miércoles, agosto 25, 2010

ESTACIÓN MARÍA LUCILA


InvenTren.



Piedra Fundamental*



*De Alejandra Pizarnik.



No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.

Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y
muero. Y hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme
desnuda en la entrada del tiempo.

Un canto que atravieso como un túnel.

Presencias inquietantes, gestos de figuras que se aparecen vivientes por
obra de un lenguaje activo que las alude, signos que insinúan terrores
insolubles.

Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y
barrenan, y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que
espera que me calle para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los
cimientos, los fundamentos,
aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi terreno
baldío,
no,
he de hacer algo,
no,
no he de hacer nada,
algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa dentro de mí
con ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente
distinta de ella.

En el silencio mismo (no en el mismo silencio) tragar noche, una noche
inmensa inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.

No puedo hablar para nada decir. Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la
tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.

¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo
fragmentado.

Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la desilusión al
encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que tuvo que ser
Tiresias, flota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando
cuentos de álamos nevados?

Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería
rozar, como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme,
petrificarme. Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la
música para tener una patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo
cuando un refrán reincidía, alentaba en mí la esperanza de que se
estableciera algo parecido a una estación de trenes, quiero decir: un punto
de partida firme y seguro; un lugar desde el cual partir, desde el lugar,
hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán era demasiado
breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no contaba más que
con un tren algo salido de los rieles que se contorsionaba y se
distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música
estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la
fusión y del encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte?
Tal vez en este poema que voy escribiendo.)

Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los
jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles
negros. Ni en mis sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre
algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra
las arenas.

(Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.)

(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el canto...)

Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo para aleccionar a la
que extravió en mí su musicalidad y trepida con más disonancia que un
caballo azuzado por una antorcha en las arenas de un país extranjero).

Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me había muerto y que
la muerte era decir un nombre sin cesar.

No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato.
No puedo hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible
que sea una trampa, un escenario más.

Cuando el barco alteró su ritmo y vaciló en el agua violenta, me erguí como
la amazona que domina solamente con sus ojos azules al caballo que se
encabrita (¿o fue con sus ojos azules?). El agua verde en mi cara, he de
beber de ti hasta que la noche se abra. Nadie puede salvarme pues soy
invisible aun para mí que me llamo con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un
jardín.

Hay un jardín.



*de El infierno musical, 1971





ESTACIÓN MARÍA LUCILA








María Lucila*





"Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste"

Alejandra Pizarnik. -Caminos del espejo-







El hombre con el que me encuentro en el bar se llama Emilio, se entero de mi interés por escribir sobre la estación María Lucila del Midland. Dice que va a contarme algo de su historia personal que sin dudas tiene relación con la antigua estación de trenes. Le aviso que no logro escribir razonablemente bien y que más aún, tengo la sensación de que mi escritura empeora con el tiempo.

-No importa, vengo a contarle esto porque necesito que alguien lo escriba. -me dice con tono de suplica.

-Y porque a mi me duele tanto el pasado que necesito contarlo a quien tenga un rato para escuchar.

Lo que sigue es el relato del hombre, dos horas y media sentados, con tres cafés cortados de por medio que quiso invitarme si o si. -Me ofende si no me permite pagar a mi- dijo para terminar con mi resistencia.



En la estación María Lucila trabajaba su abuelo. Su madre nació allí y la llamaron María Lucila para homenajear a la estación que además de darle trabajo a su abuelo era su vivienda.

Pasó en el pequeño pueblo sus primeros años, luego de la nacionalización cuando el Midland paso a ser parte del ferrocarril Belgrano, al abuelo lo trasladaron un par de veces de estación hasta que se jubilo.

Lo cierto es que su madre pasó su adolescencia y juventud radicada en Avellaneda.

Se hizo amiga de la Alejandra Pizarnik, cuando era una chiquilina tímida y tartamuda. Y al menos una vez se fueron en tren a conocer el pueblo que lleva el nombre de mi madre.

El hombre me muestra una foto con dos jóvenes que posan para la cámara haciendo equilibrio sobre el riel, más allá se observa una estación típica del Midland pero es posible ver el lugar donde se colocaba el cartel con el nombre. Atrás de la foto puede leerse "con florita Pizarnik, María Lucila, enero del '53.

Mamá era una mujer hermosa -dice el hombre. Igualita a las chicas que dibujaba Divito.

Por alguna cuestión que desconozco lo único perenne en ella, lo que había echado raíces profundas era la angustia. Su verdad era una cuna de angustias de la que nadie había logrado sacarla.

(....)

Se equivocaron ella y mi padre en casarse. Mi padre era psiquiatra y mi madre su paciente, se enamoraron o se tuvieron lástima -vaya uno a saber- , o quisieron dar vuelta la historia de cada cual que los había llevado en ese punto de encuentro o desencuentro.

Usted sabe que todo, absolutamente todo en el universo se acerca o se aleja, pero nosotros nos ingeniamos para negar esas percepciones incomodas.

Creo que mi padre pensó que la iba a cambiar, no hay héroe más fallido que el que quiere cambiar una persona.

Llego a decírmelo una vez: -lo que no se da espontáneamente bien entre una mujer y un hombre no se lograra jamás. Nadie puede cambiar al otro -ni a sí mismo, según parece.

La angustia de mi madre le impedía conectarse plenamente con los otros, estar presente y atravesar los acontecimientos que te van marcando en la vida.

Se fue cuando mi hermano tenía 5 y yo 3 años. Dejo una carta.

Mi padre después de leerla ni intento buscarla, entro en un profundo silencio que le duro meses.

