domingo, enero 13, 2008

TODAS LAS PIEDRAS SON DEL CIELO...


DE LAS PIEDRAS*


Todas las piedras son de fondomar.

Mansas hermanas de la luz.
Cuerpos en que el silencio se complace...

Y las reparte mesmo para consuelo, luego y después,
entre otros superiores respetos del camino.

El cielo es otro fondomar.
Tiene el mismo silencio...

Su piel transllueve
y diríamos: renueva su antigüedad. Perfectamente.

Del cielo son las vidas de la tierra que habitan ya el cielo.
Misma substancia. Naturalidad.

La piedras nos permiten decir
que son azules y blancas y rojas y amarillas y verdes.
Decir que tienen nombres.
Y nos dejan tenerlos.
Soñarnos convocados.
Caspas del tiempo.
Marea permanente.
Asunto del silencio florido.

Decimos que las piedras, ¡que ellas!, tienen
los mismos elementos que nosotros.
Sonreímos, que es cómo lloramos al revés.

Las árboles son también de luz como las piedras.
Y nosotros.

El cielo nos da rocas y árboles.
Nos dona fondomar bajo cama fragante de aroma y melodía.
Semilla. Memoria.
Cosas músicas con piedras y maderas.

Suscitaciones de la luz. Somos. Es verdad.

Todas las piedras
son del cielo.



*de Horacio Rossi. terrazio@ciudad.com.ar





TODAS LAS PIEDRAS SON DEL CIELO...




A FONDO: ANNE KERSTEN: CURADORA DE ARTE

"El arte es capaz de restablecer equilibrio en nuestras vidas"*



Nada es hoy más dinámico y difuso que los criterios que determinan qué es arte y qué no. Pero algo permanece intacto: su aptitud para despertar reflexiones novedosas que iluminan la vida de una manera original.



