lunes, enero 28, 2008

EDICIÓN ENERO


INVENTIVASocial
Edición ENERO 2008
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El grito de la mandrágora *




Nosotros jugábamos en el campito, a veces era a la pelota, a veces cavábamos trincheras y las naranjas eran granadas que volaban sobre yuyos crecidos. Había árboles achaparrados, una alambrada vencida que nos permitía un ingreso con amenaza de invasión al lugar prohibido.
Cada tanto era el hallazgo de un sapo, la persecución desde lejos y temerosa de una iguana prehistórica. Y las nenas que hacíamos tortitas de barro y poníamos la mesa de latas oxidadas sobre el redondo tocón de un árbol talado hacía décadas.
El lugar no era por completo tranquilizador, pero en eso estaba parte del encanto. Solos no íbamos. Cruzábamos el hueco del perímetro en bandada parloteante, de a tres o de a cinco, a veces más; cuando el sol legalizaba con sombras definidas esa amenaza que se manifestaba en los atardeceres y se
afianzaba por las noches. Nunca de noche al campito. Alguna que otra vez nos quedamos en el crepúsculo, pero el avance de la oscuridad ponía rostros en las cortezas, sonidos en los matorrales, y ni siquiera la bulla era tranquilizadora, sonaba falsa, y terminaban provocándonos más miedo esas nuestras voces forzadas que el silencio que se adivinaba por debajo.
Entonces cada carancho a su rancho, desbandada y retorno a las casas iluminadas, a mamá y la mesa puesta y los deberes todavía pendientes. Calcar un mapa, resolver un problema esquivo. Y el campito oscuro dejaba de existir porque ya no era el lugar de juegos sino el lugar donde la muerte se pasea bajo la luz fría de la luna.
Y una tarde encontramos al ahorcado.
Nosotros lo encontramos pendiendo del árbol. Ya no era un ser humano sino una cosa como un maniquí, algo parecido a una bolsa o un muñeco de trapos.
Vino la policía, desde la vereda asistimos al enjambre de vecinos y escuchamos al nivel de las cinturas las historias encontradas que iban formando la historia final del suicidio, la que se repetiría para siempre; y en la que figuraba una novia y un abandono, y esa cosa dramática de la juventud.
A los pocos días estábamos de vuelta. Era nuestro lugar, y aunque vigilábamos el árbol por el rabillo del ojo en medio del juego de la mancha, nada nos atemorizó, ningún bulto fantasmagórico se materializó bajo la rama.
Fui yo la que descubrió la plantita.
Justo en el lugar, debajo del espacio vacío ahora donde había pendido el hombre. Justo allí asomaba una ramita vertical, verde y erecta.
Uno de los chicos nos habló de la mandrágora. Quién se había ocupado de contarle semejantes historias, no lo recuerdo; pero él nos dijo que antes, cuando ahorcar a los ladrones o asesinos era una costumbre bastante usual, ocurría que en el momento terrible de la asfixia el hombre eyaculaba, y tal
condenado riego sobre la tierra producía una planta infernal. La mandrágora.
El sonido de ese nombre mágico nos enturbió los paladares. Comenzamos a imaginar el bulbo monstruoso que se gestaba debajo de la superficie, tubérculo con forma humana, raíz maravillosa y llena de secretos poderes.
Veíamos crecer nuestra mandrágora, y por esos raros aconteceres ninguno dio en ir con el cuento a sus padres. Era nuestro secreto.
La ramita solitaria se abrió en hojas afiladas; oculto por debajo percibíamos con el estómago el ser enterrado, maligno, hecho de muerte y luna.
Tampoco recuerdo quién habló por vez primera de la cosecha. Se fue instalando la idea como aparecen las primeras nubes antes de la tormenta, inadvertidamente, en forma difusa, hasta que el cielo está cubierto y uno no sabe cuándo desapareció el último manchón celeste.
Las discusiones tenían la ingenuidad de nuestros pocos años. Entre los argumentos y las estrategias aparecían disputas por una figurita, o de pronto se armaba un picadito con la pelota y la cosecha quedaba momentáneamente olvidada.
Había un grave problema, y era que al arrancar la mandrágora la planta produce un fuerte grito, y quien la desentierra muere instantáneamente. Eso decía nuestro amigo, y para nosotros él era el hechicero y no se cuestionaba la verdad de su sabiduría. Tampoco dudábamos de que si un hombre le pasaba el dedo medio por la palma a una mujer, ésta se le entregaría "mansita mansita"; recuerdo especialmente la expresión porque me hacía ver una mujer como un perrito panza arriba, la cara borrada, el cuerpo exánime, igual al de las monjas en éxtasis retratadas en las vidas de santos. Y un mago sostenía su mano, y le pasaba una y otra vez el dedo obsceno por el hueco ofrecido de la mano. Entonces decidimos traer a un chico de afuera, un extraño, que sin noticia del peligro nos proporcionase la raíz maravillosa.
Para qué propósito deseábamos la mandrágora, no lo se. La aventura estaba en la acción y en la muerte, que justificaban los desvelos.
Confusamente algunos tejieron aspiraciones fabulosas, diciendo que podríamos vender por cifras millonarias el prodigio a los gitanos, otros hablaron de la NASA, y alguno mezcló la historia con los cuentos de hadas, y proponía pedir deseos como si en vez de una mandrágora hubiésemos hallado la lámpara de Aladino.
Por qué tentar al destino, la finalidad de lo que haríamos no importaba. Queríamos que sucediese algo. No sabíamos qué, pero algo.
Uno de los chicos era de esas familias numerosas y extendidas. En su casa habitualmente salían colchones de la piecita del fondo, y parientes del campo brotaban de la nada estacionando un automóvil o una camioneta embarrada y rellenando los espacios de las habitaciones con voces que hablaban con tonadas raras.
Hubo un primito, primo segundo creo, una de esas relaciones por parte del abuelo o la abuela, vaya a saber qué grado de parentesco, pero a ellos les bastaba con descender de Adán para ser de la familia.
El chico era un gringuito de dientes enormes, todo sonrisa y pies descalzos, que andaría por los seis o siete años y tenía la ingenuidad intacta, la confianza sincera y esa fidelidad canina hacia los chicos más
grandes.
Nos citamos al atardecer debajo del árbol.
Podría describir con notas lúgubres el campito, pero en realidad y llegado el momento fue como si no se jugase nada. En su lugar seguían las piedras que marcaban el arco para los partidos de pelota, no había espíritus tenebrosos escondidos detrás de los arbustos.
Alguien le dijo que arrancase la plantita, así, sin ceremonia ni preparación, y con solicitud el gringuito aferró el tallo y las hojas, dio el tirón exacto con el que desmalezaba la quinta de su madre. Todos gritamos. No puedo asegurar que el aullido aterrador proviniese de la mata arrancada o fuese la unión de nuestros agudos chillidos infantiles. Después aseguramos haber escuchado el grito, pero quién sabe. En la mano sostenía limpiamente un tubérculo gordo y con ramificaciones que se asemejaba vagamente a un ser humano.
El nene murió, pero después. Vuelto al campo supimos que lo tomó una fiebre y apenas duró unos días. A la raíz la cortamos en pedazos y cada uno se llevó su parte. La porción que me pertenecía se secó, quedó como una pasa resumida, y fue olvidada en el cajón de la mesita de luz hasta que se perdió en alguna limpieza. Después vinieron cocineros televisivos y supe del jengibre.