Un día nos presento a su nueva mujer: Ella es Natalia, vivirá con nosotros -nos dijo.

Natalia nos crío y malcrío lo mejor que pudo.

Mi hermano creció, estudio ingeniería electrónica y se fue a vivir a Estados Unidos. Vive en Nueva Orleans, tiene mujer e hijos americanos. Un auto y vacaciones.

Mi padre tenia 70 años cuando falleció, era 8 años mayor que mi madre. Yo no había cumplido los 21.

años. Antes de enfermar, me invito a charlar en un bar.

Sin que se lo pidiera me dejo su consejo: -A los 20 años un joven debe elegir si en su vida será un hombre o un marido. Yo te recomiendo que seas un hombre...

Creo que le he fallado, no logre ni ser un marido eficiente ni un hombre en el sentido que creo que le daba a esa palabra mi padre con un tono cercano a lo sagrado.







*



De mi madre, quedaron casi todas las preguntas sin respuesta.

Nunca sabre si volvió a ver a su amiga Alejandra "la florita" como la llamaban los abuelos.

Hay un abismo de treinta años de silencio.

La tía Eugenia -hermana menor de mi madre- logró encontrarla unos meses antes de su muerte.

Tuvo una corazonada y la siguió. Volvió a María Lucila 20 años después de que cerraron el ramal los militares y se llevaron las vías. Y allí estaba mamá viviendo en la estación. Sin luz eléctrica, sin vecinos cercanos. Salvo una escuela pública ubicada enfrente de la estación no había nadie a Km.

Allí vivía mi madre. ya envejecida prematuramente. Sacando agua con una bomba manual, cultivando vegetales en unos pocos metros de quinta. Rodeada de pájaros -tenia muchos en jaulas- y otros que venían a visitarla a los que agasajaba regando la tierra con alpiste, o mijo o arroz según lo que tuviera.

No sabía nada del mundo, ni siquiera quien era el presidente de turno, no tenia radio ni televisión.

¿Sabe cual era una de sus costumbres? Sentarse con una silla a la hora de salida de la escuela y ver el rostro de los niños. Estudiarlos con detenimiento y luego verlos alejarse por el camino de tierra hasta que eran manchas blancas.



(....)



Sabía del suicidio de Alejandra y le dolía como si hubiera pasado apenas unos días atrás:

"Pobre Florita, repetía. Tan lúcida y tan frágil. Pobres todas las personas sensibles del mundo porque no tienen cabida". Eso es lo que me dijo mucho después la tía, a la que hizo jurar que no le diría a nadie donde estaba y como vivía.



*



Esto es lo que la tía Eugenia rescato: unas fotos, unos libros de Pizarnik con anotaciones de mi madre. Una historia clínica que le dieron en el hospital donde se observa que en los últimos años sufrió demasiado.

Muy poco para un enigma de más de 30 años.



El hombre vuelve a abrir el libro que le dejo su madre y me lee otra frase de Pizarnik remarcada con birome azul:

"Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia"

Así me siento, así me sentí siempre, -escribe al costado mamá- y espero que quienes esperaban algo distinto de mí puedan perdonar esta soledad en la que he hundido mis días.



Emilio derramó lágrimas. Arrugó con rabia una servilleta de papel después de secarse para evitar que sus lágrimas de sal caigan sobre el pocillo de café.

Al rato nos despedimos con un abrazo. Mientras caminaba por la avenida me di cuenta que ninguna historia de las que he podido contar son historias de vida de gente feliz.









