martes, febrero 17, 2009

NÓMADES CONTRAPUNTOS BORDADOS DEL DESEO, VIAJAN...



*ILUSTRACIÓN DE RAY RESPALL ROJAS.


Mascara le decían como apodo*


El calor y el sol del verano no impedían que, con sus noventa años, la corriente de los tilos transportara su silueta delicadamente delgada por la vereda. Su pelo ralo, resignaba ver su cráneo con las suturas del parietal y frontal más bordadas y aumentadas por la edad avanzada. Los huesos de su cuerpo, casi como en una radiografía de última generación, meneaban en una extraordinaria cadena engarzada por plumas de cristales fosforescentes. Su piel tenía las imperfecciones lógicas de sus fechorías, aventuras y recuerdos.
En realidad caminaba a unos centímetros del piso.

Hoy confiesa con la simpleza de la sabiduría
Que no pensaba que su vida
Sería tan larga.



*Para mascara de Azul. azulaki@hotmail.com
15/2/2009





NÓMADES CONTRAPUNTOS BORDADOS DEL DESEO, VIAJAN...





La agenda*


Apuntaba cada una de las cosas que debía hacer en aquella agenda electrónica que se había comprado. Ella siempre fue una mujer tremendamente organizada, pero desde que adquirió esta memoria virtual, la planificación era exacerbarte. Lo planificaba todo, lo controlaba todo y lo sabía.

La miré desde el sillón, con los ojos entornados, preguntándome como me había enamorado de ella. Un desorganizado como yo, un improvisador nato al lado de una mujer tan metódica. La quería, no había duda, pero saber que el día 14 a las 13 hs. teníamos la comida de nuestro aniversario, que a las 18 hs.
un rato de cama, a las... eso era un "sin vivir".

Me di la vuelta mientras decía para mi: No puedo seguir así. ¿Cuando podré dejar de amarte?. Ella, a mi espalda lo oyó, y consultando su agenda me respondió ¿Qué tal el viernes 16 a la 20,30 hs.?




*de Joan Mateu joan@cimat.es






Caminos*


Entre aromas y flores en relieve

para la suntuosidad del tacto.

