lunes, marzo 09, 2009

SER SÓLO RACIMOS ENHEBRADOS DE LUCES Y SOMBRAS...




Voces*



Últimamente oigo voces. No me atrevo a decírselo a nadie, pero, sin ir más lejos, hace una hora, apoyado en la barra del Flamingo con una cerveza delante escuché una voz femenina que murmuraba algo. Me giré inmediatamente pero no había nadie.

Hace tres o cuatro días que me sucede y generalmente alrededor de las doce, pero quizás sea porque estoy influenciado por las historias esas de fantasmas. Sin embargo esta noche ha sido diferente, he entendido algunas palabras, algo así como: "mejor de día". "cansada de no tenerte"

Sé que es una voz femenina y que sus mensajes son más nítidos cuando la noche está más avanzada. En el semáforo de la Avenida Plumkier, sobre las 4 de la madrugada entendí perfectamente: "así nos volveremos a encontrar".

Ahora ya no tengo dudas, se trata de un espíritu que intenta comunicarse conmigo por lo que he decidido ir a ver al Padre Lucas, que fue mi confesor y amigo en la escuela.
¡El maldito cura no me ha hecho ni caso!. Quizás fue porque lo levanté de la cama a las tantas de la noche y eso le disgustó. Sin embargo al volver a subir al coche la voz susurró: "Ya está bien de." .
Cada vez tengo más miedo. He decidido ir a ver a un hipnotizador para que averigüe, mientras estoy en trance, quien quiere comunicarse conmigo.

Estoy desesperado. El hipnotizador de pacotilla me ha dicho que hay una sombra que me habla, pero que no entiende lo que dice. ¡Eso ya lo sabía yo!
¡no me hacía ninguna falta soltar veinte talegos para que me lo dijeran!

Llevo tres días sin salir. Bueno, eso es normal porque yo únicamente salgo de noche. Se me han acabado los días de juerga, no me atrevo a moverme de casa.

He cambiado de hábitos. Ahora salgo únicamente de día y doy largos paseos por el parque sobre todo a la hora del sol. Por fin oí la frase completa:
"Ya está bien de salir de noche. Es mejor de día porque estoy cansada de no tenerte. Sal de día y así nos volveremos a encontrar"
Sigo caminando, le hago un guiño a mi sombra seguro de que nunca más me separaré de ella, la pobre estaba cansada de que yo saliera todas las noches de farra y ella no pudiera salir.


*de Joan Mateu. joan@cimat.es






SER SÓLO RACIMOS ENHEBRADOS DE LUCES Y SOMBRAS...





Monologo de la Caperucita Rojiza*



Má me mandó a casa de mi abu para llevarle este pastel que esta chorreando sobre mi “yin”sus jugos. ¡Que pesada! Pero tengo que hacerle caso si no, me deja en penitencia sin encender la compu.
Y yo me muero, si no chateo con Juan Pablo me muero. En fin voy a apurarme porque este bosque se va poniendo oscuro.
¿ Que hace ese lobo con cara de baboso sentado en el camino? Por si acaso voy a llevar encendido el celu, no me gusta como me mira ¿y si se le ocurre atacarme? Mal le va a ir, tengo el cortaplumas listo. Flor de tajo se va a llevar.
Me parece que se dio cuenta de mi intención porque se las tomó.
Bueno, ya llego de la abuelita. Le voy a hacer una llamada por el celu así me abre la puerta.
¡Oh! ¡El lobo muerto en la vereda!¡Y con un tiro en la frente! Ya sé, la nona le acertó con la escopeta. ¡Idola! ¡Esa es mi abuela!


*De Elsa. elsahuf@yahoo.com.ar





Antesueños*


"¡Oh, Capitán! ¡Mi capitán!
Terminó nuestro espantoso viaje..."
Walt Whitman


Duermevela I

Y antes que me venza el sueño,
quiero registrar en mi alma olvidadiza
todo lo que más tarde
recordaré con nostalgia.


Duermevela II

Cuando ya comienzan
a desdibujarse las imágenes
y el sueño aparece
decidido a invadir mi alma,
hago este sólo y simple propósito:
no desvelarme por más mandatos
ni permisos
que el imperativo del amor.


Duermevela III

Quiero fundirme
en el sueño,
pero, ¡por favor,
no irrumpas en él!

Y, ¡por lo que más quieras,
no vayas a despertarme!


