sábado, mayo 29, 2010
ESTACIÓN CORONEL MARCELINO FREIRE.
*ILUSTRACIÓN DE WALKALA: http://www.walkala.eu/
InvenTren.
TIEMBLAN LAS FOTOS*
“...Quedan los rostros como sombras
las voces como ausencias
la memoria de un último día...”
ANA MARÍA CUE
Tiemblan las fotos amarillas.
Trepan en infancias con rodillas de greda.
Algo duro me golpea la frente.
Un martillo. Un tambor. Un tormento.
Abren compuertas. Vasijas. Preguntas sin respuestas.
¿Por qué la aurora boreal yace trizada?
¿Por qué la telaraña no sostiene la noche?
¿Por qué la piedra quiere ser arcilla, y la arcilla piedra?
¿Por qué la semilla no ha germinado en pájaro?
¿Por qué canta la alondra cuándo la noche llora?
Fotos amarillas. Si las toco, se disuelven.
Como una blasfema. Una burbuja. Un beso.
Y me tiemblan y me hablan y me observan.
Colgados los mandatos en viejos almanaques.
Señales: No doblar. Frenar. No avanzar. Peligro.
Ceden las vértebras que sostienen mi silla.
Cede el hueco del ojo de la aguja.
Bengalas apagadas. Astrágalos.
Apunarse en el llano.
Largar las bridas en caminos de cornisa.
Tropezar. Una y otra vez. Y otra vez.
Cuerpo arqueado por el amor, el odio y el espanto.
Olor a madreselvas amarillas.
Y un temblor de fotos que acarician mis manos.
Mis manos extendidas... abiertas, elevadas.
Tembladeral de soles.
Mis manos, peregrinas del viento.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
AUSENCIAS*
Otra Virginia escapó nuevamente.
Le pidió a Pandora que le guarde sus vituallas y trepó al ferrocarril. Otra vez, otra Virginia puso por delante su vocación.
Una se conchabó de azafata del tren fantasma y creo que anda noviando con el motorman.
La otra, tiempo atrás se voló la azotea en la cocina de casa.
No dejan de parirse y de huir.
Una me dejó a dos estaciones de ser padre, la otra a mil años de ser hijo.
Plantígrado resignado y triste; absurdamente canto y bailo mientras camino por las vías pensando en las madres y en las progenies.
Juego a la rayuela en los durmientes, desde el cementerio de Morón al Atlántico.
Espero que ningún puto tren me pase por encima pues debo llegar hasta aquel andén.
Seguro Virginia me aguarda.
Para no besarme y seguir escapando.
*De Beto Casquero. beto_casquero@hotmail.com
ESTACIÓN CORONEL MARCELINO FREIRE
Una ausencia rodeada de escombros*
Helado era aquel amanecer de invierno, allá por el ‘77, cuando las siluetas de los tanques aparecieron en el horizonte. Pocos fueron los vecinos que ignoraron lo que ocurriría a partir de entonces. La mayor parte del pueblo había aguardado aquel instante montando guardia durante toda la noche, calentándose debajo de gruesas frazadas y mateando hasta el hartazgo, iluminados los torvos semblantes por el resplandor de los Primus, gauchitos por siempre, compañeros en las casillas y en la vía.
La noticia había llegado hacía ya varios días, aunque el clima de desasosiego se perfilaba desde hacía meses. El ramal ferroviario que otrora pertenecía al Midland iba a dejar de cumplir su servicio habitual. La ley de Martínez de Hoz decretaba que "los ramales que presentaran baja densidad de tráfico ferroviario serán levantados antes del fin de septiembre del año 1977". Aquellas palabras habían resonado en los oídos de los habitantes de los pueblos interconectados por el ramal como una filosa caída de guillotina. Su principal fuente de comunicación y transporte desaparecería para siempre. Y entonces, ¿qué sería de ellos?
Coronel Marcelino Freire era un típico pueblo de campo, constituido por los Cornero, los Boeri y los Martello, entre otras familias. Todas ellas oteaban el horizonte a través de las pequeñas ventanas de sus cocinas aquella infausta mañana en que llegó el Ejército. Y todos, a paso lento y amargado, resignados ante el peso implacable de la ley dictada por las autoridades, salieron de a uno al frío de la mañana, a ponerle el pecho al destino que los aguardaba, implacable, a pocas horas de distancia.