*Claudio Martyniuk. cmartyniuk@clarin.com


Es nuestra otra naturaleza. A veces hasta la religión verdadera. El arte es venerado y consumido, es provocación y muchas veces frustración. ¿Qué puede hacer el arte con nuestra sensibilidad, qué puede estimular para reformar nuestro modo de relacionarnos con el entorno?
Anne Kersten propone respuestas a estas preguntas. Centra su trabajo en la relación entre el espacio urbano y el rural, así como entre el arte y la ecología. De esto dan cuenta las exposiciones que curó colectivamente Animalcity -Animales en la ciudad, 2006- y Green Dreams (2007) en el Kunstverein Wolfsburg. Es co-curadora del festival de arte y ciencia Phaenomenale. Invitada por el Goethe-Institut visitó Brasil y la Argentina, donde participó también del Laboratorio de Experimentación en Prácticas
Artísticas Contemporáneas del Centro Cultural Ricardo Rojas.
Uno de los rasgos de nuestra época es el empobrecimiento de la experiencia y el avance del consumo por sobre todos los planos. En este contexto, ¿qué puede hacer el arte para despertar nuestras sensaciones y experiencias?
El arte puede hacer mucho porque es capaz de "bajar a tierra" todas las zozobras que la vida nos genera. Lo puede hacer en la medida que una y otra vez reflexiona y permite reflexionar sobre las irrupciones de fenómenos como el consumo, por ejemplo, y las marcas que dejan en nosotros. Actuando así, el arte es capaz de reestablecer cierto equilibrio en nuestras vidas. Cuando los visitantes de una exposición tienen real y honda percepción del trabajo artístico, pueden generar reflexiones nuevas sobre hechos particulares y sociales, iluminarlos de una manera original.
El sociólogo Niklas Luhmann concibió al arte como un sistema cerrado que multiplica sus comunicaciones de un modo autónomo al resto de los sistemas sociales. De ser así, ¿cómo el arte podría cumplir funciones políticas y sociales, como usted sugiere?
En lo personal, me preocupo por no actuar exclusivamente dentro de los límites de ese sistema cerrado y de hecho sigo más bien las ideas de otros sociólogos que no piensan el arte como un sistema clausurado. Existen escapes, poros o puertas abiertas en el sistema que permiten un intercambio permanente con el exterior y con el resto de los sistemas.
¿Cómo se refleja eso en sus proyectos?
En el marco de mi trabajo en el Kunstverein Wolfsburg, por ejemplo, actuamos en conjunto con otras instituciones o grupos, muchos de los cuales no tienen nada que ver con el arte. Es que un objetivo clave es acercar un nuevo público al arte.
¿Cómo piensa la relación entre el arte y la tecnología?
Es un tema muy actual que ofrece infinitas posibilidades de exploración. Con mi grupo de trabajo, justamente, creamos un festival de arte y ciencia, Phaenomenale, que tuvo lugar por primera vez en 2007 y del cual soy co-curadora. El festival reúne una institución artística con un museo de ciencias buscando congregar estos dos ámbitos desde niveles diversos (música, arte, workshops). El festival en sí tiene lugar en un emplazamiento industrial, lo que lo vuelve especialmente atractivo y convocante.
En el mundo antiguo, arte y técnica estaban integrados, pertenecían a una misma esfera en la cual el conocimiento ocupaba un lugar central. En la modernidad se diferencian la ciencia y la técnica del arte. ¿Es posible que estas escisiones se superen?
No creo que estas esferas puedan volver a estar completamente unidas, pero sí que las interrelaciones sean cada vez más estrechas. Se observan indicios de esta evolución en determinadas exposiciones en las que la ciencia constituye una base fundamental para mostrar la labor artística.
Usted se encuentra trabajando en la muestra Green Dreams (17.11.07 - 10.02.08 en el Kunstverein Wolfsburg) que aborda, desde el arte, la problemática del medio ambiente. ¿Qué tipo de trabajos organizan una visión artística sobre este tema?
Por un lado, es importante el trabajo de documentación. Por el otro, me interesa mucho cuando los artistas trabajan en forma efectivamente intervencionista, esto es, cuando realmente intervienen sobre el medio ambiente y, más aún, cuando involucran al público.
En su propuesta se tienen en cuenta elementos como la basura. ¿Cómo se juega con la producción de reacciones a partir de conmociones a nuestros sentidos, a partir de un desplazamiento de la belleza -que era dominante en el arte clásico- hacia la repugnancia?
En nuestra muestra, la idea de la basura se presenta en el contexto del movimiento ecologista y de su evolución a lo largo de los últimos 30 años.
La idea de la basura tiene que ver con cómo se relaciona el hombre con aquello que produce y que se vuelve un problema que hay que "depositar" en algún lugar. Esa reflexión nos lleva a preguntarnos por nuestra relación con el ambiente y nos ayuda a identificarnos con éste. Buscamos llevar a las personas a la reflexión pero no en forma brutal (en el límite de la repugnancia, por ejemplo), porque creo que hay formas más inteligentes de hacer reflexionar al público.
¿Cómo pensar la relación entre el arte y la naturaleza en nuestra época? Las galerías de arte, los museos se encuentran en las grandes ciudades; en nuestro paisaje predomina el cemento, el hierro, el cristal. ¿Usted cree que el arte puede devolvernos la naturaleza?
No estoy segura de que el arte pueda devolvernos la naturaleza que hemos perdido. Quizá no sea su función. Quizá, como otras disciplinas, lo que puede hacer el arte es ayudar a promover una mayor comprensión de la importancia de gozar y respetar a la naturaleza. No debemos sobreestimar el rol ni las posibilidades del arte en lo que se refiere a esta cuestión.
Muestras como Green Dreams, por ejemplo, pueden llamar la atención sobre la naturaleza y sobre "lo que uno era". Incluso, narrar una historia al respecto y, por qué no, iniciar algún cuestionamiento. Es decir que a lo sumo se puede incitar a las personas a que reaccionen y se interroguen sobre esta problemática. No es que tengamos la obligación de conectar la naturaleza y la cultura, porque es cierto que la producción cultural ocurre y seguirá ocurriendo en las ciudades. Pero me interesa recuperar la mirada sobre una imagen cultural de la vida rural, sobre todo en el contexto de las actuales transformaciones demográficas.
¿El arte, entonces, puede ser nostalgia de una vida en la naturaleza?
Es cierto que esa imagen nostálgica es la que parece buscarse constantemente. Se busca presentar lo rural como la última huella de un pasado que se pierde. Sin embargo, esa imagen nostálgica es la que menos me atrae. Intento más bien ofrecer una imagen materialista, una mirada realista de esas transformaciones demográficas de las que hablaba, recrear e incluso crear una imagen nueva de la naturaleza, de lo rural.
¿Cuál es su opinión acerca de los usos y abusos de instalaciones y performances, de estos estilos de convocatoria artística tan usuales en nuestra época y que a veces parecen dar cuenta de criterios estéticos tan ligeros como efímeros?
Instalaciones y perfomances vienen desde los años 60. Es decir que ese estilo goza de una tradición relativamente larga. Hoy más bien se han puesto de moda los proyectos artísticos a través de Internet. Las formas se van transformando. Para ser sincera, no creo en la forma absoluta del arte, ni que la pintura ha de sobrevivir a todo. En materia de arte priorizo los contenidos y creo que la forma se va adaptando a éstos. Pero volvamos sobre Internet: Pensemos en las prácticas artísticas en torno de Second Life; es imposible saber cómo van a evolucionar o por cuánto tiempo más persistirán, pero lo que sí es seguro es que tarde o temprano llegará una forma nueva. En lo personal busco dar cuenta de fenómenos sociales y la forma que elijo es aquella que me brinde el momento.
La relación entre el arte y la publicidad es ambivalente. El mundo de las imágenes parece estar siendo colonizado por el discurso publicitario. ¿Esto hará que el arte de hoy mañana sea utilizado por la publicidad, de modo que el arte se vuelva una mercancía más?
Creo que la publicidad o el comercio implican una amenaza algo difusa, porque ambos implican sistemas de intercambio: me das algo, te pago a cambio. En el arte, no es tan sencillo que funcione este mecanismo de intercambio. Lo que quiero decir es que no veo la amenaza de la publicidad ceñida al arte, sino que creo que la verdadera amenaza consiste en que todos los ámbitos de la vida pasen a sustentarse en este intercambio netamente económico. Por eso le decía que creo en el arte como factor de reequilibrio, como posibilidad de generar espacios de reflexión sobre el mundo que nos toca vivir.