*de María Rosa León mrleon003@yahoo.com.ar





DE INCÓGNITO*



Es de tarde. El arrendatario del teatro no está a la vista. En el hall: nadie. Nadie en los baños. Nadie en la platea ni en los corredores. La salita es agradable, me siento en la última fila: alguien ensaya.
-¿Y?... ¿Qué hacemos?... Fuera de foco, ponéme en foco. Corrección a derecha, mucho fantasma -indica la pelirroja, único ser humano en el escenario.
-La música...
Queda como oyendo. Reparo en los grandes armazones rodeando el banquito en el centro, con la mujer allí sentada.
-Necesito corregirte más, llegar a mi Julita. Concienzuda como yo, vos.
Recta y vibrátil, vos. Una muchacha todalabios.
Súbitamente me caliento.
-El piensa que soy una maravillosa muchacha todalabios. Y una muchacha. Una sinuosa y dulce e inaceptante.
Doce armazones. Los que dan a proscenio y uno de los de foro, vacíos.
-El, soy yo confundida. Pero... ¿Qué él?... ¿Quién él?... Hablando sola cuando sé que me oyen, oyendo cuando no creen que los oigo; lastimada, sin ganas de comer. Comiendo sin saber que lo hago. Arrancándole pollo al pollo, pitando sin fumar. Y esto es hablar claro, Julita. Julita. Digo Julita
aunque y porque nadie me lo dirá. El me lo diría. Si yo creyera que él es él, me lo diría.
En uno de los armazones hay un banquito muy alegre.
-Necesitás oír lo que necesitás creer. ¡Sos una mujer, sos impune!... Oí esto, oí... esto, ¡oí!... ¡O... iiiiii... eeeessssssto, eeesssssssto! ¡Qué divino!...
¡Y pone una cara de orgasmazo la pelirroja!
-Soy una "moglie" ahora, Julita -mirando fijamente al banquito muy alegre-.
Con lo cual debo querer decirte algo. No sé, ni sé qué.
Yo tampoco, la verdad. Y eso que soy un tipo permeable.
-Que soy menos que un misterio, una concha. ¡¿Qué importa?!: mamá no está.
Mamá no está, o está lejos, o es lejos de mamá que somos menos un misterio.
Y se mata de risa la joven actriz. Me guardé hasta ahora de comentarles que en un armazón hay un mural con la susodicha sentada, perfectamente desnuda.
Brazos muy gruesos: lástima.
-¡Pero qué!... ¡Nadie me violó a mí, nunca me violó! -aduce "increpando" al armazón en el que se halla inserta una placa de metal opaco y estriado; yo diría: manchado; salpicado y oxidado.
-Sí, me gusta tanto como a él tu sonrisa, todos tus dientes, mirarte la piel de las mejillas y el mentón; dejarme comer una oreja tenue por esa boca que me quiere. Necesitaría que me quede tranquilo adentro que me quiere. Que el amor de él es para mí. Que él quiere poder sacarse su amor y dármelo. El
nunca te dirá Julita. El se explayará sobre "la malversación de María Julia", sobre "Julita malversada" -le habla al banquito muy alegre-. El te dirá "todo es inútil". El te dirá: "¿Yo soy inútil, entonces?" Oí... -dice; y canturrea lo que encomillo:- "Cuando eras, llena eras de mí".
En varios armazones hay espejos; uno, "deformante".
-Escribíle una carta que él no rompa antes de leerla.
Cuento: me la imagino con adorables arruguillas al borde de las comisuras.
-El se viste y se va. Y él todavía te da un beso. Se escapa así. Así. Vos aprovechás que él se olvida de vos, que él se duerme, y te vas.
Se toma un tiempo escrutando cada uno de los espejos. Me pregunto: ¿no se pondrá de pie, no se trasladará? Opino: soy imparcial: es atractiva.
-El no ha de desanudarse esta soga aromática, este lazo de caucho, Julita; que él no te dice Julita, Julita, porque vos no das lugar más que para vos diciéndote Julita; a él también le parece delicioso lo que oís y que lo acaricies por detrás y le busques las piernas y le des a oler tu corazón crudo, tu narciso.
Bueno, no está nada mal la metáfora. Me estoy acostumbrando a la calentura.
Reacomodo la verga, pobre: aherrojada.
-¿El de tarde o él de noche?... ¡A mí él de tarde y relámpagos, cuando me evaporiza, cuando me vampirea, cuando me transmigra, cuando no es posible regresar y le digo que no un segundo después, que no, que no, que no, que ya la última vez había sido, y que no, le digo y lo siento más, y él no cumple,
no cumple, no cumple y me posee hasta todas las edades!...
Se va a sentar en el banquito muy alegre.
-Y me posee, María Julia.
No dije cómo está vestida: short negro, descalza, una blusa fucsia pudiera ser, con la luz...; cuatro spots, uno con gelatina.
-Las pecas y el ombligo me posee. Me mastica. Percute y repercute: es una orquesta, una banda de dixieland. Julita de tarde no te conoce.
Infiero que quien replica ahora es el mismo personaje, adolescente.
¿Correcto?... ¡¿Estoy entendiendo algo, Dios mío?! Y aquí se pone ésta también con el "oí, oí, qué síncopa" y todo eso.
-Mamá me lleva al sol. No le importa. Le digo: "No quiero ir, mirá la espalda". "María Julia tiene una linda espalda, con huesos lindos y la piel suave." "Sí, pero éstas no se van." "Te quedan bien." "Vos lo decís, pero los muchachos se fijan." "Y les gusta. ¿Qué hay?" "Hay; porque no les gusta y yo no las quiero tener." "Se te metió en la cabeza." "Entonces, dejáme."
"Te dejo, ya sos grande." "¿Para qué?" No contesta. Mamá se va. Me lleva al sol. Tomo aire de mar. Mi mejor amiga, nada. Yo, leo; y estoy más preocupada por mamá que por los muchachos.
Largo el pelo de la mina. Naricita. Operada. Demasiado. Ansío ficharla desde la primera fila.
-¿Y usted? -pasándose al banquito del centro; mirándose en uno de los espejos-. Nunca me tome de la cintura. No cruce conmigo así. No me siga.
Camino ligero. "¿Me permite, preciosa, que intente ser su tobogán hacia usted?" Hasta ahí, bien. "¿O su sube y baja?" Chiste. Gracia inconfesable.
Estoy apurada, no me comprometa. Quédese en el coche y a pie. Estoy apurada.
Voy a...
Cejijunta, mira la placa de metal oxidado, etcétera.
-¿Y usted? ¡No se encare conmigo, puedo descontrolarme y huir hacia usted!
¡Que estoy soportando estar tiznada, y esta corona de cabello y azafrán, y el dale que dale, y el cansancio y el trajín y el sudor! Baje los ojos.
Mientras tanto, yo...
Sigue el delirio: ahora "enfrenta" al espejo "deformante". Pero es como si hubiera olvidado el parlamento. Mira a un espejo, mira a otro. Al mural:
-¿Toda se me ve desde esos ojos?
Echo un vistazo a la sala: nadie. Pene menguante. Mientras me distraigo.
-No lo van a conseguir, no lo consiguen, una mano me queda por allí, que intervenga toda; tres o cuatro ligamentos debajo de la cama, que toda participe; no, no, mis globos verán a otro, a otro más, otro paisaje, montada en bicicleta y no en vos, no me dejás pensar, ¡hijo de puta!... ¡Si te dije que no, te uso, hacéme lo que quieras! No, así no, al final te uso, dejáme monocorde, guacho, que yo no quiero ser un manso río, me duermo como una persiana, quién te pidió, que no me voy a quedar en manso río; eso es lo
que vos quisieras para gloria de tus espolones. ¡Yo me quiero morir, santificado sea mi nombre, María Julia!...
Estoy otra vez atento. Sí, es alta; calculo: en chinelas, como yo. Se va al otro banquito.
-Quiero...
Se va al otro banquito.
-¿A quién?
Se va al otro banquito.
-Yo paseaba en bicicleta con mi mejor amiga. Por las piernas, porque estiliza, endurece; andábamos mucho, estiliza, ella estudiaba, ella estudia todavía, mi amiga íntima, me suena raro...
Así yo, vanamente erecto, mientras ella se sienta en el otro banquito.
-Pero sólo te cuento que andaba en bicicleta. Que hice una vida sana, aunque el sol, que tuve contacto, aunque no fuera Julita para nadie.
Estallando:
-¡¿Y si a veces no me las arreglo?!...
Sonríe. Luego:
-¡¿De qué te reís?!
Pene reinicia su fase menguante: ¡este pene! Y aquí viene un jueguito donde la actriz (versión castellana de Meryl Streep y Faye Dunaway) cambia de banquito unas doscientas veces mientras se ríe a rajacincha con lágrimas y toses. Deseo aplaudir. O algo con ella. Me contengo. ¿Qué hago: me escabullo
y aparezco después, como si nada? ¿Acabó? Es decir: ¿habrá concluido?... No me contengo.