La amenazante silueta de los tanques ya rodaba a la entrada del pueblo cuando sus habitantes pisaron las calles de ripio. Los motores ronroneaban y tosían al acercarse, desplazando unas moles blindadas que no daban señales alguna de vida aparente. Como si los emisarios del corte del servicio no fuesen hombres sino máquinas, insensibles engranajes de una cruel estructura de poder. Al frente de ellos, un jeep con la cabina cerrada por una sucia lona verde lideraba la lenta marcha.
Sólo al detenerse la formación sobre la calle Ayacucho, cuando las puertas se abrieron, los pobladores consiguieron identificar a las fuerzas del orden. El oficial a cargo, con la gorra encasquetada en la cabeza hasta las cejas y las solapas del abrigo levantadas, bajó del jeep, hizo sonar un silbato que alertó a todos los presentes, estremeciendo a las mujeres, y gritó hacia la improvisada muchedumbre:
-¡Soy el Mayor Oscar Tomeo, y busco al Señor Jefe de Estación! ¡¿Saben Uds. dónde se encuentra?!
Hacía ya varios días que por allí había circulado el último tren, llevándose consigo las ilusiones de todos. Con él, transido por la inapelable noticia de su despido, se había marchado Don Agustín Camardón, histórico Jefe de Estación, munido por sus pocos enseres, incapaz de hablar y despedirse, demolido por la angustia. Ya nadie se haría cargo del funcionamiento de su otrora prestigioso lugar de trabajo. Desde entonces, la estación quedaría en pie como absurdo monumento a la ineficiencia política.
Aunque la cadena de absurdos no hubiese hecho más que comenzar…
-Se fue hace rato –respondió José Martello, dando un paso al frente, un tanto atemorizado por el uniforme y los galones. –No hay autoridad ferroviaria en Coronel Marcelino Freire. Parece que ya no la necesitamos…
-¡Entonces –continuó el Mayor Tomeo a los gritos –se retiran todos de las inmediaciones de la estación! ¡En nombre del Gobierno de la Provincia vamos a dar comienzo a las tareas de saneamiento y demolición!
Demolición… La sola idea estremeció a los presentes. Un débil sollozo femenino, consciente de la imposibilidad de sostener una ilusión que negara aquella equivocación, se dejó oír entre la variedad de apagados murmullos. Alguien quiso protestar cuando el Mayor Tomeo se volvió hacia los tanques, pero otro vecino lo llamó a silencio de un empujón.
Las puertas superiores de los blindados se fueron abriendo con chasquidos metálicos. Varios cascos verdes se asomaron y contemplaron el perfil del edificio que se elevaba hacia su izquierda. Amplios ventanales y gruesos muros les devolvieron la mirada.
Con espartana precisión pero sin apuro, los uniformados comenzaron a desarrollar sus tareas, bajo la asustada mirada de los pobladores, que a poco de permanecer allí, calados de frío hasta los huesos, dedujeron que la aparente amenaza de la caballería blindada podía llegar a resultar simplemente eso.
Los soldados derribaron la puerta de la boletería, de la oficina principal y de la sala de espera, además de abrir con varios culatazos de máuser los pesados postigos de los ventanales. Luego, ataron unos gruesos cables de acero a las estructuras metálicas de sus tanques, mediante sólidos ganchos de amarre, y tendieron el otro extremo hacia los mudos ventanales, perforando con taladros sobre las paredes a fin de colocar las gubias donde amarrarían el cabo restante de los cables. Una vez realizada la maniobra, avanzada la mañana, entibiados rostros y manos por el tímido sol invernal, volvieron a trepar a los tanques y encendieron los motores.
-¿Qué van a hacer? –preguntó por lo bajo Raimundo Boeri, a medio camino entre la resignación y la curiosidad, incapaz de comprender la efectividad de la operación.
-Una gran cagada –sentenció a su lado Eustaquio Cornero, deseoso de unos mates, pero temeroso de perder algún detalle del espectáculo que ya había congregado hasta al último de sus vecinos frente a la tradicional estación, tumultuoso centro de reuniones a la hora en que solían llegar los expresos de pasajeros, mucho tiempo atrás.
-Mejor así –masculló José Martello, atesorando una débil sonrisa de esperanza. –Que les cueste derribar el esfuerzo de quienes vinieron antes que nosotros a levantar nuestro humilde medio de vida.
