martes, septiembre 22, 2009

HAY OTROS MUROS AHÍ AFUERA...


*



hoy hace quietud

(escucho una música que desentona con la lluvia)

hay otros muros ahí afuera

los indescifrables los imprescindibles

hoy hace agua

(un plato vacío en la cama, mis cigarrillos, Huerque Mapu)

ahi afuera hay otros

que no son muros (y saben que los nombro)

hoy hace pocas palabras de las que se dicen

y muchas de las que se escriben

(cuando era chica, muy, le robe el sacapuntas a un
compañero de la escuela -y todavía lo tengo-)

hoy hacen ganas de hacer otras cosas que escribir en este lugar

darle nombre a lo que tengo que no se llama

(hace poco tiempo prometimos regalarnos con amigos, léase regalarnos de hacernos regalos, y sentí una cosa tan grande, tan mía, como un amor raro por gente que no conozco tanto, que me sentí egoísta)

hoy hace cierta locura y nostalgia y felicidades pequeñas

(lo cierto, lo absolutamente cierto, es que cuando quise verte no te vi, y tenía preparado todo lo que te iba a decir, las posturas, las miradas, los sortilegios hechos la noche anterior)

no importa

ahi afuera hay una lluvia que me espera

y no le debo nada

ni sacapuntas, ni metáforas

ni muros, ni palabras



-A algunos de esos-



*De NATALIA GIGLIOTTI. nataliagigliotti@hotmail.com






HAY OTROS MUROS AHÍ AFUERA...






La señora denfrente*



La señora denfrente era muy gorda. O ancha, no sé. O el cuerpo le había ido creciendo desparejo por los esfuerzos de agacharse, levantar cosas pesadas, y dormir poco. Saludaba siempre y hablaba mucho y muy fuerte, con una voz aguda muy sudada que le marcaba las líneas del cuello y se sumaba a la obligación de abandonar su italiano precario y sustituirlo por un argentino bonaerense más precario aún.
Por la noche, tarde, yo volvía de estudiar o de noviar y veía la luz siempre encendida de la cocina.
Algo me hacía saber que ella estaba despierta y, no, que necesitaba iluminación para dormir.
No era de esas mujeres que tengan miedo alguno.
A la mañana temprano, yo tomaba el tren de las seis y diez para ir al trabajo y a la facultad.
Para ganarle a las doce cuadras que me separaban de la estación, salía de casa apenitas pasadas las cinco y media.
La luz de la cocina de la señora denfrente ya estaba encendida.
Alguna vez decidí demorarme sólo para no perderme ese pedazo de vida que todavía quedaba vivo y la escuché: ma, pero vení acá gayinnitta remolona ¿o te tenco que dar de comer alla bocca?
¿Vos no te mestarás poniendo tristona, no?, le decía a la rosa de un color que nunca pude saber exactamente cuál era, porque sólo ella lo tenía y nunca más volví a verlo.
Tomaba la flor desde el cáliz como cuando uno acaricia un hijo desde debajo de las orejas para que sienta todas las cosquillas y el estremecimiento que sube recorriendo toda la belleza y el calor, y le fabrica una sonrisa.
Desde en frente parecía sentirse el aroma de sus ensaladas y salsas con albahaca y oliva o el dulce de frutas que dedicaba a ese hijo, un poco mayor que yo, que se había encontrado con la epidemia de polio justo en el momento en que su cuerpecito salía a levantar un pie para darle impulso al otro. Y caminar.
No pudo hasta muy entraditos sus años.
Pero pudo gracias a una madre, la señora denfrente, que le puso vida a sus huesos, su mielina y su deseo.
Él, Juan Carlos, empezó a andar y a animarse, sin miedo, hijo propio de esa mujer.
A la nochecita, a esa hora de los bichitos de luz y las escondidas, yo la había escuchado: mirá cuanqui, ¡que se no te decá de codderr te cjuro que ti agarro e ti colgo!