En el azul que abre las manos del mar,

nómades contrapuntos bordados del deseo, viajan



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar





Ómnibus*


*De Julio Cortázar



-Si le viene bien, tráigame El Hogar cuando vuelva -pidió la señora Roberta, reclinándose en el sillón para la siesta. Clara ordenaba las medicinas en la mesita de ruedas, recorría la habitación con una mirada precisa. No faltaba nada, la niña Matilde se quedaría cuidando a la señora Roberta, la mucama estaba al corriente de lo necesario. Ahora podía salir, con toda la tarde del sábado para ella sola, su amiga Ana esperándola para charlar, el té dulcísimo a las cinco y media, la radio y los chocolates.
A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones sobre su cabeza, y la torre florentina de San Juan María Vianney le pareció más roja contra el cielo sin nubes, alto hasta dar vértigo. Pasó don Luis, el relojero, y la saludó apreciativo, como si alabara su figura prolija, los zapatos que la hacían más esbelta, su cuellito blanco sobre la blusa crema. Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.
Buscando las monedas en el bolso lleno de cosas, se demoró en pagar el boleto. El guarda esperaba con cara de pocos amigos, retacón y compadre sobre sus piernas combadas, canchero para aguantar los virajes y las frenadas. Dos veces le dijo Clara: "De quince", sin que el tipo le sacara los ojos de encima, como extrañado de algo. Después le dio el boleto rosado, y Clara se acordó de un verso de infancia, algo como: "Marca, marca, boletero, un boleto azul orosa; canta, canta alguna cosa, mientras cuentas el dinero." Sonriendo para ella buscó asiento hacia el fondo, halló vacío el que correspondía a Puerta de Emergencia, y se instaló con el menudo placer de propietario que siempre da el lado de la ventanilla. Entonces vio que el guarda la seguía mirando. Y en la esquina del puente de Avenida San Martín,
antes de virar, el conductor se dio vuelta y también la miró, con trabajo por la distancia pero buscando hasta distinguirla muy hundida en su asiento.
Era un rubio huesudo con cara de hambre, que cambió unas palabras con el guarda, los dos miraron a Clara, se miraron entre ellos, el ómnibus dio un salto y se metió por Chorroarín a toda carrera.
"Par de estúpidos", pensó Clara entre halagada y nerviosa. Ocupada en guardar su boleto en el monedero, observó de reojo a la señora del gran ramo de claveles que viajaba en el asiento de adelante. Entonces la señora la miró a ella, por sobre el ramo se dio vuelta y la miró dulcemente como una vaca sobre un cerco, y Clara sacó un espejito y estuvo en seguida absorta en el estudio de sus labios y sus cejas. Sentía ya en la nuca una impresión desagradable; la sospecha de otra impertinencia la hizo darse vuelta con rapidez, enojada de veras. A dos centímetros de su cara estaban los ojos de un viejo de cuello duro, con un ramo de margaritas componiendo un olor casi nauseabundo. En el fondo del ómnibus, instalados en el largo asiento verde, todos los pasajeros miraron hacia Clara, parecían criticar alguna cosa en Clara que sostuvo sus miradas con un esfuerzo creciente, sintiendo que cada vez era más difícil, no por la coincidencia de los ojos en ella ni por los ramos que llevaban los pasajeros; más bien porque había esperado un desenlace amable, una razón de risa como tener un tizne en la nariz (pero no lo tenía); y sobre su comienzo de risa se posaban helándola esas miradas atentas y continuas, como si los ramos la estuvieran mirando.
Súbitamente inquieta, dejó resbalar un poco el cuerpo, fijó los ojos en el estropeado respaldo delantero, examinando la palanca de la puerta de emergencia y su inscripción Para abrir la puerta TIRE LA MANIJA hacia adentro y levántese, considerando las letras una a una sin alcanzar a reunirlas en palabras. Lograba así una zona de seguridad, una tregua donde pensar. Es natural que los pasajeros miren al que recién asciende, está bien que la gente lleve ramos si va a Chacarita, y está casi bien que todos en el ómnibus tengan ramos. Pasaban delante del hospital Alvear, y del lado de Clara se tendían los baldíos en cuyo extremo lejano se levanta la Estrella, zona de charcos sucios, caballos amarillos con pedazos de sogas colgándoles del pescuezo. A Clara le costaba apartarse de un paisaje que el brillo duro del sol no alcanzaba a alegrar, y apenas si una vez y otra se atrevía a dirigir una ojeada rápida al interior del coche. Rosas rojas y calas, más lejos gladiolos horribles, como machucados y sucios, color rosa vieja con manchas lívidas. El señor de la tercera ventanilla (la estaba mirando, ahora no, ahora de nuevo) llevaba claveles casi negros apretados en una sola masa casi continua, como una piel rugosa. Las dos muchachitas de nariz cruel que se sentaban adelante en uno de los asientos laterales, sostenían entre ambas el ramo de los pobres, crisantemos y dalias, pero ellas no eran pobres, iban vestidas con saquitos bien cortados, faldas tableadas, medias blancas tres cuartos, y miraban a Clara con altanería. Quiso hacerles bajar los ojos, mocosas insolentes, pero eran cuatro pupilas fijas y también el guarda, el