No hablamos más del asunto. La magia se niega a acontecer con claridad, y nos permite darla al olvido y la duda. Afortunadamente.




*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com






Este es el Pan*



Ahora que pague la deuda del teléfono
Lo primero que haré es hablarte.

Claro que antes tendré que pagar la Renta,
El agua
Y la luz…

Por supuesto que para esto
Primero tendré que disciplinarme
En esto del campo laboral,
Que en un país capitalista,
Disciplinarse y someterse es lo mismo.

Ahora que pague el gas,
Y compre la comida,
Lo primero que haré es saldar
La deuda del teléfono,
Para poder hablarte
Y ahora sí decirte lo que hasta ahora he guardado…

Claro que antes tendré que derrotarme
Y cerrar la boca ante cualquier injusticia,
Para así poder ganar un poco más en mi salario.

Por supuesto que para esto
Primero habré dejado de soñar:
Poner mis pies en el mismo rumbo
Y dejar que alguien más guíe mi andar…

Ahora que éste sistema me lo permita,
Lo primero que haré es hablarte por teléfono:
Y ahora sí sabrás de una vez por todas
Lo que nunca debí callar…

Y si me sobra un poquito de dinero,
Verás que hasta te invito a pasear.



*de Hugo Ivan. quetzal.hi@gmail.com












Sustos*







*Por Osvaldo Soriano.







Nunca volví a tener tanto miedo como aquella lejana mañana en que mi padre me llevó al bautismo de vuelo. Era tal el susto de estar en el ai­re que se me olvidó de toser y la fie­bre desapareció tan rápido como ha­bía llegado. El piloto del avión pare­cía el de los dibujos animados, con su bigote francés y el casco de cuero ne­gro que le cubría la engominada melena justicialista. Bajaba y subía a lo tirones y se dejaba caer en tirabuzón mientras el motor balbuceaba y yo te mía que la hélice se detuviera de golpe.
Era la Semana Santa del año cuarenta y nueve, tal vez la del cincuenta, cuando la tos convulsa me tuvo un mes sin ir al colegio. Tosía día y noche sin parar y mi madre aceptaba comprarme historietas de precio inal­canzable como El Tony y Patoruzito. Recuerdo que. las leía de la primera a la última letra. Empezaba por la fecha impre­sa en la tapa y terminaba por el aviso de la Es­cuela Panamericana de Arte que venía en la contratapa. En ese tiempo mi padre me esta­ba enseñando a leer con los titulares de La Prensa, que eran de una parquedad sospecho­samente antiperonista. Todavía lo veo: acari­ciaba las frases del editorial con las yemas de los dedos al tiempo que abría enormes los ojos y murmuraba odiosos improperios contra la esposa del General. El peronismo ya se había hecho una Constitución a medida y los contreras como mi padre se refugiaban en la pa­labra de los Gainza como si de entre ellas pu­diera surgir, fulgurante y vengativa, la glorio­sa espada del Manco Paz.
Pero el Manco escondía la mano, acaricia­ba la vaina y yo me retorcía en la cama, aho­gado por la tos. Mi madre me había dado to­dos los remedios recetados por el doctor Dí­az Grey y al ver que no me hacían ningún efec­to me envolvió en una cobija y me llevó a ver a una bruja que atendía en un rancho de ado­be. Mi padre simulaba un racionalismo bur­gués y si lo toleraba era porque ya no tenía na­da que perder. ¿Por qué si la bruja es tan vi­va, y habla con los espíritus, no ha podido sa­lir de pobre?, preguntaba. Igual, una noche mi madre me metió en un taxi, que en aquel tiem­po llamaban coche de alquiler, y fuimos al rancho en las afueras de San Luis.
No recuerdo los detalles, pero sí a la bruja: era escueta como una nena y caminaba miran­do siempre el suelo. En alguna parte había un fuego de leña seca azuzado por el viento. La vieja me acarició la cabeza, me aflojó la ropa y le pidió a mi madre que me acostara sobre una mesa entre cien gatos y un aroma de al­garrobos. Todavía tengo en la nariz ese olor chúcaro y sentimental y en el oído la voz ron­ca de la mujer que alzaba los brazos para invocar la ayuda del diablo. No me acuerdo si la ceremonia duró mucho, pero tuve que tragar­me una cucharada de ceniza y el almí­bar rosado que salía de entre unas corte­zas calientes. Igual, la tos no se calmaba.
Me reventaba el pe­cho, me retorcía las tripas, me quemaba la gar­ganta. La bruja hizo inciensos y oraciones que llamaban a todas las tormentas del averno, pe­ro no hubo caso, yo me revolcaba y me iba de escena, esfumado en el brillo vacilante que se agolpaba en los ojos de mi madre.