*De Urbano Powell. urbanopowell@yahoo.com.ar








EL CAMAROTE OCUPADO*



-Cuarta parte-



-¡TÓMATELAS DE UNA PUTA VEZ, O TE DESTROZO!!!
¿Quién había dicho eso? ¿Aquella presencia poseía acaso la capacidad de hablar? ¿Se trataba quizá de su propia voz, deformada por la excitación? ¿O bien todo era parte integrante de la posesión orgásmica que aquello indescriptible y sin nombre había hecho con ella?
Lorena se hallaba tendida en cuatro patas sobre el oscuro piso de goma del camarote, apoyada sobre ambas rodillas y los hombros, ladeada la cabeza, el cabello revuelto, la remera estrujada contra su cuello, la cadera en alto y un dilatado ano apuntando hacia el techo. Sus propias manos le recorrían la piel con movimientos sutiles, mientras las erráticas ráfagas de aire helado-hirviente se enroscaban alrededor de su tronco y de sus miembros, estimulándola sin cesar. Había dejado ya de preguntarse qué pasaba, dónde estaba, quién la acosaba… Lo único que le importaba era que aquella inusual sensación no se acabase, por nada del mundo.
Sentía por encima de su cuerpo las vibraciones que generaba la figura con sus casi acrobáticos movimientos de amante desaforado y vicioso, incapaz de detenerse. La sometía a su voluntad, y eso a ella parecía gustarle cada vez más. Se relajaba y lo dejaba hacer, convencida de que aquella Lorena que alguna vez decidiese trasladarse hacia la Estación Puente Alsina a bordo del “New Midland Express", en apariencia como turista, pero en definitiva probablemente escapando de alguna inconfesable emoción
–inconsciente y prohibida-, quizá hubiese dejado de existir, olvidando en su lugar a este despojo perverso y lujurioso que sólo deseaba ser satisfecha en brazos de un amante invisible y poderoso, cuya única finalidad en este mundo –quizá tan distante al que conociera en el insondable más allá- fuese la de penetrar la carne ajena, a través de todos sus agujeros…
El aire se colaba a través de su canal vaginal con una intensidad tan avasallante que la mujer sólo alcanzaba a gemir, con un volumen cada vez más audible, incapaz de comprender cuál sería el límite al que podría llegar su propio cuerpo, si acaso fuera dueña de los recursos físicos necesarios como para soportar semejante embate …¿amoroso? ¿Qué clase de amor era aquél? Ni se le ocurrió contestarlo, o pensarlo siquiera, temerosa de que la respuesta culminara para siempre con esa inquietante cabalgata nocturna.
Y así, mientras su ventoso partenaire le horadaba las entrañas por detrás, una tenue pero persistente corriente comenzó a rondarle la boca, limando la fiereza de sus labios, deseosa de colarse por encima de su lengua con un intenso deseo por ser paladeada. Pero, …¿cómo podría saborear el aire? Más allá de toda lógica, el inconfundible aroma del semen y el sudor varonil (que a los últimos restos de lo que alguna vez fuera Lorena le hicieron evocar a un –cada vez más- inexistente muchacho llamado Sergio) se esparció por el ambiente, otorgándole a la experiencia un matiz mucho más realista, como si quisiese complacerla en todos los detalles.
La mujer se mecía sobre el suelo, notando gozosa cómo se agitaba su cadera hacia delante y atrás, mientras su espalda se arqueaba y un profundo abismo de placer se generaba sin pausa dentro suyo, alcanzando un éxtasis exquisito. Placenteras circunstancias ante las cuales profería toda clase de incitantes groserías:
-¡Así!!! ¡Así, guacho!!! ¡Cojéme bien cogida!!! ¡Rompeme bien el orto, puto!!! ¿Eso es todo lo que podés hacer, eh??? ¡Si ni siquiera se te puede ver la pija, dale!!! ¡Con más ganas, cagón!!!
La corriente de aire arreció, con tal violencia que la alzó unos centímetros y la desplazó hacia un costado, arrojándole el tronco encima del catre para dejar al descubierto la cadera, proyectada hacia el centro del camarote, donde a ella le era imposible distinguirlo en la oscuridad, pero sí comprobar la demencial presencia de decenas de manos que la aferraban como si se tratase de una invisible orgía, mientras comenzaba a discernir por encima de sus propios gemidos el constante bufido de aquel erótico espectro, dichoso a decir basta, mientras ella se aproximaba a experimentar otro violento estallido orgásmico.
-¡Así!!! ¡Así!!! ¡ASíííííííí!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!



