sábado, mayo 01, 2010

LA PRECARIA SOMBRA DE MIS HUELLAS...






-Ilustración de Ray Respall Rojas. -La Habana. Cuba.-




ERRANTES*



Desgajada. Naranjales en flor.


Huye la tarde por la ventana del cansancio.
Ya ha partido el Hombre.
Se ha llevado la precaria sombra de mis huellas.
Se ha llevado mi primer latido, la llave de oro y mi valija.
La bendición del pan y la rosa sangrante.
Mi resolana.
La frescura del sombrero de paja.
Con él se ha ido el silbido de un tango que se aleja.


Se ha llevado mis zapatos de cristal.
Se ha llevado, ¡Ay!, se ha llevado mis anillos de agua.


Nadie ha llegado todavía.
Nadie des cubre la máscara de hierro.
Los perros ladran al eclipse solar.
Los cerezos revientan, sus brotes.
Errantes soles miran los errantes pasos de una luna coral.


Se acerca un barco. Un tango.
Y yo, sin mis zapatos de cristal, sin mis anillos.
¡Ay! Sin mis anillos de agua.
…Sin mis anillos de agua…



*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar






LA PRECARIA SOMBRA DE MIS HUELLAS...






Me creía*



Me creía un exterminador
uno que habría exterminado a su mujer
a su propia mujer, cónyuge o compañera


Renuente yo a considerar los daños
en mí mientras a ella la exterminaba


Me grito con megáfono
afónico
que lo que exterminé
lo interminé.



*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar







RENCOR Y TRISTEZA*



…/los odiantes se roen a sí mismos/…
Mario Benedetti.



A veces siento un rencor
que me recorre
de la cabeza a los pies
y lo suelto
soltando un puntapié.
Porque en otras ocasiones
lo he alimentado
y le he permitido
andar por todas mis partes,
hasta que ha decidido por su cuenta partir
y me ha dejado
un dolor intenso en el alma, si así
se le puede llamar a la tristeza.




*De Miguel Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
-Poema tomado de “En la redondez del tiempo” (2009)










CALAMIDAD INOCUA.*







*de Jesús Brilanti T. lugburtian@hotmail.com







Me mantengo custodiando el embrujo aquel que algún día tuviste a bien procrear bajo la misma sombra de mi eterna calamidad; no pretendo sojuzgar tus falsos intentos por adecuar esta enfermedad a la distancia divagante que produce tu melancolía sobre el eje etéreo de mi cosmovisión espectral.

Duérmete, no esperes el alba cual jamás resucitará, extrañarás toda esa gama de colores con los que te deleitabas tardes enteras diluyendo sueños, sonrisas, deseos, ya no más, todo ello se ha extinto, se ha marchado al otro lado del ardiente fulgor eterno; mi paciencia ha topado justamente con el límite, no oses escupir tus fétidas plegarias acerca de tus visiones sin escrúpulos cuando me conviertes en un “dios”; sí, el dios cual has creído ver en mi ser, con toda esa gama de cualidades y capacidades inexistentes; no mientas más, trágate tus falacias pues sólo soy un hombre transfigurado en pesadilla devoradora de colores, de quiméricos mundos rosas, de estupideces adornadas de supuesta ternura, inocencia y fragilidad.

Pierdo de repente la noción del tiempo, pero me encuentro a mi mismo justo en tales instancias, y en la cordura de mi locura me desnudo tan sólo para apuñalarte por la espalda mientras intentas transgredir mis límites. Conserva la calma, la noche apenas comienza, adjetívala como eterna pues me parece que no terminará.

Duérmete, es lo mejor, al menos por ahora, no tengas miedo pues ya no puedes tenerlo ya que si algún día lo conociste sabrás que lo que vas a experimentar justo en unos instantes es el más angustiante y aniquilante horror, y no me mires así, sólo te prevengo, ahora que toda tu cromaticidad te ha abandonado.

Ahora que papá y mamá ya no están aquí para cuidar a su niña, a su princesa, ahora, justo ahora todo es más silente, ya no hay melodías encantadas, se acabaron las funciones teatrales donde las pequeñas hadas del bosque cabalgaban sobre mariposas y tarareaban canciones de cuna, se acabó todo el diminuto mundo multicolor enclaustrado en tierna esfera de cristal; se han evaporado tus dulces sueños donde el brillante sol se reflejaba sobre el espejo azul celeste de las olas lanzando suave y tersa brisa cual acariciaba tu delicada piel.

Se acabó, terminó todo, ahora estas sola, pálida y casi has quedado en los huesos. ¿Qué tal se siente vivir dentro de un mundo gris ahora? El viento resopla con intensidad, él mismo se encargó de avisarle a los buitres que tu delicado cuerpo comenzaba a entrar en estado de descomposición, ya luego llegaron ellos y comenzaron a arrancar trozos de tu fina piel, esa que tanto protegías con cremas, aceites, ungüentos y no se cuantas cosas más. Tu vestido blanco que tanto te gustaba, de por sí ya con tonos ocres por la tierra y el fango donde te desplomaste, ahora está acompañado por tonos carmesí y verdes pálidos a la vez. Tu rostro, que pena, tu rostro no tuvieron la decencia de respetar, era tu máximo orgullo cuidadosamente adornado con aquella nariz larga y muy fina cual separaba ese par de ojos grandes color café claro, enmarcados por aquellas enormes pestañas enrizadas, tu afilado mentón hacía ver tu moreno rostro más alargado y perfecto, pero míralo ahora, no ha quedado nada; los buitres se encargaron de destrozarlo, arrancando pequeñas porciones de piel, encajando el duro pico como navaja recién afilada sobre piedra de hiel; una y otra vez éste salía de tus fosas oculares, una y otra vez, me ha asombrado la rapidez con la que desnudaron tu estructura ósea casi por completo, cuando se hubieron saciado, llegaron las ratas, las moscas, y otros animalejos hambrientos y culminaron la labor. ¿Sientes el ahora tú, el horror? ¿Lo puedes percibir ahora?