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar







Para entrar descalza*



En el país de las maravillas un círculo abierto deja ver irremediables, escondidas bellezas, algo de las delicias. Hay que sacarse los zapatos para entrar, abrirse a los sonidos y al silencio, a los roces, los gustos los espejos.

Hay que encontrar los ojos que hacen crecer como si fuera un golpe de viento, el lugar del cuerpo del otro que se completa con nuestra mirada.

Hay que tomar plumitas y rugosidades y conseguir que el otro cambie sólo con un pequeño roce, como lo hacen las especias con la comida.

Hay que frecuentar, mezclar, enervar los olores hasta que estallen.

Hay que dividir la piel en pequeñísimas islas de sentido y mandarlas al aire sin encuadres ni modas.

Hay que recordar al colibrí y a la flor cuando ya no se reconoce quién es quién, en esa orgía de azúcares escondidos.

Hay que subirse y bajarse de lo mórbido, desalentar los olvidos, nombrar, encolumnarse en la música , avanzar con lo suave de las cejas, hacerse un espacio en lo nómade, desligarse de las imágenes prestadas, adentrarse, descoserse, circular en espirales.

Hay que borrar el hay que, ser sólo racimos enhebrados de luces y sombras, de plenos y vacíos donde el tiempo se abre infinito y girar, girar, girar....



