lunes, marzo 12, 2012
EDICIÓN MARZO 2012
*Dibujo: Ray Respall.
La Habana. Cuba.
ESTACIÓN DE LOS ANILLOS DE AGUA*
Una mano busca la otra.
Tiene una alianza en el dedo anular.
La otra mano, quiere alcanzarla.
Casi lo logra. Caen al vacío las dos.
El vacío es un pájaro ebrio.
La mano es un nido vacío.
Él, reniega de su condición de inmortal.
Ella es una Magdalena que llora.
Hay un anillo de agua que busca dueño.
Nadie lo busca pero él encuentra.
Él parece un barco a la deriva.
Las uñas de la mujer se colorean de verde.
Hay una lágrima suspendida en el vacío.
Ambos la toman y se encuentran en ella.
Uno y otro llevan anillos de agua.
La beben. Se beben.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
MARIPOSAS*
*Por Jorge Isaías jisaias46@yahoo.com.ar
a Pichón Bucelli,
en su cumpleaños
Cuando viene el tiempo de las lluvias es, decididamente otra cosa.
Esto es en marzo, en general, antes de la llegada parsimoniosa del Otoño, cuando las lenguas lentas, fragorosas del verano aún dejan su ceniza en los picos bajos de aquellos pinos enanos.
Es cuando uno recuerda cosas y a veces se vuelve cosa también.
Pero también recuerdo los años jóvenes, los años de los amigos, los años felices de cuando el Otoño ponía su impronta y de algún modo hacía que uno pensara que no había pasado el verano. Es decir lo hacía tan contundente, como si no hubiera existido el verano.
Es casi como decir que de un día para otro el aire chato y caluroso y vagaroso quedaba suspendido. Se callaban las cigarras y las mariposas desaparecían como si una mano inmensa las sacara de los campos cubiertos de alfalfares con el polvo aquietado, las calles largas ahora, desiertas lo estaban también de mariposas. Y si hubiera dudas de la desaparición tan súbitas de las mariposas llenas de colores distintos, quiero decir, si uno tuviera dudas que ellas ya no volaban, erráticas y ciegas, una de ellas, -una sola- iba como tonta de una zanja a otra, de una calle a otra, y luego de mucho se posaba sobre un charco. Era celeste. Es decir era la última mariposa, la que cerraba el verano.
Pero eso era antes, cuando había mariposas, cientos, miles de mariposas que iban volando, por las calles que explotaban de sol, y de colores y de tijeretas veloces que las chocaban hasta que ganaban altura o se perdían en los callejones donde sombreaban hileras de tamariscos y casuarinas oscuras. De esos tamariscos cortábamos unas largas ramas, muy flexibles a la cuales les quitábamos las pequeñas hojas y nos parábamos en medio de la calle con esas ramas como arma temible. Nada hay más cruel que matar mariposas. No hay nada más indefenso que ese cuerpecillo minúsculo al que llevan dos alas tan bellas pero tan frágiles, volando en ese inmenso hueco celeste pleno de aire de luz donde nosotros irrumpíamos con nuestra crueldad inocente.
En esos calores demoledores los únicos seres –además de las mariposas y las iguanas- que podíamos estar en esas calles llenas de polvo y de polen minúsculo volando en el aire, éramos nosotros y la inconciencia feliz que tiene la infancia donde es el principio de todo.
Este aparente abandono inicial, este paraíso supuesto estaba siempre rodeado de la preocupación de nuestros mayores para sostener las necesidades de la familia, siempre con honesta dignidad, como correspondía a aquellos tiempos remotos de un país que se fue.
De ese tiempo, justamente, recuerdo a Pichón.
Un día en que había llovido, cuando salió a ver los chiqueros después de la tormenta y de abrir el molino para el agua que beberían los animales. Había una traba asegurando una cadena larga que inmovilizaba esa gran rueda para que no siguiera trabajando la bomba. Él, joven, yo, niño. Iba a grandes zancadas pisando la gramilla mojada, silbando un tango de a ratos y de a ratos cantando “Patotero sentimental”, que magistralmente cantaba Angelito Vargas en aquellos años acompañado por la orquesta de Ángel D´Agostino. Iba yo detrás con mi botincitos “Patria”, de cuero pesado, de suela de madera, o no, tal vez fueran de cuero y me confundo.
Pichón Bucelli, un muchachón robusto entonces, allí en la chacra de su tío Domingo y de su tía María, a quien yo también llamaba tíos. Dos gringos buenazos cuyo afecto no olvidaré.