Los blindados giraron sobre sus orugas hasta ponerse de espaldas a la estación. Una vez alineados, aguardaron la orden de salida. El Mayor Tomeo, trepado al estribo de su jeep, supervisó la disposición de las máquinas y pitó con su silbato. Los tanques aceleraron, haciendo rodar en falso las orugas, tensando los cables hasta su máxima expresión, levantando densas nubes de polvo y ripio.
Varias respiraciones se contuvieron. Manos crispadas se taparon la boca, evitando soltar un grito de angustia. Alguien sintió que se le derrumbaba la presión…
Los poderosos motores bufaban y chillaban, hasta que de pronto la mañana se estremeció con el latigazo del primer cable cortado. Uno de los tanques se precipitó a toda velocidad sobre la casa emplazada frente a la estación, derribando la cerca de alambre y torciendo un limonero contra la medianera, mientras se oían estridentes alaridos de sorpresa. El segundo cable se cortó antes de que los vecinos se repusieran de la anterior conmoción, originando estampidas y chillidos. El segundo tanque, con menor fortuna que su predecesor, colisionó contra la camioneta Ika de Raimundo Boeri, reduciéndola a chatarra.
-¡Pero qué hacen, manga de ignorantes! –chilló Boeri, agitando las manos delante de su antiguo vehículo, aplastado bajo las orugas. -¡Voy a demandar al Estado por lo que acaban de hacer! ¡Esta es su responsabilidad! –increpó al Mayor Tomeo, apuntándolo con el índice.
-¡Cállese la boca, ciudadano! –exclamó el oficial a cargo, rojo de furia ante la ineptitud de sus subordinados, quienes contemplaban azorados el desastre ocurrido. -¡Sol-daaaaaaa-dos!!! ¡Repetir la maniobra!
El silbatazo los puso en movimiento otra vez, como si allí no hubiese pasado nada. Los vecinos alzaban sus quejas por encima del sonido de los tanques, protestando en vano ante la indiferencia uniformada. La señora Irma Respinghi, dueña del limonero vencido bajo el peso de la oruga, protestaba y lloraba al mismo tiempo. Eustaquio Cornero parecía mantenerse ajeno a la conmoción general, observando la escena a distancia, a la manera de un cronista periodístico, registrando en detalle el segundo intento de la caballería por apostar un nuevo juego de cables contra las paredes.
El esfuerzo les demandó un tiempo mayor al empleado la vez anterior, supervisando cada uno de los detalles. Finalmente, pasado el mediodía, con los vecinos acalorados por el sol y la indignación generalizada, los tanques volvieron a apostarse de espaldas a la estación, listos para el silbato de largada.
El Mayor Tomeo trepó nuevamente a su jeep y dio la orden. Los motores aceleraron, la nube de ripio y polvo se elevó en el aire otra vez, y los cables se tensaron, tal como ya lo habían hecho.
Y la escena volvió a repetirse.
El primer tanque casi arrolla a José Martello y Raimundo Boeri, quienes se arrojaron hacia un costado, salvando sus vidas milagrosamente, ya prestos a desempolvar sus escopetas de caza para echar a los tiros a los militares incapaces. El segundo tanque volvió a arrollar la Ika de Boeri, pero además torció el rumbo y derribó de una vez el limonera de Doña Irma, quien se desvaneció ante la impotencia en brazos de Eustaquio Cornero.
El Mayor Tomeo, irascible, pitaba su silbato a diestra y siniestra.
-¡Media vuelta! –vociferaba, gesticulando como loco. -¡Arremetan contra esa estación! ¡Que no quede una sola pared en pie!!!
Los blindados giraron sobre sus orugas y embistieron las macizas paredes, teniendo la precaución de calcular que el extremo de sus cañones ingresara al edificio a través del hueco de los ventanales. Pero ni aún así, a pesar del sacudón que sufrió la estructura, de las tejas que cayeron o los baldosones que se partieron bajo el peso blindado, consiguieron derribar un solo ladrillo.
-Ya no se hacen estas paredes, Mayor –se animó a aclarar Eustaquio Cornero. –Las construyó un Estado diferente al actual…
-¡Cállese la boca!!! –lo increpó Tomeo a la distancia. -¡O lo hago arrestar por obstrucción de tareas militares!
