle de la estación de servicio que se llamaba Mintrone, porque era del señor Mintrone, que también conocíamos de la playa, ¡apareció el Nash con el viejo adentro! Qué alegría.
Esa noche cenamos croquetas de verdura (que hacían, al fritarse, un sonido que aún recuerdo) y milanesas con papas fritas y huevos fritos. Creo que yo ignoraba que existieran otras cosas para comer. Todo tenía que venir con huevos y papas fritas. Los bifes, sobre todo. A veces la vieja y Rosario hacían algo que llamaban "arroz a la cubana", que me gustaba por la banana frita y por, desde luego, los huevos fritos, que eran siempre dos.
Ir a la playa era una fiesta. Teníamos que caminar una cuadra y media y ya estábamos. El camino era de arena. Todo era de arena en San Clemente del Tuyú hacia 1952, '53. Tampoco sabíamos si la distancia hasta la playa era, como dije, de una cuadra y media. Nadie medía nada. Acaso en el pueblo habría algo parecido a una cuadra. Sobre todo en la esquina donde estaba la "boîte". Se llamaba Le Pirate y ahí yo no iba, la miraba de afuera, como el pibe de "Cafetín de Buenos Aires". Iban mi hermano y sus amigos, porque mi hermano me llevaba nueve años, que eran muchos. Después yo escuchaba sus relatos fabulosos, que versaban sobre mujeres, "bailar suelto" y tomar cerveza. Pero iba a la playa, ya lo creo que iba a la playa. Llevábamos sombrillas, sillas, reposeras, pelota de fútbol (pero de goma) y llevábamos a Bongo. La playa era toda para nosotros. No digo que no hubiera nadie. Pero los que había eran tan únicos, tan dueños de todo, tan bendecidos por el espacio, la arena, el sol y el mar y su brisa fresca como nosotros. Bongo era la estrella de la playa. Era, para él, llegar y correr hacia el agua y tirarse de cabeza y empezar a nadar. Detrás de él corría yo. Porque teníamos el gozoso hábito de bañarnos juntos. El nadaba moviendo muy velozmente sus patitas delanteras. Era tan lindo Bongo. Sé que dije que no tenía nada de lindo. Pero no: su belleza estaba en otra parte. Sería de "raza indefinida", pero te mataba de simpático y movedizo y juguetón que era. Yo sabía nadar como sabía comer o jugar a la pelota. Jamás recordé cómo aprendí. Un chico de esa época en San Clemente no aprendía a nadar. Se tiraba al agua y listo, nadaba.
A la tarde desenterrábamos almejas, que era una ciencia. Cavábamos hondo, teníamos baldes y las metíamos ahí. La vieja y Rosario algo harían con ellas. También jugábamos a la pelota. Ahí yo me mezclaba con los amigos de mi hermano. Nunca me arrepentí de haber crecido con varones mayores que yo.
Adivinaba en ellos mi futuro. Me decían cómo había que hacer las cosas con las minas. Cómo se bailaba. ¡Hasta cómo se "chapaba"! Porque, durante esos años, apretar era chapar. Pero yo solía atormentarlos. En Buenos Aires les ganaba al ajedrez. Y en San Clemente, siempre que alquilábamos caballos, me
les reía en la jeta. Lo juro: eran ya grandotes con algunos pelos en la cara y granitos que anunciaban la avanzada adolescencia y yo, que tenía nueve años, tenía que lanzar mi caballo al galope para que los matungos de ellos se movieran. "Dale, Josecito", me decían. "Galopá que te seguimos". Y al cabeza era robo. En San Clemente, pese al gran, al desmedido espacio, no se jugaba al fútbol sino "al cabeza". Supongo que todos saben cómo se juega al cabeza. Yo los despedazaba a los grandotes boludos. Mi técnica era sencilla: cabecear fuerte y abajo. Igual que el cabezazo que le metió Pelé al arquero
inglés Banks en el Mundial del '70 ¡y Banks se lo sacó! Los grandotes no veían una. Además, atajaba bien. Era delgadito y veloz. Mis triunfos "al cabeza" se me volvieron, con los años, en mi contra. Me cargaban. "¡Y cómo vos no vas a jugar bien 'al cabeza' si lo único que sabés usar es la cabeza!" Qué injusticia. También nadaba y me largaba al galope por la orilla del mar. Cierta vez, iba tan rápido que un paisano quiso pararme creyendo que se me había desbocado el caballo. Paré y le dije que no se
preocupara, que siempre galopaba así. Me sentía Rocky Lane o Gene Autry o Tex Ritter o El Corto o El Sargento Kirk, porque en San Clemente empecé a leer "Misterix", hasta eso pasó.
En suma, lo más lindo de esos días, ahora que miro ese pasado desde este presente con más años detrás que adelante, pero también con una madurez y sobre todo con unas ganas de escribir que ahí apenas si asomaban, es algo tan sencillo como poderoso: en San Clemente del Tuyú, en 1952, 1953, en esos
veraneos, estaban el viejo, la vieja, mi hermano, los amigos, Rosario y el Nash, estábamos todos. Hasta el Bongo estaba.