No, no llores mujer, aún no te has ido del todo, quedan aquí tus huesos entre mis manos, y aunque no soporto el fétido aroma que aún despides, no te voy a abandonar, después de todo mírame, te dije que siempre estaría a tu lado. Por fin tu y yo juntos, a mitad de este profundo sepelio, ahora duérmete, ya no llores, esperaremos a que lleguen las hienas, anhelo en demasía ver como fornicarán tu esqueleto, para después devorarlo; esperaremos a que lleguen las ratas y osen hurtar las últimas porciones de carne adheridas a tus mandíbulas y verlas escapar por en medio de la oscura calle hasta perderse por las laderas de la asfixiante soledad; pero mientras ello sucede, duérmete, aquí esperaré el momento con tu cuerpo entre mis brazos, no te abandonaré.













El ardor de la sangre*




El autor estadounidense solía escribir inicios de narraciones que retomaba (o no) más tarde. El expediente Archer incluye once comienzos hallados tras su muerte. En el que ofrecemos, el detective acude en ayuda de una mujer rica y fatal




*Por Ross Macdonald





La rubia dudosa que había detrás del mostrador de recepción me analizó con la mirada. Pareció ver el arma que llevaba en la pistolera, la etiqueta del bolsillo interior del pecho de mi chaqueta, el par de solitarios billetes de diez dólares que se hacían compañía en mi cartera, la parte de mi camiseta
que se había roto en la lavandería, incluso la costilla que se me había torcido en 1938 cuando un matón me había dado una patada en el muelle de San Pedro. Un largo recorrido en el tiempo, el espacio y el comportamiento social separaba los muelles de San Pedro del Channel Club.
-¿Es usted miembro? -Era una pregunta retórica.
-La señora Casswell me ha pedido que me reúna aquí con ella.
La rubia experimentó un cambio de personalidad que casi le resquebrajó el maquillaje.
-Ah. Discúlpeme, señor. Si es tan amable de firmar en el registro... Creo que la señora Casswell está en el bar.
Firmé en el trozo de papel que empujó en dirección a mí. Pulsó un timbre que abrió la puerta interior. Penetré en una resplandeciente luz azul verdosa.
Descendía del cielo del mediodía y se reflejaba en la piscina ovalada. Unos cuantos viejos, morenos e inmóviles como lagartos, se hallaban tumbados en sillas alargadas a un lado de la piscina. Un trampolín olímpico se alzaba al fondo sin usar. Al otro lado, unos camareros vestidos de blanco estaban
preparando unas mesas para la comida. Olía a jamón y a cloro y a aliño de roquefort y a dinero.
El bar era oscuro y fresco como una gruta ceremonial. El camarero podría haber sido un sacerdote italiano con sobrepelliz oficiando un ritual. Estaba sirviendo un gin-tonic a una mujer morena. Llevaba gafas de sol y un vestido de lino blanco sin mangas con un cinturón de cáñamo escarlata y blanco. Me
acerqué a ella. Tenía una hermosa espalda, con el intenso tono brillante de la caoba pulida a mano.
-¿Señor Archer? -dijo tímidamente.
-Sí.
Miró el fino reloj de su muñeca morena.
-Es usted muy puntual. Seguro que tiene sed después del viaje. ¿Qué le apetece beber? ¿O no bebe antes de comer?
-Me conformo con una cerveza.
El camarero me sirvió una botella de Lowenbrau. Se la pagué, pero me informó en un suave tono religioso que allí no se aceptaba dinero. Había que firmar recibos de todo.
La señora Casswell se levantó; era casi tan alta como yo con sus elevados tacones.
-Nos llevaremos las bebidas a la terraza si no le molesta el sol. -Y dijo por encima del hombro al camarero-: Dile a Ferdy que nos traiga un menú.
-Sí, señora Casswell. -Hizo un gesto con la mano que parecía una bendición.
Pasamos por un patio con un toldo de lona medio descorrido. Un rayo de sol caía sobre los muebles cubistas y los murales semiabstractos. Una pareja de hombres con las narices surcadas de venas estaban sentados en un rincón sobre unos vasos vacíos, animándose entre ellos a tomar otra copa. Saludaron
a la señora Casswell con la cabeza y me miraron desde una gran distancia alcohólica. Yo no había nacido con una coctelera plateada en las manos.
La terraza enlosada daba a un campo de golf. En el fondo de sus cuestas verdes se veía una deslumbrante franja de mar. A unos treinta o cincuenta kilómetros hacia fuera, una serie de islas marrones con joroba reposaban en el horizonte brillante como tortugas tomando el sol. La mujer miró al
Pacífico y sus islas como si le pertenecieran. Más tarde descubrí que era el caso de una de ellas.
Se colocó en una tumbona de metal acolchada y me hizo una señal para que me sentara junto a ella.
-Fume si le apetece. Yo lo he dejado. Es muy edificante haber dejado un vicio. Por supuesto, no lo habría conseguido si no me hubiera ayudado el miedo al cáncer. El terror absoluto puede ser muy útil, ¿no cree?
Parecía un tanto distraída. Su voz bullía de emociones no expresadas como armónicos de chelo. Su mirada se desplazó hacia mí a través de la mesita que sostenía nuestras bebidas como un reflector oculto por las gafas oscuras.
-Me alegro de que haya venido así, sin ninguna explicación.
-Conozco su nombre. Cuando no tengo nada mejor que hacer, leo la sección de sociedad. El año pasado leí la noticia de su boda. Por cierto, ¿quién le recomendó que acudiera a mí?
-Ralph Sandoe. Es mi abogado. No le conté nada por teléfono porque no me fío de las operadoras de larga distancia. En un asunto como éste, no me gusta fiarme de nadie.
Esperé bebiendo a sorbos mi cerveza y tratando de adivinar cuál era su problema. Su cabeza, morena y pequeña con su corte italiano, poseía una especie de barniz liso que parecía impermeable. Sin embargo, era una de esas mujeres que siempre tenían problemas. Demasiado guapa y rica, pasaba de matrimonio en matrimonio y de continente en continente, buscando algo que mereciera la pena encontrar.