señor de los claveles, el calor en la nuca por toda esa gente de atrás, el viejo del cuello duro tan cerca, los jóvenes del asiento posterior, la Paternal: boletos de Cuenca terminan.
Nadie bajaba. El hombre ascendió ágilmente, enfrentando al guarda que lo esperaba a medio coche mirándole las manos. El hombre tenía veinte centavos en la derecha y con la otra se alisaba el saco. Esperó, ajeno al escrutinio. "De quince", oyó Clara. Como ella: de quince. Pero el guarda no cortaba el boleto, seguía mirando al hombre que al final se dio cuenta y le hizo un gesto de impaciencia cordial: "Le dije de quince." Tomó el boleto y esperó el vuelto. Antes de recibirlo, ya se había deslizado livianamente en un asiento vacío al lado del señor de los claveles. El guarda le dio los cinco centavos, lo miró otro poco, desde arriba, como si le examinara la cabeza; él ni se daba cuenta, absorto en la contemplación de los negros claveles. El señor lo observaba, una o dos veces lo miró rápido y el se puso
a devolverle la mirada; los dos movían la cabeza casi a la vez, pero sin provocación, nada más que mirándose. Clara seguía furiosa con las chicas de adelante, que la miraban un rato largo y después al nuevo pasajero; hubo un momento, cuando el 168 empezaba su carrera pegado al paredón de Chacarita,
en que todos los pasajeros estaban mirando al hombre y también a Clara, sólo que ya no la miraban directamente porque les interesaba más el recién llegado, pero era como si la incluyeran en su mirada, unieran a los dos en la misma observación. Qué cosa estúpida esa gente, porque hasta las mocosas no eran tan chicas, cada uno con su ramo y ocupaciones por delante, y portándose con esa grosería. Le hubiera gustado prevenir al otro pasajero, una oscura fraternidad sin razones crecía en Clara. Decirle: "Usted y yo sacamos boleto de quince", como si eso los acercara. Tocarle el brazo, aconsejarle: "No se dé por aludido, son unos impertinentes, metidos ahí detrás de las flores como zonzos." Le hubiera gustado que él viniera a sentarse a su lado, pero el muchacho -en realidad era joven, aunque tenía marcas duras en la cara- se había dejado caer en el primer asiento libre que tuvo a su alcance. Con un gesto entre divertido y azorado se empeñaba en devolver la mirada del guarda, de las dos chicas, de la señora con los
gladiolos; y ahora el señor de los claveles rojos tenía vuelta la cabeza hacia atrás y miraba a Clara, la miraba inexpresivamente, con una blandura opaca y flotante de piedra pómez. Clara le respondía obstinada, sintiéndose como hueca; le venían ganas de bajarse (pero esa calle, a esa altura, y total por nada, por no tener un ramo); notó que el muchacho parecía inquieto, miraba a un lado y al otro, después hacia atrás, y se quedaba sorprendido al ver a los cuatro pasajeros del asiento posterior y al anciano
del cuello duro con las margaritas. Sus ojos pasaron por el rostro de Clara, deteniéndose un segundo en su boca, en su mentón; de adelante tiraban las miradas del guarda y las dos chiquilinas, de la señora de los gladiolos, hasta que el muchacho se dio vuelta para mirarlos como aflojando. Clara midió su acoso de minutos antes por el que ahora inquietaba al pasajero. "Y el pobre con las manos vacías", pensó absurdamente. Le encontraba algo de indefenso, solo con sus ojos para parar aquel fuego frío cayéndole de todas partes.
Sin detenerse el 168 entró en las dos curvas que dan acceso a la explanada frente al peristillo del cementerio. Las muchachitas vinieron por el pasillo y se instalaron en la puerta de salida; detrás se alinearon las margaritas, los gladiolos, las calas. Atrás había un grupo confuso y las flores olían para Clara, quietita en su ventanilla pero tan aliviada al ver cuántos se bajaban, lo bien que se viajaría en el otro tramo. Los claveles negros aparecieron en lo alto, el pasajero se había parado para dejar salir
a los claveles negros, y quedó ladeado, metido a medias en un asiento vacío delante del de Clara. Era un lindo muchacho sencillo y franco, tal vez un dependiente de farmacia, o un tenedor de libros, o un constructor. El ómnibus se detuvo suavemente, y la puerta hizo un bufido al abrirse. El muchacho esperó a que bajara la gente para elegir a gusto un asiento, mientras Clara participaba de su paciente espera y urgía con el deseo a los gladiolos y a las rosas para que bajasen de una vez. Ya la puerta abierta y
todos en fila, mirándola y mirando al pasajero, sin bajar, mirándolos entre los ramos que se agitaban como si hubiera viento, un viento de debajo de la tierra que moviera las raíces de las plantas y agitara en bloque los ramos.