*

El guarda avanzó con paso trémulo hacia los vagones de pasajeros, el de Primera Clase y el de Clase Turista, seguido muy de cerca por el barman. En ambos casos, el pedido –o casi ruego- que formuló Fernando Suárez, bajo la atenta mirada de Ernesto y el desconocimiento absoluto de Gorriarán, el supervisor, fue el siguiente:
-Su atención, por favor. Tenemos un inconveniente de índole psicológico-espiritual en el vagón dormitorio, por lo que nos vemos obligados a solicitar la ayuda de los gentiles pasajeros. ¿Habrá entre Uds. algún sacerdote o psicólogo disponible, que desee colaborar con nosotros?
Más de la mitad del pasaje ya se encontraba durmiendo a esas horas, y una parte del que estaba despierto padecía los inesperados efectos de la misteriosa intoxicación de la cena; por lo tanto, la cantidad de público que recibió un llamado tan extraño fue bastante escasa. Algunas cabezas se levantaron en silencio, amodorradas, para luego mirar en derredor y otear en busca del valeroso candidato que aceptara la arcana consigna. En un principio, Ernesto y Fernando temieron lo peor, mirándose con desaliento, embargados por la culpa de molestar al pasaje con semejante locura.
Hasta que finalmente, una chica de Primera alzó la mano y se acercó hasta ellos, vistiendo pantalones desflecados en las botamangas, un suéter a rayas horizontales de colores, cabello lacio muy corto y anteojos de marco negro onda retro. Bajita y menuda, llevaba una bolsa de yute colgada de un hombro, donde claramente se advertía la presencia de un par de tomos de las Obras Completas de Sigmund Freud, en la edición de tapas verdes de Amorrortu Editores. Y en sus manos, “Extracción de la piedra de la locura”, de Alejandra Pizarnik.
-Disculpen… -, se presentó, un tanto tímida. –Me llamo Claudia Bromiker. No soy psicóloga, sino estudiante, de la U.B.A. Me faltan diez materias para recibirme. ¿Los…… puedo ayudar igual?
Ambos empleados ferroviarios se miraron incrédulos y contestaron al unísono, sin premeditación alguna:
-¡Sí, sí, claro, por supuesto!!!
En la sección Turista, quien acudió al llamado presentaba una apariencia tan inconfundible como la de su futura compañera de tareas: delgado en extremo, con una cara cincelada a cuchillo, vestía una sotana negra hasta las rodillas y lucía una enorme cruz de plata sobre el pecho, además de llevar la cabeza totalmente rapada.
-Buenas noches -, se presentó. –No soy sacerdote, sino seminarista. Sin embargo, tengo sobrados conocimientos para dar algunos sacramentos esenciales. Mi nombre es Heriberto Fort. Tal vez pueda ayudarles…
La aliviada respuesta de los empleados, incapaces de creer en su buena suerte, no se hizo esperar:
-¡Sí, sí, claro, por supuesto!!!
Los cuatro marcharon en díscola procesión hacia el vagón dormitorio, y en el último descanso antes de abandonar los vagones de Primera y Turista, el guarda y el barman les informaron acerca de los percances suscitados desde el momento en que Lorena llegase al coche comedor. Heriberto y Claudia los escuchaban con extrema atención. Y Ernesto experimentaba la sensación –luego del horroroso golpe en la cabeza y el demoníaco y casi andrógino insulto- de que todo aquello había sucedido en algún otro viaje, quizás en otro tiempo; hasta podría haber ocurrido en otra vida, muy distinta a la suya.
-Según creo entender -, les advirtió el seminarista, -nos encontramos ante un definitivo caso de posesión demoníaca. Debemos practicar un exorcismo cuanto antes. Llamaré con mi celular al Obispado más cercano para pedir asesoramiento técnico -, y extrajo de entre sus negros ropajes un luminoso teléfono Motorola.
-Disculpame si te llevo la contra -, le retrucó la estudiante psico-bolche, -pero está claro que lo que experimenta esta mujer es un notable cuadro de histeria conversiva, identificándose al mismo tiempo con las posiciones del hombre y la mujer durante el momento del acto sexual. Habría que ahondar en las fantasías reprimidas que debe sostener a nivel inconsciente quizá desde su más tierna infancia.
-No quisiera ingresar en controversias teóricas y metodológicas que nos tomarían toda la noche-, argumentó Heriberto, -así que preferiría que nos dediquemos con ahínco a combatir al Maligno, más allá del discurso de una pseudo-ciencia creada por un hombre en extremo perturbado moralmente, en caso de que la señorita se refiera al psicoanálisis…
-¡No te permito! -, protestó Claudia, airadamente. -¡La religión es el opio de los pueblos, ha consolado ilusoriamente a la Humanidad con el más oscuro de los dogmas, llevándola hacia el abismo de la ignorancia y el sacrificio inútil, y no por eso me opongo a tu participación en este preciso encuadre de trabajo clínico!
-Dama y caballero, se los suplico, por favor… -, terció Fernando Suárez, interponiéndose entre ambos pasajeros, con las manos en alto, vencido por la incertidumbre de llegar a resolver a tiempo semejante complicación antes de que se enterase Gorriarán. –Trabajemos en conjunto… Ninguno de nosotros sabe qué está pasando realmente ahí adentro. Son sólo conjeturas…