Al volver a casa mi padre nos esperaba dor­mido en el living. Una patilla de los anteojos se le había desprendido de la oreja y a cada ronquido los vidrios se bamboleaban bajo el bigote manchado. Mi madre me dio una cu­charada de jarabe y me acostó. Después los oí discutir y creo que ella se echó a llorar en los brazos de él. En una larga ensoñación oí de nuevo los salmos de la bruja y los sibilinos chorrilleros que golpeaban las persianas. En algún momento mi padre mencionó el cam­bio de aire, el avión y las alturas y luego no escuché otra cosa que la tos y el jadeo.
El doctor Díaz Grey era un socialista que cobraba caro. Algunas visitas las pasaba por alto pero las otras devastaban la flaca billete­ra de mi padre. Aún la recuerdo: era de cuero oscuro, forrada en seda de Paquistán. Muchos años después se la robaron en el tren que va a Morón, pero en la época que trata esta histo­ria todavía le brillaban las guardas doradas y mi padre la rellenaba con pedazos de papel secante para que no pareciera tan vacía. El médico aceptó la deuda pero al tiempo el combinado de músi­ca desapareció de mi casa y tengo para mí, que mi padre se lo entregó como parte de pago.
Él avión, en cam­bio, fue gratis. En la cabina llevaba los acartonados retratos de Perón y su esposa que repartían en el co­rreo y venían de la flamante Fundación Eva Perón. Mi padre conocía a un tipo en el dis­pensario y vaya a saber con qué ardid, con qué humillación, consiguió una orden para que yo cambiara el aire con un bautismo aé­reo. Tampoco mi padre había subido nunca a un avión y creo que en ese tiempo todos guar­dábamos en un rincón del inconsciente la trá­gica voltereta del trimotor gardeliano. Por me­jor que sonaran las voces de Ángel Vargas y Carlitos Dante, el avión del Zorzal seguía ahí, chamuscado y patético como un guiñol ar­gentino.
Mi padre me tenía abrazado contra su hom­bro y también él tosía su parte de rubios sin filtro. El avión empezó a elevarse sobre los hangares y fue tal el horror que sentí que ha­bía de tardar veinte años en subir a otro. No sé de qué se reía el piloto del bigote francés, si del escudo justicialista que mi padre se ha­bía abrochado a la solapa o de mi llanto con­vulsionado. Yo sentía que el aparato flotaba sin avanzar y que algo lo llamaba inexorable­mente hacia la tierra. Mi padre parecía emo­cionado, quizá perturbado por su disfraz pe­ronista, y se inclinaba hacia el piloto para pre­guntarle sobre vientos y coordenadas de equilibrio. En el tacómetro bailaba una bolilla plateada y el retrato de Perón temblaba tanto como yo. Mirar a Evita, su plácida sonrisa, me volvía el alma al cuerpo, pero ese atisbo duraba apenas instante porque el casco negro del piloto me lo tapaba con sacudones y corcovos. Los tirabuzones tenían un maldito nombre inglés que el piloto gritaba con la misma furia con que la bruja había invocado al satán de los bronquios. Lo cierto es que allá arriba aterrado y sin consuelo, empecé a olvidarme de la tos y a respirar a todo pulmón. Sentí de nuevo el olor del tabaco que mi padre llevaba impregnado en el traje, el sudor de varios días que corría bajo el uniforme del piloto y mi corazón que palpitaba de trote a galope.
Fue entonces que, obnubilado por botones, luces intermitentes y palancas de nácar, mi padre sucumbió al influjo de la navegación aérea. Olvidado de mi tos y del vergonzante prendedor peronista, le preguntó al otro si el avión era manejable cuesta abajo y sin motor. Para habrá dicho: ahí nomás, tocado en su orgullo, el piloto se inclinó y apagó el contacto como quien cierra la hornalla del gas o llave de luz. A mí se me encogió el cuerpo. No se me olvida la imagen de la hélice detenida. No hay en el mundo nada más inútil que una hélice detenida. Aquella que mi padre miraba con aire embelesado estaba clavada en una vertical tan recta como una plomada, más tarde en Cuba, en Nicaragua y en tierras de pasada ilusión, estuve a punto de renegar de mi fe en el luminoso destino de los pueblos para no tener que subir a uno de esos cascarones a hélice que volaban rozando las montañas y las copas de los árboles. Parece que el Che les tenía tanto miedo como yo, con su asma y su mirada de futuro inconcluso. Perón, que prefería la placidez del tren.
Pero mi historia era de tos convulsa, no de aviones. De noches con la luz encendida y el Rayo Rojo pispeado entre las sábanas. Relatos principescos que contaba mi madre vestida de enagua, con un chal sobre los hombros. Querría terminar este cuento con su risa nerviosa y feliz cuando me vio regresar casa sin nada de tos, pálido de terror, con un avioncito de lata que me había comprado mi padre. Se sentó a hablarme al oído mientras mi padre se quitaba el escudo justicialista y lo tiraba con desdén sobre la mesa. Esa noche nos costó dormir. Mi madre de miedo que me volviera la tos, yo imaginando aventuras con mi avión de juguete y mi padre en el escritorio, en calzoncillos, frente a una figura del Cristo resucitado, la cuenta del doctor Díaz Grey y el prendedor del General su esposa. Sin saber a quién agradecerle primero.



*Publicado en el diario Página/12. el domingo 3 de abril de 1994.









B r o t e s*




Esos brotes verdes,
transparentes
todavía parecen decirme,
espera
el sereno llamado
de la música
que oiste alguna vez,
entremezclado
con los mismos sonidos
de la tierra.
Ese lento brotar
parece indicarme
que la gota que cae equilibra
el plano de la hoja
y el insecto
pequeño en su ambular
seguro
cruza las nervaduras
a buen paso
así como voy
y enfilo mi camino
hacia un destino
que como él, ignoro.