Con mi hermana, que salía a fumar a escondidas convencida de adulterar el olor a pucho con Siete Brujas o Charlie de Revlon, nos reíamos, más cerca de la ternura que de la burla.
La señora denfrente contaba con todos los elementos que se requieren para que uno pueda burlarse, pero con ella era imposible.
La primavera emanaba música y colores en esa casa, pero no música envasada sino esa que nace de los acordes de los paraísos y los ciruelos, las gallinas y los pájaros que iban a comer a su patio.
Colores de la vida misma.
Del verano salía una sombra fresca que restituía la dignidad de las siestas e invitaba a despertar las madrugadas con olor a frutillas maduras y caca de gallina que se mezclaba con el arte hiperrealista en ese escenario incomparable.
El invierno de esa esquina inconmensurable rompía la pereza de cuando mami me pedía: ¿vas a buscar un par de huevos a lo de Nélida?
Yo, que estaba desparramada entre mis fantasías acompasada por Génesis o Pink Floyd, devanándome entre la culpa y el deber, con Los Miserables o Crimen y Castigo, y atizando los leños de la estufa de nonno, salía rauda hacia la casa de la señora denfrente, para empaparme de esa energía que le daba a la vida su verdadero significado.

-Vení que ti mostro ¿viste lo pimpoyyitto nuevo que le salieron al conejitto? Con este frío, è incredibbile. La culecca se me quiere ir, pero yo no la decco, mirála poveretta, mà pero eyya è l’allegría desta casa, no la puedo deccar ir así nomás.

Yo miraba como distraída hacia la mandarina y ella me llenaba una bolsa al instante.
Alguna vez me he olvidado los huevos y tuve que volver a ir, con timidez y torpeza, porque mi trofeo era volver con ese olor impregnado y esa bolsa que guardaba el enigma de la fuerza de vivir, y no con los mandados mandados.
Juan Carlos, el cuanqui, era todavía muy tímido pero se acercaba a veces, creo, a disfrutar de mi sonrisa llena de lágrimas que nunca pude aprender a evitar.




Había un marido allí. Un hombre taciturno y abnegado.
Conformaban una de esas parejas a las que uno no puede atribuirles sensualidad alguna, pero se los veía fuertes en eso de llevar una casa y la familia adelante.
El señor, el marido de la señora denfrente, le había dicho a mi madre una tarde, siendo yo muy pequeña: Lucy es muy noble, no conozco otra persona así.
Lucy era yo, en ese entonces, y me llenó de desconcierto esa expresión que no comprendía. Como un día de la fiesta de la primavera que me eligieron reina por unanimidad, y tampoco comprendí qué quería decir.
Asimilé con los años que la decisión había sido por una nimiedad, algo sin demasiada importancia que era difícil definir.
Mi autoestima nunca fue mi fuerte.


Transcurrieron años.
Yo me fui de allí, como se van todos los que creen que, para crecer, deben partir, parir, plantar y seguir partiendo.
Me fui.
Volví a volver cada vez que algún aniversario, vacación o festividad me acercaba a la cocina de mi madre y a ese mundo pulpo del que había necesitado desprenderme.

Miré de nuevo el patio de mi madre. Había también allí mucha vida que yo había distraído buscando originales sensaciones.
Qué cosa esa que la comida siempre parece más rica en la casa de otros… y uno queda, ante los anfitriones, como un subalimentado que se desenfrena por una milanesa como si hiciera meses que no come…

¿Será ese el origen de la envidia? ¿O será su consecuencia?

Cuando volví con otros años de sensaciones más encima que adentro, fue urgente buscar el aroma de la casa de la señora denfrente, pero no olía.
No olía a nada.
Los paraísos y los ciruelos seguían tañendo un ritmo cadencioso que abrazaba una ausencia inexplicable.
Mi madre, ocultada detrás de un puñado inefable de prejuicios tuvo que contármelo: La dejó ese pelotudo del marido y está trabajando en una parrilla como cocinera. Viene a la casa solamente un ratito a la siesta.
Mi pregunta, también pacata y retrógrada: ¿a esta edad? obtuvo la respuesta acorde: y… se le cruzó una porquería de mierda, una atorranta que le está sacando toda la plata… ese viejo verde…
Aquel que había tenido alguna vez el parámetro para calificar la nobleza se transformaba repentinamente en un pusilánime.
Mi ánimo perezoso concluyó repentinamente que esa sensualidad inexistente que me había parecido percibir de niña, lo había llevado a ese marido detrás de unas caderas ardientes y un cuerpo que no estaba deformado de agacharse y hacer fuerza.
Tal vez tuve flojera de pensar que en realidad los maridos siempre se van con otra y necesité encontrar una mirada aldeana que contrarrestara todas las contradicciones de la monogamia inventada por un sistema.
O, tal vez, vaya uno a saber qué mierda pasó, la cuestión es que la tristeza y el abandono habían inundado esa inmensa esquina sin gallinas culecas, sin pimpollos acariciados, y repleta de mandarinas caídas a la buena o a la mala de algún dios.