*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-97718-2008-01-20.html






Ver*



El universo
tras el cristal
del viejo telescopio
de mis días
es cual una línea
de un enorme verso mudo
o cuanto mucho
que titila
Una Gran Madre temblorosa
que derrama en su llanto
soles planetas y hombres
algunos lo interpretan
llanto de emoción de dicha
otros
como de sufrimiento
yo leí que “ La Vida es Un Juego”…
(difícil juego acoto,
caótica posición de piezas
en complicadísimo tablero cósmico
del que muchos dicen
como si supieran)
Una magnificencia
una magnificencia bellísima y atroz
para hilvanar con coherencia.


*de Víctor Falco vittoriofa9@hotmail.com








Pájaro*



Mirando a través de la ventana de mi departamento veo un pájaro cruzando el cielo de la ciudad. Entonces acude el recuerdo impreciso de cierta vez en que yo también anduve por el aire y creí sentir cómo era ser pájaro. Sé que en aquella experiencia hubo tambien un dolor. un dolor pequeño, como el
pinchazo de una aguja o de una espina. aunque no consigo saber con exactitud qué oculta esa sombra todavía desdibujada en la memoria. No puedo precisar cuándo fue, dónde fue. Continúo en la ventana, otro pájaro pasa por encima de los edificios. Y otro más. Y yo sigo sin lograr recuperar. Después,
poco a poco, la bruma que oculta los detalles del recuerdo se diluye y entonces puedo comenzar a ver. Había llegado a una pequeña ciudad, lejos, y despuésde andar arriba y abajo por sus calles empedradas tomé el funicular que iba desde la base a la cumbre del cerro. Estaba parado dentro de un canasto
metálico, la baranda me llegaba a la cintura y era como estar en un balcón circular suspendido sobre el mundo. Me desplazaba hacia la cima y a los pies del cerro iban quedando los techos rojos apiñados y más allá había un valle con un largo camino recto y algunos autos que lo recorrían como hormigas.
Debajo de mí desfilaba la pendiente abrupta, rocas, arbustos y árboles.
También pasó una capilla, perdida en el bosque, con su campana y las tejas del techo destrozadas. Entonces fue cuando pensé en aquello de ser pájaro.
Deslizarse en silencio por el aire, solo, sereno, apenas unos metros por encima de las copas de los árboles, indagando, descubriendo algunos nidos ocultos entre las últimas ramas. así, me dije, era como se verían siempre las cosas si uno fuera pájaro. seguía subiendo y me sentía bien. Cada vez más alto. Permanecia atento, disfrutaba, registraba, absorbía, devoraba, era todo ojos y sensibilidad alerta. El trayecto hasta la cumbre era largo, tenía tiempo por delante. De todos modos, junto con el placer, no podía evitar que que me acompañara la sombra y la pena anticipada de saber que a medida que seguía elevándome, también me acercaba al final del recorrido.
Entonces algo vino en mi ayuda. Ocurrió un milagro. Hubo un desperfecto o un corte de energía, vaya a saber. Lo cierto fue que la maquinaria que me transportaba por el aire y me convertía momentáneamente en pájaro se detuvo.
Me di vuelta hacia la cima y vi la doble hilera de canastos detenidos, los que iban y los que venían, y en uno de ellos una figura. Estaba lejos, aunque podía adivinar que se trataba de una mujer. Eramos los únicos pasajeros. Los canastos oscilaban un poco por el viento. Yo la miraba y me parecía que ella también me miraba. Estuve a punto de levantar una mano para saludarla, pero no lo hice. Permanecimos así, solos allá arriba, ella, yo y el sol, en el silencio de la montaña.
Al cabo de un buen rato, sorpresivamente, sin que nada lo anunciara, comenzamos a movernos. Nos fuimos acercando y cuando su imagen se definió y la tuve frente a mí, vi que era la criatura más hermosa con que me había cruzado nunca. Vi también que sus ojos, que efectivamente no cesaban de mirarme, estaban llenos de promesas. Y despues, mientras yo seguía hacia la cima y ella bajaba hacia el valle y su cara se borraba para siempre en la gran luz de la tarde, supe que estaba súbitamente enamorado y que en mi vuelo inaugural como pájaro, la vida acababa de herirme con un desconcierto nuevo.