*de Celia Fontán cfontan@sinectis.com.ar









Ernesto Arriaga*




- Papá.
- ¿Qué?
- ¿Qué le pasa a ese señor?
- ¿A cuál?
- A ése que está ahí, el chiquito - Santiago señala con el dedo índice.
- ¿Qué tiene? - el padre le baja el brazo.
- Que está parado con ese cartel en la mano desde que llegamos.
El padre se toma un segundo y responde:
- Está trabajando.
- ¿Cómo trabajando?
- Si, está trabajando.
El padre de Santiago se estira sobre el asiento, las piernas derechas, los talones de los pies contra el piso, la cabeza sobre la curva que tiene el respaldo. Cierra los ojos.
- Papá - insiste Santiago.
- ¿Qué? -contesta el padre, sin abrir los ojos.
Santiago se levanta y camina hasta donde está el hombre del cartel, unos quince metros en línea recta. Se para frente a él. Le sonríe. Con el disimulo propio de un nene de siete años Santiago empieza a chistarle al padre, una, dos veces, hasta que logra llamar su atención. Con un movimiento de cabeza le señala al hombre del cartel. El padre le hace un gesto para que vuelva. El hombre, chiquito, vestido con un traje de pasado de moda, algo gastado pero sobrio y prolijo, le acaricia la cabeza. Santiago vuelve corriendo a su lugar y le golpea las piernas al padre, despatarrado sobre el asiento, con los ojos cerrados.
- ¿Qué pasa, Santiago?
- ¿Quién es Ernesto Arriaga?
El padre se sienta de mala gana. Fija la vista en el hombre del cartel -en su perfil en realidad-.
- ¿Como puedo saberlo? Estoy sentado acá igual que vos, Santiago. No lo conozco.
Suena el celular del padre. Lo saca del bolsillo, mira la pantalla, y putea.
Atiende. Del otro lado se escucha la voz nerviosa de una mujer. El padre se levanta, se aleja unos pasos y pega un par de gritos en el teléfono. Hace silencio, y vuelve a al ataque, siempre en voz alta. Después de unos segundos corta. Vuelve a sentarse. Santiago le toca el brazo.
- ¿Qué pasa, Santi?
- ¿Quién es Ernesto Arriaga?
- Ernesto Arriaga es la persona que está esperando ese pobre hombre -el padre intenta mantener la calma, habla pausado, estira las palabras.
- ¿Qué pobre hombre? - Santi pega saltitos en el lugar, a un costado del asiento.
- El del cartel, Santi.
- ¿Ernesto Arriaga es su amigo?
El padre mufa de nuevo, se revuelve el pelo con una mano.
- Ernesto Arriaga debe ser algún empresario, o un ingeniero que viene al país a trabajar. No importa, Santi.
- ¿Una obra de teatro?
- No, Santi, no - el padre le pega un golpe al asiento de hierro. Mira para los costados, y se dejar caer sobre el respaldo -, cuando digo una obra quiero decir un edificio, una represa, una cancha de fútbol, no sé, algo grande.
Santiago deja de bailotear, se sube al asiento y también apoya la espalda contra el respaldo. Las piernas le quedan colgando, y las hace ir venir como si fuesen la hamaca de una plaza. Después de unos segundos sube las piernas y las cruza una, encima de la otra. Saca el chicle que tiene en el bolsillo del pantalón de la selección argentina, lo abre y se lo pone en la boca.
- Tomá, papa - y le pasa el envoltorio.
Suena el celular de nuevo. Otra vez se escucha una voz de mujer del otro lado de la línea, pero diferente a la de hace un rato. El padre no dice nada, sólo escucha. De repente, aleja el teléfono de su oído, lo pone frente a su boca, y le grita: "¿Porqué no venís vos a esperar a tus sobrinos?". Corta. Vuelve a su lugar. Santiago sigue con el brazo levantado, y en la mano tiene el envoltorio del chiche.
- Anda y tirá el papel en el tacho.
Santiago se levanta y va saltando hasta el cesto más cercano, a un costado de la mesa de informes. Cuando se para enfrente del tacho, deletrea:
aaaeeeropueeeertooos argeeentiiiinaaa dooosmiiiil. Tira el papel, da media vuelta y vuelve a los saltos, cantando una propaganda de la tele. Sube al asiento de un salto y pone la cola sobre la curva que tiene el respaldo para apoyar la cabeza.
- Sentate, Santiago.
Santiago se desliza y dejar caer el peso de su cuerpo contra el asiento.
- ¡Basta, Santiago! Quedate quieto, por favor -el padre se pasa la mano por el pelo.
La puerta de dos hojas que se abre cuando un pasajero arriba en el hall empujando su carro cargado de valijas, bolsos y paquetes, acapara la atención de Santiago. Se queda quieto por unos segundos, con la mirada fija en el movimiento de la puerta, un vaivén monótono, mecánico, que se dispara cuando los recién llegados están por traspasar el último escollo antes de encontrarse con los suyos. Los viajeros salen en grupos, empujando sus carritos llenos, buscan las caras de sus familiares, están ojerosos y bronceados, visten bien. Santiago mastica el chicle con la boca abierta, y hace globos.
- Mirá, papa - le da unos golpes en el brazo - ese hombre que también tiene un cartel en la mano encontró al que estaba esperando.
El padre escucha pero no hace nada.
- ¡Papa!
El padre levanta la nuca y mira sin ganas hacia el hall. Frente a la ventanilla de un local que alquila autos, un hombre enorme, gordo, despeinado, con barba de días, la camisa celeste fuera del pantalón, le da la mano a un tipo que parece ser del norte del país, o de Bolivia, o de Perú, con la piel del color del café con leche, bajito, introvertido. De los dedos de la mano del gordo cuelga un cigarrillo. Con esa misma mano le muestra la salida al boliviano. El padre se queda mirando como los tipos encaran para la salida. Llega a ver que ni bien se abre la puerta de la salida, el gordo se arma una carpa y se prende el
cigarrillo.
- ¿Qué hora es, papá?
- Las tres de la mañana -el padre mira hacia el techo, en lo alto-. ¿No querés dormir un poquito?
- No, quiero esperar a Lucas y a Agustina.
- Yo te despierto.
- No.
Los primos de Santiago deberían haber llegado hace más de dos horas desde San Pablo. Y por lo que les dijeron en la mesa de informes todavía falta una hora y media más.
- La voy a matar a tu mamá. El año pasado me hizo lo mismo. Vienen sus sobrinos y el que los viene a buscar, como un pelotudo, soy yo - el padre mira hacia un bar que está del otro lado del salón-: es una hija de puta - dice en voz baja.
- ¿Dónde van a dormir Lucas y Agustina?
- Hoy duermen con nosotros y mañana los dejo en la casa de tu mamá.
- ¿Y yo?
- ¿Vos qué?
- ¿Donde voy a dormir?
- En casa, ¿no escuchaste lo que acabo de decir? - y repite, molesto, deletreando-: hoy duermen con nosotros y mañana con tu mama.