-Sea lo sea, a mí me asusta muchísimo -, confesó Ernesto, mirando de reojo el pasillo del vagón dormitorio al que estaban por ingresar. –Y no veo el momento de que nos deshagamos de eso, y rescatemos a esa pobre mujer.
-Bueno, lo de “pobre” yo lo pondría en duda… -, murmuró Claudia. –Si mujeres como éstas alguna vez se convirtiesen en pacientes, haciendo una terapia como corresponde, no estaríamos dando vueltas por los pasillos a estas horas.
Heriberto estuvo a punto de retrucarle, pero se interrumpió al recibir un leve codazo de parte de Fernando, quien lo fulminó con mirada admonitoria, para luego murmurar:
-Perdón Padre, pero resolvamos esto rápido. No lo vuelvo a decir otra vez. Si jugamos como chicos, entonces olvidémonos del alma de esta pasajera, y que cada uno siga con lo que venía haciendo hasta ahora. Uds. durmiendo y yo trabajando.
El seminarista lo miró con mal talante, pero se llamó a silencio, del mismo modo que la estudiante. Ernesto aguardó un segundo a que los ánimos se calmaran, respiró hondo e hizo punta, iniciando la avanzada crucial hacia el camarote Nº 6.
Al llegar junto a la puerta, los sonidos eran muy distintos a los que percibieran minutos antes. Gemidos y jadeos varios se dejaban escuchar claramente desde el pasillo. Heriberto se persignó de inmediato y comenzó a murmurar una oración, mientras Claudia sonreía satisfecha junto a la puerta y hurgaba en su bolsa de yute a fin de rescatar algún texto freudiano, fundamental entre los que analizan estas intrincadas cuestiones de la patología histérica. Al percibir la presencia de los voluminosos tomos de color verde, Heriberto guardó el Motorola, y del mismo bolsillo del que había extraído el celular hizo aparecer un cristalino frasquito de agua bendita, al tiempo que se descolgaba la cruz de plata del pecho y la sostenía en alto con mano firme, la mirada adusta, el ceño fruncido.
-¡Atrás!!! -, exclamó. -¡Permitan el paso de un soldado de la Fe, dispuesto a inmolarse en pos de la Verdad y la Justicia Celestiales!!!
-Me parece que viste muchas veces el video de “El exorcista” -, sentenció burlona Claudia, sin alzar la vista, ahondando en el índice del libro.
-¡Basta! ¡Déjense de joder!!! -, protestó Ernesto. De pronto, los temores que experimentara desde aquel espeluznante golpe en la cabeza parecían haber desaparecido, dando lugar a una decidida firmeza. -¡Parecen chicos peleándose en el patio de una escuela!
Y miró a Fernando, quien con la visera de la gorra echada hacia atrás y expresión desolada, parecía pensar lo mismo que él:
-Hubiéramos resuelto esto solos -, murmuró el guarda para sí.
Afuera, la tormenta parecía haber amainado, aunque la noche seguía siendo horrible. Un viento muy fuerte azotaba los flancos del “New Midland Express", al tiempo que “Sophrosyne”, la locomotora a energía solar, hacía sonar el agudo pitido de su sirena, muy próxima de arribar a la Estación María Lucila.
Fernando pareció despertar de un sueño muy bizarro, confundido entre los límites de la pesadilla y la realidad; manoteó el silbato con gesto desesperado y exclamó:
-¡Uy, carajo! ¡Gorriarán me mata por no estar en mi puesto! ¡Todo por estar haciéndote caso a vos, Ernesto, con estas pelotudeces!
-¡EEEH! -, protestó el barman, mientras su compañero se alejaba por el pasillo. -¿Y yo qué culpa tengo? ¡Lo único que hice fue pedirte ayuda! ¡Hay una pasajera en problemas!
-¡Que se las arregle sola! -, sentenció Suárez, antes de escabullirse hacia donde se encontraba su supervisor.
-¡Atrás!!! -, insistió Heriberto, la cruz en alto, el agua bendita a punto de ser rociada a su paso.
-¡Tengo una misión divina, sublime, irrevocable!!!
-¿Se puede callar de una vez? -, le gritó Ernesto, acercándole su rostro colérico, a punto de morderlo. –¡Necesito silencio para poder pensar!!!
El seminarista volvió a expresar su mal talante, incomprendido en su indelegable batalla espiritual.
Tan ocupados estaban ambos hombres en dejar sentada su propia posición que ninguno de los dos pudo describir lo que ocurrió inmediatamente después. Menos aún Claudia, absorta en los textos freudianos, intentando releer lo que ya debería haber estudiado para los exámenes finales de mitad de año. Lo único que pudo percibir, aún sin verlo con sus propios ojos, fue la sensación de una puerta que se abría, una corriente de aire constante que le azotaba el rostro, y una mano firme, levemente húmeda, que la asía de una de sus muñecas con la potencia de una tenaza muscular y la tironeaba con violencia hacia adentro, causándole un molesto tropezón con sus propios pies, ahogando un quejido de sorpresa, para caer de bruces dentro del camarote Nº 6, dejando olvidado contra el acanalado suelo de goma del pasillo el tomo verde de las Obras Completas de Freud, abierto y con el lomo proyectado hacia el cielo.
La puerta se cerró con un estampido, provocando que tanto Ernesto como Heriberto cayeran en la cuenta de lo que ocurría más allá de sus propias rencillas. El barman se volvió, lanzándose contra la puerta del camarote, adosando las palmas de sus manos sobre ella, y exclamó:
-¡Claudia! ¿Estás bien?
Pero en el interior, sólo se oía el viento…