Aún así transcurrido el mal tiempo, y gracias a que la jubilación en esta perversa sistematización de nuestro deseo, llega, no por júbilo sino por vejez y desgaste, el patio volvió a habitar la vida de la señora denfrente.
Me llamaba, al veme llegar con mi prole, de visita a los nonnos, para regalarme ropita tejida por ella con rezagos que heredaba de sobrantes del mismo perverso sistema. Me narraba las peripecias de una batita o una mañanita que tejía para una especie de asilo al que, también, iba a cocinar solidariamente cuatro veces por semana.
Las mandarinas y los conejitos resucitaron al compás de las rosas y los capullos de gusano, las gatas peludas y los bichos canasto.
Todo convivía en ese pequeño atolón que no había sido alcanzado por la perversión a pesar de su tanta presencia.

Me llamó mi madre un día, desde toda la distancia que yo había generado al partir de allí, para contarme que, además de los sudores omnipresentes de la señora denfrente, un color amarillo rancio y un olor penetrante se habían puesto a vivir en su ancho y extenso cuerpo, y la habían internado.
A la mañana siguiente, ya estaba muriéndose, sin más explicaciones y consuelos que la vida es así.
Había sido la única amiga de mi madre, esta madre, mujer, que había dejado a sus amigas hacía cincuenta años del otro lado del océano de la guerra y las mezquinas disputas de poder.

Los hijos de la señora denfrente, miserables, como la mayor parte del género humano, que es el único capaz de alambicar tanta miseria y desidia, debatieron sobre su cadáver fresco, pero nadie recordó regar las flores ni dar de comer a las gallinas y a los pájaros.
Yo, hace mucho que no ando por allí, pero practico cada mañana el saludo a la vida en su nombre y su recuerdo.


Ya hay un pájaro que come de mi mano y no me teme.
Tal vez he aprendido algo.




* de Lucía Cinquepalmi luciaguionbajo@gmail.com
- 16 de septiembre 2009.










La caída de las hojas*



Los pasillos de la biblioteca aparecieron llenos de hojas esparcidas por el suelo. A medida que pasaban los días, el grosor de las hojas iba en aumento, y solo faltó que alguien abriera las ventanas para que se crearan remolinos de hojas que al final se acumularon en los pasillos de la Z y la V.

El sustituto del bibliotecario titular estaba obnubilado por el suceso y no sabía como reaccionar. Se resistía a tirar las hojas, ya que de hacerlo dejaría ejemplares incompletos, pero por otra parte tenía que hacer algo porque, de seguir así, en una semana sería imposible pasar entre las estanterías.

Se resistió hasta donde pudo porque quería que se reconociera su capacidad para llevar la biblioteca pero llegó el momento en que no tuvo más remedio que llamar al viejo bibliotecario oficial.

No esperaba que el anciano no se sorprendiera y aun resuena la carcajada en sus oídos y aquella respuesta "¿Pero, acaso no te has dado cuenta de que estamos en otoño?




*De Joan Mateu. joan@cimat.es









MUJER Y NIÑOS EN LOS BOSQUES DE LA PLATA*



A mis hermanos Marta y Ricardo



Es invierno en los Bosques de La Plata. Es el invierno de 1941 en los Bosques de La Plata. En esta fotografía siempre será invierno de 1941, siempre será joven y hermosa la mujer y siempre serán pequeños los niños que la acompañan.
Ella sonríe suave. Tiene puesto un sombrero. Un sombrero no queda bien en cualquier cabeza. Hay personas que parece llevaran una torta encima. La mujer, sin dudas, sabe cómo llevar un sombrero. Parece una reina. Sonríe como una reina. Los pequeños miran el horizonte. Un varón y una niña. Llevan unos tapaditos de pesada tela y cuellos prolijamente confeccionados. Los botones de los abrigos son hermosos. Seguro hace mucho frío en los Bosques de la Plata en este invierno tan duro. Pero esto no parece acobardarlos. Los tres están felices con la excursión. Los niños miran a la cámara. Están sentados en los peldaños de una rústica escalera: el varón en el más alto. La mujer no los mira. Tampoco a la cámara. Ella tiene el cuerpo de costado y la cabeza ligeramente vuelta hacia el frente. Mira al horizonte. Lo mira y sonríe.
No queda una sola hoja en los árboles y parece como si en todo el bosque, más allá de lo que se puede ver en la fotografía, no hubiera tampoco ninguna persona. Nadie más que los tres felices paseantes. Sin embargo, alguien tomó la fotografía. Debemos aceptar que en el bosque había una persona más. Pero no en éste de la fotografía. Esa persona tomó la foto y quedó fuera de ella. No está en este invierno que vemos así como no hay nadie en estos Bosques de La Plata. Nadie más que la mujer, mi madre, la mujer hermosa y distante que mira al horizonte y los pequeños que miran a la cámara: el varón y la niña, mis hermanos mayores, los que vivieron con mi madre ese día en los Bosques de La Plata.
Es una de las pocas fotografías que mamá conservó de su vida anterior, de su primera familia. La miro repetidas veces mientras pienso que ella era muy joven, muy bella, y que seguro fue quien confeccionó los perfectos tapaditos de los niños y cosió sus botones hermosos y pienso que aunque hace mucho frío en ese invierno de los Bosques de la Plata no importa porque ellos tres pasan un día muy lindo y después madre tuvo otra vida y otros hijos pero siempre será invierno de 1941 en Los Bosques de la Plata para la bella mujer y sus hijitos.