Salieron las calas, los claveles rojos, los hombres de atrás con sus ramos, las dos chicas, el viejo de las margaritas. Quedaron ellos dos solos y el 168 pareció de golpe más pequeño, más gris, más bonito. Clara encontró bien y casi necesario que el pasajero se sentara a su lado, aunque tenía todo el ómnibus para elegir. Él se sentó y los dos bajaron la cabeza y se miraron las manos. Estaban ahí, eran simplemente manos; nada más.
-¡Chacarita!- gritó el guarda.
Clara y el pasajero contestaron su urgida mirada con una simple fórmula: "Tenemos boletos de quince." La pensaron tan sólo, y era suficiente.
La puerta seguía abierta. El guarda se les acercó.
-Chacarita -dijo, casi explicativamente.
El pasajero ni lo miraba, pero Clara le tuvo lástima.
-Voy a Retiro -dijo, y le mostró el boleto. Marca marca boletero un boleto azul o rosa. El conductor estaba casi salido del asiento, mirándolos; el guarda se volvió indeciso, hizo una seña. Bufó la puerta trasera (nadie había subido adelante) y el 168 tomó velocidad con bandazos coléricos, liviano y suelto en una carrera que puso plomo en el estómago de Clara. Al lado del conductor, el guarda se tenía ahora del barrote cromado y los miraba profundamente. Ellos le devolvían la mirada, se estuvieron así hasta
la curva de entrada a Dorrego. Después Clara sintió que el muchacho posaba despacio una mano en la suya, como aprovechando que no podían verlo desde adelante. Era una mano suave, muy tibia, y ella no retiró la suya pero la fue moviendo despacio hasta llevarla más al extremo del muslo, casi sobre la
rodilla. Un viento de velocidad envolvía al ómnibus en plena marcha.
-Tanta gente -dijo él, casi sin vos-. Y de golpe se bajan todos.
-Llevaban flores a la Chacarita -dijo Clara-. Los sábados va mucha gente a los cementerios.
-Sí, pero...
-Un poco raro era, sí. ¿Usted se fijó...?
-Sí -dijo él, casi cerrándole el paso-. Y a usted le pasó igual, me di cuenta.
-Es raro. Pero ahora ya no sube nadie.
El coche frenó brutalmente, barrera del Central Argentino. Se dejaron ir hacia adelante, aliviados por el salto a una sorpresa, a un sacudón. El coche temblaba como un cuerpo enorme.
-Yo voy a Retiro -dijo Clara.
-Yo también.
El guarda no se había movido, ahora hablaba iracundo con el conductor.
Vieron (sin querer reconocer que estaban atentos a la escena) cómo el conductor abandonaba su asiento y venía por el pasillo hacia ellos, con el guarda copiándole los pasos. Clara notó que los dos miraban al muchacho y que éste se ponía rigido, como reuniendo fuerzas; le temblaron las piernas, el hombro que se apoyaba en el suyo. Entonces aulló horriblemente una locomotora a toda carrera, un humo negro cubrió el sol. El fragor del rápido tapaba las palabras que debía estar diciendo el conductor; a dos asientos
del de ellos se detuvo, agachándose como quien va a saltar. el guarda lo contuvo prendiéndole una mano en el hombro, le señaló imperioso las barreras que ya se alzaban mientras el último vagón pasaba con un estrépito de hierros. El conductor apretó los labios y se volvió corriendo a su puesto; con un salto de rabia el 168 encaró las vías, la pendiente opuesta.
El muchacho aflojó el cuerpo y se dejó resbalar suavemente.
-Nunca me pasó una cosa así -dijo, como hablándose.
Clara quería llorar. Y el llanto esperaba ahí, disponible pero inútil. Sin siquiera pensarlo tenía conciencia de que todo estaba bien, que viajaba en un 168 vacío aparte de otro pasajero, y que toda protesta contra ese orden podía resolverse tirando de la campanilla y descendiendo en la primera
esquina. Pero todo estaba bien así; lo único que sobraba era la idea de bajarse, de apartar esa mano que de nuevo había apretado la suya.
-Tengo miedo -dijo, sencillamente-. Si por lo menos me hubiera puesto unas violetas en la blusa.
Él la miró, miró su blusa lisa.
-A mí a veces me gusta llevar un jazmín del país en la solapa -dijo-. Hoy salí apurado y ni me fijé.
-Qué lástima. Pero en realidad nosotros vamos a Retiro.
-Seguro, vamos a Retiro.
Era un diálogo, un diálogo. Cuidar de él, alimentarlo.
-¿No se podría levantar un poco la ventanilla? Me ahogo aquí adentro.
Él la miró sorprendido, porque más bien sentía frío. El guarda los observaba de reojo, hablando con el conductor; el 168 no había vuelto a detenerse después de la barrera y daban ya la vuelta a Cánning y Santa Fe.
-Este asiento tiene ventanilla fija -dijo él-. Usted ve que es el único asiento del coche que viene así, por la puerta de emergencia.
-Ah -dijo Clara.
-Nos podíamos pasar a otro.
-No, no. -Le apretó los dedos, deteniendo su moviento de levantarse.- Cuanto menos nos movamos mejor.
-Bueno, pero podríamos levantar la ventanilla de adelante.
-No, por favor no.
Él esperó, pensando que Clara iba a agregar algo, pero ella se hizo más pequeña en el asiento. Ahora lo miraba de lleno para escapar a la atracción de allá adelante, de esa cólera que les llegaba como un silencio o un calor.
El pasajero puso la otra mano sobre la rodilla de Clara, y ella acercó la suya y ambos se comunicaron oscuramente por los dedos, por el tibio acariciarse de las palmas.