(Continuará…)



*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar






*


En construcciones imposibles
sobre vigas inconcientes
me esfuerzo por levantarte,
Pero como ya sabemos,
una taza no sostiene el mundo.




*



Que hago si en la vida se me va el alma
Si la sangre estalla en mis manos
Si se desarticulan mis huesos
Si dentro mío esta la fuerza
Si ensordecen mis oídos
Y callan mis gritos
Para siempre
Si el ruido no es mas que
Una suma de silencios.



*Poemas de Freyja freyja_walkyrien@hotmail.com









La María Lucila*



Era una morocha de rulos, de profundos ojos negros, que siempre lucia un elegante pero antiguo vestido de seda color lila, desbordante de volados, perteneciente a alguna de sus abuelas, y se peinaba con flores frescas sobre sus sienes. En el pueblo todos sonreían al verla pasar, ya que su alegría contagiaba a cualquier vecino con quien se cruzara, siempre rumbo a la estación de trenes. Todos allí la conocían como "La María Lucila".
-Ahí va La Lucila / oliendo a nafta-lila –canturreaban por lo bajo los chicos de la cuadra, ocultando sonrisitas socarronas al verla pasar por la vereda de enfrente, sin que ella se inmutara, siempre sonriente, ajena a los cuchicheos.
Nadie sabía muy bien cuál era el motivo de su felicidad permanente, como tampoco existía alma alguna que la hubiese visto triste o enojada, ni conociera acaso sus verdaderos sentimientos. Sólo sabían que era una de las tantas hijas de Don Nemesio Nicolaides, aquel esquivo patrón de estancias de quien se contaban las más disparatadas historias, desde las más terribles hasta las más gratas, sin que nadie pudiera definir al personaje en una sola faceta.
Renuente de casar a sus hijas, se vanagloriaba de que ellas eran “todas puras”, desafiando abiertamente a quien sostuviera o incluso insinuara lo contrario durante aquellas verdaderas fiestas populares que se organizaban en los campos de la familia, cuando se transmitían algunos de los partidos importantes del campeonato local, o las peleas de box donde combatían los campeones nacionales, o incluso cada uno de los capítulos de determinados radioteatros, siempre a la misma hora. En tales ocasiones, casi la mitad del pueblo se congregaba en varias hileras de bancos de madera, bajo la copa de los árboles, para disfrutar del espectáculo a través de la atenta escucha del único aparato de radio a galena que existía en la región, mágico y suntuoso.
Hacía ya algunos años que Don Nemesio era una incógnita para el pueblo –en caso de que aún estuviera con vida, recluido en su ancestral estancia colonial-, y la María Lucila, en su aparente inconsciencia, cumplía casi al pie de la letra con aquel folclore familiar, conservando el misterio mediante su mutismo.
Casi nadie la había escuchado hablar desde que se hizo mujer. Algunos hasta creían que era sorda… ¡Quién sabe…! Lo que todos aseguraban era que no se comunicaba, salvo por miradas, carentes de intensidad. A menos que marchara triunfante hacia la estación…
El expreso de las 17:15hs. pasaba todos los días, aunque sólo tres veces por semana –pocos años antes de que discontinuaran el servicio- transportaba pasajeros. En estas ocasiones, la María Lucila se acercaba hasta el andén y lucía su sonrisa más radiante, contemplando con la mayor de las expectativas hacia las ventanillas de los vagones, saludando con la mano en alto cada vez que la formación partía o arribaba. ¿A quién esperaba? Nadie lo sabía. Se rumoreaban muchas cosas: la mayoría se inclinaba por imaginar algún amor secreto, cierto pretendiente que le prometiera casamiento años atrás y volviera a cumplir puntualmente con su palabra. También podría estar aguardando la llegada de alguna parienta muy querida, o quizá la llegada de alguna encomienda cuyo misterioso valor sólo ella y el remitente podrían conocer.
Sus hermanos varones habían emigrado hacía ya una larga década, buscando conchabarse como trabajadores golondrina, y nunca se los había vuelto a ver. Había quienes decían saber que habían cometido algún delito inconfesable y permanecían cumpliendo una larga condena a la sombra. Otros aseguraban haber escuchado rumores de alguna pelea a cuchillo en un almacén de ramos generales, donde los hermanos se habían trenzado entre sí ante la aparición de una ardiente pollera, yendo a parar juntos al cementerio. ¿Por qué, teniendo una propiedad agropecuaria importante, los hijos varones habían abandonado el hogar? ¿Sería la crueldad del padre tan cierta como se fantaseaba? Lo que sí se sabía era que las apariciones de la familia por el pueblo siempre eran fugaces y a escondidas, con miradas torvas y actitudes muy poco sociales. Se limitaban a rodar en un sulky que había conocido épocas mejores, proveerse de mercadería, pasar por el correo y volverse a la estancia. Los negocios agropecuarios parecían no tener cabida con los empresarios o comisionistas del pueblo.
La María Lucila, en cambio, arribaba siempre sola y a pie. Siempre con su mismo vestido antiguo, fuera invierno o verano, lloviera o brillase el sol. A veces se abrigaba con alguna mantilla, también lila y vetusta. Viéndola con detenimiento, parecía escapada de una fotografía en sepia, aunque su semblante no reflejase más que frescura y vitalidad.
Hasta que un día, a bordo del expreso de las 17:15hs., arribó un muchacho cuya fugaz existencia no estaba en los planes de nadie. Ni siquiera en los de María Lucila, si es que alguna vez había fantaseado con tal posibilidad.
Se llamaba Rodrigo Fuentes y era viajante de comercio. Distribuía mercaderías en auge para la época, pero ninguno en el pueblo consiguió adivinar qué clase de productos representaba por aquella zona. Sólo se supo que arrastraba fama de tipo elegante, entrador y buen mozo, y la mayoría de las jovencitas que lo vieron bajar del tren, con su traje gris perla, su maletín y su chambergo, cayeron prendadas de su encanto, suspirando embelesadas.
Sólo que allí también estaba María Lucila, y los ojos claros de Rodrigo Fuentes, en vilo sobre el estribo del vagón, fueron capturados de inmediato por aquella delgada y atractiva silueta. La muchacha, sin embargo, se mantuvo en su actitud habitual, saludando a los pasajeros que se asomaban por las ventanillas del expreso, ignorando la retribución de dichos saludos, como si los destinatarios nunca hubiesen estado allí.
Descendió del tren flotando sobre una nube de ilusión, incapaz de concebir la existencia de mujer más hermosa que la María Lucila. Supo de inmediato que debía hacerla suya, casándose con ella, o incluso raptándola y escapando en mitad de la noche, atravesando los campos en una huída salvaje, cargando con la chica sobre sus hombros, luciendo una desquiciada mueca de satisfactoria lujuria.