A las cuatro de la mañana el padre abre los ojos. Los reflectores del techo lo encandilan. Se sienta, pesado, somnoliento. Apoya los codos sobre las piernas y se revuelve el pelo con las dos manos. Mira para un costado, para el otro, siempre con la cabeza entre las manos. Se sobresalta, toma conciencia de que falta Santiago. Mira para los costados. No está. Se para, se peina con una de las manos y empieza a caminar en dirección al hall de las salidas, a su derecha.
No hay mucha gente. Acelera el paso. Grita el nombre de su hijo. De un grupo de azafatas que viene caminando, casi todas arrastrando una valija de fibra plástica de un color azul marino, con rueditas, se desprende una flaca con cara de tapa de revista y le pregunta si necesita algo. Él le dice que no encuentra a su hijo. Se lo describe. Ella niega con la cabeza y le indica con el brazo la oficina de seguridad del aeropuerto, casi en la otra punta, al fondo. El padre encara para ese lado. A medida que avanza -sus pasos son largos, nerviosos, se escucha el ruido de la goma de la suela de sus zapatos friccionando los mosaicos del suelo-, mira para todos lados, se agacha, trata de individualizar nenes
entre la gente, mira para arriba, hacia la zona de embarques. Sin dejar de caminar saca el teléfono de su bolsillo, lo abre, mira y lo vuelve a cerrar. A su derecha están los mostradores de las diferentes aerolíneas. Entre él y los mostradores están los pasillos en zigzag delimitados por gruesas sogas de color bordó. No hay muchos pasajeros haciendo cola con sus carritos y valijas. El padre se frena, da media vuelta y encara para los baños, a su izquierda. Ni bien entra se encuentra con un muchacho de limpieza que, parado, con la espalda en la pared, con las dos manos agarradas a un escobillón, duerme. Se le para adelante, le sacude el hombro y le pregunta por su nene. El muchacho pega un salto, tarda
unos segundos en entender lo que le pregunta ese hombre con la cara desencajada, y le contesta que no. El padre le da la vuelta a la mesada de los lavabos, en dirección a los baños. Mientras pasa, casi al trote, captura la foto de si mismo, colorado, traspirado. El espejo también le devuelve la imagen del
muchacho de la limpieza, atónito. Se para al comienzo de la hilera de los baños.
Abre las puertas una a una. Las primeras, más o menos tranquilo. Pero a medida que avanza, se desespera. Las últimas puertas las abre directamente con una patada. El del escobillón mira desde el fondo pero no dice nada. El padre grita el nombre de su hijo. La última puerta de la hilera está cerrada. La zamarrea hasta que logra abrirla. Grita de nuevo el nombre de su hijo, angustiado.
El padre sale del baño y camina hacia el fondo del hall, en dirección a la oficina de seguridad. Se cruza con un chico que empuja un tren de carritos para llevar equipaje. La misma pregunta y la misma respuesta: nada. Encara para un barcito. Hay cuatro o cinco mesas y solo en una hay dos hombres tomando un trago. Son extranjeros. Él les pregunta por Santiago y ellos no entienden la pregunta. Se acerca una camarera y hace de traductora. Ni los extranjeros ni los empleados del bar saben nada acerca de Santiago. El padre se agarra la cabeza y putea en todos los idiomas. Llegan dos oficiales de la policía aeronáutica, alertados por el chico del baño. Le preguntan que es lo que le pasa. El padre se
pone a gritar que lo que le pasa es que se perdió su hijo, que lo ayuden a encontrarlo. La gente se da vuelta. Le piden que se tranquilice y le solicitan el nombre y la descripción de su hijo. Uno de ellos, peinado hacia atrás, con el pelo brilloso por la gomina, a medida que escucha las palabras del padre, pasa la información por handy.
El padre les pregunta que hay para el lado del fondo del hall. El personal de seguridad le informa que nada, que no hay para donde ir por aquel lado. Llegan otros dos oficiales, casi al trote, un hombre y una mujer. El de mayor rango les informa que se extravió un masculino, menor de edad. El padre se agarra la
cabeza, putea, amaga a darle una patada a un cartel de publicidad de Marlboro pero se contiene. Los oficiales le piden que se calme. El padre vuelve a sacar el teléfono de su bolsillo. Lo aprieta fuerte entre sus manos. Se separan en grupos. Unos encaran hacia a la escalera mecánica que sube a la zona de
embarque. El padre y uno de los aeronáuticos encaran para el segundo hall, el de los arribos. Ni bien dan la vuelta el padre mira para donde estaban sentados él y su hijo. Nada. Atraviesan el hall y le preguntan a los muchachos de la casa de alquiler de autos si vieron al nene. El gordo no sabe nada, abre los brazos,
pone cara de circunstancia. Un compañero suyo pregunta como es el nene que buscan. El padre se traba de los nervios, no le sale del todo la descripción. El muchacho, de unos cuarenta años, albino, los ojos achinados por el sueño, les cuenta que si, que si no se equivoca lo vio pasar en dirección al bar. El padre
sale corriendo. El oficial sale detrás de él, avisa por handy.
En una de las mesas, la última, casi escondida, pegada a una columna y de frente a la ventanita de donde salen los despachos del bar, Santiago duerme placidamente, acostado sobre dos sillas. En la primera tiene las piernas, estiradas, y en la otra el cuerpo, recostado sobre las piernas de una persona
que al padre le suena conocida: el hombre del cartel. Apoyado sobre la columna, a la derecha del hombre, la plancha de cartulina contra el piso, la vara de madera apuntando al techo, prolijamente escrito con fibra de color negro, trazo grueso, el nombre de la persona que el hombre espera hace horas: Ernesto Arriaga.
- ¿!Qué haces, viejo, y la puta que te parió!? - el padre agarra al nene de las axilas, lo saca de un tirón y se lo carga a upa. El movimiento de sillas y la puteada del padre hacen callar a las pocas personas que están a esa hora en el bar. Los policías, alertas, tensos, esperan. El padre aprieta a Santiago contra
su cuerpo con los dos brazos. Santiago abre los ojos, levanta la cabeza, por sobre los hombros del padre, mira a su alrededor, vuelve a apoya el cachete, colorado, húmedo, y cierra los ojos. El pantalón de la selección le queda un poco bajo y se le ve el calzoncillo.
- Tranquilo, señor - pide el hombre del cartel, todavía sentado.
- Tranquilo las pelotas. Estoy como loco buscando a mi hijo y lo tiene usted acá, como si fuese su abuelo.
- Dejeme contarle, don. - pide el hombre. El oficial le toca el codo al padre del nene. Tanto él, como sus compañeros, aflojaron la tensión que había en sus caras. Las camareras del bar, con los codos apoyados en el mostrador, escuchan expectantes.
- Bueno, dele - dice desganado el padre.
- Me vine a sentar porque el vuelo que estoy esperando está atrasado. Al rato vino su nene, se me sentó al lado y a los dos minutos, sin mediar palabra, se tiró sobre la silla -y le señaló la silla que estaba a su costado-. Estaba enojado, no quería hablar - el hombre habla pausado, tiene un tono de voz calmo
-. Le dije que se volviese con usted pero no quiso.
- ¿Y porque no me lo trajo? -vuelve a ladrar el padre, aunque más calmo que hace un rato.
El hombre del cartel se sirve un poco de agua de la jarrita, toma un sorbo, deja el vaso, se acomoda la corbata de seda, el cuello de la camisa, y dice:
- Porque de repente se puso a hablar. Quería saber quien era Ernesto Arriaga. Le conté que es un nene de la edad de él, que viaja solo, con un permiso.
- Me lo tendría que haber traído - insiste el padre. Una señora, sentada a dos mesas de distancia, de pie, todavía algo nerviosa por la ruidosa situación, aprueba con la cabeza.
- Yo sabía que usted iba a venir -dice el hombre, con la mirada perdida en el hall de entrada -, al final de cuentas es usted el padre, ¿no?