-A veces una es tan descuidada -dijo tímidamente Clara-. Cree que lleva todo, y siempre olvida algo.
-Es que no sabíamos.
-Bueno, pero lo mismo. Me miraban, sobre todo esas chicas, y me sentí tan mal.
-Eran insoportabes -protestó él-. ¿Usted vio cómo se habían puesto de acuerdo para clavarnos los ojos?
-Al fin y al cabo el ramo era de crisantemos y dalias -dijo Clara-. Pero presumían lo mismo.
-Porque los otros les daban alas -afirmó él con irritación-. El viejo de mi asiento con sus claveles apelmazados, con esa cara de pájaro. A los que no vi bien fue a los de atrás. ¿Usted cree que todos...?
-Todos -dijo Clara-. Los ví apenas había subido. Yo subí en Nogoyá y Avenida San Martín, y casi en seguida me di vuelta y vi que todos, todos...
-Menos mal que se bajaron.
Pueyrredón, frenada en seco. Un policía moreno se habría en cruz acusándose de algo en su alto quiosco. El conductor salió del asiento como deslizándose, el guarda quiso sujetarlo de la manga, pero se soltó con violencia y vino por el pasillo, mirándolos alternadamente, encogido y con los labios húmedos, parapadeando. "¡Ahí da paso!", gritó el guarda con una voz rara. Diez bocinas ladraban en la cola del ómnibus, y el conductor corrió afligido a su asiento. El guarda le habló al oído, dándose vuelta a
cada momento para mirarlos.
-Si no estuviera usted... -murmuró Clara-. Yo creo que si no estuviera usted me habría animado a bajarme.
-Pero usted va a Retiro -dijo él, con alguna sorpresa.
-Sí, tengo que hacer una visita. No importa, me hubiera bajado igual.
-Yo saqué boleto de quince -dijo él - Hasta Retiro.
-Yo también. Lo malo es que si una se baja, después hasta que viene otro coche...
-Claro, y además a lo mejor está completo.
-A lo mejor. Se viaja tan mal, ahora. ¿Usted ha visto los subtes?
-Algo increíble. Cansa más el viaje que el empleo.
Un aire verde y claro flotaba en el coche, vieron el rosa viejo del Museo, la nueva Facultad de Derecho, y el 168 aceleró todavía más en Leandro N. Alem, como rabioso por llegar. Dos veces lo detuvo algún polícia de tráfico, y dos veces quiso el conductor tirarse contra ellos; a la segunda, el guarda se le puso por delante negándose con rabia, como si le doliera.
Clara sentía subírsele las rodillas hasta el pecho, y las manos de su compañero la desertaron bruscamente y se cubrieron de huesos salientes, de venas rígidas. Clara no había visto jamás el paso viril de la mano al puño, contempló esos objetos macizos con una humilde confianza casi perdida bajo el terror. Y hablaban todo el tiempo de los viajes, de las colas que hay que hacer en Plaza de Mayo, de la grosería de la gente, de la paciencia. Después callaron, mirando el paredón ferroviario, y su compañero sacó la billetera, la estuvo revisando muy serio, temblándole un poco los dedos.
-Falta apenas -dijo clara, enderezándose-. Ya llegamos.
-Sí. Mire, cuando doble en Retiro, nos levantamos rápido para bajar.
-Bueno. Cuando esté al lado de la plaza.
-Eso es. La parada queda más acá de la torre de los Ingleses. Usted baja primero.
-Oh, es lo mismo.
-No, yo me quedaré atrás por cualquier cosa. Apenas doblemos yo me paro y le doy paso. Usted tiene que levantarse rápido y bajar un escalón de la puerta; entonces yo me pongo atrás.
-Bueno, gracias -dijo Clara mirándolo emocionada, y se concentraron en el plan, estudiando la ubicación de sus piernas, los espacios a cubrir. Vieron que el 168 tendría paso libre en la esquina de la plaza; temblándole los vidrios y a punto de embestir el cordón de la plaza, tomó el viraje a toda carrera. El pasajero saltó del asiento hacia adelante, y detrás de él pasó veloz Clara, tirándose escalón abajo mientras él se volvía y la ocultaba con su cuerpo. Clara miraba la puerta, las tiras de goma negra y los rectángulos de sucio vidrio; no quería ver otra cosa y temblaba horriblemente. Sintió en el pelo el jadeo de su compañero, los arrojó a un lado la frenada brutal, y en el mismo momento en que la puerta se abría el conductor corrió por el pasillo con las manos tendidas. Clara saltaba ya a la plaza, y cuando se volvió su compañero saltaba también y la puerta bufó al cerrarse. Las gomas negras apresaron una mano del conductor, sus dedos rígidos y blancos. Clara vio a través de las ventanillas que el guarda se había echado sobre el volante para alcanzar la palanca que cerraba la puerta.
Él la tomó del brazo y caminaron rápidamente por la plaza llena de chicos y vendedores de helados. No se dijeron nada, pero temblaban como de felicidad y sin mirarse. Clara se dejaba guiar, notando vagamente el césped, los canteros, oliendo un aire de río que crecía de frente. El florista estaba a un lado de la plaza, y él fue a pararse ante el canasto montado en caballetes y eligió dos ramos de pensamientos. Alcanzó uno a Clara, después le hizo tener los dos mientras sacaba la billetera y pagaba. Pero cuando siguieron andando (él no volvió a tomarla del brazo) cada uno llevaba su ramo, cada uno iba con el suyo y estaba contento.




