domingo, septiembre 12, 2010
SALVATE DE LOS MUROS CIEGOS...
*Xilografía de Armando Posse Valhuerdis.
EL CENTRO*
En memoria del pintor Armando Posse Valhuerdis.
Pasó como el instante de un suspiro, como el segundo de un aroma, como la apoteosis de un amor.
No digas que fue un sueño
Terenci Moix
Me hallaba de visita en el pueblo de dos amigos, habíamos decidido dar una vuelta para estirar las piernas, el sitio me gustaba, calles empedradas, no muy anchas, casas rectas, sin balcones ni terrazas. Había dejado a mi hija de cinco años en la casa de ellos, a buen recaudo, para poder conocer mejor el lugar sin cansarla demasiado... Adoro caminar.
Al pasar por un parque llamaron mi atención, sobre un pedestal, una gárgola, un grifo y un león de piedra blanca: la gárgola atenta, a punto de saltar, el león fiero, majestuoso, el grifo agazapado con el pico abierto. Un conjunto escultórico atípico y llamativo.
Cruzamos la calle y entramos a un café, muy bohemio y agradable, con las paredes llenas de dibujos enmarcados, fotos, caricaturas, que me recordaba uno de la parte antigua de mi ciudad... Teníamos suerte, apenas un anciano fumando su pipa y leyendo la prensa en una esquina, el bar “entero” para nosotros. Un aparato de echar una moneda e intentar pescar un juguete me hizo pensar en mi hija.
“El viejo vive en los altos, en un cuartico, es un pintor, puede decirse que es el símbolo de este lugar”, me susurró mi amiga antes de levantarse a ordenar, seguida por su esposo.
Cuando mis acompañantes se alejaron, cruzó por el cielo una nube inmensa. Por un momento se oscureció todo, se hizo un silencio de espera. Fue un instante, después se reanudaron las conversaciones, los ruidos de los vasos... A pesar de este aparente regreso a la normalidad, tuve la impresión de que “algo” había sucedido, muy grave, importante; me asomé aprisa buscando “qué” y vi que ahora la gárgola, el grifo y el león eran de bronce. El resto era igual, pero ese detalle, que por algún motivo se había fijado en mi memoria, me indicaba que todo lo que estuviera fuera del café había sido intercambiado por un universo equivalente, salvo tal vez en esta bagatela.
Sentí pánico, entré a explicarle a mis amigos, pero ellos me tomaron a broma, no entendían nada. ¿Cuál era mi problema? ¿Qué más daba si las estatuas eran de bronce o de piedra? ¡Llevaban siglos en la plaza! El camarero que se acercaba con el pedido sonrió al escucharnos, solo los turistas reparan en los detalles, para los habitantes de cualquier pueblo, lo que está ahí, sencillamente “está” y no es motivo de atención.
Supe que sólo yo me había dado cuenta y que mi hija, la que había dejado en aquella casa, ya no sería la que me estaba esperando, sino una niña idéntica, con los mismos recuerdos, pero “que no era ella”. Mis amigos no tenían hijos, para ellos hubiera sido el mismo dilema de “piedra o bronce”... ¿Qué más da, si me esperaba una pequeña igual a la mía, con los brazos abiertos? Eran demasiado jóvenes para pensar en tales cosas. Por otro lado, ¿a qué insistir? ¿Qué modo tendría de probarlo? El resto de las madres del mundo tampoco me entendería, excepto las otras “yo” - ¿quién sabe cuántas? -, que quedaron atrapadas en el bar.
Juré cuidar a la niña que me estaba esperando, sin que notara el cambio, y recé en silencio para que en todos los casos, incluido el de mi verdadera hija, ocurriera lo mismo.
Adiviné con la tristeza y el terror de lo irremediable, que si la hubiera llevado conmigo, ahora seguiríamos juntas, porque el bar del otro mundo, o de los otros mundos – con los dioses nunca se saben las cifras en juego - había permanecido en su sitio, como si ese y no otro fuera el punto inamovible alrededor del cual giraran los universos paralelos.
El anciano de la esquina, entre el humo de la pipa y el escudo de la prensa extendida ante su rostro, me está mirando... Lo sé por ese molesto cosquilleo que nos entra cuando somos observados, algo me dice que “él sabe”. Creo entender por qué vive en los altos del bar: No solo los turistas... también el ojo del artista repara en los detalles, incluso en los pueblos más pequeños. Cansado de estos cambios
- de los cuales me enteré por un mínimo error -, hastiado de los caprichos de nuestros creadores, no debe haber cejado hasta encontrar el centro de la circunferencia.
*de Marié Rojas Tamayo.
-Del libro "La tierra prometida"
La Habana. Cuba.
SALVATE DE LOS MUROS CIEGOS...