Copyright Clarín, 2008. Traducción: Carla Imbrogno.


EN MOVIMIENTO. "NO CREO QUE LA PINTURA SOBREVIVIRA A TODO. PRIORIZO LOS
CONTENIDOS Y CREO QUE LA FORMA SE VA ADAPTANDO A ESTOS", DICE KERSTEN.


Perfil propio, en el mundo del todo vale
Kersten despliega su actividad en un contexto en el cual predomina la visión de que todo vale después del fin del arte clásico, del "Arte" con mayúscula.
Todo es posible en la configuración del arte contemporáneo: heces encapsuladas, realizaciones efímeras, arte popular, oposiciones y nuevas alianzas entre arte y técnica. El oficio del artista es problemático cuando cualquier cosa puede ser arte.
En el conjunto complejo de las prácticas artísticas, el artista es sólo un componente de una infraestructura institucional integrada también por la galería, la crítica, el espectador y el mercado. En ese sistema, la curaduría ocupa un lugar cada vez más importante en la apreciación y promoción artística, pero aún así, para Kersten su profesión no define qué es el arte. "Diría que el arte no se define a través de los curadores, precisamente por el hecho de que ellos son un elemento más del sistema. Los curadores actúan en un sistema en el que el arte ya ha sido descrito como tal. Pero tienen la posibilidad de hacer nuevos aportes".
Los criterios de relevancia, las normas de apreciación parecen no tener validez universal en el registro estético de nuestra época y hay criterios subjetivos que son importantes por su capacidad para incidir sobre los otros. Para Kersten, "lo fundamental es que el artista sea legible en su trabajo. Me interesa poder 'leer' en qué dirección va un artista y que el trabajo dé cuenta de un deseo que éste quiere expresar".

Señas particulares
NACIONALIDAD: ALEMANA
EDAD: 34 AÑOS
ACTIVIDAD: CURADORA DE ARTE. ENTRE 2003 Y 2005, EN EL KUNSTVEREIN WOLFSBURG;
DESDE 2006, EN WOLFSBURG Y BERLIN.
Estudió Arte en la Academia de Artes Plásticas de Braunschweig (Alemania) y en Glasgow (Escocia). Realizó intercambios en Londres y Madrid.


*Fuente: Clarín:
http://www.clarin.com/suplementos/zona/2008/01/13/z-03615.htm









Muletas De Papel*









Has

aportado

al mundillo del barrio

a los que te rodean

a los que viven de tus migajas

de amigo leído

una original

filosofía

de nuevas dudas



e imitando

a algún arrojado

saltas

con una goma a la cintura

desde un puente

al río de tus mismos caudales

a tus propios abismos



y eres

un riente

bailarín enorme

de danzas del trópico

( es la moda además

reconozco

tienen su encanto

hasta un doctor

lo recomienda)

pero después del frenesí

pierdes el sentido

a este bello y terrible entretenimiento

que algunos llaman vivir



pero no te sientas tan culpable

somos generaciones de pobres individuos

buscando el equilibrio

el título de humanos

y mientras esperamos por el

somos marionetas programadas

y autoprogramadas

desde el malparido común

sin voluntad sin sed

de educar el carácter.




*de Víctor Falco vittoriofa9@hotmail.com








LA VEJEZ ES MI PROPIO ROSTRO*



*Por Leopoldo de Quevedo y Monroy leoquevedom@hotmail.com




Hablar de la vejez es un tema tabú y muy aburrido. Parece que es pisar sobre aceite en pista de baile. Nadie quiere saber de piel arrugada, andar en silla de ruedas o dar en cuchara y en la boca sin dientes la comida. Sólo le ocurre eso a otros seres que no son el que habla o de la familia. El ser viejo es una desdicha, es de mala suerte y hasta un estorbo. – La senectud, afortunadamente, no le llegará jamás a uno. Los otros son los viejos. Uno es fuerte y sano, un roble, un supermán, un dios, un adonis. Así piensan aún los que están ya bajando la cuesta de la vida.

¿Qué es un anciano decrépito? ¿Acaso una piltrafa que debe esconderse en un desván, o un ser que se convierte en descrédito familiar, un abalorio que dejó de tener estima y precio y al que se convierte en papa caliente que la mano no puede soportar su peso? ¿Ha perdido la esencia de ser humano, la calidad de mamá, abuela, tía, hermana, compañera de alegrías y experiencias? O será que los sentimientos se han ido por el tubo por el que salen las cosas que desecha el cuerpo?