Alzó la vista hacia el sol como si le estuviera espiando.
-Bueno, es ridículo andarse por las ramas, ¿verdad? Me preocupa Frankie. Mi hijo. No tengo ni idea de lo que le pasa, pero es algo terrible. Anoche no volvió a casa. No es la primera vez que pasa toda la noche fuera. Ayer me enteré de que esta semana no ha ido a la escuela. El director me dijo que lo
van a expulsar... aunque eso no es lo importante.
-¿Cuántos años tiene su hijo?
-Dieciséis. -Sus dientes blancos brillaron entre sus labios, serios-. Parece sorprendido.
Era muy joven para tener un hijo de esa edad. Su piel era tersa como la de una chica, y su cuerpo impecable y esbelto. Cruzó los tobillos por debajo de mi mirada, haciendo puntas como una bailarina.
-Tengo treinta y cuatro años -dijo-. Entre nous. Dentro de poco cumpliré treinta y cinco. No me importa decirle mi edad mientras le parezca más joven. Lo que duele es lo contrario.
Se quitó las gafas y las balanceó. Sus ojos eran azules, y estaban más envejecidos que el resto de su persona; un poco duros, un poco deslumbrados por la luz directa o por la experiencia. Volvió a ponerse las gafas y orientó su perfil hacia mí. La nariz recta se unía con la frente sin la menor mella. Era el perfil que adoraban los escultores griegos, el que se extendió por el Mediterráneo hasta Sicilia, España y cruzó el Atlántico cuando los españoles se apoderaron de México.
-Me casé con dieciséis años -dijo-, el año de mi puesta de largo.
-Con Ben Gunderson.
-Sí. Sabe mucho sobre mí.
Sabía más sobre Ben Gunderson, pero me lo callé.
-Mi marido... mi primer marido murió el año pasado. Seguramente también lo sabe. Fue uno de esos espantosos accidentes cotidianos. Estaba limpiando una pistola. Estaba cargada y se disparó. Hacía años que él manejaba armas, todo tipo de pistolas. Incluso armas para matar elefantes. Pero esa vez se olvidó. Sacó el cargador de su automática, pero se olvidó de sacar la bala que había en la recámara. Eso lo mató.
Le temblaba la voz. Me preguntaba por qué se había detenido en la muerte de Gunderson.
-Pero todo eso es irrelevante e intrascendente, como diría Ralph Sandoe -dijo-. Salvo que puede haber supuesto el principio de los problemas de Frankie. Él nunca estuvo unido a su padre; siempre estuvo más unido a mí.
Pero no pudo aceptar la muerte de Ben. Vi el cambio que sufrió. Creí que necesitaba un padre. No me habría casado con Cass de no haber sido por Frankie. Desde luego, no tan pronto.
Se arrancó una piel del dorso de una mano con las uñas pintadas de rojo de la otra.
-Un momento, señora Casswell. Dice que su hijo ha estado fuera toda la noche. ¿Sabe dónde?
-No. Por eso lo he llamado...
-¿Existe alguna posibilidad de que lo hayan raptado?
Me lanzó una breve mirada ardiente y apartó la vista. Levantó su mano activa y se acarició su inalterable perfil bronceado desde el nacimiento del pelo a la boca. A continuación dijo entre los dedos:
-No, estoy segura de que no es eso, pero ojalá no lo hubiera dicho.
-Me gusta pensar en lo peor y preparar el terreno.
-No tengo ningún motivo para sospechar que lo han raptado, ni que se ha cometido un crimen. Ya le he dicho que no es la primera vez que Frankie lo hace. Él es el que me preocupa, no otras personas. -Tenía una voz fría de dolor-. Me temo que no está bien, mentalmente. Está en la edad en la que la esquizofrenia ataca a muchos jóvenes.
-A lo mejor su hijo necesita un psiquiatra, y yo no lo soy.
-Ya sé lo que es usted, señor Archer. Un detective privado, y recalco lo de privado. Tengo que confiar en alguien, y por eso está aquí. Usted puede averiguar dónde está mi hijo y lo que está haciendo. Cuando sepa a lo que me enfrento, tal vez sea el momento de los psiquiatras. Aunque nunca me han servido de nada.
Pensé que parecía medianamente cuerda para una mujer de su edad y clase, pero no lo dije. Sin embargo, había otra cosa aparte de su dinero que me ponía un poco nervioso. Su pensamiento daba vueltas en círculos obsesivos alrededor de sí misma y regresaba a su querido tema como un halcón a la muñeca de su amo.
-Por supuesto, se habrá puesto en contacto con los amigos de él -dije con cierta impaciencia.
-No tiene amigos; ningún amigo íntimo, al menos, que yo sepa. Es una de las cosas que me preocupan. Naturalmente, están los chicos de la escuela, pero Frankie nunca ha encajado bien en ningún grupo. Yo he sido su única confidente hasta el último año más o menos. Solía contármelo todo, pero ya no lo hace. Cuando vuelve a casa se lo guarda todo para él. Me mira como si no existiera, literalmente. Cuando intento hablar con él y hacerle preguntas, se pone violento y furioso y se marcha de casa corriendo. O se encierra en su habitación y escucha música horas enteras. A veces toda la noche.
-¿Bach o bop?
-Cualquier cosa. Pone el mismo disco una y otra vez. Uno de ellos es el Bolero de Ravel. Se queda en su habitación y no baja a comer. No me extraña que esté adelgazando. Cuando voy a su habitación a intentar convencerlo, no me deja pasar de la puerta. Es como si estuviera intentando aislarse por
completo. Creo que no se ha dirigido a mí ni una vez en las dos últimas semanas salvo para pedirme dinero.
-¿Gasta dinero?
-Bastante. Le daba una paga de cincuenta dólares a la semana que incluía los gastos de mantenimiento de su coche, pero últimamente no ha sido suficiente ni mucho menos. El último mes debo de haberle dado trescientos o cuatrocientos dólares de más. Y sigue pidiendo.
-A lo mejor se ha conseguido novia.
-A lo mejor, pero lo dudo. Nunca ha mostrado interés por las chicas. Ojalá lo hubiera hecho. A eso sí que podría enfrentarme. -Su cuerpo se estiró y se ensanchó, casi por voluntad propia-. Pero así no es como se comporta un chico cuando está enamorado. Y sé de lo que hablo.
No lo dudaba.