Salvate*
salvate de las noches rotas
de los caminos con bordes espinados
de los muros ciegos
y las bocas sin relieves.
Hay mil maneras de huir
de ensayar la esperanza
de volver al principio…
Sientate dentro de tus ojos
y acordá con la vida otro amanecer.
Salvate ahora
o ayer salvate
con las mismas manos
y la misma luz
para no dolerte en tu mordaza.
Desviví la ausencia
porque aquella desolación de tu todo
hay que desandarla
Gota a gota.
*de María Manetti. dulcemariam6@hotmail.com
UNA TARDE DE PESCA*
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Ese día habíamos –después de un cambio de opiniones más que debate- decidido emprender, por el “Camino del Diablo”, nuestra incursión que iba a ser una mezcla de pesca y cacería.-
Fuimos, en desflecada barrita, casi trotando los primeros cinco kilómetros hasta la capillita de la Familia Cinell que todavía existe y guarda tras su puertita de vidrio la imagen de una virgencita -¿de Luján, de Pompeya?. No sé- a quien los demandantes de protección pagan sus milagros con monedas o cadenitas que introducen por una pequeña abertura que se parece a un buzón. Son las promesas de agradecimiento por haber intercedido ante Dios por algún pedido concreto y que al parecer se cumplió.
El origen de “la capillita de Cinel” como se la conoce popularmente es para mi un poco conjetural. Una decisión familiar o una promesa hecha por don José Cinell, el jefe de clan hacia su esposa por alguna enfermedad de algún miembro de la familia, ya superada. Lo cierto es que me queda esta deuda: recabar información a la familia que tiene muchos descendientes en el pueblo.
Retomando el hilo del relato, digo, el del día que trato de evocar –ya que no puedo reproducir pues es imposible-diré que en principio no recuerdo cuántos éramos de la partida, pero debo colegir que no seríamos más de seis los que fuimos inseparables, por lo cual presupongo que si éramos más el o los otros serían meros colados en esa barra que hacía el núcleo duro del “Barrio del Jazmín”.
Es de suponer también que no nos habremos detenido ni un minuto o que habremos mirado con indiferencia aquella capillita con su virgen porque nosotros teníamos un objetivo muy terrenal: mandar al muere algún pájaro o surtir la sartén familiar con alguna docena de mojarritas o bagres de la cañada vecina.
Como todo el mundo sabe, la “capillita de Cinell” está en una esquina del campo y justo al final del “Camino del Diablo”, porque abruptamente lo corta otro –muchísimo más largo- en forma perpendicular, que se pierde en la hondura de los campos sembrados y en algunos tambos que en aquel tiempo eran numerosos.
Doblar hacia la izquierda era decir “Boliche de la Lata” si uno seguía derecho, pero si doblaba en el campo de Ramón Camiscia hacia el sur podría ir a “La Chispa” o “San Francisquito”. Dos pueblos perdidos entre balidos y trigo. Ir hacia el oeste era decir: Gödeken, Caferatta, Chañar Ladeado, Colonia Italiana.Pueblos más o menos prósperos-, con una mirada muy pronunciada de su condición chacarera y representantes de una pequeña comunidad de llanura, salvo Chañar Ladeado que tiene una característica y un potencial que lo hace distinto – a mi ver- a los otros pueblos de la redonda, incluido el nuestro.
Nosotros decidimos al llegar a esa encrucijada doblar hacia la izquierda, no sé si por costumbre, o porque los bañados eran –no sé si ahora es así- numerosos hacia el “Boliche de la Lata”, y más de una vez nos habían dado muestra de generosidad hacia nuestros anzuelos ávidos de carne plateada, brillando bajo el débil sol del otoño.
En nuestra ida, mientras transitamos el “Camino del Diablo” nos encontramos con algunos tamberos que con sus tarros vacíos volvían de la Cremería donde habían descargado la leche de un albo espumear. Eran los que vivían sobre esos caminos solitarios: el mayor de los Sampelungue, Omarcito Aguilar, a quien gritamos “Viva Racing” ya que era un fanático hincha de “La Academia” y nos saludó con un gran sonrisa en su carota de inmensos dientes blanquísimos, y también nos cruzamos con los Scarinci, los Picchio, a cuyo hijo menor –Octavio- llamaban “Pichirica” y no sabré ya nunca por qué. Venían también los tamberos de Ramón Camiscia y el “Pieri”Cinell con su chata de color celeste y unos tambores de aceite.
Pero nosotros doblamos hacia la izquierda porque la caza con gomera nos había sido muy esquiva esa tarde y entonces ganamos un cañadón un poco hondo, el que ingresamos con cierta resolución, sin tomar la precaución de otras veces y mojándonos casi toda la ropa. Después de un trecho caminando en el piso que era un lodo pegajoso, alguien, creo que el era “Juanca” López divisó un puentecito de madera a doscientos metros y hasta allí nos dirigimos.