El silbato del expreso marchándose a sus espaldas lo hizo regresar a la realidad, para contemplar el hermoso perfil de la muchacha volviéndose y marchándose del andén de la estación. Rodrigo Fuentes no podía dejarla escapar. Atravesó la estación, seguido por los sonoros suspiros de las muchachas del pueblo que lo contemplaban casi babeantes, y apuró el paso hasta darle alcance, cruzando a medias la calle.
Impulsado por lo desconocido, la tomó por la muñeca, deteniéndola. Ella se volvió y lo miró a los ojos, intrigada, aunque sin perder la sonrisa. La desnuda mirada de él revelaba una honda turbación, imposible de disimular. Y aunque sentía la boca pastosa y el corazón le galopaba desbocado, el turbado viajante de comercio balbuceó:
-Sos… sos la mu-mujer… más her-hermosa que conozco… Te… Te amo.
Y acto seguido, le rodeó la cintura con un brazo, soltó el maletín para quitarse el chambergo y rodearle los hombros con el brazo restante, y le estampó un profundo y prolongado beso en la boca, ante el cual ella permaneció impávida, dejándolo hacer, sin siquiera reaccionar.
Las exclamaciones de sorpresa y estupor se oyeron por todos los rincones. No hubo quién entre los presentes no se sintiera conmovido ante lo que presenciaba - en su mayoría, cada uno por su lado, experimentaba algo similar-, no sólo por lo extraño de la escena, sino porque –a pesar de lo improbable de tal sensación- lo que ocurría traía consigo quizá todo el peso de la desgracia.
Hasta quizá hubo alguien, entre tanto testigo, que recordase la fatídica sentencia de Don Nemesio Nicolaides: “Todas ellas son puras”. Y no existía hombre que se les pudiese acercar… ¿Ni siquiera sus hermanos?
La muchacha abrió los ojos al culminar el beso, y miró al viajante con expresión asustada, como si el beso de aquel improvisado Príncipe Azul la hubiese despertado de un bellísimo sueño para arrojarla de lleno en una pesadilla tan atroz que ni ella misma podía determinar su origen o alcance futuro. O quizá, hubiera vivido inmersa en tal pesadilla desde siempre, y sólo ahora se percatase de ello, incapaz de digerir la noticia.
La María Lucila emitió un ahogado quejido y se estremeció en los brazos del recién llegado, como si un lacerante dolor la obligase a apartarse de él. El viajante deshizo el abrazo y la contempló absorto, sin recuperarse aún de la fresca humedad de aquellos labios. La muchacha se alejó de él dando pequeños tropezones, sin darle la espalda, con una inusual mueca de susto y dolor, hasta que por fin se volvió y echó a correr por la calle principal que salía del pueblo, en dirección a la estancia familiar. Los testigos eran cada vez más numerosas, y sobre todos ellos se cernía un funesto ambiente de premonición.
Rodrigo Fuentes, incrédulo, la contempló alejarse sin saber qué hacer, ni tampoco pudiendo apartar su mirada de aquella espalda que se alejaba en línea recta, con la mantilla caída y aleteando sobre un costado, y extrañas marcas rojizas impregnadas en aquellos lugares del vestido donde él había apoyado sus manos.
Aunque le demandó un enorme esfuerzo, con el paso de los segundos la pavorosa imagen comenzó a hacérsele posible hasta el punto de llegar a espantarlo: el dolor experimentado por aquella mujer estaba motivado por heridas recientes que le cruzaban la espalda y teñían el dorso de su antiguo vestido con el inequívoco rastro de la sangre.
Aquella muchacha había sido azotada con un látigo; no sólo una, sino muchas veces…
La pujante sensación erótica experimentada por Fuentes cedió violento paso a un odio irracional. Ni siquiera conocía a esta mujer, apenas había llegado a un pueblo que visitaba por primera vez, y sin embargo las emociones percibidas en escasos segundos eran de una profundidad inaudita. Sentía que algo había cambiado dentro de sí desde entonces, quizá para siempre, pero que no le alcanzaría sólo con saberlo. Tendría que hacer algo al respecto. Algo que lo cambiaría todo.
Como en todos los pueblos, las noticias escandalosas vuelan de labios a oídos en cuestión de instantes. Y para cuando Rodrigo Fuentes recorrió las escasas cuadras que lo separaban de la estación al único hotel, regenteado en la misma oficina de correos, el empleado ya lo miraba con expresión de curiosidad y complicidad a un mismo tiempo.
Fuentes no sólo pidió una habitación. También quiso saber, sin dudar ni un instante, dónde podía encontrar alguien que le vendiese un arma de fuego. Con municiones, claro está. Tal vez todas las que pudiera conseguir…
El empleado, quizá experimentando la misma sintonía mental que parecían haber sentido todos los testigos de la escena anterior, extrajo un pesado y oscuro Smith & Wesson de debajo del mostrador y lo apoyó sobre la lustrada superficie de madera, con la culata dispuesta para que Fuentes la tomara. No emitió palabra, ni exigió un precio por él. Simplemente lo entregó, como si sus actos estuviesen predestinados desde hacía muchos años, dispuestos a ser ejecutados cuando el destino así lo dictase.
Fuentes lo miró a los ojos unos instantes, con una comprensión inmediata de la situación, y manteniendo el pesado silencio que lo rodeaba desde que bajara en el pueblo, apenas unos minutos antes, tomó el arma con mano segura y se la guardó en el cinto, contra la cadera, oculta detrás del bolsillo izquierdo del saco. Dejó el maletín sobre el mostrador, aún sin haber firmado ningún registro donde constara su nombre alquilando una habitación –sin haberla pagado siquiera-, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza hacia el empleado, y se marchó con rumbo desconocido.
En las afueras del pueblo, algunos jinetes comentaban extrañados haber visto a la María Lucila huyendo hacia las casas como alma que lleva el diablo. Rodrigo Fuentes avanzó por las calles de ripio, siguiendo la mirada silenciosa de los vecinos que cuchicheaban entre sí y lo escrutaban desde las veredas, para luego desviar la mirada y contemplar el horizonte en dirección a la estancia de los Nicolaides. No hizo falta que nadie hablase, menos aún que él preguntase. Los hechos ocurrían como si un misterioso titiritero los manejase siguiendo el guión de un antiguo drama jamás escrito, aunque por todos conocido.