Entra uno a un hogar u hospicio en donde se atienden con respeto a los ancianos o se enferma en la casa el abuelo o la mamá ya entrada en años y los ojos para valorarlos cambian. Como ya casi no sonríen ni tienen la mirada viva ni se escucha la palabra que consolaba sino la voz queda y temblorosa, convertimos en objeto extraño al ser humano, al ser querido. La mente humana olvida y la gratitud se esconde bajo la sábana de la indolencia. Las propias arrugas, como la viga del ojo que critica, no se notan. Ah!, la condición humana…

El anciano es venerado desde que el mundo es niño. ¿O el mundo no fue aquel niño que quiere a su abuela y a su abuelo? Los ancianos en la legislación universal tienen asiento de preferencia. ¿Por qué, entonces, tememos ver a la cara, dar la mano y mover la línea de la sonrisa para conmovernos y abrazar a quienes son el espejo de lo que somos y seremos? ¿Por qué no los ayudamos en la calle, no alargamos nuestro afecto hasta ellos cuando reclaman ya no un pan o una moneda sino un rostro que refleje lo que ansiosos buscan?

Hemos perdido el sentido de humanidad y lo hemos cambiado por un cubo de hielo en la nevera de nuestro pecho. Si no somos capaces de vernos en los rostros de los viejos y hacer conciencia de que ellos son nosotros y hacerles sentir a ellos que ahora nosotros somos ellos no tendremos mañana el derecho de exigir el trato humano que nosotros hoy negamos.

La Vida es justa y vengadora sin esbozo. Es un Hada amiga y noble o es lobo implacable que herirá con diente amargo, según cada quien trate a su padre y a su abuela, y decida reconocerse en las arrugas de su carne. El mundo tiene cada vez un número mayor de viejos cuando llama a lista día a día cuando alguien se levanta rozagante. El joven y el niño ven pasar el minutero en su muñeca o en el móvil y pueden pensar que la edad adulta está lejana. Pero la vejez, como lente de una cámara escondida, nos está mirando viva desde los ojos cansados del anciano.