[Traducción: Ignacio Gómez Calvo]





*Fuente: La Nación.
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1259231















Ross Macdonald
El escritor que volvió del olvido*




Anticipo exclusivo de El expediente Archer , un libro que reúne los cuentos completos de su famoso detective privado y muchos textos inéditos, encontrados en el escritorio del novelista después de su muerte. El prólogo de Rodrigo Fresán y un inquietante relato llamado "El ardor de la sangre"






*Por Rodrigo Fresán





UNO. "Estaba sentado en el Hollywood Hawaiian Hotel/ mirando mi taza de café vacía/ pensando en que la gitana no había mentido/ todos los margaritas con sal de Los Ángeles/ yo me los voy a beber/ y si California se desliza hacia el océano/ como los místicos y las estadísticas aseguran que sucederá/ yo
predigo que este motel se mantendrá en pie/ hasta que yo pague mi cuenta", canta Warren Zevon en su gloriosa "Desperados Under the Eaves".
La idea y la imagen y el sentimiento son cien por cien Zevon, no en vano considerado el maestro del llamado californian noir en lo que a escribir canciones se refiere.
Y el sentimiento y la imagen y la idea son, también, cien por cien Ross Macdonald, maestro del californian noir a secas y creador del inolvidable detective privado Lew Archer.
Y nada se pierde y todo se relaciona: Warren Zevon (fallecido en 2003) inspiró el personaje de Lew Ashby en la segunda temporada de la serie de televisión Californication. Y el Lew de Ashby es un sentido homenaje y guiño cómplice y palmada amistosa al muy conocido hecho de que Zevon fue, hasta el
final, un fan de Ross Macdonald y de su detective Lew Archer. Y, también, de que Zevon supo ser vecino de Macdonald quien, una noche tan terrible como absurda, lo salvó de suicidarse.
Y la escena -la situación- podría salir de o entrar en cualquier caso de Archer. A saber: un joven metido en demasiados problemas a finales de los años 60 y a principios de los 70 y, de pronto, el maduro y solitario investigador que llega no para ponerlo todo en orden (porque eso es imposible) pero, al menos, para intentar que el desorden no sea mayor y aumente el número de bajas bajo el altísimo sol, junto al mar, mientras los desesperados buscan refugio bajo los aleros, y el tiempo pasa, y falta cada vez menos para que California se deslice hacia el océano.
Pero no aún.