*de Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar






Wakefield*


*Nathaniel Hawthorne


Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre -llamémoslo Wakefield- que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco -sin una adecuada discriminación de las circunstancias- debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable
extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres. La pareja en cuestión vivía en Londres. El marido, bajo el pretexto de un viaje, dejó su casa, alquiló habitaciones en la calle siguiente y allí, sin que supieran de él la esposa o los amigos y sin que
hubiera ni sombra de razón para semejante autodestierro, vivió durante más de veinte años. En el transcurso de este tiempo todos los días contempló la casa y con frecuencia atisbó a la desamparada esposa. Y después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial cuando su muerte era dada ya por
cierta, su herencia había sido repartida y su nombre borrado de todas las memorias; cuando hacía tantísimo tiempo que su mujer se había resignado a una viudez otoñal -una noche él entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera sólo durante el día, y fue un amante esposo hasta la
muerte.
Este resumen es todo lo que recuerdo. Pero pienso que el incidente, aunque manifiesta una absoluta originalidad sin precedentes y es probable que jamás se repita, es de esos que despiertan las simpatías del género humano. Cada uno de nosotros sabe que, por su propia cuenta, no cometería semejante
locura; y, sin embargo, intuye que cualquier otro podría hacerlo. En mis meditaciones, por lo menos, este caso aparece insistentemente, asombrándome siempre y siempre acompañado por la sensación de que la historia tiene que ser verídica y por una idea general sobre el carácter de su héroe. Cuando quiera que un tema afecta la mente de modo tan forzoso, vale la pena destinar algún tiempo para pensar en él. A este respecto, el lector que así lo quiera puede entregarse a sus propias meditaciones. Mas si prefiere
divagar en mi compañía a lo largo de estos veinte años del capricho de Wakefield, le doy la bienvenida, confiando en que habrá un sentido latente y una moraleja, así no logremos descubrirlos, trazados pulcramente y condensados en la frase final. El pensamiento posee siempre su eficacia; y todo incidente llamativo, su enseñanza.
¿Qué clase de hombre era Wakefield? Somos libres de formarnos nuestra propia idea y darle su apellido. En ese entonces se encontraba en el meridiano de la vida. Sus sentimientos conyugales, nunca violentos, se habían ido serenando hasta tomar la forma de un cariño tranquilo y consuetudinario. De
todos los maridos, es posible que fuera el más constante, pues una especie de pereza mantenía en reposo a su corazón dondequiera que lo hubiera asentado. Era intelectual, pero no en forma activa. Su mente se perdía en largas y ociosas especulaciones que carecían de propósito o del vigor necesario para alcanzarlo. Sus pensamientos rara vez poseían suficientes ímpetus como para plasmarse en palabras. La imaginación, en el sentido correcto del vocablo, no figuraba entre las dotes de Wakefield. Dueño de un
corazón frío, pero no depravado o errabundo, y de una mente jamás afectada por la calentura de ideas turbulentas ni aturdida por la originalidad, ¿quién se hubiera imaginado que nuestro amigo habría de ganarse un lugar prominente entre los autores de proezas excéntricas? Si se hubiera preguntado a sus conocidos cuál era el hombre que con seguridad no haría hoy nada digno de recordarse mañana, habrían pensado en Wakefield. Únicamente su esposa del alma podría haber titubeado. Ella, sin haber analizado su carácter, era medio consciente de la existencia de un pasivo egoísmo, anquilosado en su mente inactiva; de una suerte de vanidad, su más incómodo atributo; de cierta tendencia a la astucia, la cual rara vez había producido efectos más positivos que el mantenimiento de secretos triviales que ni
valía la pena confesar; y, finalmente, de lo que ella llamaba "algo raro" en el buen hombre. Esta última cualidad es indefinible y puede que no exista.
Ahora imaginémonos a Wakefield despidiéndose de su mujer. Cae el crepúsculo en un día de octubre. Componen su equipaje un sobretodo deslustrado, un sombrero cubierto con un hule, botas altas, un paraguas en una mano y un maletín en la otra. Le ha comunicado a la señora de Wakefield que debe
partir en el coche nocturno para el campo. De buena gana ella le preguntaría por la duración y objetivo del viaje, por la fecha probable del regreso, pero, dándole gusto a su inofensivo amor por el misterio, se limita a interrogarlo con la mirada. Él le dice que de ningún modo lo espere en el coche de vuelta y que no se alarme si tarda tres o cuatro días, pero que en todo caso cuente con él para la cena el viernes por la noche. El propio Wakefield, tengámoslo presente, no sospecha lo que se viene. Le ofrece ambas