*Fuente: http://www.literaberinto.com/CORTAZAR/omnibus.htm







Hermine, la mujer que ayudó a Anne Frank cumple 100 años*


Hermine Santrouschitz, conocida por su sobrenombre holandés “Miep”, fue una de las personas que ayudó a Ana Frank a esconderse de los nazis. Miep recibe miles de felicitaciones por su cumpleaños número 100.

Miep Gies es el último “ángel” sobreviviente de los cuatro que ayudaron a sobrevivir, por lo menos por un tiempo, a la familia Frank, pero también a los van Daan y a Fritz Pfeffer. Sus trágicas muertes en campos de concentración de la dictadura nacionalsocialista empero, no pudieron evitarlas.
Miep Gies era realmente de nacionalidad austriaca y nació el 15 de febrero de 1909 en Viena. Miep Gies es no sólo la última, sino la más célebre sobreviviente que ayudó a la familia de Ana Frank, según documentos de la Fundación Ana Frank en Ámsterdam, ciudad en aún vive y donde se desarrolló la tragedia de la persecución nazi a los judíos, demócratas, homosexuales, católicos y opositores, entre otros.

Gracias a Miep, el mundo conoció las penurias de Ana Frank

Miep Gies, celebró su cumpleaños "en una jornada tranquila, en el círculo familiar y con amigos" y quiere responder a todas las cartas y tarjetas recibidas, señaló una portavoz de la fundación.

En los años previos a la deportación de los Frank, Miep Gies proveía de alimentos a la familia, a pesar de estar arriesgando de esa manera su propia vida. Ese comportamiento le valió en años posteriores múltiples condecoraciones. Así todo, la propia Miep Gies siempre ha dicho: "No fui ninguna heroína. Para mí era lo más normal." Miep Gies estará "por siempre estrechamente ligada al diario de Ana", señaló la portavoz de la fundación.