Fuimos subiendo de a uno, nos fuimos parsimoniosamente quitando la ropa y colgando a secar de un alambrado para aprovechar los rayos del sol antes de que se fueran debilitando con el correr de las horas.
Ese día fue prolífero en mojarritas, lo cual quiere decir que se debe entender como un incordio, porque era tirar el anzuelo y pescar y poner en el bolsito de lona y así hasta que los llenamos y luego fuimos pescando y devolviendo al agua ya que no teníamos cómo llevarlas.
El sol fue cayendo hacia ese monte de casuarinas, que se ensombreció cuando esa bola de fuego comenzó a reptar entre los juncales y se metió en el campo arado de Aranci como una moneda en una alcancía plana y oscura.
En lo alto volaba una bandada de teros chillones.
Entonces decidimos volvernos.
Mariposa*
*de Antonio Dal Masetto.
El hombre ha estado caminando al azar durante horas por las calles de la ciudad. ¿Qué lo atormenta? Su pesar tiene un nombre. Nombre de mujer. En este hombre que camina y camina hay algo irresuelto con respecto a esa mujer. Debe tomar una determinación. No es una determinación que vaya a modificar nada, todo está ya definido desde hace un tiempo, los hechos no cambiarán, no depende de su voluntad. Es en sí mismo donde el hombre debe resolver ese algo, dentro de sí, hacia adentro. Tal vez simplemente se trate de aceptar. Nada más que eso: aceptar. Pero no es fácil.
Regresa al edificio donde vive y al mirarse en el espejo del ascensor descubre que tiene una mariposa posada sobre el hombro izquierdo. Son las ocho de la noche, lo sabe porque acaba de mirar el reloj. Mientras el ascensor sube hasta el sexto la mariposa trepa por el cuello y el pelo del hombre y va a colocarse en la parte superior de su oreja izquierda. Al llegar al sexto, al hombre le cuesta apartarse del espejo y cuando se decide lo hace con cuidado, como alguien que lleva una carga preciosa. ¿Se lo imaginan recorriendo el pasillo hasta la puerta de su departamento con la mariposa en la oreja? ¿Pueden verlo caminando con el cuello rígido, sorprendido, complacido, extrañamente gratificado?
va directamente a pararse frente al espejo del living. La mariposa sigue ahí. El nombre de la mujer que lo acompañó durante todo el día, la imagen de la mujer, se mezclan con esa presencia de la mariposa.
El hombre escucha los mensajes del contestador telefónico, levanta una persiana, calienta café. Ahora, con la mariposa en la oreja, todo gesto rutinario adquiere un color y un peso nuevos.
De tanto en tanto vuelve al espejo. Juega a pensar que la mariposa lo eligió, ¿pero para qué? En una de las idas a la cocina la mariposa abandona la oreja, emprende un vuelo breve y va a pararse dentro de la pileta, sobre el aro metálico del desagote. Tal vez busque agua. El hombre hace que una gota se deslice hacia ella. Parecería que efectivamente la mariposa acepta el agua. Después se desplaza por el fondo de la pileta, intenta subir por una de las paredes, cae y queda echada de costado. El hombre la endereza y la mariposa vuelve a derrumbarse. Quizá se esté muriendo. Quizá vino acá a morir. Son las 9.40.
En la cocina, en una ventanita alta, hay dos macetas con plantas. El hombre toma suavemente a la mariposa de las alas y, estirándose, la coloca contra un tallo. La mariposa se prende, trepa. Se desliza por el lado inferior de una hoja, se detiene y queda colgada con las alas hacia abajo. El hombre se queda un rato observándola y después continúa haciendo sus cosas. A las 10.30, cena. A las once enciende el televisor durante diez minutos y lo apaga. cerca de la medianoche se desata una tormenta.
Llueve, sopla el viento y al mirar por la ventana el hombre tiene la impresión de que la ciudad acaba de inundarse. Quizá la mariposa lo buscó para escapar de la tormenta. A las dos se acuesta. Se duerme rápido pero se despierta apenas pasadas las tres y va a la cocina. La mariposa no volvió a moverse. Durante el resto de la noche el hombre se acuesta y se levanta varias veces. Amanece y la mariposa permanece colgada de la misma hoja. ¿Sigue viva o estará muerta? ¿Habrá realmente venido a morir acá, en su casa?