11-01-08









Domingo, 13 de Enero de 2008
La forma del tiempo*



Por Juan Martini *



Conozco ese jardín, dice ella, como la palma de mi mano. Recorre con un dedo las costuras del jean negro, sentada en el banco de madera, las piernas cruzadas: mi madre no sabe que nos encontrábamos hoy.
El mira un arbolito rojo, grácil y liviano, un arce japonés que en el otoño enrojece.
Lo siento, dice ella, todo esto no tiene mucho sentido.
El no dice nada. Mira sin curiosidad, tal vez con indiferencia, la columna que está frente a ellos, una columna de siete, ocho metros de altura con un globo terráqueo de bronce en lo alto, y media docena de gatos que se adormecen al sol en la base singular.
La primera vez que vine era muy chica. Supongo que tenía cuatro años, dice ella. No menos. Cinco tampoco. Me acuerdo bien de algunas cosas que pasaron cuando ya tenía cinco años. Sí, es casi seguro. Me parece que la primera vez que vine tenía cuatro años. Me miraba los zapatos, esoszapatitos que se abrochaban con una tirita en un botón. Me miraba los zapatos cubiertos de este polvo colorado... Y corría, daba vueltas y vueltas con los brazos abiertos. Mi padre se había sentado en un banco que estaba allí, frente a la columna.
Eso es casi todo lo que recuerdo. No es mucho. No es nada. Por eso no puedo saber más que los que sé.
El asiente, ¿disimula un gesto de contrariedad?, lo cierto es que mueve las manos, desvía la mirada de la columna que es, dirá después ella, un Indicador Meteorológico, un aparato raro, dirá, y él ve ahora en el alto cielo del otoño cruzado por vetas o fibras blancas el vuelo de un pájaro, una larga curva en ascenso cuando sale de las ramas de un olmo y se aleja en dirección al norte.
Pero yo creo que no es verdad. Parece una locura. No sé cómo decirlo de otro modo. ¿Caminamos?, dice ella.
Se ponen de pie.
Isabel Langer sonríe con la fugacidad de quien intenta la cortesía como un camino ingrato, como una forma de distraer la timidez, el malestar o el silencio, un silencio que se mantiene intacto a pesar de una cierta locuacidad, del ruido de una voz, o de una voz que se empeña en disolver las apariencias.
Y camina. Ella camina.
El sigue sus pasos lentos. Ella cruza los brazos, su cuerpo oscila apenas en un vaivén que va de un lado al otro, como si secretamente jugara, se balancease sobre la línea de su camino mientras las suelas de goma de los zapatos abotinados hacen crujir el pedregullo.
Isabel Langer lo ha llamado tres veces por teléfono en las últimas tres semanas para pedirle que se encontrara con ella.
No nos conocemos, le ha dicho ella, pero necesito hablar con usted.
La primera vez él le dijo que no.
La segunda vez le pidió unos días para pensarlo.
La tercera vez le dijo que sí.
La cuestión, ahora, es que hace unos días que mi madre no habla, dice ella.
¿No habla?
Ahora no quiere hablar. Bueno... No sé cómo decirlo... Tengo miedo.
¿Por qué?
Ella vuelve a sonreír. A la derecha del camino hay otros dos arbolitos con el color de la sangre, oscuro, espeso, vivo, en las hojas de siete puntas de los arces que cubren la tierra.
Me da vergüenza, dice.
Entiendo, dice él, debe ser muy difícil...
No sé, dice ella, no sé qué hacer. Es una situación incómoda. Pero de vez en cuando se porta así. No es que no abra la boca. Es peor que eso. De pronto no quiere saber más nada.
Isabel Langer desliza las manos en los bolsillos profundos del gabán de paño azul y mira las vetas blancas en el cielo.
Todo esto me da vergüenza, dice.
Se detiene, se pasa automáticamente una mano por el pelo largo y enredado por el viento, enciende un cigarrillo. Tiene los ojos brillantes, los gestos aislados, la sonrisa desleída.
Sopla el humo.
Y vuelve a caminar.
El camino pasa entre el invernadero de cristal y un jardín francés. En un banco, tres mujeres alemanas se ríen. Toman fotos del invernadero, consultan una guía turística y se ríen.
¿Ella siempre le habló de esto?, pregunta él.
Es un hombre alto, delgado, que usa ropa informal, y que parece disponer de todo el tiempo del mundo. A veces las vacilaciones de Isabel Langer lo perturban o lo irritan. Pero disimula estos tropiezos de su ánimo. El pelo rubio, oscuro, empieza a blanquear en los costados de la cabeza y una hebra blanca cae por un lado de la frente.
No, responde ella, nunca me había dicho nada. Es algo nuevo. La primera vez fue en el verano pasado. Estábamos en la playa, en un pueblo de la Costa...
Era un día nublado y fresco. Se levantó un poco de viento y yo fui al hotel para buscar un par de sweaters. Cuando volví ella estaba llorando. Fue la primera vez que escuché su nombre.
Entiendo.
¿Entiende?, se pregunta ella.
De verdad, ¿entiende?, dice.
El, por primera vez, la mira a los ojos.
Sí, creo que sí. No sé de qué habla su madre. No tiene nada que ver conmigo. Pero me parece que entiendo. Por lo menos, me parece que entiendo de qué se trata.
Entonces ella se da cuenta de que un impulso ciego le corre en la sangre, le estrangula la respiración. Es una congoja, una tristeza y una intolerancia que buscan arrancarla de allí, hacerla huir, dar por terminado este encuentro del que no espera nada. O del que sería insensato esperar algo.
Y en este momento quiere irse.
No se atreve a decirlo.
Piensa que le tiemblan las manos.
Una película de liquen, verde y opaca, cubre la superficie del agua de una fuente en el jardín francés. Un cisne de bronce con el pico dorado y reluciente, en el centro de la fuente, escupe un chorrito de agua. Ella no puede hacer lo que está haciendo; no puede decirle que se va; él está allí porque ella se lo ha rogado.