*de Mariano Abrevaya Dios. marianodios@hotmail.com







*


el tiempo escribe para mí un atardecer pavimentado gris tras el que el sol
se limpia noche para renacer,

y entiendo lo que me quiere decir...


alienta en la terraza la primavera: mis plantas no dan fruta: son directa
semilla tras las flores todas de fascinación:

y entiendo lo que me quieren decir...


los amigos celebran sus vidas, las celebran conmigo, en lo diurno de sus
presencias sin olvido sin falta sin ausencia,

y entiendo lo que me quieren decir...

en los cuadernos hay las voces castellanas cotidianas de gentes que dan
pueblo afuera de la muerte

y entiendo lo que me quieren decir...

la luna tal vez ya camina absoluta dicen desde el río y las frondas nutriendo
y nombrando la fertilidad,

y entiendo lo que me quiere decir...

finalmente, catedral y sacramento, estás, mujer, esperando que reabra como
el cielo y lo dicho y lo callado mis brazos:

y entiendo lo que me quieres decir...



*de Horacio C. Rossi. terrazio@ciudad.com.ar






MALDICIÓN DE NIÑO*



El pequeño camión verde con capota de lona blanca, comenzó a fallar y marchaba de cuando en cuando, a los tirones, tosiendo, protestando, y mermaba su ya escasa velocidad; aunque por momentos se recuperaba, y por un largo trecho volvía a andar raudamente. En lo mejor, el ronroneo rumoroso se
interrumpía, y volvía la angustia amenazante de quedarnos en el camino, faltándonos todavía la mitad del regreso a casa.
Aquella mañana fleteamos una carga de muebles, enseres y demás pertenencias de una humilde mudanza, hasta la localidad de Romang, no más distante de cincuenta kilómetros, pero que el modesto transporte requería bastante más de una hora de buena marcha.
Era debido a que en aquel tiempo, estábamos en 1948, ya tenía sus buenos veinte años en sus espaldas, pero sobre todo por lo precaria de su ingeniería. Parecía haber sido montado con partes adaptadas, aunque en los orígenes, esos vehículos aún no habían evolucionado lo suficiente; eran pequeños, el motor de cuatro cilindros era el mismo de los autos de calle, y su capacidad de carga era más bien moderada.
Aparte de la capota de lona, tenía amplios guardabarros negros, salientes y acucharados, típicos de las primeras décadas del siglo veinte. Creo que sólo las ruedas eran más reforzadas y rollizas que los autos, y tampoco tenía duales, como ya eran comunes en los camiones más nuevos. Eso lo convertía, en un módico transporte de corta distancia, especial para acarreos y fletes locales, donde tampoco la velocidad era importante.
Era frecuente que lo manejara mi hermano mayor, que ya tenía trece años, y lo acompañara yo, que ya andaba por los ocho; siempre claro, que no fuera en los días ni horarios de clase. A veces en los tramos firmes y llanos, (todos los caminos de entonces en la región, eran de tierra), mi hermano se tentaba, y lo iba acelerando más y más, hasta "pisarlo a fondo", y eso hacía que el velocímetro; temblando, avanzara lenta y penosamente hasta los setenta, e incluso setenta y dos kilómetros por hora. Nadie en su sano
juicio, ni él, se hubiera animado a mantener por mucho rato esa velocidad, ya que todo amenazaba desintegrarse, empezando por el tren delantero y la dirección, que requería toda la fuerza del conductor para mantenerlo en el camino, así como el trepidante motor que parecía zumbar y bufar al
borde del colapso.
Pero tenía fama de guapo, ya que a ese modelo precisamente, lo conocían como "Chevrolet 4, El Campeón". También tenía sus particularidades, como el sistema de alimentación de combustible, conocido domo "Steward", que aspiraba del tanque por vacío de los cilindros, y luego llegaba al carburador por gravedad. Requería un blindaje seguro en todas sus conexiones, para que no hubiera filtraciones de aire. Si esto pasaba, el combustible no llegaba al alimentador y el flujo se interrumpía. El motor podía, como decía papá: "hacernos renegar", e incluso dejarnos en el camino, como amenazaba en esta ocasión.
Tras normalizarse un momento, volvió a fallar, hasta que finalmente, al llegar al principio de la gran arboleda, que bordeaba y cubría el camino, con añosas y gigantescas "tipas," por varios kilómetros a la altura del paraje de "La Lola", el camión dijo; ¡basta! Y tras dos o tres tironeos y sacudidas del motor, se detuvo apagándose, mientras por impulso, y poca eficacia en los frenos, el camión continuó unos cuantos metros antes de detenerse.
Después, todo quedó en el profundo silencio, y la quietud de la siesta del aquel incipiente verano, nos hizo sentir en la mayor soledad e impotencia.
Sólo podía percibirse el arrullo del flamear de la brisa entre las hojas, el aislado arrumaco de alguna paloma en la altísima fronda del boulevard, el apagado roce y el crujido de una rama podrida, que caía y rebotaba sordamente contra el suelo.
Mi hermano y yo descendimos teniendo adelante el frondoso e infinito túnel sombreado, y a nuestras espaldas el camino ya recorrido, ancho y polvoriento, donde el sol daba de lleno, haciendo reverberar el
horizonte y formando algo más cercano, la ilusión de un lago somero de aguas plateadas y temblorosas, como un espejismo. Sobre el campo cercano que se mostraba verdoso y parduzco, por la madurez del girasol temprano, una pareja de "teros" cacareaba amenazante, volando en extensos círculos, ora bajo, ora algo más alto, temerosos y alertas, ante los extraños recién llegados.
Levantamos el "capó", la cubierta del motor, sabiendo que era el bendito tanque de vacío, que estaba chupando aire en el sistema. Probamos a tocar y mover los caños de cobre, ajustando las tuercas y sobre todo rezando para que vuelva arrancar, y aunque tironeando, nos llevara lentamente a casa. Aún
no habíamos almorzado, y esto se sumaba a nuestra angustia. Probamos a darle arranque, una y otra vez. Nada. Teníamos un par de herramientas para estas emergencias; una pinza, un destornillador, una llave "pico loro", alguna de boca, un martillo y casi nada más.
Podía ser el flotante, o la junta de la tapa del tanque; pero era poco conveniente tocar eso, porque podía deteriorarse la junta y empeorar las cosas. Nos quedaba lo que sería lo más probable, revisar las
conexiones.
Mucho no podía hacerse. Lo que casi siempre resultaba era hacer un engaste con hilo de algodón, como una junta entre los terminales y las tuercas que los ajustan. Era una tarea difícil, nunca conseguíamos sellarlos totalmente.
Cuando el vehículo era nuevo, seguramente funcionaba de maravillas; pero desgastado, aflojadas las conexiones por las fuertes vibraciones propias, sin el mantenimiento correcto, esto se convertía en un martirio. A veces se solucionaba, y más adelante fallaba todo de nuevo.
En ese trance, había que reconocer que éramos insuficientes, ¡Qué falta nos haría la ayuda de una persona mayor! En aquellos tiempos, quienes transitaban las rutas, necesariamente eran capaces de solucionar casi todos los inconvenientes, los mecánicos, y los de otra índole. Pero todo era soledad, en aquella aciaga siesta veraniega.