Pichón, el mismo que en estos días sigue activo, con sus ochenta años vitales recién cumplidos. Uno de los hombres que acariciaron mi infancia.
Hoy nos vemos por las calles del pueblo, yo en bicicleta, él con su pequeña chata. Apenas me ve, para de cualquier forma y baja sonriente, me da un abrazo, que decís Jorgito, me grita. Acá estamos Pichón le digo.
La chacra aquella no existe, Me cuentan que fue tapera desde mucho tiempo atrás y hace poco cavaron una gran tumba y tiraron allí lo que quedaba un monte, la hilera de sauces añosos que oficiaba de entrada. También un eucalipto de cien años al menos. Todo en una fosa.
Al otro día lo taparon, lo cubrieron con treinta centímetros de tierra y arriba le sembraron soja.
Que sepan que me sepultaron allí casi toda mi infancia y que no volveré por ese lugar donde muchas veces fui feliz y es como si yo me llegara a la tranquera del antiguo camino a Beravebú y me subiera como en esos tiempos y lo llamara:¡Pichón! Y el me hace una seña con la mano en alto y me dice: “Vení que la tía te preparó la leche”.
Las letras producen milagros para quien cree en ella. Y yo, gracias a su conjuro, lo vuelvo joven a Pichón y me vuelvo niño.
Aunque sé que ya no quedan las mariposas de mi infancia. Ni siquiera aquella, la última del verano, aquella de un raro color celeste.
Como dicen que suele ser el color de todos los sueños.
Sin Suerte*
Por un error administrativo la llevaron a un parvulario de niños y como subsanarlo costó más de un año, este período fue un suplicio para ella. Ya en al colegio le escribieron mal el nombre y tuvo que repetir la primaria otra vez. No tuvo mejor suerte en la universidad ya que, a pesar de querer estudiar medicina, la matricularon en veterinaria y tuvo que dedicarse a curar gatitos y canarios.
Su vida amorosa no fue bien ni fue mal. Simplemente no fue.
La desgracia la persiguió toda su vida, incluso en aquella etapa que estuvo durmiendo en una tienda de campaña en el parque porque el piso que le vendieron era una estafa y se derrumbó a las tres semanas.
Los problemas fueron con ella hasta los 32 años y no fueron más allá porque murió. Pensó que ya había terminado su mala suerte, hasta que notó humedad en los pies a causa de las goteras.
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
HABLÓ EL ÁNGEL*
Poesía Haiku
Es el abismo
abierto a mis ojos
como un imán.
El ángel dice
subido a mi hombro:
. No es tu vuelo.
- Vuela tus penas,
redime tus angustias,
lee horizontes.
Sueña despierto.
anuda los milagros
entre silencios.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
Quisiera que Estuvieras Aquí*
Me crié con la idea de que en mi país todos somos holgazanes. Todo lo que producimos es inútil. Que hasta el maíz y el chocolate, nacidos aquí, se hacen mejores si vienen de fuera.
Crecí mirando que a toda Latinoamérica se le educa igual: no aspiramos a otra cosa que no sea tan sólo intentar copiar lo que viene de lejos de nosotros.
Siempre viví despreciando lo hecho aquí, aún cuando las manzanas fueran iguales y no hubiera mayor diferencia entre un pantalón de aquí y uno de allá, que la marca y la leyenda “hecho aquí” o “hecho allá”.
Con el tiempo, me comenzó a resultar difícil aceptar que todo lo que hacemos es inferior.
Un día, comencé a notar que nuevos productos llegaban al municipio en que vivo: fruta colorida como la luz que se refleja en la lluvia, y que se decían ser las mejores, todas ellas venidas del pueblito de Morea, en el Partido 9 de Julio... Ropa hecha en Morea, licuadoras, televisores, computadoras... Todo ello asegurando ser lo mejor.
La gente por acá los compraba y quedaba muy complacida de su adquisición.
Yo me alegré de saber que por lo menos existía un pueblo latinoamericano orgulloso de sí mismo, digno de su historia. Meses después de la llegada exitosa de los productos (ideados, desarrollados y traídos directamente de Morea), se anunció la construcción de una terminal de ferrocarril, aquí, donde vivo, y con destino directo al pueblito argentino, rehabilitando la vieja Estación Morea. La obra se anunciaba como la gran maravilla moderna, y un eje de comunicación y comercio, tan importante que nunca se había ideado algo igual en la historia del capitalismo. No entendía por qué un pueblo como Morea, quería comunicarse con un pueblo como el mío, tan incrédulo de sí mismo y dispuesto en todo momento a negarse.