DOS. Ross Macdonald -en una conversación con Warren Zevon, intentando sacarlo del agujero negro en el que el songwriter había caído o se había arrojado de cabeza- insistió en que "se sentía culpable" por todo lo que había conseguido escribiendo y añadió que "los escritores estamos demasiado bien pagados". Entonces, año 1979, Macdonald era huésped habitual de las listas de best sellers y -desde la publicación de La mirada del adiós, diez años atrás- uno de los pocos autores de thrillers que había conseguido
críticas admiradas en la primera página del suplemento de libros de The New York Times o en la portada de Newsweek, así como la admiración de colegas y el respeto de narradores "literarios" como Reynolds Price y Elizabeth Bowen y Osvaldo Soriano y Thomas Berger, de Iris Murdoch y Donald Barthelme y Joyce Carol Oates y Haruki Murakami y John Fowles y pensadores como Marshall
McLuhan.
En algún momento del diálogo, con Macdonald y Zevon caminando por el jardín de su casa, salió el nombre de Francis Scott Fitzgerald y el músico suspiró: "No sé, yo leí sobre Fitzgerald bebiendo gin y me imaginé que, si bebías gin, tal vez podrías escribir como Fitzgerald [...] y ahora estoy preocupado
porque la escritura dejó de ser algo divertido".
Macdonald se detuvo y miró fijo a Zevon y le dijo: "¿Divertido? ¿Divertido?"
Y no hizo falta que agregara nada más.
Y, sí, no puede decirse que Ross Macdonald (nacido como Kenneth Millar en Los Gatos, California, en 1915, y fallecido en Santa Bárbara, California, en 1983) haya tenido una vida "divertida", pero sí que tuvo una vida interesante.
Macdonald creció y se educó dentro de una familia disfuncional en Ontario, Canadá. Macdonald fue lo que se entiende como "un niño problemático": debutó sexualmente a los ocho años (tuvo también, parece, su momento de experiencias homosexuales) y ya era un borracho curtido y un hábil ladrón y peleador callejero a los doce. Al poco tiempo, su padre se marchó sin dar explicaciones (la figura del "desaparecido" o la "desvanecida" que deja atrás las ruinas humeantes de un hogar es una constante en los casos de Archer) y el muchacho pasó de vivir con su madre a recibir la obligada y no siempre alegre hospitalidad de varios familiares hasta su ingreso en la Michigan University (donde descolló con una exquisita tesis sobre Coleridge) coincidiendo con la venta de sus primeros relatos a revistas de pulp
fiction. Macdonald se casó con Margaret Sturm en 1938, con quien protagonizó un matrimonio bastante infernal, aseguró intentar suicidarse más de una vez "vía defenestración" y tuvo una hija complicada, la fugitiva Linda, quien murió muy joven y de un "accidente cerebral" luego de accidentes automovilísticos y fugas varias a Las Vegas y problemas con las drogas (sombra dolorosa que se reflejaría, una y otra vez, en el cosmos archeriano donde siempre acechan los peligros del hippie kick y los abismos insalvables de las diferencias de edades y de eras). Y Macdonald -un hombre parco y melancólico, pero muy generoso con todos los que se le acercaban- terminó sus días, golpeado por los vientos del Alzheimer, como enamorado platónico de la gran Eudora Welty, fan confesa de sus libros, quien reseñó El hombre enterrado (1971) y comprendió, perceptivamente, que "sus historias se caracterizan por la ausencia del amor" y su método pasa por "simplemente y sin máscaras, encontrar los puntos de contacto e iluminar el modo en que unos y otros se relacionan; reconocer lo que significan y, por lo tanto, comprender".
El problema o la virtud de Archer es que resulta fácil contratarlo. Lo difícil es despedirlo o, mejor dicho, que se dé por despedido.
Archer funciona así como un revulsivo, como un detonante, como una gran ola californiana.
Y, de pronto, todos tiemblan.
Y temblamos nosotros leyéndolos temblar.