-¿Qué tareas? –murmuró Martello, manteniéndose alejado.
Los tanques arremetieron varias veces contra la estación, y el pueblo, aunque ofuscado, iba y volvía de la escena, yéndose a almorzar o a dormir una siesta. Lo que parecía irremediable, al final terminaba aburriendo.
Atardecía cuando se oyó por última vez el silbatazo del Mayor Tomeo, indicando la retirada. No hubo discursos pertinentes, ni tampoco nadie bajó de los vehículos a recoger los fragmentos de cable seccionado. Los blindados se retiraron, cerrando la marcha el jeep, insultado por los vecinos, quienes esgrimían sus puños en alto, maldiciendo y festejando a la vez.
-¡Los echamos, los echamos! –exclamaba José Martello, exultante.
-Yo no estaría muy seguro –observó Eustaquio Cornero.
Y no se equivocaba. Tres días más tarde, liderados por un parco teniente llamado Funes, dos camiones del Ejército arribaron a la estación con las primeras luces del día. Algunos vecinos se agolparon suponiendo que habría una nueva escena de humillación para las Fuerzas Armadas. Sin embargo, los soldados que bajaron de la caja, con los máuseres cruzados contra el pecho, los retiraron hasta media cuadra de distancia. Desde allí vieron cómo trabajaba un reducido equipo de hombres, técnicos en apariencia, quienes no dieron mayores precisiones al respecto, y se retiraron a resguardo antes de llegar la media mañana.
La implosión conmocionó al pueblo y sus alrededores. Los cartuchos de dinamita colocados en los cimientos del edificio arrasaron con las vigas y derribaron las paredes como si fuesen de arena seca, cayendo hacia dentro y causando una enorme montaña de polvo que se expandió rápidamente sobre las calles aledañas. El paisaje se desdibujó durante unos instantes, y cuando el polvo en suspensión terminó de caer, la realidad del pueblo había dejado de ser la que conocieran durante tantos años.
Cornero, Martello y Boeri, azorados, tosiendo y lagrimeando, a causa del polvo y la emoción, por fin veían materializarse su mayor temor. El monumento al trabajo de toda una vida se había transformado en una ausencia rodeada de escombros. Y la oscura silueta de la tropa se recortaba en el horizonte, mientras recogía sus últimas cosas, antes de marcharse definitivamente de allí.
Doña Irma Respinghi, cubriéndose la boca con una mano, volvió a desvanecerse. Y los tres mosqueteros del riel, Cornero, Martello y Boeri, sin ponerse previamente de acuerdo, llevaron su mano derecha junto al corazón y comenzaron a entonar, entre la furia y la congoja, nuestro Himno Nacional.
*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
*
Largo el horizonte agrupa en la distancia
el sueño de todo niño, y el pasar aireado a caballo sin rebenque.
Largo el horizonte para una sola mano, para alambrar el cosmos
de metales y pactos.
Los caminos sin la geometría, son los que nos ponen alegres,
y los que, como en mi pueblo, bajan todos al río.
Largo el horizonte, templo y rezo.
Los vuelos inevitables del ardor del verano,
cuando a las tres de la tarde dormita en la estación,
el último tren.
Cuando gravitan los otoños, y dejan un manto de guitarras en la noche,
cuando duermen los acordes.
Queda luego, lo que el silbido de la vida se lleva,
no son los llantos por un rato, ni las cajas con recuerdos,
ni las piedras, ni las partituras, no . . .
Son los espacios de aire que el cuerpo deleitó
delante del inacabable horizonte.
Porque eso sí, es diferente . . .
*de ricardo d. mastrizzo.
La fuerza del destino*
Noche cerrada. Una hermosa luna llena cubre con su brillo indiferente la totalidad de la pampa. El intenso frío congela la escena en la retina del posible testigo ocular, quien temblaría sin remedio ante la presencia de este viento implacable.
Sólo que no hay un alma por estos parajes, junto al cruce ferroviario y la Cruz de San Andrés, que testifique respecto de lo que está a punto de ocurrir.