En eso en el horizonte se dibujó un pequeño bulto, que poco a poco fue agrandándose. Mi hermano respiró con alivio. Todo el mundo se paraba a auxiliar a quién sufriera un percance, y estuviera a la vera del camino, detenido y requiriendo ayuda. Era un código sagrado.
Del bulto lejano fue surgiendo un auto, que venía a buen ritmo, trayendo detrás una remolineante nube de polvo, pero no daba señales de detenerse. Mi hermano se corrió más al centro del camino, y ambos hacíamos señas para que se detenga. El auto tuvo que abrirse un poco para esquivar a mi hermano, pero no mermó siquiera la marcha, y pasó sin mirarnos; pensamos que estaría verdaderamente apurado, para no brindarnos la más mínima atención.
Pensar que un momento antes nos creíamos salvados. Ahora mirábamos en silencio como el auto; una rural último modelo, con costados lujosos de cedro lustrado, seguía alejándose, insensible, indiferente.
Mi hermano en su impotencia le lanzó una maldición. Con toda la bronca, como quién tuviera el poder para clamar venganza. Levantó su pequeño puño cargado de nefasta energía.
-¡Hijo de tu madre! ¡Ojalá se te reviente una cubierta!...- y luego en voz más baja, fue agregando aún más condiciones.-¡y que no tengas rueda de auxilio, o esté pinchada!.-, y otras cosas por el estilo.
El fuerte "¡Plooof" nos llegó seguido por el eco de los troncos de las plantas. El auto zigzagueó un instante y se detuvo algo atravesado en el camino. La nube de polvo se fue desvaneciendo. Pudimos ver desde nuestra ubicación, que la rueda delantera izquierda estaba ahora en llanta.
El conductor trabajó arduamente, pero tenía dificultades con el piso algo blando del boulevard, y al parecer no conseguía afirmar el "gato"para levantar el auto.-
Mi hermano saltaba de contento, no entendía cómo había sucedido, pero se sentía ampliamente "resarcido", y pateaba el suelo riéndose mefistofélicamente, quizás en el fondo, tenía "poderes ocultos".
Un buen rato después conseguimos que nuestro "Steward" funcionara, y el motor arrancó lo suficientemente bien como para proseguir viaje.

Cuando pasamos al lado del lujoso automóvil último modelo, ambos contuvimos apenas las ganas de soltar, una estruendosa carcajada.




*de Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
Avellaneda (Santa Fe).