TRES. Pensar en Ross Macdonald como en el tercer hombre. El blanco móvil que sigue a las siluetas de Dashiell Hammett y Raymond Chandler.
Del primero, Macdonald rescata cierta sequedad a la hora de mirar y el apellido de su detective, que coincide con el del socio de Sam Spade asesinado en las primeras páginas de El halcón maltés.
Del segundo, Macdonald explora (de una manera mucho más profunda y casi arqueo-antropológica) el paisaje californiano, así como la sensibilidad de cierta comedy of manners y esa imposibilidad de no involucrarse afectivamente del investigador con los investigados que nos dice hola en El largo adiós.
¿Y cuál es la novedad que aporta Macdonald? ¿De qué manera hace evolucionar al homo noir y lo convierte en un ser más inteligente y más sensible? ¿Cuál fue la estrategia utilizada por aquel que dijo querer "escribir lo mejor que pudiera sobre los problemas de la vida y la muerte en nuestra sociedad; y el molde de Wilkie Collins y Graham Greene y Dashiell Hammett y Raymond Chandler parecía ofrecerme toda la soga necesaria para mi cometido"?
Fácil de precisar pero muy difícil de llevar a cabo: lo que inaugura y enciende Archer -dejando de lado los one-liners a quemarropa y los símiles ingeniosos de Hammett & Chandler- es una formidable potencia psicológica y una muy particular velocidad. En sus historias, todo sucede muy rápido y con mucha precisión. Así, Archer es un detective con modales de psicoanalista/médium y ojos de rayos X -"la mente de la novela que actúa como catalizador de conciencias ajenas", diagnosticó Macdonald- a quien, sí, le preocupa el "quién lo hizo" y el "por qué lo hizo" pero, además y por encima de todo, el "por qué no pudo dejar de hacerlo". La respuesta a esto último -en el mundo según Macdonald- está y viene, siempre, desde un pasado de aguas turbulentas o estancadas pero jamás potables. La mecánica de las
novelas de Macdonald siempre ejecuta los mismos movimientos: alguien contrata a Archer para que destape las cañerías del presente y, claro, apenas Archer entra en acción (y en reflexión) comienza a salir a flote toda la mierda del ayer y se comprende que las faltas de los padres son el combustible que mueve a los delitos de los hijos. "Las palizas morales que te dan tus hijos son las más duras de soportar y las más difíciles de evitar", entrecierra los ojos Archer en La mirada del adiós. "La mayoría de
los autores de policiales escribe sobre crímenes. Ross Macdonald escribe, en cambio, sobre el pecado", sintetizó a la perfección un crítico de The Atlantic. De esta manera -y muy especialmente durante los libros publicados en los años sesenta y principios de los setenta- los casos de Archer son, también, problemas generacionales y maldiciones degeneracionales, heridas que nunca cicatrizan y que supuran, apenas escondidas, infectadas e infectando, bajo la sombra de vendajes flojos.
De a poco y con cuidado, Macdonald fue modelando al detective moderno; puede señalarse El caso Galton (1959) como el sitio en que se libera de influencias y se convierte en su propio hombre y así -mientras todo intento de emular a Marlowe o a Spade o al Continental Op resulta irremediablemente en pastiche u homenaje-, la influencia de Archer en los que vinieron después es mucho más poderosa y, también, más sutil.
De ahí que -como se verá más abajo- son muchos los escritores contemporáneos que se arrodillan para venerar a Hammett y Chandler.
A Macdonald, en cambio, lo abrazan.
Fuerte.
Hasta exprimirlo amorosamente.
Lo que no alcanza a explicar el porqué -en los últimos tiempos- de la desaparición de Macdonald en las librerías de idioma español. Hubo un tiempo en que Macdonald estuvo en todas partes y en varios sellos
simultáneamente -recuerdo haberlo seguido en Emecé, en Bruguera, en aquella colección de Alianza-, pero de pronto pareció esfumarse.
Un ensayo de Leonard Cassuto -"The Last Testament of Ross Macdonald"- apunta un novedoso punto de vista para contemplar y entender este eclipse más o menos total. Allí, Cassuto advierte que lo que le interesaba a Macdonald eran los "niños perdidos" y que sus preocupaciones difícilmente resultan
atractivas en un paisaje plagado de asesinos en serie donde el monstruo es un fenómeno aislado imposible de ser redimido y, en el mejor de los casos, apenas "comprendido" por un agente especial y especializado, entrenado en Quantico y con muy serios problemas propios.
Buena parte de los thrillers de éxito de la actualidad son en blanco y negro y rojo. Las novelas de Archer, en cambio, son en gris y rojo y, al respecto, Macdonald ensayó una suerte de credo ético y estético en el pequeño libro On Crime Writing (1973): "Los escritores de policiales a menudo somos
interrogados acerca de por qué malgastamos nuestro talento en un género tan convencional. Una respuesta posible es que el asunto es mucho menos convencional de lo que parece a primera vista y que este supuesto convencionalismo es la herramienta imaginativa que les permite, tanto al detective ficticio como al autor real, revelar los secretos de esa comunidad que ambos habitan".
Así, el territorio de Archer/Macdonald es el de las psicopatologías de los clanes y no el de los psicópatas individuales. Y a no olvidar nunca aquel dictado sobre las familias infelices que abre Anna Karenina de Tolstoi. Si todas las familias infelices lo son, siempre, de maneras muy diferentes, entonces no resulta muy arriesgado afirmar que el detective de Macdonald conoce casi todas esas infinitas variantes de la infelicidad.
"Todos somos culpables", concluye, Lew Archer en El martillo azul, su último caso. Y cabe preguntarse si a muchos de los lectores de hoy -perdidos en intrigas bíblicas o en estepas nórdicas- les interesa ser conscientes de ello, de la paradoja de que las novelas de Macdonald sean tanto más humanas que las del Hannibal Lecter de turno y, al mismo tiempo, tanto más crueles.