Allá en el horizonte surge un par de faros, acercándose solitarios y morosos, brillando tenues sobre los pulidos rieles del tendido vial. El apagado rumor del motor de la estanciera se deja oír hasta que el vehículo se detiene, a escasos centímetros de los erosionados durmientes de quebracho. Dentro, un hombre mayor se recuesta contra la butaca, cansado de conducir, quizá hasta fatigado de su propia existencia. Enciende un cigarrillo con extrema cautela, más por agotamiento que con prudencia. La llama del encendedor ilumina durante un segundo aquel semblante duro, de líneas firmes, aunque dueño de una expresión funesta. Apenas baja un poco la ventanilla al exhalar el humo, mirando hacia el frente, sin fijar la vista en nada concreto. Fuma con movimientos ausentes y pausados.
Y espera.
Sus ojos se pierden entre los recuerdos de las horas pasadas. Los momentos vividos durante aquella noche lo confunden. ¿Cómo puede ser que haya ocurrido algo así? Si hasta esta misma tarde había estado mateando con ella… La imagen de Norma, imperecedera en su cotidianeidad, irrumpe dolorosa por encima del volante. Y el tiempo parece retroceder.
¿Cómo empezó? Algo lo confunde. Sólo sabe que le entregó el amargo, ya medio lavado y se llevó una torta frita a la boca cuando ella le comentó algo y lo alteró. Fue algo acerca de… ¿Qué había sido? Una estupidez, de seguro; nada importante. Norma no es de hacer comentarios trascendentes. Si por eso le gustó tanto cuando la conoció, y esa misma cualidad fue la que lo decidió para casarse, “allá lejos y hace tiempo”, como rezaba G. E. Hudson en aquel clásico literario de otras épocas. Esa virtud de saber callar a tiempo, Norma la traía de la cuna; o la había desarrollado a su lado, quién sabe. Sólo que esta noche, por única vez, había hablado de más…
Trata de recordar el diálogo mantenido, mientras exhala el humo y arroja la colilla por la ventana, pero es inútil. Las palabras se han alejado, huyendo hacia el olvido, ocultándose detrás del muro… Mierda, otra vez aparece esa maldita imagen, y esta noche más intensa que nunca. Un muro que separa dos propiedades, que mantiene alejados a sus propietarios. Una barrera imposible de cruzar, salvo en determinadas ocasiones, cuando la furia lo enceguece, el mundo se oculta bajo una densa cortina roja, y entonces…
¡No! ¿En qué está pensando? No pasa nada. Está todo tranquilo. Y si algo raro pudiera salirse de cauce lo resolverá enseguida. No hay nada que temer. Mira distraído su reloj. Ya no falta mucho. Enciende otro cigarrillo. Tiene que estar calmo. Lo hecho, hecho está. Nada de locuras.
Pero los recuerdos regresan, muy a su pesar. Norma cebaba mate, aunque estuviese lavado, y le comentaba… Acerca de una vecina… ¿O era sobre el marido? Se habían mudado hacía poco, ¿no? Muy lentamente, como en sueños, las palabras y las imágenes regresan. Una pareja de mediana edad, sin hijos, que alquilaban una casita en las afueras. Y Norma había hablado con la mujer, varias veces. Le había contado que venían de Buenos Aires, de haber tenido una mejor posición, de sostener un pasado intelectual, y que luego de la crisis se habían conformado con lo poco que pudieron encontrar. Pero lo que más le llamó la atención a Norma fue cuando le confesó, ya entradas en confianza, acerca de la huída…
Le tiembla la mano que sostiene el cigarrillo, y no precisamente a causa del chiflete helado que se filtra desde afuera. Él había juramentado no hablar al respecto, ni siquiera pensarlo; que nadie supiese lo que hacía durante sus horas extras en el trabajo, algunos años atrás. Y sin embargo, el pasado vuelve, infatigable, una y otra vez.
Huyeron escapando de sus perseguidores, le informó Norma, de hombres dadores de odio que los buscaban desde hacía tiempo con la única sed que conocían: sed de sangre y de venganza. Una búsqueda mortal, que los obligaba a usar identidades diferentes cada vez que se instalaban en un pueblo, intentando en vano despistarlos. Pero, tarde o temprano, los sabuesos siempre llegaban. Y la cacería se reiniciaba sin cesar…
¿Qué había pasado con Norma? ¿Por qué le había hablado de cosas que no entendía, cuando ella siempre guardaba silencio, no preguntaba nada, nunca se salía de su rol? ¿Por qué, después de tantos años, había insistido con algo que a él lo había irritado casi de inmediato, sobre todo al conocer los nombres de los nuevos vecinos, esos que se habían desvanecido de la noche a la mañana un par de semanas atrás? ¿Por qué lo había hecho enojar de esa manera?