*de Verónica M. Capellino. veroaleph@hotmail.com









Cuestión de ojo*



*Por Juan Forn


En 1958, John Huston le ofreció a Jean-Paul Sartre 25 mil dólares para que le escribiera un guión sobre Freud. Huston ya había dirigido en Broadway una obra de Sartre (A puerta cerrada) y mostrado interés en filmar otra (El diablo y Dios) y le importaba poco que Sartre tuviera poco respeto por el
psicoanálisis. Lo suyo era un típico pálpito de director de cine: Sartre era el candidato ideal para escribir ese guión porque lo que Huston quería filmar era la historia de cómo Freud se había convertido en Freud (es decir, esos siete años de fracasos sistemáticos desde que empezó con la hipnosis hasta que se internó en la interpretación de los sueños propios y ajenos), y pocas personas, según Huston, encarnaban mejor la máxima sartreana "El infierno son los otros" que Freud tratando a sus primeros pacientes ante la mirada hostil de la parentela de esos pacientes, de sus colegas médicos y de toda la sociedad vienesa de su tiempo.
La idea de Huston era bien norteamericana (Freud como detective de la psique, superando mil obstáculos hasta la triunfal develación del enigma).
Sartre mordió el anzuelo por el motivo inverso: el desvelo excluyente de su Freud no era curar las neurosis, sino exponer a la luz del día los secretos y miserias de la burguesía vienesa. Sartre envió una sinopsis de 95 páginas que a Huston le fascinó (aunque las sinopsis de guión no superan nunca las
quince páginas). Tres meses después llegó la primera versión del guión y Huston empezó a preocuparse: "La copia mecanografiada era más gruesa que mi muslo". Así que invitó a Sartre a su castillo en Irlanda para trabajar juntos y de esa manera empezó la amarga comedia que deberían haber escrito y filmado en lugar de la vida de Freud.
No más llegar, Sartre le escribe a Simone de Beauvoir: "No puedo decir que me aburra, Castor, hay que vivirlo todo al menos una vez. No he salido desde que llegué. La ciudad más cercana está a medio día de viaje. Miro los kilómetros y kilómetros de nada que nos rodean y, si no fuera por el pasto, diría que tiraron la bomba atómica. En cuanto al castillo, cada habitación rebalsa de objetos incongruentes: Cristos mexicanos, lámparas japonesas, el Monet más feo que he visto en mi vida... H dice que vive aquí por la naturaleza, pero lo hace para evadir impuestos".
Huston, por su parte, escribió en su autobiografía: "Al principio admiré su habilidad para tomar notas mientras hablaba, pero después entendí que era imposible interrumpirlo. No paraba ni siquiera para tomar aire. Más lo miraba y más me convencía de que era el hombre más feo que había visto en mi
vida. A veces me agotaba tanto, que tenía que salir de la habitación, y el murmullo de su voz me seguía por los pasillos, y cuando volvía a entrar él ni se había dado cuenta de mi ausencia". Todo el equipo reunido por Huston entendía y hablaba francés, pero después de cada jornada de trabajo salían
del salón con los ojos vidriosos y la mente en blanco. En determinado momento, Huston trató de hipnotizar a Sartre (técnica que había aprendido en el psiquiátrico donde filmó en 1945 el documental Let there Be Light, sobre las secuelas de la guerra en los soldados que volvían del frente). Le fue
imposible. Sartre, por su parte, trató de que el cineasta le confesara qué cosas creía tener en su inconsciente. Le fue imposible ("Ayer H confesó que en su inconsciente no hay nada, ni siquiera viejos deseos inconfesables. No logro entenderlo. No me habla. No me mira. Huye del pensamiento, dice que le
entristece").
Un día, Sartre amaneció con un terrible dolor de muelas. Huston ofreció trasladarlo a la civilización (léase Nueva York: ni en Dublín ni en el Londres de posguerra había odontología decente, según Huston). Sartre dijo que le bastaba un dentista del pueblo. Como Huston no conocía ninguno, Sartre encontró uno por las suyas, se hizo sacar la muela en cuestión de minutos y volvió aliviado al castillo. Cosa que llevó a Huston a comentar a su equipo: "Un diente de más o de menos es una cuestión intrascendente en el