CUATRO. Y así hablaron quienes lo admiraron y lo siguen admirando.
Sue Grafton (quien reclamó para sus novelas "alfabéticas" Santa Teresa, nombre con el que Macdonald rebautizó Santa Bárbara): "Ross Macdonald se sentía intrigado por las ficciones detectivescas. Tomando las riendas de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, él montó el formato con gracia y
confianza. Pero mientras que Hammett y Chandler escribieron apenas un puñado de novelas (Hammett, cinco; Chandler, siete), los dieciocho títulos protagonizados por Lew Archer fueron publicados a lo largo de casi tres décadas, permitiéndole a su autor un marco temporal y un aliento narrativo en los que ir refinando y perfeccionando sus habilidades y dones. Con tiempo, Macdonald no sólo fue incorporando a sus tramas la creciente madurez de su manera de ver las cosas sino, también, les fue añadiendo una creciente melancolía y una madurez ganada a los golpes. Más poético que Hammett, menos cínico que Chandler, lo que Ross Macdonald demostró fue que la novela hard-boiled con detective privado ya no tenía por qué conformarse con ser el dominio exclusivo del investigador chupa-whisky, de los puños volando, de las pistolas disparando y de la rubia de curvas vertiginosas sentada en un borde del escritorio. Gracias a Macdonald conocimos una California que jamás supimos que existía y supimos que un policial podía ser algo tan preciso y apasionado como un soneto sin que esto significara olvidar o negar que su esencia pasa, siempre, por el crimen y la muerte violenta".
P. D. James: "Entre los norteamericanos, yo me quedo con la escuela dura. Ross Macdonald, en particular, me parece maravilloso".
Lawrence Block: "Tal vez pocos se atrevan a admitir esto. O tal vez sólo me suceda a mí. Pero lo bueno de una novela de Macdonald es que uno vive en ella mientras la lee y comienza a olvidar sus detalles apenas la ha terminado. Lo que me permite (a diferencia de lo que sucede con muchos policiales) leer y disfrutarlas y admirarlas una y otra y otra vez".
George Pelecanos: "Ok. De acuerdo: puede afirmarse que todas las novelas de Archer son muy parecidas en cuanto a tema y argumento y lo que en realidad vale e importa es la belleza de su prosa y su formidable capacidad de observación. Lo cierto es que Macdonald escribió el mismo libro una y otra
vez. Pero era un gran libro".
Ray Bradbury: "En sus novelas, las mujeres golpeadas huyen de demasiados hombres que hicieron todas las cosas malas, mientras esos mismos hombres huyen de sí mismos sin estar del todo seguros de qué hicieron o por qué lo hicieron o cómo hicieron tan mal las cosas. Las razones secretas, de encontrarse, deben ser enterradas. Siempre. Y si salen a la superficie, hay que acribillarlas a balazos y volver a enterrarlas bajo las piedras o meterlas dentro de una botella. El asesinato en Macdonald es la última
bocanada de indignación o desesperación. Y el peor crimen de todos es aquel que jamás se descubre o recibe castigo. Lean sus libros y experimenten ustedes mismos el genio de uno de nuestros más grandes escritores".
John Connolly: "El escalofrío es una de las novelas más perfectamente armadas en todo el canon policíaco. El tipo de libro que te deja con la boca abierta cuando alcanzas las últimas páginas. Macdonald siempre ha padecido un poco (o mucho) la idea de que trabajó a la sombra de Chandler. Pero la verdad, y a riesgo de sonar herético y blasfemo, yo pienso que Macdonald fue un novelista muy superior a Chandler".
Julian Symons: "No tiene sentido alguno comparar a Macdonald con Hammett y Chandler. El logro de Macdonald es suyo y nada más que suyo y es algo único en la historia del policial moderno".
Michael Connelly: "Ross Macdonald fue, simplemente, uno de los mejores. En lo que a mí se refiere, me influyó tanto como Chandler. Contribuyó a construir la California sureña que hoy resulta tan atractiva a tantos escritores. Y tenía una manera tan concisa de escribir, de ir directo al grano en el comentario sociológico, en el delinear de las impurezas del alma y del corazón, en el modo en que exponía los modales con los que las familias se autodestruyen... Llegué tarde a Macdonald. Lo primero que leí
fue El martillo azul y, por supuesto, fui muy feliz al comprender que tenía todos esos libros anteriores con Lew Archer para leer. Y los leí. Eran los días en que me propuse vivir de la escritura y los libros de Macdonald me demostraron que las novelas policiales podían alcanzar la categoría de arte.
Todavía recuerdo lo que sentí al leer las primeras páginas de El martillo azul. El modo en que Macdonald describía cómo un cuerpo de mujer se había mantenido firme con los años gracias al tenis y al odio. Leí eso y supe que había encontrado algo importante. Supe que había llegado a casa".
Robert B. Parker: "No se conformó con enseñarnos a escribir; hizo algo más: nos enseñó a leer, a pensar sobre nuestras existencias y tal vez, a vivir.
Con su oficio y su integridad, Macdonald hizo de la ficción detectivesca el vehículo para llegar a lo más alto y lo más profundo y trascendente. Y no es que otros no lo hayan intentado, es que él lo consiguió".
William Goldman (quien adaptó El blanco móvil para el cine, en 1966 y con Paul Newman, con el título de Harper): "El autor de la mejor serie de novelas detectivescas jamás firmadas por un norteamericano".
Richard North Patterson: "Antes que nada, Macdonald es el más grande escritor norteamericano de policiales. De acuerdo, Hammett revolucionó el género y Chandler le dio estilo y clase. Pero fue Macdonald quien trajo a la novela policial las cualidades de la gran novela: entramado magistral, un
perfecto sentido del tiempo y del espacio, implacable conocimiento de la psicología humana y una perfecta fusión entre argumento y personaje".
James Ellroy (quien dedicó una de las novelas de su Trilogía Lloyd Hopkins "a la memoria de Kenneth Millar"): "Ross Macdonald siempre ha sido muy importante para mí. Es, en lo emocional, mi gran maestro. Amo las novelas de Lew Archer. Leí a Macdonald en los parques donde dormía, a la luz de una
linterna".
En la hora de su muerte, Macdonald fue celebrado tanto en las páginas de Rolling Stone como en las de Pravda, The Wall Street Journal la consideró noticia de primera plana y The Washington Post le dedicó la página editorial. Allí se leyó: "El peso de sus historias no pasaba por la muerte sino por el de las consecuencias de la muerte revelando historias e intenciones. La variedad del delito que a él le interesaba era la traición a la confianza. Entre maridos y esposas. Entre padres e hijos. Entre médicos y pacientes. De ahí que Macdonald sea un escritor universal".