No sabe cómo comenzó. Sólo recuerda que tenía el mate en la mano, y un instante después la calabacita volaba por encima de la mesa hacia las hornallas. Que Norma le dijo algo, entre indignada y asustada. Y que él, sin poder evitarlo, se había puesto de pie. ¿Él? ¿O había sido otro? Muy de vez en cuando sentía que no era él quien actuaba, sino otro, un personaje ajeno y siniestro que aparecía muy a su pesar, sobre todo durante las tareas realizadas en esas malditas horas extras. Y que aunque este otro personaje fuera tan distinto a él en su accionar, a la vez se le parecía demasiado…
Aunque la furia lo encandilaba, irritándolo ante su aparición, pudo notar que Norma abría los ojos con sumo pavor, incapaz de creer que aquél excedido que tenía delante y la insultaba sin piedad fuera Marcelino, su marido. El mismo Coronel Marcelino Freire, militar retirado, para más datos, con quien convivía desde hacía tantos años. Un hombre de carrera, recto, virtuoso, y por sobre todo, en extremo honorable. Alguien que jamás renunciaría a dejar de pensar como pensaba. Que sostendría sus convicciones hasta la muerte. Pasara lo que pasase.
¿Por qué Norma no se quedó callada, como siempre? ¿Por qué le removió tantos recuerdos, retrotrayéndolo varias semanas atrás, cuando sus antiguos colegas le pidieron que colaborase localmente en una acción tardía, para “despuntar el vicio”? Justamente él, que había sido comandante de Grupos de Tareas, y sabía hacerse cargo de las “horas extras” de manera tan eficaz…
El Coronel y el otro, Marcelino y el otro… ¿Quién era ese otro? ¿Tendría identidad…, un alias acaso? ¿O sería siempre el mismo, desquiciado y desbocado? El otro, ese salvaje… cuyo puño cayó sobre Norma, cerrándole esos ojos desmesurados, rompiéndole la nariz, abriéndole un surco de sangre en la boca… El otro… Marcelino sería incapaz de cometer semejante atrocidad…, ¿o no?
El puño cayó una y otra vez, y otra, y una vez más sobre la mujer, causando chillidos y hematomas, súplicas y heridas, intentando borrar a los golpes los comentarios desafortunados, esa irrupción de chusmerío y curiosidad. Y a la vez negando la misma aparición del otro, negando los hechos ocurridos, negando la desaparición de los intelectuales porteños recién llegados al pueblo, los eternos perseguidos por los sabuesos. No; él no era un sabueso. Y su mujer no tenía por qué recordárselo mientras tomaban mate, muy tranquilos en su casa.
Para cuando la furia consiguió extinguirse y le permitió ver, jadeaba inclinado sobre el cuerpo exánime de Norma, los brazos agarrotados y en posición de ataque, dispuestos a golpear por enésima vez. Pero su mujer ya no se movería más, amoratada contra las baldosas de la cocina. ¡Norma! ¿Qué carajo pasó? ¡Norma, por Dios, contestame!!!
A pesar del dolor, del pueril y tardío arrepentimiento, del cruel impacto de la acción consumada, un hombre de honor y de carrera como él sabría muy bien qué hacer, aunque no fuese una metodología muy pulcra que digamos, aunque sus afectos se interpusiesen, y aunque tuviese que cubrir las huellas de un desconocido criminal.
Suspira muy hondo al distinguir el potente farol del expreso de medianoche, acercándose por el horizonte. Abre la puerta de la cabina, sale de la estanciera al frío nocturno, y camina hacia el portón rebatible de la caja. Extrae lentamente el cuerpo envuelto en una manta oscura y lo carga en brazos, con notable esfuerzo, hasta depositarlo sobre la vía, cerca de la Cruz de San Andrés. El silbato del tren anuncia su llegada. Sus filosas ruedas de metal extinguirán su peor equivocación. Y la impredecible irrupción de furia quedará sepultada… ¿para siempre?
El Coronel Marcelino Freire, se aparta unos metros de los rieles, sin desviar la mirada de aquel cuerpo inmóvil, con ambas manos en los bolsillos del camperón gris, aguardando que la fuerza del destino cumpla con lo que le corresponde, echando un piadoso bálsamo sobre su alma torturada…
*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
Antes*
Se poblaba el patio con olor a ropa colgada en la mañana
A jazmin, a limón a sombras frescas.