Cuando la línea del ferrocarril estuvo terminada, compré de inmediato mi boleto para ser de los primeros en viajar, desde la terminal de Cholula, hasta Morea. Todo mi trayecto no pude dejar de pensar en la gente que iba a conocer: imaginaba a todos seguros de su pueblo, de su poder productivo, de su importancia histórica; no como nosotros, siempre tratando de imitar a quien viene de lejos.
El viaje duró a penas unas horas, pues la locomotora, poniendo en alto el lugar a donde nos dirigíamos, era hecha completamente en Morea. Cuando llegamos, noté que la locomotora de regreso estaba hecha en Cholula, lo que me causó algo de asombro.
Me bastó con una inicial caminata para aumentar más este asombro, y desconcierto: la gente allí vivía contenta de sus electrodomésticos, comía lo que, a su parecer, era la mejor fruta, vestía gustosa trajes de todos colores y conducían vehículos muy confortables... Y en todos ellos, y ante la vista de todo quien le mirara, relucían las etiquetas que ponían en alto el lugar de donde habían venido esos artículos: "Hecho en Cholula", y la gente se arremolinaba a la salida de la Estación Morea, para ver a esa gente que venía de aquel orgulloso pueblito mexicano, quienes creían en sí mismos, en su fuerza productiva, en su importancia histórica... Quienes, seguramente, sólo venían para constatar lo buenas que eran las mercancías que producían.
*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
Noche de azules*
En cada resto queda el mundo
José Luis Fariñas
Escribe un verso, alma mía,
sobre brújulas y barcos de papel,
sobre rosas amarillas en tu infancia
y ese rostro que ves reflejarse en los espejos,
el aroma a misterio de las catedrales,
la eufonía de campanas que brota
en las noches azules del desierto…
Sobre la lluvia que acude a borrar el caos ordenador de la memoria
donde anida un invierno que no quiere ser evocado,
pero vuelve, en la respiración entrecortada de mi amante,
dormitando junto a mi vigilia y ese matiz arcano
que tienen los olivos centenarios cuando sueño.
Deja fluir el anima mundi hacia mis dedos,
no temas las evocaciones,
nada es locura en este mundo irracional,
nada existe más allá del árbol que florece en mi ventana,
hoy mi mente es el vacío que llena todo espacio.
Ven, contempla la luz oscura de mis ojos,
ven y asómate al pozo del recuerdo.
Somos bidimensionales figuritas en papel,
nuestra esencia anida en otra conjunción,
esto es una entelequia de lo que pudo haber sido real,
¿y qué lo es?
Dejo ir a lo que amo,
por ver si Amor toma su mano y lo regresa.
Dime si fuimos uno en otra vida,
si lo somos, si nos reencontraremos…
Pero no me dejes morir en los estruendos de la nada,
no hay tormento peor que ese silencio
donde las palabras pugnan por ser vistas:
cántale al hambre y a los duelos,
cántale a la orfandad del universo.
Hay tanta soledad… tan sin remedio,
que ya ni Dios se asoma a vernos.
*De Marié Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba
Pequeño infinito*
Duermo con vista a un pedacito de cielo, una lluvia de infinito cae sobre mis sueños. Me abrigo en el arte efímero de los pequeños momentos. Entre el infinito y el instante, fluye la vida.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
ETIQUETA Y MODA*
Echémos a la basura los corsés que ocultan el vientre.
Brasieres de varilla y doble relleno.
... Las incómodas y desechables pijamas sexis.
Destruyamos todo aquello que oculte, deforme o engañe.
No tratemos más de ser muñequitas de vitrina fina.
Al diablo con las estilizadas piernas de Julia Roberts
con el busto de montañas de cera de Pamela,
las cremas anti-arrugas,
anti-envejecimiento,
anti-vida.
Al carajo con todo tipo de joyas que nos aten,
sobre todo anillos de compromiso,
relicarios con fotos añejas,
medallones con iniciales de nombres propios.
Muera todo aquello que signifique propiedad de otro,
la inseguridad de estar solas,
el miedo a ser nosotras mismas.