manos. Ella tiende las suyas y recibe el beso de partida a la manera rutinaria de un matrimonio de diez años. Y parte el señor Wakefield, en plena edad madura, casi resuelto a confundir a su mujer mediante una semana completa de ausencia. Cierra la puerta. Pero ella advierte que la entreabre de nuevo y percibe la cara del marido sonriendo a través de la abertura antes de esfumarse en un instante. De momento no le presta atención a este detalle. Pero, tiempo después, cuando lleva más años de viuda que de esposa, aquella sonrisa vuelve una y otra vez, y flota en todos sus recuerdos del semblante de Wakefield. En sus copiosas cavilaciones incorpora la sonrisa original en una multitud de fantasías que la hacen extraña y horrible. Por ejemplo, si se lo imagina en un ataúd, aquel gesto de despedida aparece
helado en sus facciones; o si lo sueña en el cielo, su alma bendita ostenta una sonrisa serena y astuta. Empero, gracias a ella, cuando todo el mundo se ha resignado a darlo ya por muerto, ella a veces duda que de veras sea viuda.
Pero quien nos incumbe es su marido. Tenemos que correr tras él por las calles, antes de que pierda la individualidad y se confunda en la gran masa de la vida londinense. En vano lo buscaríamos allí. Por tanto, sigámoslo pisando sus talones hasta que, después de dar algunas vueltas y rodeos superfluos, lo tengamos cómodamente instalado al pie de la chimenea en un pequeño alojamiento alquilado de antemano. Nuestro hombre se encuentra en la calle vecina y al final de su viaje. Difícilmente puede agradecerle a la buena suerte el haber llegado allí sin ser visto. Recuerda que en algún momento la muchedumbre lo detuvo precisamente bajo la luz de un farol encendido; que una vez sintió pasos que parecían seguir los suyos, claramente distinguibles entre el multitudinario pisoteo que lo rodeaba; y que luego escuchó una voz que gritaba a lo lejos y le pareció que pronunciaba su nombre. Sin duda alguna una docena de fisgones lo habían estado espiando y habían corrido a contárselo todo a su mujer. ¡Pobre Wakefield! ¡Qué poco sabes de tu propia insignificancia en este mundo inmenso! Ningún ojo mortal fuera del mío te ha seguido las huellas.
Acuéstate tranquilo, hombre necio; y en la mañana, si eres sabio, vuelve a tu casa y dile la verdad a la buena señora de Wakefield. No te alejes, ni siquiera por una corta semana, del lugar que ocupas en su casto corazón. Si por un momento te creyera muerto o perdido, o definitivamente separado de ella, para tu desdicha notarías un cambio irreversible en tu fiel esposa. Es peligroso abrir grietas en los afectos humanos. No porque rompan mucho a lo largo y ancho, sino porque se cierran con mucha rapidez.
Casi arrepentido de su travesura, o como quiera que se pueda llamar, Wakefield se acuesta temprano. Y, despertando después de un primer sueño, extiende los brazos en el amplio desierto solitario del desacostumbrado lecho.
-No -piensa, mientras se arropa en las cobijas-, no dormiré otra noche solo.
Por la mañana madruga más que de costumbre y se dispone a considerar lo que en realidad quiere hacer. Su modo de pensar es tan deshilvanado y vagaroso, que ha dado este paso con un propósito en mente, claro está, pero sin ser capaz de definirlo con suficiente nitidez para su propia reflexión. La
vaguedad del proyecto y el esfuerzo convulsivo con que se precipita a ejecutarlo son igualmente típicos de una persona débil de carácter. No obstante, Wakefield escudriña sus ideas tan minuciosamente como puede y descubre que está curioso por saber cómo marchan las cosas por su casa: cómo soportará su mujer ejemplar la viudez de una semana y, en resumen, cómo se afectará con su ausencia la reducida esfera de criaturas y de acontecimientos en la que él era objeto central. Una morbosa vanidad, por lo
tanto, está muy cerca del fondo del asunto. Pero, ¿cómo realizar sus intenciones? No, desde luego, quedándose encerrado en este confortable alojamiento donde, aunque durmió y despertó en la calle siguiente, está efectivamente tan lejos de casa como si hubiera rodado toda la noche en la diligencia. Sin embargo, si reapareciera echaría a perder todo el proyecto.
Con el pobre cerebro embrollado sin remedio por este dilema, al fin se atreve a salir, resuelto en parte a cruzar la bocacalle y echarle una mirada presurosa al domicilio desertado. La costumbre -pues es un hombre de costumbres- lo toma de la mano y lo conduce, sin que él se percate en lo más mínimo, hasta su propia puerta; y allí, en el momento decisivo, el roce de su pie contra el peldaño lo hace volver en sí. ¡Wakefield! ¿Adónde vas?
En ese preciso instante su destino viraba en redondo. Sin sospechar siquiera en la fatalidad a la que lo condena el primer paso atrás, parte de prisa, jadeando en una agitación que hasta la fecha nunca había sentido, y apenas sí se atreve a mirar atrás desde la esquina lejana. ¿Será que nadie lo ha visto? ¿No armarán un alboroto todos los de la casa -la recatada señora de Wakefield, la avispada sirvienta y el sucio pajecito- persiguiendo por las calles de Londres a su fugitivo amo y señor? ¡Escape milagroso! Cobra coraje para detenerse y mirar a la casa, pero lo desconcierta la sensación de un cambio en aquel edificio familiar, igual a las que nos afectan cuando, después de una separación de meses o años, volvemos a ver una colina o un lago o una obra de arte de los cuales éramos viejos amigos. ¡En los casos