El hombre inicia su vida de cada mañana. Desayuna con una taza grande de café y le echa una mirada al diario que le dejan delante de la puerta. La tormenta pasó y amaneció con sol. Alrededor de las 9.30, al ir una vez más a la cocina, se encuentra con una sorpresa: la mariposa cambió de lugar. Ya no está colgada como toda la noche, sino parada sobre una hoja, otra hoja. Ahora, alta contra el resplandor del cielo, los colores de sus alas resaltan. Son anaranjadas, con manchas azules y pequeñas pintas oscuras. También las antenas se distinguen nítidas y sensibles en el contraluz. las idas y vueltas del hombre se reanudan. La mariposa es un pequeño faro en su mañana. También es un interrogante, una esfinge mínima en la ventana de su cocina.
A las diez descubre que otra vez cambió de ubicación. Lo mismo a las 10.30, a las once, a las 11.30 y a las doce, aunque nunca logra sorprenderla en movimiento. A las 12.30 la mariposa no está. Después la descubre aleteando en la parte baja del vidrio. El hombre se queda ahí, viéndola revolotear contra la claridad. Hay algo que debe hacer, pero no está seguro, en él vive una contradicción, la misma que lo acompañó la jornada anterior, durante tantas jornadas anteriores a ésa, mientras caminaba con el nombre de la mujer martillándole la cabeza. Tarda en decidirse. Le cuesta. le cuesta mucho. Por fin se sube a una silla, toma a la mariposa de las alas, abre la ventana y la lanza hacia afuera. Ve cómo se desvanece rápido en la luz del cielo y la imagen le provoca un sentimiento de pérdida al mismo tiempo que una felicidad breve. Todavía se pregunta: ¿hice lo correcto abriendo la ventana? ¿Debería haberla retenido un poco más? ¿Hice bien en dejarla partir de mí definitivamente?
-Fuente: "señores más señoras" Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 2006
A la caza del valiente*
Ahí estás, cumpa Sabino,
por las tierras de Alta Gracia
te persiguen los sabuesos,
es la orden: ¡darte caza!
Ahí vas, Sabino Navarro,
rastro de sangre en la tierra,
una estrella de ocho puntas
te guía en en la retirada.
Negro, te siguen los perros,
del ejército enemigo
por más que encuentren tu cuerpo
ser leyenda es tu destino.
En las tapas de los diarios,.
tu foto pasa a la historia
ya sepultarán tu cuerpo,
pero no, nuestra memoria.
Jamás vas a darte vivo,
ni la rendición sumisa
apurá el paso, Sabino,
los talones ya te pisan.
Quieren arriar tu bandera,
con lanza y fusil, cruzada,
en el arte de la guerra,
morir antes que entregarla.
En las tapas de los diarios,.
tu foto pasa a la historia
ya sepultarán tu cuerpo,
pero no, nuestra memoria.
*De Rodolfo M. Costa.
-Enviado para compartir por Verónica Capellino.veroaleph@hotmail.com
Los ojos de los pobres*
*De Charles Baudelaire
¡Ah!, queréis saber por qué hoy os aborrezco. Más fácil os será comprenderlo, sin duda, que a mí explicároslo; porque sois, creo yo, el mejor ejemplo de impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.
Juntos pasamos un largo día, que me pareció corto. Nos habíamos hecho la promesa de que todos los pensamientos serían comunes para los dos, y nuestras almas ya no serían en adelante más que una; ensueño que nada tiene de original, después de todo, a no ser que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.
Al anochecer, un poco fatigada, quisisteis sentaros delante de un café nuevo que hacía esquina a un bulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes y ostentando ya gloriosamente sus esplendores, sin concluir. Centelleaba el café. El gas mismo desplegaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los muros cegadores de blancura, los lienzos deslumbradores de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas, los pajes de mejillas infladas arrastrados por los perros en traílla, las damas risueñas con el halcón posado en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas, pasteles y caza; las Hebes y las Ganimedes ofreciendo a brazo tendido el anforilla de jarabe o el obelisco bicolor de los helados con copete: la historia entera de la mitología puesta al servicio de la gula.
Enfrente mismo de nosotros, en el arroyo, estaba plantado un pobre hombre de unos cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño, y con el otro brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de niñera, y sacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos. Las tres caras tenían extraordinaria seriedad, y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con una admiración igual, que los años matizaban de modo diverso.
Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!» Los ojos del niño: «¡Qué hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros!» Los ojos del más chico estaban fascinados de sobra para expresar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.
Los cancioneros suelen decir que el placer vuelve al alma buena y ablanda los corazones. Por lo que a mí toca, la canción dijo bien aquella tarde. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me avergonzaba un tanto de nuestros vasos y de nuestras botellas, mayores que nuestra sed. Volvía yo los ojos hacia los vuestros, querido amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me sumergía en vuestros ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en vuestros ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la Luna, cuando me dijisteis: «¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos como puertas cocheras! ¿Por qué no pedís al dueño del café que los haga alejarse?»
¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento, aun entre seres que se aman!
*Fuente: http://www.colmed5.org.ar/Literatura/baudelaire.htm
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