Se inundaban de musgos las paredes
Con secretos de hadas y princesas.
Siempre había siempres con dos abuelos y una tarde sentada allá afuera
Tierra mojada, baldosas flojas y blancas
Malvones, paraísos y universos sin tiempo.
Había manos, cumpleaños con guirnaldas de vide s y de higueras.
Había cielo
Mucho cielo
Arriba de todos los malvones
De todos los sueños
De todos los miedos.
Eramos niños sin encierros
De cortas penitencias
Con fantasmas derribados por los rezos.
Y después, los espectros de la noche
Barrían los charcos y el silencio
Y a la mañana otra vez
Al patio…
Le nacían mariposas.
*de María Manetti. dulcemariam6@hotmail.com
La luz mala*
Al paso cansino, el Coronel Marcelino Freire deambulaba a lo largo de la Pampa sin demasiado interés, casi sin sentido. Sus pensamientos vagaban sin rumbo, desconcertado ante su nueva situación. ¿Qué podría hacer, ahora que ya no pertenecía al valeroso ejército del Ministro de guerra Adolfo Alsina? No se le ocurría otra cosa que vagar montado en su vapuleado matungo. Errático merodeo que sin percatarse lo ha ido conduciendo hacia los terrenos que alguna vez le entregaran. Campos familiares que se habían formado dentro de una gruesa línea de fortines que el gobierno de Avellaneda había mandado emplazar para detener el avance de los malones. Sin embargo, nada de ello parecía haberse mantenido en pie. Con el correr de los años, los fortines habían desaparecido, y lo que alcanzaba a divisar el coronel desde su cabalgadura eran apenas unas pálidas ruinas de lo que otrora fuera la gran casa familiar.
Se acercó al tranco lento en las últimas horas de la tarde, intentando encontrar alguna familiaridad en el terreno; sin embargo, las construcciones que aún quedaban en pie distaban mucho de parecerse a lo que él alguna vez hubiera conocido. El casco de estancia se había desintegrado en el aire, llevándose consigo los recuerdos de toda una familia, y apenas algunos ranchitos de la servidumbre parecían haberse mantenido en pie, para que con el tiempo el gobierno de la provincia los apropiara para cederlos al ferrocarril. A pesar de cierta indignación que intentaba a duras penas mantener a raya, el Coronel sintió henchirse el pecho al comprobar que aquello se había convertido en una estación ferroviaria, aparentemente desierta, y que el cartel blanco y negro que indicaba su paradero ostentaba su nombre.
No fue lo único que divisó en el horizonte, cada vez más oscuro. También llegó a distinguir la oscilante silueta de un jinete, acercándose a los tumbos hacia la estación, con paso inexperto. El teniente Juan Sosa no tenía mucho más que hacer, por lo que aguardó, movido por la curiosidad, hasta que el jinete se acercara.
El jinete resultó ser una mujer, que consiguió dominar al caballo como pudo, antes de saludarlo en medio de una nube de polvo, despeinada y con expresión afligida.
-¡Buenas tardes! –saludó ella, a lo que el Coronel Marcelino Freire respondió con una inclinación de cabeza. -¿Conoce por dónde queda la escuela rural?
-No le sé decir. Yo también parezco un extraño por estos lugares. Y eso que durante buena parte de mi vida anduve por estas tierras.
-Soy la nueva maestra rural –informó ella, -y vengo a hacerme cargo del único grado que existe en esta zona. Si le soy sincera, nunca me tocó trabajar en un lugar así, pero los cargos últimamente no abundan y la vocación tira bastante como para no hacer un sacrificio…
Como el Coronel Marcelino Freire se limitaba a mirarla sin comprender demasiado, ella preguntó:
-¿No sabe dónde podría encontrar a alguien que me informe?
-Lamento no poder ayudarla –se excusó él.
Y estaba a punto de continuar su camino cuando la expresión de ella se transfiguró, oteando por encima del hombro del soldado.
-¿Qué es esa luz? –chilló ella.
El Coronel volvió la cabeza y divisó a través de los árboles de un monte cercano un resplandor brillante, que parecía acercarse a gran velocidad. Sin pensarlo siquiera, experimentando una nueva sensación de extrañeza en los campos de su familia, respondió alarmado:
-¡La luz mala!