Una hiedra tapiza el suelo y trepa por los troncos de las araucarias y de las tipas blancas. En medio de un cantero, junto al extremo norte de la fuente, una mujercita de mármol blanco se cubre un pecho con una mano y el pubis con la otra, pero mira hacia su izquierda y sonríe, o parece que sonríe. En el otro extremo, en otro cantero, una pequeña figura deMercurio parece moverse con las alas en el casco y en los talones.
El sigue caminando y ella lo sigue.
Pasan frente a la antigua casa de ladrillos donde vivió Carlos Thays, cerca de la entrada principal del Jardín. Y ella dice: La verdad es que no puedo saberlo, pero creo que la primera vez que vine, a los cuatro años, vine con mi padre. Es el único recuerdo que me quedó. El se había sentado frente al
Indicador Meteorológico ?hace una seña hacia la columna que han dejado atrás? y yo corría. Más adelante supe que un ingeniero húngaro, José Marcovich, fue el autor de esa obra rara que para mí
es una de las marcas de toda esta historia.
Isabel Langer vuelve a detenerse.
Otra marca es esta, dice.
El contempla la escultura.
Ella habla de marcas, piensa.
Una marca es una señal, una huella, y una cicatriz.
La realidad parece disolverse como los haces de la luz del sol entre los árboles, entre las ramas y las hojas de las magnolias y las palmeras, de los sauces, los cedros y los eucaliptos, de los robles, los olmos, las acacias y los cipreses.
Un hombre de mármol, sentado y con las manos entre las piernas, no mira ni espera nada. Una nena, a su lado, duerme con las manos cruzadas sobre un brazo del hombre, la cabeza apoyada en su pecho, el pie izquierdo sobre el derecho. La escultura se llama "Los primeros fríos".
Después mi madre decidió pasar una temporada en la Costa, dice ella. Fuimos a Ostende y vivimos un tiempo largo en el Viejo Hotel. Yo ya tenía cinco años y me gustaba el mar, me gustaban la arena y las olas. Era feliz jugando en el agua. Extrañaba a mi papá. Y a los otros chicos les decía que mi papá
se había ido a Salzburgo a trabajar.
El le pregunta si no volvió a ver a su padre desde que tenía cuatro años.
Isabel Langer le dice que no, que no volvió a verlo. Y vuelve a pensar que quiere irse, que no quiere o no puede seguir adelante. Pero sabe que no debe hacer una cosa así, no después de que le ha implorado a este hombre para que se reuniera con ella.
Busca el paquete de cigarrillos y un encendedor descartable en el gabán. No lleva cartera ni bolso. Prende otro cigarrillo y hunde las manos en los bolsillos. El viento le mueve el pelo. Su sonrisa, piensa él, es como un consuelo para ella misma, como si algo -una idea, un remotísimo recuerdo, o una mentira piadosa- la aliviase por un instante. ¿Su madre viene a verme?
Sí, ella quería verlo. Ella me pidió que lo llamara, que me encontrara con usted, que le contara todo. Pero desde hace dos días no habla. No quiere hablar.
Entiendo.
Ella desvía su camino para no pasar frente a una escultura de gran tamaño, una copia en bronce de la Saturnalia del italiano Ernesto Biondi, diez figuras que representan una orgía de alcohol y sexo en homenaje a Saturno, rara fiesta pagana instaurada en el siglo I por Tito Flavio Domiciano. Las
saturnales duraban una semana, y eran una mezcla de Navidad y carnaval en la que se suspendía la esclavitud, losamos servían a los esclavos, y todas las licencias estabanpermitidas.
Sin embargo pienso que podríamos dejar todo como está, ¿no?, dice de pronto Isabel Langer.
El hombre no sabe qué decir.
En cambio le pide un cigarrillo.
No fuma, pero le pide un cigarrillo.
El único problema es que mañana o pasado ella me va a pedir otra vez que lo llame, que trate de verlo, y me va a volver a mostrar la carta y la foto.
Alza la mirada lentamente, los ojos claros y el arco de las cejas rubias, los labios unidos, la barbilla firme: ahora es un gesto resuelto, suave, voluntario, una tenue apelación que no es imperativa sino, en ella, el hilo del que queda suspendida la esperanza contradictoria de que él no le diga que no, que no se rehúse, que no murmure, por ejemplo, que lo siente en el alma pero que sí, que podría dejar las cosas como están.
No se preocupe, yo sé que no puede ser cierto, dice ella.
Y espera, a pesar de todo, que el hombre le diga que sí, que es cierto, o que no está seguro pero que tampoco podría negarlo tajantemente.
Ella evita pasar frente a la Saturnalia y él se da cuenta. No dice nada, pero se da cuenta. Frente a las diez figuras de la réplica en bronce con sus túnicas y sus correajes y sus armas hay siete bambúes sagrados.
Es increíble, dice él.
No se atreve a decir que no sabe qué hacer. Le pide en cambio que ella le siga hablando del jardín cuando era chica, cuando era una nena de cuatro años y las esculturas le daban miedo.
Isabel Langer se interna en un camino gobernado por la sombra, un camino curvo que cruza el territorio que otra vasta hiedra ha ganado sobre la hierba, sobre la tierra húmeda y sobre algunos canteros abandonados.
Yo corría, dice ella, desde el Indicador Meteorológico hasta "Los primeros fríos". Al principio iba y venía, todo el tiempo, como en una línea recta, y así no me perdía.
Dejan atrás laureles y hortensias, helechos y cactus, y un jazmín del Paraguay con sus flores violentas y blancas.