Un amor de Belgrano*



Cómo contarlo al pobre Belgrano? ¿Con qué colores pintarle diez años de guerra y de infortunio? ¿Qué instante de su vida elegir para evocarlo mejor? Pongamos primero los de las efemérides escolares: los jubilosos de Tucumán y Salta; los nefastos de Vilcapugio y Ayohúma; los del rebelde que levanta una bandera propia para acelerar la marcha de la Historia.
Pero sobre todo los del amante otoñal y olvidado que guerrea en el norte a la espera de que San Martín caiga sobre el Perú.
En 1818 ya han muerto los sueños de revolución y la guerra civil entre porteños y provincianos ha desatado odios que van a prolongarse hasta hoy. Belgrano, que en Tucumán cuida la retaguardia de los guerrilleros de Güemes, impone una disciplina espartana: se acaban los bailes, las mujeres y la baraja. San Martin y Paz se asombran y lamentan la dureza de ese civil al que las circunstancias han hecho militar. Por las noches recorre las calles con un ordenanza e irrumpe disfrazado en los cuarteles para sorprender a los oficiales desobedientes. Es de acero ese jacobino católico al que llaman despectivamente bomberito de la Patria. En pocos meses funda varias escuelas, una academia de matemáticas, una imprenta y manda sembrar huertos para pelear contra el hambre que le mata los caballos y debilita a la tropa. Curioso personaje este nieto de venecianos del que San Martín escribe: "Es el más metódico que conozco en nuestra América, lleno de integridad y valor natural; no tendrá los conocimientos de un Moreau o Bonaparte en punto a la milicia, pero créame usted que es el mejor que tenemos en América del Sur".
¿Cómo es? "De regular estatura, pelo rubio, cara y nariz fina, con una fístula casi imperceptible bajo un ojo; no usa bigote y lleva la patilla corta. Más parece alemán que porteño." En Buenos Aires ha tenido amores tumultuosos de los que ha nacido un hijo clandestino que Juan Manuel de Rosas cría y ampara bajo el nombre de Domingo Belgrano y Rosas. Otra descripción de primera mano, dice: "Es un hombre de talento cultivado, de maneras finas y elegante, que gustaba mucho del trato con las señoras".
¿Por qué se sacrifica? Por la libertad y la justicia. Esos valores que le han faltado durante los primeros cuarenta años de su vida serán la obseción de los diez últimos. Y al final, derrumbado por la cirrosis y la hidropesía, trata de comprender por qué lo abandonan. "¿Ha créido usted acaso que yo pueda dudar de la legitimidad de los gastos que se hagan en ese ejército? -le escribe Pueyrredón-. no sea tonto, compañero mío y crea que así como usted me llora porque lo auxilie con dinero, yo lloro del mismo modo porque veo las dificultades. Usted siente las necesidades de ese ejército y yo con ellas siento las del de los Andes, las del Este, las de los Enviados Exteriores y la de todos los pueblos." Entonces, Belgrano se dirige a Saavedra: "Digan lo que quieran los hombres sentados en sofás o sillas muy bonitas, que disfrutan de comodidades mientras los pobres diablos andamos en trabajos; a merced de los humos de la mesa cortan, tallan y destruyen a los enemigos con la misma facilidad con que empinan una copa".
Es que su ejército de liberación no tiene donde caerse muerto: "Ni tiempo, ni suelas, ni cosa alguna tenemos: todas son miserias; todo es pobreza, así amigo que yo me entiendo", le escribe a Martín Güemes que le pide auxilio. Poco después, a Pueyrredón: "Todas son miserias en este ejército. No dinero, no vestuario, no tabaco, no yerba, no sal, en una palabra: nada que pueda aliviar a esos hermanos de armas sus trabajos ni compensar sus privaciones". Y enseguida: "La deserción está entablada como un consiguiente al estado de miseria, desnudez y hambre que padecen estos pobres compañeros de armas".
Es un Belgrano achacoso, de chaqueta zurcida y botas remendadas el que se reencuentra de pronto con la niña Dolores Helguera. Ella es hija de una intocable familia tucumana y el general la ha conocido en los jubilosos días de victoria, cuando era una pecosa de trece años. Ninguno de los dos ha olvidado los primeros amores de 1813 a los que la familia de la muchacha puso fin casándola con un tal Rivas, de la aristocracia local. Por entonces, Belgrano aparecía a los ojos de los tucumanos como un plebeyo metido a revolucionario. Ya antes, en Buenos Aires, había desatado escándalos por sus entreveros con polleras honorables. Pero a los cuarenta y nueve años, destrozado por los combates y los sinsabores, se tropieza de nuevo con la adolescente que lo amó de viejo. En una de sus rondas la ve pasar, pero es tan poco lo que queda de aquel general victorioso, que no se anima a correr a su encuentro.
Lo que sigue es un mal folletín: Belgrano se entera de que ella vive en Londres, provincia de Catamarca, y manda a un hombre de confianza a que averigüe si ella todavía lo quiere. El chasque corre, pregunta, finge (sin saber que dice la verdad) estar al servicio de un general moribundo. Dolores Helguera se enternece y corre a verlo. El tal Rivas, que en el folletín hace de marido, está en Bolivia y como es un tipo prudente no se acerca a Tucumán. El cura Jacinto Carrasco, que escribe la primera noticia, le inventa una separación para no manchar la memoria del amante perfecto. Cuando Dolores queda embarazada, Belgrano mueve cielo y tierra para ubicar a Rivas y protegerlo de las razones de Estado que ponen su vida en peligro.
Carta a Pueyrredón: "Repugna a mis principios arrebatar las propiedades y jamás entraré en semejante idea, por consiguiente nos veremos expuestos a no tener qué dar de comer al ejército (...) La desnudez no tiene límites: hay hombres que llevan sus fornituras sobre sus carnes y para gloria de la Nación hemos visto visto desnudarse de un triste poncho a algunos que los cubría para resguardar sus armas del agua". Se acorta el tiempo para Belgrano, pero todavía le quedan algunos disgustos por sufrir. En 1819 la Revolución ya es una parodia y todo se le escapa de las manos: la mujer que le niegan y el ejército que se le subleva. "De resultas de la Revolución se vio abandonado de todos; nadie lo visitaba, todos se retraían de hacerlo", cuenta su amigo Celedonio Balbín. El gobierno lo manda a Santa Fe y el 4 de mayo de 1819 nace la hija, Manuela Mónica. En agosto, Belgrano se siente morir y vuelve a Tucumán para reconocerla como suya. Llega en camilla, echando espuma por la boca y agarrotado por los calambres. Temeroso de nuevas calamidades, un capitán de nombre Abraham González subleva a la tropa, insulta y maltrata al propio general. Es el fin: con la plata que le presta Balbín, emprende el último viaje. lo acompañan su médico, un capellán y el padre de Dolores: "Cuando llegaban a una posta lo bajaban cargado y lo conducían a la cama". Es tal el odio que los provincianos alzados en armas profesan a los porteños, que el viaje es una odisea. Cuenta Balbín: "Al llegar al campo de Cepeda, a pocos meses de la batalla, en el patio de la posta donde pasé me encontré con dieciocho a veintidós cadáveres en esqueletos tirados al pie de un árbol pues muchos cerdos y millones de ratones que había en la casa se habían mantenido y mantenían aún con los restos. Al ver yo aquel espectáculo tan horroroso fui al cuarto del maestro de posta al que encontré en cama con una enfermedad de asma que lo ahogaba. Le pedí mandase a sus peones que hicieran una zanja y enterrasen aquellos restos, quitando de la vista aquel horrible cuadro y me contesta no haré tal cosa, me recreo con verlos pues son porteños. A una contestación tan convincente no tuve qué replicar y me retiré al momento con el corazón oprimido".
El 20 de junio de 1820, mientras los caudillos del interior entran en Buenos aires, el hombre fuerte de la Revolución se muere olvidado, lejos de sus amores prohibidos.



*de Osvaldo Soriano.
"Cuentos de los años Felices" Editorial Sudamericana. Bs. As. edición de 1994.








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