Querida secretaria del papá de Ana

La misma Miep había crecido en la pobreza en la capital de Austria. De niña, su estado nutricional era tan crítico que sus padres aprovecharon un programa de ayuda infantil que ofrecía alimento y techo a niños europeos en Holanda. Así fue como la enviaron a Leiden en 1922. A la edad de 13 años, Hermine fue acogida entonces por una familia holandesa en donde “volvió a nacer” a la que quiso mucho.

Fue justamente esa familia la que le dio el sobrenombre de “Miep”. En el mismo año, Miep se mudó junto con su familia adoptiva a Ámsterdam. En 1933, el año en que Hitler subía al poder en Berlín, Miep se presentó a pedir trabajo a la empresa de la familia Frank. Otto, el papá de Ana, le ofreció el puesto de secretaria. Desde ahí se convirtieron en buenos amigos con Ana, su hermana Margot, así como con sus padres Edith y el mismo Otto, el jefe de Miep.

Declarada enemiga de la política de Adolfo Hitler

En los años posteriores y tras la invasión nacionalsocialista de Holanda en 1940, los nazis se convertirían en una creciente amenaza. Gies fue una decidida enemiga de la política hitleriana. Al negarse a entrar a un partido nazi para mujeres, éstos le quitaron su nacionalidad austriaca dándole tres meses de plazo para legalizar su estadía en Holanda. Cosa que logró casándose con Jan Gies, de quien lleva el nombre.
El 5 de julio de 1941, cuando Margot, la hermana de Ana, recibió la orden de los nazis de presentarse en uno de sus “campos de trabajo”, sabiendo que eso significaría la muerte segura, los Frank decidieron aceptar la oferta de Miep de esconderse en una pieza que daba al patio trasero de su casa en la Prinsengracht 263. Más tarde llegarían la familia van Pels y el dentista de Miep, Fritz Pfeffer.

Pan y cariño para los perseguidos

A lo largo de dos años, Miep Gies no sólo llevó alimento y lectura a los perseguidos, sino amistad y cariño, como relata Ana Frank en el diario que escribiera durante ese tiempo.
Pero el 4 de agosto de 1944 fueron descubiertos y apresados por la llamada “policía verde”. La misma Miep Gies logró evadir la captura convenciendo al comisario Karl Josef Silberbauer de que ella era, como él, también originaria de Viena. El comisario nazi no la aprehendió, pero le advirtió que le seguiría los pasos. Amenaza que no detuvo a Miep de ofrecerle una mordida si dejaba libres a las familias Frank y van Pels. “No estoy en capacidad de decidirlo” – Fue la respuesta del nazi austriaco en Holanda.
El mismo día de la captura de las familias y del dentista de Miep, ella recuperó sus pertenencias, entre las que se contaban el diario de Ana. Anotaciones que Miep le entregó después, en 1945, a Otto Frank, el único que regresó vivo de los campos de concentración a los que fueron deportados y en donde murieron.
Miep Gies enviudó en 1993. De su matrimonio le quedó un hijo, Paul. Hoy, Miep vive en Ámsterdam y “goza de plena salud física y mental”, como anuncia la Fundación Ana Frank. El diario de Ana Frank ha sido traducido a gran número de idiomas y es leído aún por millones de personas en todo el mundo.




*José Ospina Valencia / Agencias
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EL LARGO PASILLO*