CINCO. El expediente Archer -verdadera labour of love a cargo de Tom Nolan, quien aporta el indispensable y muy inspirado profile de Archer con el que se abre este volumen- funciona como festín para seguidores y completistas (por primera vez en español se incluyen aquí todos los relatos y nouvelles de Archer sumándoles notas y fragmentos dispersos) y como perfecta puerta de entrada para los que se suben a su automóvil por primera vez. El expediente Archer brinda, también, la oportunidad de seguir al héroe de Ross Macdonald en los cien metros lisos y no en carreras de fondo, saliéndose a menudo de la pista y de la respiración de sus novelas.
Es otro Archer que no deja de ser Archer.
Bienvenidos a Los Ángeles y alrededores, patria de diablos exhibicionistas y demonios internos.
Ya saben: tragedias griegas junto a las piscinas, la Divina comedia con descapotables recorriendo a toda velocidad el infernal círculo de autopistas calientes, cuentos de hadas (o de brujas) bajo las palmeras donde aúllan los coyotes de Mulholland Drive, armarios con demasiados esqueletos bronceados, soap operas sin perfume ni anestesia y William Shakespeare entrando a un sitio llamado Koper Coffee Pot y -esto es verdad, opción favorita de Warren Zevon, que alguna vez figuró en su menú y tal vez todavía siga allí- y sentándose a una mesa con vistas a la nada y pidiendo para desayunar un Lew Archer Special.
Mientras tanto, ahí afuera, a la espera del gran terremoto -"No hay nada malo en Southern California que una subida en el nivel del océano no pueda curar", leemos en La piscina de los ahogados- todos continúan preguntándose aquello de ser o no ser y piensan si lo mejor no será llamar a un detective
privado llamado Lew Archer para resolver una cuestión tan íntima.
Y -dinero es lo que sobra- lo contratan.
Y por supuesto -después, casi enseguida, para gran regocijo nuestro- se arrepienten de haberlo llamado.
Mucho.
Pero ya es demasiado tarde para archivar el caso sin resolverlo antes.
Afuera, California se mueve.
Pero más se mueve Archer.
Archer no para de moverse.
Archer es un terremoto en sí mismo.
Y -lo aseguran los místicos y las estadísticas y sus muchos admiradores, entre los que me cuento- yo predigo que Archer se mantendrá en pie, hasta que se haga justicia o se dejen de hacer injusticias. Sin importarle demasiado el que le paguen o no la factura. Seguro de que, por lo general, el cliente rara vez tiene razón y de que todos -absolutamente todos- somos culpables.






*Fuente: La Nación

http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1259660






Agua mansa*



Soñaba en la vida ser igual que un río
que nace en vertientes allá en las montañas,
que baja hacia el valle besando las piedras,
que nunca regresa y que nada extraña.
Yo era como el agua, como el agua mansa
corriendo sin prisa, ganando distancias,
hasta que un buen día te encontré en mi cauce
y fuiste el dique que frenó mis ansias.

bendije el destino que cambió mi vida,
eras vos la estrella que me iluminabas
entre mis orillas fuimos muy felices

y sobre la espuma conmigo danzabas.
Al rozar tu cuerpo y mojarte el alma

tu amor fue cual brisa que me acariciaba,

en mi piel curtida sentí un cosquilleo
Que hizo que temblando tu boca besara.
Después de ese beso supe que te amaba

más allá del mundo y de toda calma,

me llené de sueños de paz y esperanza

ilusiones locas que guardé en el alma.


Pero un día cualquiera hubo desconfianza,

golpearon mis piedras crueles marejadas,

turbios remolinos me tornaron sucio

y loco de celos exploté en cascadas.

Con tus desvaríos, mentiras y trampas

mi agua dulce y pura fue contaminada

se volvió de pronto amarga y oscura
y el sol y la lluvia no me importan nada.

Hoy cumplo el destino de seguir andando,

ya no tengo sueños, mi ilusión no alcanza,

por tu amor tan falso soy caudal violento

y perdí la dicha de ser agua mansa.



*De Hernán Rodrigo Burgos
Poeta de Santa Fe.
-Enviado para compartir por Elsa Hufschmid. elsahuf@yahoo.com.ar





*


Queridas amigas, apreciados amigos:


Este domingo 2 de mayo del 2010 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor español Agustín Castilla Ávila. Las poesías que leeremos pertenecen a Marcelo Marcolín (Argentina) y la música de fondo será de Wayanay (Andes).
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at (Link: MP3 Live-Stream).
Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!
(Recomendamos usar http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).



REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!

Freundliche Grüße / Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com
Schießstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel.: 0043 662 825067



*


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