ordinarios esta impresión indescriptible se debe a la comparación y al contraste entre nuestros recuerdos imperfectos y la realidad. En Wakefield, la magia de una sola noche ha operado una transformación similar, puesto que en este breve lapso ha padecido un gran cambio moral, aunque él no lo sabe.
Antes de marcharse del lugar alcanza a entrever la figura lejana de su esposa, que pasa por la ventana dirigiendo la cara hacia el extremo de la calle. El marrullero ingenuo parte despavorido, asustado de que sus ojos lo hayan distinguido entre un millar de átomos mortales como él. Contento se le pone el corazón, aunque el cerebro está algo confuso, cuando se ve junto a las brasas de la chimenea en su nuevo aposento.
Eso en cuanto al comienzo de este largo capricho. Después de la concepción inicial y de haberse activado el lerdo carácter de este hombre para ponerlo en práctica, todo el asunto sigue un curso natural. Podemos suponerlo, como resultado de profundas reflexiones, comprando una nueva peluca de pelo
rojizo y escogiendo diversas prendas del baúl de un ropavejero judío, de un estilo distinto al de su habitual traje marrón. Ya está hecho: Wakefield es otro hombre. Una vez establecido el nuevo sistema, un movimiento retrógrado hacia el antiguo sería casi tan difícil como el paso que lo colocó en esta
situación sin paralelo. Además, ahora lo está volviendo testarudo cierto resentimiento del que adolece a veces su carácter, en este caso motivado por la reacción incorrecta que, a su parecer, se ha producido en el corazón de la señora de Wakefield. No piensa regresar hasta que ella no esté medio muerta de miedo. Bueno, ella ha pasado dos o tres veces ante sus ojos, con un andar cada vez más agobiado, las mejillas más pálidas y más marcada de ansiedad la frente. A la tercera semana de su desaparición, divisa un heraldo del mal que entra en la casa bajo el perfil de un boticario. Al día siguiente la aldaba aparece envuelta en trapos que amortigüen el ruido. Al caer la noche llega el carruaje de un médico y deposita su empelucado y solemne cargamento a la puerta de la casa de Wakefield, de la cual emerge después de una visita de un cuarto de hora, anuncio acaso de un funeral.
¡Mujer querida! ¿Irá a morir? A estas alturas Wakefield se ha excitado hasta provocarse algo así como una efervescencia de los sentimientos, pero se mantiene alejado del lecho de su esposa, justificándose ante su conciencia con el argumento de que no debe ser molestada en semejante coyuntura. Si algo más lo detiene, él no lo sabe. En el transcurso de unas cuantas semanas ella se va recuperando. Ha pasado la crisis. Su corazón se siente triste, acaso, pero está tranquilo. Y, así el hombre regrese tarde o temprano, ya no arderá por él jamás. Estas ideas fulguran cual relámpagos en las nieblas de la mente de Wakefield y le hacen entrever que una brecha casi infranqueable se abre entre su apartamento de alquiler y su antiguo hogar.
-¡Pero si sólo está en la calle del lado! -se dice a veces.
¡Insensato! Está en otro mundo. Hasta ahora él ha aplazado el regreso de un día en particular a otro. En adelante, deja abierta la fecha precisa. Mañana no... probablemente la semana que viene... muy pronto. ¡Pobre hombre! Los muertos tienen casi tantas posibilidades de volver a visitar sus moradas terrestres como el autodesterrado Wakefield.
¡Ojalá yo tuviera que escribir un libro en lugar de un artículo de una docena de páginas! Entonces podría ilustrar cómo una influencia que escapa a nuestro control pone su poderosa mano en cada uno de nuestros actos y cómo urde con sus consecuencias un férreo tejido de necesidad. Wakefield está hechizado. Tenemos que dejarlo que ronde por su casa durante unos diez años sin cruzar el umbral ni una vez, y que le sea fiel a su mujer, con todo el afecto de que es capaz su corazón, mientras él poco a poco se va apagando en el de ella. Hace mucho, debemos subrayarlo, que perdió la noción de singularidad de su conducta.
Ahora contemplemos una escena. Entre el gentío de una calle de Londres distinguimos a un hombre entrado en años, con pocos rasgos característicos que atraigan la atención de un transeúnte descuidado, pero cuya figura ostenta, para quienes posean la destreza de leerla, la escritura de un destino poco común. Su frente estrecha y abatida está cubierta de profundas arrugas. Sus pequeños ojos apagados a veces vagan con recelo en derredor, pero más a menudo parecen mirar adentro. Agacha la cabeza y se mueve con un indescriptible sesgo en el andar, como si no quisiera mostrarse de frente entero al mundo. Obsérvelo el tiempo suficiente para comprobar lo que hemos descrito y estará de acuerdo con que las circunstancias, que con frecuencia producen hombres notables a partir de la obra ordinaria de la naturaleza, han producido aquí uno de estos. A continuación, dejando que prosiga furtivo por la acera, dirija su mirada en dirección opuesta, por donde una mujer de cierto porte, ya en el declive de la vida, se dirige a la iglesia con un libro de oraciones en la mano. Exhibe el plácido semblante de la viudez
establecida. Sus pesares o se han apagado o se han vuelto tan indispensables para su corazón que sería un mal trato cambiarlos por la dicha. Precisamente cuando el hombre enjuto y la mujer robusta van a cruzarse, se presenta un embotellamiento momentáneo que pone a las dos figuras en contacto directo.