El sacerdote partió dejando la absolución tras una señal de la cruz inscripta en el aire, Andrés no le prestó atención, mejor dicho no le creía, ya no creía ni el él ni en Dios porque toda su vida se había transformado en nada en un paulatino y prolongado avance del tiempo.
Comenzó a entonar una melodía rara, salida sólo de su cabeza y al poco rato le puso letra:
“Carceleros, carceleros,
títeres detrás de la reja...
Están presos. están presos...
Luego llegó el Oso, así había bautizado desde su llegada a ese guardián corpulento y hostil, de grandes manos siempre dispuestas a dar el golpe contundente; trajo ayuda, sabía que no podría encargarse solo de él aunque estuviera esposado.
Cuando la puerta de la celda se abrió Andrés dejó de cantar, sonrió con malicia cínica y terminó con una gran carcajada. Los ayudantes lo tomaron de los brazos y lo pusieron de pie.
- Llegó tu hora – dijo el Oso con satisfacción. ¡Por fin se libraría de él! Sus burlas cada vez que pasaba por el corredor lo irritaban, sobre todo porque no podía golpearlo.
Atravesar la reja fue para el reo como un descubrimiento, ya no recordaba cuánto tiempo había pasado desde que lo enclaustraron allí para comenzar a esperar que llegara ese día. El primer paso hacia fuera le produjo cierto mareo, como si una niebla espesa le impidiera ver a los que lo rodeaban; pero hubo un rostro que emergió de ella, aquel rostro despavorido que jadeaba mientras él oprimía con sus manos el blanco cuello y cuando dejó de gritar su pene gozo dentro de su joven vagina.
Tuvieron que forzarlo a caminar porque esa escena lo paralizó, volvió a cantar pero otro rostro emergió entre el vapor que por momentos invadió el pasillo; de ese cuello brotaba sangre a borbotones y él experimentaba placer al clavar el cuchillo una y otra vez. ¡Cuánto lo disfrutó!
Se negó a caminar, los guardias lo levantaron en vilo y el Oso colocó una de sus feroces trompadas a la altura de los riñones de Andrés. Su instinto rebelde calentó su sangre pero toda reacción se frustró dentro porque el afuera lo tenía encapsulado.
El pasillo se hizo largo, muy largo, un trayecto lleno de imágenes hostiles y de sangre.
- Te llegó la hora, hijo de puta. – La voz del Oso sonaba en eco. – Ya no vas a matar a nadie.
Andrés comenzó a cantar nuevamente y a insinuar pasos de baile, de tanto en tanto una carcajada vibraba en el aire.
- ¡Ni un signo de arrepentimiento, la puta que te parió! – exclamó uno de los guardines con repulsión y oprimió al máximo el brazo del reo.
El fin del corredor se acercaba y brillaba como si se prendiera fuego, pero Andrés cantaba
“Carceleros, carceleros,
títeres detrás de la reja...
Están presos, están presos...
De las distintas celdas surgían chillidos, los otros condenados golpeaban los barrotes de hierro.
La última puerta se abrió y allí estaba la silla a la que lo arrojaron, en la misma forma apretaron las ataduras. Ya no podía escapar, todos los arneses le fueron colocados mientras seguía cantando su estribillo irritante.
Como ocurría siempre, estos eventos eran presenciados por público, entrada libre y gratuita; los familiares de las víctimas mostraban gestos crispados, miedo de que algún llamado frustrara la sentencia.
Mira – dijo el Oso acercándose a su oído, - aquí están tus muertos ¿Los ves? Te van a tirar al infierno.
El hombre dejó de cantar, lo miró despavorido porque era cierto, a través de una crisis de pánico los veía sonreír.
El encargado de la máquina tenía la mano sobre el obturador de la corriente, un leve gesto del Oso dio la señal porque el teléfono no sonó.
Solo el cuerpo de Andrés tembló consumiendo su maldad.



*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar




*

Queridas amigas, apreciados amigos:


El domingo 15 de febrero de 2009 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor argentino Pablo Ingüe. Las poesías que leeremos pertenecen a Matilde Casazola (Bolivia) y la música de fondo será de Only Instrumental (Andes).
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!


Cordial saludo!

YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
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A-5020 Salzburg AUSTRIA
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Apreciadas amigas, queridos amigos,

El número 86 de nuestro Magazín Cultural Latinoamericano XICóATL "Estrella Errante", edición Enero/Marzo/2009, puede ser ya consultado en nuestra página en internet www.euroyage.org
bajo el link:

http://www.euroyage.org/es/xicoatl-86


CONTENIDO:

· ENSAYO: Onetti: la lección del maestro. Jorge Isaías.
· NARRATIVA: Los sin nombre. Amelia Arellano.
· - Cuentos cortos. Joan Mateu i Marti.
· POEMARIO: Poemas. Blanca Helena Muñoz de Escobar.
· AUSTRIA: Poemas. Wolfgang Kauer.


La edición impresa de XICóATL # 86 puede ser puede ser solicitada a YAGE por e-mail a la dirección euroyage@utanet.at al precio de 7.- Euros (incl. envío postal).


Cordial saludo,

YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur
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