Un día vi por primera vez la Saturnalia, dice ella. Y casi me muero del susto. Salí corriendo, con el corazón en la boca, y me perdí. Fue por acá, dice, y levanta un brazo, hace un giro en el aire: de repente me di cuenta de que estaba en un bosque oscuro, de árboles muy altos, y estaba sola. No quería llorar. Me acuerdo de que me mordía los labios para no llorar, y me lastimé, me salía sangre, y me asusté más.
Isabel Langer se llena los pulmones de aire frío; los graznidos de una bandada de loros cruzan el cielo del final de la mañana; después el silencio es intenso y hondo, la forma natural del tiempo, y el hombre debe admitir que se ha emocionado.
Hoy, dice ella, puedo pasar frente a la Saturnalia. Una mañana, hace veinte días, cuando hablamos por primera vez, llamé desde acá. Vine a visitar a mi madre y nos peleamos. Salí a caminar. Lloviznaba. La puerta de Las Heras estaba abierta y entré por allá. Sin darme cuenta desemboqué en el bosque y de pronto empecé a llorar. Se me caían las lágrimas. Pero llamé. Después, no sé cómo, no me acuerdo, seguí
caminando y aparecía frente a la Saturnalia. Entonces pensé por primera vez que a veces, en la vida, es mejor no saberlo todo.
El hombre se acerca.
Vacila.
Pero le acaricia el pelo.
Le seca una lágrima.
Y se pregunta si ha caído en una trampa. No en una trampa tendida por ella.
El se pregunta, en este momento, qué hace allí, en el Jardín, junto a esta mujer joven que le cuenta un recuerdo de infancia, y los meandros de una madre enferma, y se pregunta cuál es su propia trampa.
Los troncos blancos, descascarados de los eucaliptos, suben altos y rectos frente a ellos, que han quedado en medio del bosque, de pie, frente a frente.
Yo no conozco a su madre, dice él.
No, ¿verdad?
No.
Isabel Langer se muerde los labios, mueve de aquí para allá una piedrita colorada con la punta de un zapato, y busca con los puños cerrados los bolsillos traseros del jean. Dice: este verano, caminando por la playa, junto al mar, mi madre dijo su nombre por primera vez. Al principio no entendí. Ella se protegía la boca y la nariz con un pañuelo. Había mucho viento y decía que el aire estaba lleno de arena.
Pero repitió su nombre y yo le pregunté de qué hablaba. Entonces ella me dijo que yo sabía muy bien de qué hablaba. Sacó una carta de su bolso y me la dio... Es una vieja carta que le llegó por avión, hace muchos años. No tenía remitente. El sobre estaba abierto por un costado. Había llegado de Salzburgo. Miré las estampillas. Pero no quise leerla.
El sendero que atraviesa el bosque desemboca en un claro, una meseta de hierba pareja y verde bordeada por caminos de pedregullo. Una mujer recostada en una silla de lona, toma el sol. Un gato, a su lado, abre los ojos cuando Isabel Langer y el hombre se acercan, y vuelve a cerrarlos cuando pasan de largo.
Ella cambia de tema.
Yo creía que se iba a hacer la noche y que iba a tener que dormir en el bosque, pero entonces me acordé de un cuento. Mi padre me leía siempre un cuento en el que un chico perdido en el bosque caminaba en dirección a una luz que veía entre los árboles. Aquel día llegué corriendo hasta aquí, dice, temblaba de miedo y no sabía dónde estaba el Indicador Meteorológico. Es decir, no sabía dónde estaba mi padre. Había escapado del bosque, pero me encontré con esta imagen.
La escultura se llama Sagunto y representa a una mujer desconsolada que se hunde a una daga en el pecho; sobre ella, muerto, yace un chico de nueve o diez años.
Así que corrí un poco más, sin saber hacia dónde, y descubrí una pérgola cubierta con una Santa Rita y con un jazmín de flores amarillas. Me senté en un banco, al lado de la pérgola, y me saqué las piedritas que me habían entrado en los zapatos.
El hombre sabe que decirlo o no decirlo es igualmente inútil. Pero resuelve hacerlo: yo viví un tiempo en Salzburgo, dice.
Isabel Langer, turbada, frota en este momento las suelas de goma de sus zapatos en la hierba húmeda.
Sí, es claro. Yo sé que usted vivió en Salzburgo.
Me imaginaba que lo sabía.
Internet es el reino de la coincidencia. O de la casualidad. Hace más de veinte años fui a dar un seminario al Mozarteum. Pensar que por alguno de los corredores por los que yo paseaba habían caminando treinta años antes Vladimir Horowitz y Glenn Gould me parecía increíble.
La carta que tiene mi madre es de 1985.
¿Puedo verla?
La tiene ella. No quiere dármela.
¿Es manuscrita?
No. La escribieron a máquina. Tiene una posdata a mano, dos líneas. Y la firma. El agua borroneó un poco la tinta, pero todavía se puede leer. ¿El agua?
Sí, estábamos caminando al lado del mar y de repente el viento se llevó la carta. Ella corrió, pero el sobre dio vueltas en el aire y después cayó en la orilla, en la arena mojada, y la tinta se borroneó.
Más allá, un grupo de estudiantes tiene una clase de dibujo en el Jardín.
Con grandes carpetas y hojas de papel Canson toman medidas con los lápices y copian árboles y plantas, y sombrean, y corrigen, vuelven a dibujar una rama, primero con un trazo tentativo, suave, y poco a poco con más firmeza hasta que otra vez la rama queda en su lugar.
Isabel Langer retoma la marcha, y el hombre también.
La Santa Rita ha perdido ya las flores. Quedan las hojas chamuscadas por el otoño y las ramitas retorcidas. En el jazmín de Virginia, en cambio, sobreviven todavía pétalos amarillos.
Mi madre está enferma, dice ella, cree que se va a morir, y quiere hablar con usted.
Pero no se va a morir.