Y espoleó a su matungo, atemorizado de ser alcanzado por lo desconocido. La nueva maestra rural, asustada ante lo novedoso de la situación, azuzó a su caballo y se dispuso a seguirlo, siempre peleando con su cabalgadura para que con sus corcoveos no la dejara de a pie.
No alcanzaron a llegar muy lejos. La imponente luz los cercó muy pronto, causando la sensación de indefensión más poderosa que hubiera podido experimentar, mucho más terrorífica que la de enfrentarse a un desatado malón de la indiada, con sus lanzas al viento y sus aullidos infernales. Aunque no fueron aullidos lo que escucharon a sus espaldas, cada vez más cercano, sino el fragor de un continuo traqueteo y una súbita sirena que chilló en la noche recién llegada.
-¡Hágase a un costado! –le gritó la nueva maestra rural, al tiempo que reparaba en el terreno irregular sobre el que cabalgaban sus monturas y se criticaba a sí misma por haber sido tan ingenua.
Ambos jinetes se apartaron del camino que venían sosteniendo por encima de unos ajados durmientes de madera, rodeados de cantos rodados, para darle paso a una briosa locomotora que los azotó con sus ardientes ventisqueros de vapor, a punto de atropellarlos. La estridente sirena se dejó escuchar durante bastante tiempo, mientras la formación ferroviaria se alejaba presurosa rumbo al horizonte nocturno, sin detenerse junto a la deteriorada silueta de la estación.
Ambos jinetes recuperaron gradualmente el aliento luego de semejante susto, sintiéndose inquietos y extrañados, uno por el desconocimiento, la otra por su falta de percepción ante los espacios abiertos. Jadeantes y azorados, se inclinaron sobre las pringosas crines de los animales y suspiraron aliviados.
-Dígame –comenzó ella, reparando por primera vez en el desgastado uniforme del soldado. -¿Cómo es posible que Ud., que parece del campo, se asuste con una situación así? Debería estar curtido ya.
-Es cierto –acotó él, pensativo. –Es que no termino de acostumbrarme a los cambios. Pasa todo tan rápido, y nada parece tener mucha explicación. Es muy fuerte para mí…
-¿De dónde viene? ¿Acaso el uniforme que Ud. lleva puesto……es de verdad?
-Claro, señora. Y este sable cubierto de sangre seca, que me ha acompañado en varias batallas, también. Propiedad del Ejército Argentino.
-Disculpe la ignorancia –comenzó ella, como si tratara de hacerse a la idea de lo que ocurría a medida que lo iba diciendo. -¿Ud. participó de alguna campaña militar de importancia…?
-Por supuesto, señora , mis tropas atacaron a Manuel Namuncurá provocándole más de 200 muertos–exclamó el Coronel Freire, con orgullo.
-Y si ha estado en el frente –intentó comprender ella, razonando como lo haría en presencia de uno de sus alumnos de nivel inicial o de un lunático irrecuperable, como le parecía éste: -¿Cómo puede ser que, teniendo experiencia de batalla, Ud. se asuste ante la presencia de una locomotora?
-Estas cosas me pasan recién ahora, señora –agregó él, como disculpándose...
–Cuando estaba vivo, no.
*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar
*
cuando vengas,
tráeme en el labio de tu piel
esa rosa dormida con su lágrima
de lluvia esperanzada
llégate en el zumo de esa zamba
al borde mismo del cielo de tu enagua
tráeme un ábaco interminable de pájaros
mariposas
y hojas sembradas de tu aire
dos peldaños menos
de mi muerte no muerte
una calandria libre entre tus manos
un bastón para la huerta
(una rueda triangular quedará de tutor en la arboleda)
recuerda
cuando vengas
no separes almohadas
pues mi cabeza queda huérfana de luna y sueño
cuando me llames,
habla con la sonrisa que me piensas
y al otro día
indefectivamente
no dejes de sacar boleto
de esos azules
o blancos
o esos color pastel habitando números errados
esos que ruedan tardanza de tren y multitud
a nuestra paciencia en volvernos y vernos
cada vez más pensantes
para quedamos en el andén
como dos pájaros en la vida.
*de ricardo d. mastrizzo.
*
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LA RICA.
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