universo de un existencialista".
Finalmente, Sartre volvió a París y prometió enviar una nueva versión del guión. La que había llevado al castillo de Huston tenía cerca de cuatrocientas páginas (está publicada, es una gloria, se llama Freud, a
secas). La que envió dos meses después era más larga aún, Huston optó por encerrarse con Wolfgang Reinhardt y Charles Kaufman (sus dos colaboradores en el documental de 1945) y le mandó a Sartre el guión convenientemente reducido. Este contestó una carta más larga que todo el guión, exigiendo que
retiraran su nombre de los créditos, aunque buena parte del guión siguiera utilizando material suyo, por ejemplo el personaje de Cecily, que Sartre había compuesto basándose en tres de las pacientes iniciales de Freud y que quería que interpretase Marilyn Monroe. La idea era brillante. Pero Anna Freud, que supervisaba el tratamiento psicológico de Marilyn, le prohibió aceptar (además, desacreditó la película cuando se estrenó, razón por la cual, cuando Marilyn murió pocos meses después, Huston declaró: "No la mató Hollywood: la mataron sus psiquiatras").
El papel de Cecily cayó en manos de la inglesa Susannah York y el de Freud fue para Montgomery Clift. Huston creyó que sería útil para la película que ambos actores tuvieran experiencia como pacientes de psicoanálisis. Fue al revés: tanto la York como Monty pretendieron reescribir sus escenas. Con la
York no fue tan grave (Huston la prefería contrariada y se limitó a reducirle al máximo sus parlamentos). Con Monty el problema fue mayor: después del rodaje de The Misfits había tenido un accidente automovilístico que lo había dejado con severas limitaciones corporales y faciales. En su
guión, Sartre había hecho obsesivo hincapié en la mirada penetrante del creador del psicoanálisis, y Monty le aseguró a Huston que podía hacer a Freud casi enteramente con los ojos. Huston pidió a su director de fotografía que hiciera la mayor cantidad posible de primeros planos, cosa que permitió disimular no sólo la torpeza motriz de Clift, sino también los cartelitos con textos auxiliares que sembraban por todos lados, ya que los cócteles de tranquilizantes y alcohol que tomaba Monty para paliar sus dolores corporales le impedían aprenderse sus parlamentos.
El rodaje fue un calvario. La mitad del equipo técnico culpaba a Huston por torturar a sus actores; la otra mitad decía que Monty boicoteaba la película por tener que actuar con la York en lugar de Marilyn. En lo único que coincidían todos era en el extraordinario efecto que tenían aquellos
primeros planos de Clift, y allí depositaron todas sus esperanzas. "Era imposible no admirar el talento de Monty cuando se le encendían los ojos", escribió Huston en su autobiografía. La película se estrenó por fin en 1962 y las críticas no fueron tan malas de entrada... hasta que la prensa amarilla de Los Angeles se hizo un festín anunciando que Montgomery Clift se operaba de cataratas: a eso se debía en realidad la mirada alucinada que le había dado a su Freud.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-131946-2009-09-18.html







Sexo de cortesía*




*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com



LA VOZ

Cuando la musa soledad despierta, la vida comienza a tener una voz algo ardiente y triste. Salta una bocacalle, y se nota que es la noche quien la sigue. De pronto se detiene y con gesto delicado descubre la ciudad que, envuelta en celofán, relega el erotismo a los burdeles.
Sus leves pisadas de musa guardan la torsión turbulenta de su flote.
Encendiéndose en púrpuras invocaciones, ella salta más allá y más adentro.
Todo lo agranda con su pensamiento y queda claro que un abrupto puntapié en el velamen no alcanza para declaran que la acción sea la vida.