El recién llegado se adentraba hacia el camino rural, seguido por una temerosa muchedumbre que se mantenía reacia a acercarse, y que tampoco quería perderse detalle de lo que fuera a acontecer. No había caminado trescientos metros cuando la encontró tendida en el suelo, con la espalda empapada en sangre, y ambas manos cubriendo el rostro lloroso. Se acercó en silencio, se hincó a su lado, la tomó delicadamente por los hombros y la alzó en pie. Ella intentó resistirse apenas, porque al contemplarlo se relajó, desvaneciéndose al momento. Rodrigo Fuentes la alzó en brazos y regresó por donde había venido. El pueblo se abrió en arco al verlo venir, y nadie se extrañó por lo que ocurriría. Como si nadie, hasta esa misma tarde, hubiese hecho bromas respecto de la naftalina.
Atardecía cuando el viajante de comercio ingresó por segunda vez al hotel, trayendo consigo a una nueva pasajera, y se coló hacia la habitación sin dar explicaciones. Nadie se las hubiera exigido tampoco. Y mientras los curiosos se agolpaban silenciosos en la vereda de la oficina de correos, algunas miradas oteaban expectantes en dirección al camino que llevaba a la estancia de los Nicolaides, especulando cuánto tardarían en venirla a buscar.
La luna comenzaba a asomarse en el horizonte y el ambiente se impregnaba con el aroma de las tempranas cenas cuando los primeros vecinos dieron la alarma ante la llegada de un vetusto sulky, cargado de gente, procedente de las afueras. Al comando de las riendas, casi desconocido tras el inexorable paso de los años, iba Don Nemesio Nicolaides, cargando sobre sus rodillas una enorme escopeta de dos caños.
Alguien golpeó a la puerta de la habitación. Dentro, Rodrigo Fuentes, en mangas de camisa, había retirado el dorso del vestido de la espalda de la muchacha, e intentaba curar aquellas heridas con un algodón embebido en alcohol. María Lucila, acostada boca abajo, se quejaba con ahogados gemidos, mordiendo la almohada, ausente de todo lo que ocurría, dominada sólo por el dolor y la vergüenza. Y como siguiendo aquel misterioso relato preconcebido, ante una nueva serie de golpes en la puerta el forastero se calzó el saco y el chambergo y salió de la habitación, con la corbata floja y el revolver en la cintura, dispuesto a enfrentar su propio destino.
Las luces de los faroles iluminaban tenuemente la calle, pero lo suficiente como para que todos los presentes adivinasen la silueta del sulky aproximándose moroso hasta la puerta del hotel, cargando el peso de lo inevitable. Al detenerse, Don Nemesio saltó a tierra, quejumbroso, olvidando a su mujer e hijas a bordo del sulky, como si ellas formasen parte de un mudo equipaje. Tomó la escopeta con ambas manos y apuntó desde su cadera al forastero, quien se acercaba sin temor hacia él.
-¡Hasta ahí nomás! –exclamó Don Nemesio, y su poderosa voz contrastó con su aparente debilidad física. -¿Dónde está mi hija?
-Adentro –respondió Fuentes –donde Ud. no la pueda volver a tocar.
-Salí de ahí, pendejo, que voy a entrar a buscarla. Y enseguidita nos volvemos al rancho –anunció el viejo, haciendo ley de su palabra.
Con un gesto que en absoluto parecía ensayado, Rodrigo Fuentes desenfundó el revólver y apuntó al suelo, para que su adversario supiera a las claras de qué iba la cosa. El pueblo a su alrededor contuvo el aliento, apartándose unos metros, adivinando el peligro.
-La chica no va a ningún lado con Ud. –determinó Fuentes. –Así que mejor vuelva por donde vino. Y deje de molestar a esta gente, que ya es tarde y mañana tienen todos que madrugar.
-¡A mí nadie me ordena lo que tengo que hacer, hijo de una gran…!!! –comenzó a gritar Don Nemesio, llevándose la culata de la escopeta al hombro, mientras Fuentes alzaba su brazo, dando un paso atrás y amartillando el revolver, al apuntarle a la cabeza.
El aullido de espanto y dolor los estremeció a todos, aunque los hechos, aún en cámara lenta, ya se habían desencadenado como para que alguien pudiese detenerlos. La aparición lila aleteó con su mantilla desde un costado y se zambulló entre ambos, agitando frenética los brazos a pesar de su mutismo, provocando la sorpresa de todos. Don Nemesio y Rodrigo Fuentes, sin embargo, habían concentrado toda su atención en el enemigo, incapaces de ver hacia los costados.
Dos disparos fracturaron la noche. Un solo aullido desgarró los corazones. Y el espanto del pueblo adquirió dimensión de tragedia.
La María Lucila se estremeció entre ambos hombres, vapuleada por la perdigonada sobre sus costillas y el balazo en el cuello, sacudida como una absurda marioneta cuyos hilos acaban de ser cortados, cayendo sin remedio sobre el escenario. Su cuerpo se desvaneció con la misma cualidad etérea que poseía al desplazarse hacia la estación, aunque ahora teñido de sangre, mancillado por una muerte segura. La mantilla aleteó detrás suyo plegando sus alas. El cisne local se había extinguido.
Ambos hombres contemplaron estupefactos aquel cuerpo sin vida, incapaces de comprender lo ocurrido. Dudaron, renuentes a aceptar la pérdida. Pero una vez que la idea se formó irrevocable dentro de sus mentes, generó tal sensación de odio que sólo podía calmarse derramando mayor cantidad de sangre.
Ambos volvieron a amartillar sus armas, apuntando con fiereza, chillando entre dientes su desprecio. El pueblo contuvo el grito. Las mujeres se agacharon a bordo del sulky, aullando de miedo y de dolor.
Un par de disparos semejantes volvieron a atronar la escena. La cabeza de Don Nemesio se impulsó hacia atrás, agujereada en la frente. La pechera de Rodrigo Fuentes quedó convertida en un siniestro colador. Y ambos cuerpos cayeron hacia atrás sobre el ripio mucho antes de que los ecos de los estampidos se extinguieran en la noche.
La maldita trama, urdida desde tiempos inmemoriales, sostenida por un pueblo entero desde la indignación causada por el primer rumor echado a correr respecto de las crueldades de Don Nemesio, se había cumplido al fin. Sólo que había requerido de una cuota de sangre mucho mayor que la que cualquier vecino hubiese podido imaginar.
Los primeros testigos avanzaron vacilantes rumbo a los cadáveres. Las parientes de Don Nemesio permanecieron inmóviles sobre el sulky, cubriéndose las bocas y los rostros. Y a lo lejos, como una cruel burla del destino, apareciendo como sutil fantasma que arriba para llevarse consigo a las almas difuntas, se dejó oír el agudo silbido de un tren.



*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar





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Sobre el muro de la memoria tacho tu nombre hoy,
Cierro mi mente a tu recuerdo para no volver tras mis pasos.
Para no escucharte en los gritos sordos que me atormentan,
Para dejar de mirar con los ojos nublados el futuro al revés
Para por fin salir del eterno ensueño
y alejar de mis manos lo que alguna vez fue cuerpo.



*de Freyja freyja_walkyrien@hotmail.com




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