*de Antonio Dal Masetto.







¿Lobo Estás?*




De chico, en las barrancas de Mar del Plata, se me aparecía el lobo feroz. Unas veces llevaba sombrero de paja y otras un bonete de payaso por encima de las orejas negras. Tenía una boca muy grande con unos dientes largos y filosos para comerme mejor. No me asustaba realmente. Por la espalda me corría un cosquilleo de excitación, un sobresalto de alegría pecaminosa. Mi padre dejaba la bicicleta en el suelo y fingía correrlo a pedradas. "¡Allá va, allá va!", gritaba y tropezaba en los pozos de la playa. No había bañistas porque ya era otoño y el sol se volvía mezquino.
En la casa de mi madre encontré unas fotos de aquella época en el barrio de Los Troncos. Algunas están coloreadas a mano y otras guardan el sabor de tiempos irrecuperables. Pura sensiblería de cartón desvaído. El láser las agranda, las mejora, pero les quita la poca vida que tienen en la pátina original. En una toma, mi padre y yo estamos en la playa, él de campera negra y pantalones anchos que ondulan al viento y yo con un bombachón amarillo que me sitúa a caballo entre dos épocas. no le llego a la cintura y señalo algo que está fuera de cuadro. Tal vez el lobo que nos acecha entre los pastizales. Un lobo feroz, necesariamente. No sé si es el de Tex Avery o el más vulgar de Walt Disney, pero no importa. Es el primer personaje que cuenta en mi vida.
Mi padre le tiraba piedras o lo corría con la zapatilla, según dónde nos sorprendiera. A veces, mientras bajábamos en bicicleta la loma de la calle Alvarado, el lobo cruzaba por la esquina de Obras sanitarias y yo daba un grito para que mi padre soltara el freno y se largara a perseguirlo. Y allí íbamos, piñón libre y melenas al viento, detrás de una quimera que salía en las historietas. Yo conocía el nombre de mi sueño; ¿sabía mi padre cuál era el suyo? Apenas lo intuyo sin llegar a entenderlo: ya era mayor pero no había madurado. Hablaba con el oso y se peleaba con el lobo para divertirme a mí, pero una parte suya aún buscaba enfrentarse a los dragones de fuego. Podía ser desopilante. se sentaba frente a mí y me decía, serio como un escritor nacional: "Recién venía por el bosque y me topé con el lobo." No sé qué le contestaba yo mientras me miraba a los ojos y empezaba un cuento interminable y confuso. No tenía ningún talento para narrar fantasías pero era un campeón en el arte de la sorpresa. Metía la mano en el bolsillo y sacaba boletos viejos, cajitas de fósforos, monedas y tornillos perdidos. Su intención era transfigurar el universo, convertir esas chucherías en brujas y fantasmas, en gnomos y duendes que llenaran el vacío de los juguetes que no podía comprarme.
Recuerdo, sí, una armónica italiana que debía de ser el objeto más valioso de la casa. Mi padre tenía veleidades de melómano y habrá pensado que aquel regalo me acercaba un poco al arte barroco. De muy joven él solía ir al Colón y siempre escuchaba música clásica por la radio. yo, en cambio, al segundo día de tener la armónica la metí en el agua de la bañadera y soplé para ver cómo las burbujas salían por el otro lado. Me da risa cuando pienso en mi padre y su música barroca porque en realidad se aleja para siempre de ella. Va a quemar sus ilusiones en el desierto de San Luis. Corre a hundirse en calles de tierra, a perseguir vinchucas con un farol a querosene. a mí me dice que escapamos del lobo feroz, pero ¿qué se dice a sí mismo? Vuelvo a preguntarle a mi madre por qué el hombre que diseñó las cañerías de Mar del Plata se larga, de pronto, a tierras de olvido. Ella tiene la memoria confusa pero está claro que aborreció aquel momento y a aquel hombre. Fue a sacar los pasajes de ida solamente y en la ventanilla un tipo del ferrocarril le preguntó qué diablos íbamos a buscar a la montaña cuando el futuro estaba allí en Mar del Plata. mi madre no supo qué contestar, pero registró para siempre el instante en que se terminó su juventud.
En los cajones de una cómoda tiene, sin saberlo, algunas claves. Encuentro una foto en la que un montón de gente posa de pie, como en las despedidas de los inmigrantes. Entre esas figuras desenfocadas por el tiempo y la borrachera del fotógrafo, están las nuestras. Mi padre tiene una sonrisa beata, mi madre está perdida entre otras mujeres y abajo, el único sentado soy yo con casi cuatro años y pantalón largo. Al dorso del retrato dice el año: 1946. Nos vamos. Esa tiene que ser la fiesta de mi primer adiós.