*De Lina Zerón. linazeron@yahoo.com
Del libro: Poesía Reunida, 1975-2010. amarillo editores. 2011
Oliverio*
*Por ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar
Vestido con una enorme capa negra que ondula a sus espaldas como las trágicas alas de un desorientado vampiro, con el cabello ensortijado y el semblante pálido, Oliverio deambula sin rumbo, alejándose de la ciudad, atormentado por el siniestro recuerdo de la Dama de Blanco.
La había visto cara a cara. Podría jurarlo delante de cualquiera.
Fue durante una oscura y pegajosa tarde, donde la atmósfera parecía a punto de quebrarse bajo la feroz metralla de los truenos y desatar, instantes después, la peor de las tormentas que recordara Buenos Aires en muchos años.
En aquel preciso momento, Ella se había dejado ver atravesando los añejos muros del Museo de Arte Hispanoamericano Fernández Blanco, sito en la calle Suipacha al 1400.
Por aquel entonces, Oliverio vivía con su esposa Norah en el terreno lindante al Museo, y los encuentros con aparecidos ultraterrenos ya no los inquietaban como la primera vez. Una noche habían sido interceptados al regresar de un café literario por el hierático espectro de un jesuita encapuchado que les heló la sangre. En otra oportunidad, vieron cómo se descolgaba la oscura silueta de una esclava negra por las cañerías que descendían de los techos, buscando escapar de sus ya extintos captores. Y
más tarde, hasta un distinguido Lord británico de raigambre victoriana, con flamante galera y reloj de oro a la cintura, paseaba de vez en cuando por el patio de su casa en las noches de luna, insinuando acaso un leve gesto con su galera hacia ellos, a modo de caballeroso saludo.
Pero ninguna de estas imágenes lo había perturbado tanto como el de la Dama de Blanco. Joven, hermosa, casi virginal. Se deslizaba fuera del Museo y entraba a su casa subrepticiamente, mirando en derredor con cierto temor, como si no reconociese el lugar donde se encontraba. Y a diferencia
de las demás apariciones Ella, exclusivamente a él, le hablaba. Oliverio nunca había podido descifrar su lenguaje, entrecortado y confuso, compuesto por irreconocibles jirones de palabras que no alcanzaban a comprenderse del todo, como si le hablase desde el fondo de un pozo anegado, o a una distancia tan vasta que los sonidos no alcanzaran a cubrir.
Pero su mirada, de una tristeza tan profunda como hermosa, era lo que más lo desconcertaba, fascinándolo a la vez. Haberla conocido implicaba no poder olvidar esos ojos claros. Y quizá fuera eso lo que ansiaba recuperar Oliverio, luego de que la muerte de Norah lo dejara en el más desolador de los desconsuelos: una mirada de amor, proveniente de unos ojos puros, diáfanos como un cielo de verano, que lo atravesaran con su ternura de lado a lado.
Consternado por llegar a concretar el encuentro imposible, Oliverio averiguó durante un buen tiempo acerca de la secreta identidad de la Dama de Blanco. Consiguió saber que había fallecido en 1925, y merodeaba desde un principio el Cementerio de la Recoleta, confundiendo a los incautos varones que la tomaban por una bella joven solitaria y desabrigada a quien cortejar durante las noches de parranda. Ellos le ofrecían sus sacos para protegerla del frío, atesorando la esperanza de un momento de amor, pero terminaban siendo finalmente desairados, mientras contemplaban incrédulos la manera en
que Ella escapaba hacia las profundidades del Cementerio, perdiéndose entre las bóvedas, para luego de dar muchas vueltas en su persecución encontraran el propio abrigo yaciendo sobre uno de los cajones de las bóvedas, recientemente usado por el espectro de la dueña del ataúd.
Luego, la Dama de Blanco se había trasladado unas diez cuadras, errando a lo largo de la distinguida Avenida Alvear y la calle Arroyo, ignorándose el por qué de semejante trayecto, para recalar en las proximidades del Museo, aposentándose casi entre sus muros y los de las construcciones vecinas. Allí la había descubierto Oliverio, deseoso por un reencuentro que jamás había vuelto a concretar, hipnotizado hasta el fin de sus días por aquella mirada, imposible de olvidar.
Muchos años han pasado desde entonces, sumidos en la bruma de los tiempos. Oliverio ha perdido, al fragor de sus poéticos retruécanos y versos delirantes, el sentido del espacio y la localización, extraviado en un lenguaje particular que carece de coordenadas compartidas. Desorientación que lo aleja de las letras y lo conduce hacia los lugares más remotos y estrafalarios, como éste en el que lo descubrimos, sorprendido mientras llega durante una helada noche de luna llena: una desierta estación de ferrocarril, perdida en medio del campo, que misteriosamente lleva su propio nombre.