EL POLVORIN

Cuando el polvorín interior de la musa estalla por la acción corrosiva de una contemplación negra, insensata y devoradora, la desesperación y la fatiga se unen, se engendran y fomentan el amor al peligro. Quien se atreva, podrá abismarse en su propio abismo. Y podría hacerlo a propósito, para no estar en las nubes. Contemplarse en el abismo es peligroso, porque las ideas viven tanto en la fosa como en el aire y por esa acción beligerante del mirarse, la quietud o el matrimonio pueden levantarse en vilo.


LA FUENTE

Cuando la musa soledad se baña desnuda, lindas muchachas vienen a verla y ella sale del agua, se acaricia con la mano, asombrada de dar con su completa feminidad dichosa. Sonríe y no anega su pellejo en el hundimiento abstinente. Vuelve al agua más deslumbrada que juiciosa.
La musa se abstrae y se proyecta. Se lanza desde el interior del espacio alumbrada por una linterna mágica. Cuando se oye la trompeta de Dios, las muchachas se suman a lo que existe. Por un fenómeno de refracción humana, la musa soledad se torna cuerpo accesible a las demás y se ahoga en la fuente
redonda, infantilmente ilusionada.


EL PUÑADO

Cuando la musa llega con un puñado de palabras halladas en los páramos del origen, el asunto de la realidad comienza donde la realidad acaba.
Desaparecen todos los ausentes del sexo dichoso. Patas arriba queda el nadador sumergido en el fulgor de la luna. Es cierto que en este mundo falta el aire y sobran los titulares de los diarios. Falta amor y sobra matrimonio. Tanta dicha embalsamada. Tanto vértigo desperdiciado. Con ánimo de pez, ella trae en su espiritualidad concupiscente una imbricación de cuerpo y alma.


LAS SEÑORAS

Cuando la ven llegar, las señoras tristes saltan solas sobre el lecho. La musa soledad les trae la noticia y ellas quedan a merced de ciertos pensamientos. No respetan a las bailarinas de burdel, sin embargo las
envidian.
La musa soledad les sugiere que no hace falta el lupanar para el deleite.
Pero ellas miran a su lado y otro, se miran a sí mismas y encuentran sólo dos cuerpos domesticados. El hombre, desnudo, sucio de tedio y vencido, en medio de esas rebeldías no sabe si temblar o aplaudir. Se debate entre decir adiós o seguir aullando solo otra vez como el perro le aúlla a la muerte.
Pero el hombre, la musa y las mujeres tristes saben que no será el perro el que tome el lugar del amo.


LA LUZ

Muy simple y natural, la musa soledad se acerca. Trae una luz que hace de toda mujer una figura nueva y prodigiosa. Ayudada por las abre cajas de Pandora, la musa soledad les ofrece a las señoras un leve toque de imaginación por medio del cual el entorno se trastorna. Adentro de la caja hay algo más que ese sexo de cortesía que las agobia. Hay un impúdico goce de mujer. Una fuerza centrífuga en el horizonte. Un tirón de pelos. Un frenesí de lobos rojos. Y ante el amago de su primer movimiento, un lento
tropismo femenino las lleva a concebir un coraje.


LA ELIPSIS

En ocasiones, la musa soledad es el diluvio después del cual, algo comienza.
Sea el manar de náusea o luz lo que ponga las cosas para arriba. Sea el rodar por el temblor de los cariños, o el insospechado resplandor del sexo redivivo. Sea la mujer montada en cardenales, el fetiche de los dedos, el vértice del hombre en las comisuras, el almácigo irisado de asombros. Sea el crispo de la flor en el florero o la prístina ondulación de babas. Sea la tensa envergadura, el titilar de la lengua viva. Sea lo que deba ser pues la vida propia se vuelve totalmente ajena sin la musa soledad y sin la elipsis.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-20274-2009-09-19.html




*

Queridas amigas, apreciados amigos:


Este domingo 20 de septiembre de 2009 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor chileno Pedro Álvarez. Las poesías que leeremos pertenecen a
Cristina Papaleo Soletzki (Argentina) y la música de fondo será de Chimizapagua (Colombia). ¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!! (Recomendamos usar
http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).


REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!

Freundliche Grüße / Cordial saludo!

YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067



*


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