¿De qué lobo escapamos? ¿Del casino? ¿De las deudas? ¿De los recuerdos? Una de mis tías atribuye el insólito movimiento de mi padre al triunfo de Perón, que en esos días asume la presidencia por primera vez. Dice que pocas veces ha conocido una persona con tanto encono por el líder. tal vez haya hecho proselitismo por la Unión Democrática y temiera quedar marcado por el nuevo gobierno. No sé. No me convence la hipótesis pero no tengo otra mejor. en esos días mi lobo feroz se escondía entre los muebles desarmados y los cajones de la mudanza. Creo que sus ojos brillaban en la oscuridad mientras mis padres discutían en el comedor. Me habían contado tantos cuentos diferentes sobre el lobo que me costaba saber quién era. Se tomaba todos los helados que quería, salía a pasear en monopatín, tenía tres o cuatro bicicletas y se comía a la gente más detestable. Entonces, ¿por qué decían que era malo? Muchas veces íbamos a buscarlo al bosque de Peralta Ramos. Atravesábamos la ciudad y nos internábamos entre la arboleda armados hasta los dientes. A mi padre, que era grande y fuerte, le bastaba esgrimir el inflador de la bicicleta. En cambio yo llevaba el revólver de Tom Mix y un cuchillo de bucanero. En viejas postales de Mar del Plata se intuye el clima de aquellos días: la gente parece mayor, los hombres y las mujeres llevan sombreros y casi todos fuman sin miedo. Entre las hojas secas era fácil encontrar preservativos anudados y montones de piñas que mi madre juntaba para encender el hogar.
Era una dulzura Mar del Plata con aquellos acantilados, las calles arboladas, el tren a horario y mi padre mirando por el teodolito. Tantos lobos feroces corrían por las calles y los fondos que a un paraje de la costa le habían puesto el nombre de Barranca de los lobos. en ese lugar trabajaba mi padre con sus obreros españoles, polacos y franceses. En el fondo, yo sabía que ese nombre se debía a otros lobos, unos gordinflones sin gracia que flotaban en el mar y dormían en la escollera. cerca del faro, donde ahora están las playas elegantes, vivían el gorila, el tigre, el elefante y todas las brujas del averno. Ahí sí que no nos animábamos a acercarnos. Contaba mi padre que el propio King Kong, abatido en el Empire State, había tomado el gigantesco faro. Desde esas ventanas iluminadas nos observaba día y noche para saber si nos portábamos bien, si le hacíamos caso a mamá y aceptábamos sin chistar la sopa y la siesta. En esas costas de casas bajas y desde mi bombachón amarillo, la torre parecía tocar el cielo. allí estaban encerrados los verdaderos misterios, esos que nunca descifraremos aunque pasen los años y creamos haber desafiado los sotaventos de todos los mares.
Y de pronto mi padre desarma los muebles, baja los cuadros y me pregunta si quiero que el lobo venga con nosotros. me hace algunas muecas sin gracia, el tonto de capirote. promete barriletes y me cuenta de trenes nocturnos, payasos ambulantes y un Ford a bigotes que nunca será nuestro. No quiere que llore. Trae un mapa de la República y pone el dedo allá arriba, lejos del mar. Ni siquiera sé que cosa es un mapa y menos una república. Vamos a hacerla, dice, y va a estar llena de lobos feroces, gatos parranderos y caperucitas distraídas. Imagino que la promesa me tranquiliza. Un día antes de la partida, el coronel Perón habla por radio y San Lorenzo ya se perfila campeón. Mi madre acomoda la ropa en vastos cajones y mi padre anuncia que el lobo en persona manejará el tren hasta San Luís.




*De Osvaldo Soriano
"Piratas, Fantasmas y Dinosaurios" Editorial Norma, Bs As. Edición de 1996






*


Queridas amigas, queridos amigos:


El domingo 20 de enero del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de los compositores peruanos Tomás de Torrejón y Velasco, Juan de Araujo y Baltasar Jaime Martínez Compañón y Bujanda. Las poesías que leeremos pertenecen a Marina Arango Valencia (Colombia) y la música de fondo será de Pedro Nel Martínez (Colombia).
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!

YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067






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