Sus manos se tocan. El empuje de la muchedumbre presiona el pecho de ella contra el hombro del otro. Se encuentran cara a cara. Se miran a los ojos.
Tras diez años de separación, es así como Wakefield tropieza con su esposa.
Vuelve a fluir el río humano y se los lleva a cada uno por su lado. La grave viuda recupera el paso y sigue hacia la iglesia, pero en el atrio se detiene y lanza una mirada atónita a la calle. Sin embargo, pasa al interior mientras va abriendo el libro de oraciones. ¡Y el hombre! Con el rostro tan descompuesto que el Londres atareado y egoísta se detiene a verlo pasar, huye a sus habitaciones, cierra la puerta con cerrojo y se tira en la cama.
Los sentimientos que por años estuvieron latentes se desbordan y le confieren un vigor efímero a su mente endeble. La miserable anomalía de su vida se le revela de golpe. Y grita exaltado:
-¡Wakefield, Wakefield, estás loco!
Quizás lo estaba. De tal modo debía de haberse amoldado a la singularidad de su situación que, examinándolo con referencia a sus semejantes y a las tareas de la vida, no se podría afirmar que estuviera en su sano juicio. Se las había ingeniado (o, más bien, las cosas habían venido a parar en esto)
para separarse del mundo, hacerse humo, renunciar a su sitio y privilegios entre los vivos, sin que fuera admitido entre los muertos. La vida de un ermitaño no tiene paralelo con la suya. Seguía inmerso en el tráfago de la ciudad como en los viejos tiempos, pero las multitudes pasaban de largo sin advertirlo. Se encontraba -digámoslo en sentido figurado- a todas horas junto a su mujer y al pie del fuego, y sin embargo nunca podía sentir la tibieza del uno ni el amor de la otra. El insólito destino de Wakefield fue
el de conservar la cuota original de afectos humanos y verse todavía involucrado en los intereses de los hombres, mientras que había perdido su respectiva influencia sobre unos y otros. Sería un ejercicio muy curioso determinar los efectos de tales circunstancias sobre su corazón y su intelecto, tanto por separado como al unísono. No obstante, cambiado como estaba, rara vez era consciente de ello y más bien se consideraba el mismo de siempre. En verdad, a veces lo asaltaban vislumbres de la realidad, pero
sólo por momentos. Y aun así, insistía en decir "pronto regresaré", sin darse cuenta de que había pasado veinte años diciéndose lo mismo.
Imagino también que, mirando hacia el pasado, estos veinte años le parecerían apenas más largos que la semana por la que en un principio había proyectado su ausencia. Wakefield consideraría la aventura como poco más que un interludio en el tema principal de su existencia. Cuando, pasado otro ratito, juzgara que ya era hora de volver a entrar a su salón, su mujer aplaudiría de dicha al ver al veterano señor Wakefield. ¡Qué triste equivocación! Si el tiempo esperara hasta el final de nuestras locuras
favoritas, todos seríamos jóvenes hasta el día del juicio.
Cierta vez, pasados veinte años desde su desaparición, Wakefield se encuentra dando el paseo habitual hasta la residencia que sigue llamando suya. Es una borrascosa noche de otoño. Caen chubascos que golpetean en el pavimento y que escampan antes de que uno tenga tiempo de abrir el paraguas.
Deteniéndose cerca de la casa, Wakefield distingue a través de las ventanas de la sala del segundo piso el resplandor rojizo y oscilante y los destellos caprichosos de un confortable fuego. En el techo aparece la sombra grotesca de la buena señora de Wakefield. La gorra, la nariz, la barbilla y la gruesa
cintura dibujan una caricatura admirable que, además, baila al ritmo ascendiente y decreciente de las llamas, de un modo casi en exceso alegre para la sombra de una viuda entrada en años. En ese instante cae otro chaparrón que, dirigido por el viento inculto, pega de lleno contra el pecho y la cara de Wakefield. El frío otoñal le cala hasta la médula. ¿Va a quedarse parado en ese sitio, mojado y tiritando, cuando en su propio hogar arde un buen fuego que puede calentarlo, cuando su propia esposa correría a buscarle la chaqueta gris y los calzones que con seguridad conserva con esmero en el armario de la alcoba? ¡No! Wakefield no es tan tonto. Sube los escalones, con trabajo. Los veinte años pasados desde que los bajó le han entumecido las piernas, pero él no se da cuenta. ¡Detente, Wakefield! ¿Vas a
ir al único hogar que te queda? Pisa tu tumba, entonces. La puerta se abre.
Mientras entra, alcanzamos a echarle una mirada de despedida a su semblante y reconocemos la sonrisa de astucia que fuera precursora de la pequeña broma que desde entonces ha estado jugando a costa de su esposa. ¡Cuán despiadadamente se ha burlado de la pobre mujer! En fin, deseémosle a Wakefield buenas noches.
El suceso feliz -suponiendo que lo fuera- sólo puede haber ocurrido en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro amigo a través del umbral.
Nos ha dejado ya bastante sustento para la reflexión, una porción del cual puede prestar su sabiduría para una moraleja y tomar la forma de una imagen.
En la aparente confusión de nuestro mundo misterioso los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Como Wakefield,
se puede convertir, por así decirlo, en el Paria del Universo.