No.
¿Qué le pasa?
Tiene ataques de amnesia. Un día se olvida de todo, no me reconoce, pregunta cada dos minutos dónde está y dice que quiere volver a su casa. Entonces las cosas se hacen muy difíciles...
Pero después recupera la memoria.
Sí. En general el día siguiente se acuerda de casi todo y es como si no le hubiera pasado nada. Lo único que no sabe es qué pasó en el tiempo en que perdió la memoria. Los médicos creen que es una amnesia global transitoria.
Isabel Langer enfila por un sendero que va de norte a sur. En el fondo se alza la columna del Indicador Metereológico. Y más atrás se ve el ramaje abierto y las hojas amarillas de un ginkgo.
Cuando volví, mi padre seguía sentado en su banco. Me alzó y me sentó en su falda. Lo recuerdo como si yo hubiese visto a un hombre que se inclinaba y alzaba a otra nena, no a mí, como si yo mirase la escena desde acá, ¿ve?
Sí.
Ella sube los tres escalones de la base de la columna. Un gato blanco sigue sus pasos con la cabeza, después abre y cierra la boca, las cuatro patas estiradas y el pelo del vientre con lunares grises. Ella se detiene bajo la copa del ginkgo. El suelo está cubierto de un manto de hojas secas con reflejos opacos del sol.
Este era el árbol de oro, dice, y yo creía en serio que las hojas eran de oro, pero que dejaban de serlo si uno quería llevárselas.
Da una vuelta alrededor del ginkgo.
Una tarde, más adelante, yo estaba acá con mi madre. Ya tenía cinco o seis años. Y había un hombre frente al árbol, un hombre cubierto con una campera azul y un capuchón. Mi madre leía una revista y yo iba hasta Los primeros fríos y volvía dando la vuelta por el bosque, pasaba por debajo de la pérgola, y al final corría por ese camino derechito hasta elbanco... Mi madre no lo sabía, pero se sentaba en el mismo banco que mi papá. El hombre estaba parado frente al árbol de oro y parecía que rezaba.
Mi madre me dijo que seguro que él había enterrado las cenizas de alguien a quien había querido mucho y que había ido esa tarde a llevarle flores.
Ahora vuelven hacia la columna y se sientan en el mismo lugar en el que se encontraron, cuando eran las once de la mañana de este luminoso jueves del mes de junio. Ella saca el paquete de cigarrillos de un bolsillo y los dos fuman.
¿Y la foto?, pregunta él.
Sí, dice ella, también me mostró una foto... Hay un grupo. Tres chicas y dos muchachos, o dos hombres jóvenes. Están todos abrazados. Algunos se ríen. Mi madre, por ejemplo, se ríe. Pero el hombre que está a su derecha no se ríe.
Le pasa un brazo a mi madre por los hombros y se ve su mano con un vaso.
Ella dice que ese hombre es usted.
Un gato se aleja de la base de la columna. El canto de un benteveo marca el silencio con puntual monotonía. El humo de los cigarrillos caracolea en el aire.
Es una foto de otro tiempo, dice ella, marrón y ajada. La miré mil veces.
Una noche me levanté, la saqué de su cartera y me la llevé a la cama. Estuve no sé cuánto tiempo mirándola a la luz de mi velador.
¿Soy yo?
Isabel Langer observa al hombre sentado a su lado.
Menea la cabeza.
No sé, dice. Creo que no. La foto tiene muchos años..., y se está borrando.
Mi madre dice que ella todavía no había cumplido los veinticinco...
El hombre mira el globo terráqueo representado con meridianos y paralelos de bronce en lo alto de la columna; mira otra vez el cielo; y sopla el humo del cigarrillo.
Me gustaría ver la carta y la foto.
Ya se lo dije. Las tiene mi madre.
Bueno, entonces... no puedo hacer mucho más.
Sí, puede.
¿Qué?
Usted lo sabe.
El se incorpora. Queda sentado en el banco sin apoyar la espalda. Se frotan las manos. Controla la pantalla de un teléfono celular.
Se hace tarde, dice.
Por favor.
¿Lo hará?, se pregunta ella.
Perdón, pero es una historia sin pies ni cabeza, dice él.
Ella posa una mano sobre el brazo del hombre.
Tiene razón. Yo sé que esto no tiene sentido. Pero me lo pide mi madre. Por favor. Ella está enferma y...
Isabel Langer se interrumpe. Un suave rubor le tiñe las mejillas. Levanta las solapas del gabán y abotona el cuello. Se mira las piernas enfundadas en su jean negro y los zapatos con suela de goma como si esperase ver otra cosa o estar en otro lado. La mortificación es un sentimiento que carcome el alma.
Me hubiera gustado hacer algo por usted, dice él.
Ella levanta los ojos. Separa los labios. Vacila. Despuésdice: si llegó hasta acá...
¿Qué quiere decir?
Mi madre vive enfrente.
El hombre mira en la dirección que ella le indica. Robles, cedros y araucarias son los árboles más altos del Jardín. El sol cruza el mediodía hacia el oeste.
Se ponen de pie.
Ella mira el suelo, más allá, cubierto con un manto de hojas doradas.
Sonríes por última vez. Dice: cuando el hombre del capuchón azul se fue me acerqué al ginkgo. Había dejado un ramito de flores.
Caminan.
No hablan.
Salen del Jardín y cruzan la calle.


*(c) 2007 Juan Martini, del libro "Rosario Express". Publicado por gentileza de Grupo Editorial Norma.


-Fuente. Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/24-11904-2008-01-13.html





*

Queridas amigas, queridos amigos:

El domingo 13 de enero del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de la cantante argentina Natalia Pérez. Las poesías que leeremos pertenecen a Martha Gantier Balderrama (Bolivia) y la música de fondo será de Rikchariy (Andes).
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067





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