*Fuente: Ciudad Seva.
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/hawthor/wakefiel.htm





LA MUJER QUE TRABAJA*



La mujer que trabaja
no solo en el hogar,
sino también en la fábrica,
en la oficina, en el taller,
en la escuela, restaurante,
imprenta, en el transporte,
hospital, academia,
bar y tienda,
en el cultivo de la tierra
es la mujer de fuerte
corazón y brazo firme.


La mujer que trabaja
es rosa roja iluminada
bajo el cielo duro de la calle.
La mujer que trabaja
hace nuestro futuro cierto
y solidario, responsable,
y su palabra cumplida
es nuestro pan
y nuestro hogar.


La mujer que trabaja
es dueña y razón
de nuestra confianza.



*de Teresinka Pereira. tpereira@buckeye-express.com
-poeta brasileña radicada en Estados Unidos de Norteamérica.
-Enviado para compartir por Ruben Vedovaldi. rubenvedovaldi@netcoop.com.ar




Correo:




*


Al Señor Gobernador de la Provincia de Buenos Aires
D. Daniel O. Scioli

S/D

De mi consideración

Me dirijo a Ud a los fines de plantearle una necesidad urgente, que merece un tratamiento rápido y resolutivo.
Ya que este mes, se conmemora el "Dia Internacional de la Mujer", sería de suma relevancia, que se conozca la situación que padecen muchas mujeres bonaerenses, y se tomen medidas para cambiarla.

Solicito, la creación, o puesta nuevamente en funciones, de la Dirección de Derechos Humanos de la Municipalidad de Pte. Perón, y la restitución a mi cargo.

"Por Ordenanza 471/06 se crea en el ámbito del Departamento Ejecutivo la Dirección de Derechos Humanos del municipio de Pte. Perón, entra en funciones el 1 de noviembre de 2006, aprobándose solo un cargo el de director/a)".

Ese cargo fue ocupado por mi, y durante apenas 3 meses, fui la Directora de DDHH, del municipio de Pte. Perón, hasta que debido a la destitución del entonces intendente Aníbal Regueiro (actual intendente) fui despedida, en un claro acto de discriminación hacia mi persona (ya que un mes antes habia sido objeto de amenazas) y la Dirección disuelta.

Durante ese breve período, recibí un promedio de cuatro denuncias diarias sobre agresiones, maltrato, amenazas y violaciones, contra mujeres y madres adolescentes por parte de sus parejas, ex parejas etc.

Debido a la gravísima situación de riesgo en que viven muchas mujeres y sus hijos, en este municipio, junto a dos compañeras, hemos intentado dar asesoramiento a algunas de ellas, pues la mayoría aún no reciben atención ni contención de ningún tipo ( parece existir un desconocimiento total sobre esta situación crítica). Esto es, derivarlas a centros especializados, como ONGs, a secretaria de DDHH en La Plata, etc. Tarea que hemos realizado visitando barrios, desde un banco de plaza, y en la propia Plaza del centro de esta ciudad.

Por este motivo, y ya que se encuentra disuelta la Dir. de DDHH, en Pte. Perón, desearía tener una audiencia con Usted, señor Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, para presentarle toda la documentación que consta en mi poder y que respalda tal pedido, como así también las propuestas que
en su momento hemos preparado para el desarrollo de los proyectos: La creación de un "Refugio Transitorio para Mujeres víctimas de la violencia" y "Hogar de Madres en Tránsito".

Comprendo que sus compromisos de agenda deben ser muy importantes e impostergables, pero le solicito, por favor, me conceda a la brevedad dicha entrevista.
Tenga en cuenta que cada día que pasa, es un golpe o una amenaza más, hacia una mujer en este distrito.

Lo que sucede en Guernica, es muy grave, y es mi intención trabajar para comenzar a revertir esta situación de violencia y riesgo que sufren las mujeres, con la Promoción de los Derechos Humanos, la Prevención y la debida atención especializada a tal fin.

Gracias, espero que usted se encuentre bien, aprovecho para saludarlo respetuosamente.



*Clara Britos. clarabritos@yahoo.es
DNI 18579413
Periodista
Ex Dir. De Derechos Humanos de la Municipalidad de Pte. Perón.




*


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