Los rieles se extinguen a pocos metros de allí, devorados por la oscuridad, que apenas permite entrever un pálido destello lunar y metálico con el que delata su presencia. La rústica silueta de la estación se confunde con las extrañas formas de los árboles del monte que la rodea, otorgándole al lugar un toque siniestro que impulsa con fervor a la huída del testigo ocasional.
Sin embargo, Oliverio se dirige resuelto hacia allí, casi sin darse cuenta de las asperezas del terreno que lo circunda, causado por el más insondable y urgente de los presentimientos.
Una ráfaga de viento helado revolotea su capa al acercarse al derruido umbral de la ventanilla de la boletería, carcomido por la erosión del tiempo. La reja que separaba al empleado de los futuros pasajeros se encuentra tamizada por mugrientas telarañas, aposentadas allí por espacio de varias décadas. El crujido que producen bajo su tacto las maderas podridas del estante para recoger los boletos no lo sorprende, pero le desagrada. Y entonces, en medio de la escalofriante lobreguez, percibe el níveo destello de una presencia dentro de la habitación, luminosidad que le puebla el alma de esperanza y desboca su corazón.
Busca a tientas la puerta que conduce al interior de la estancia, y luego de un par de forcejeos con la cerradura oxidada, consigue que la pútrida hoja de madera le ceda el paso. Avanza trémulo hacia dentro, notando que aquel destello no ha hecho más que aumentar su intensidad, brotando desde la tortuosa grieta de uno de los muros, vecina a un polvoriento archivero. El milagro, informe cual volutas de humo, se expande dentro del cuarto, corporizándose con dificultad, impedido aún de mostrarse tal cual es.
Oliverio extiende moroso los dedos de su mano derecha hacia él, alargando su brazo, esbozando una palpitante sonrisa luego de muchísimo tiempo, tan malacostumbrado al rictus de amargura que lo representase desde la triste muerte de Norah.
La aparición culmina de materializarse, definiendo a la recordada silueta de la Dama de Blanco, con un tenue y escotado vestido de nívea gasa que revela unos pálidos hombros delgados y la suave curva de unos pechos adolescentes, apenas ocultos por los bordes de una rubia cabellera lacia que enmarca su
rostro angelical. Y coronando esa dulce carita inocente, aquella perturbadora mirada de ojos claros, profundos e insondables, transportando a quien los contemple hacia territorios inexplorados de la psiquis y el corazón.
Oliverio se estremece ante esos ojos, sin dejar de sostener su mano abierta hacia Ella, extasiado ante la posibilidad de acercarse, acariciarla, besarla. Una sutil ráfaga helada se cuela entra las múltiples rendijas de la ruinosa boletería, ondulando su inquietante capa negra. Hasta que por fin Ella le vuelve a hablar; y para sorpresa de Oliverio, esta vez lo hace con palabras claras, un lenguaje definido, un mensaje inequívoco.
-Quiero que me hagas tuya -le sugiere u ordena.
Una miríada de sensaciones se abalanza sobre él, confundiéndolo y decidiéndolo a la vez. El cálido y hasta fraternal amor experimentado en vida hacia Norah, el ancestral miedo ante lo desconocido, una inédita tentación al placer más lascivo que pudiera haber imaginado. En un instante las imágenes más representativas o banales de su vida desfilan delante de sus ojos, como si al escuchar esa frase de sus labios hubiese ingresado en el caótico vórtice de un remolino que lo deseara arrastrar hacia el más allá, aunque dejando en su lugar, ajeno a su propia persona, un nombre que le otorgue identidad a este lugar, perdido y quizá olvidado, más no por las evocaciones que pueda suscitar el apellido Girondo.
Entonces, Oliverio descubre en un inesperado rapto de lucidez -que atraviesa la maraña de frases erráticas e imágenes discordantes que han dado identidad a su obra literaria-, que se le ha ido la vida buscando un amor semejante a éste, que su entidad humana parece haberlo abandonado desde hace ya mucho tiempo, que en un lugar de la Pampa llamado Girondo -dentro de su derruida estación de ferrocarril- parece haber encontrado su propio fin humano, más no el de la leyenda de una enamorada pareja de ultratumba.
Se acerca hacia la Dama de Blanco, quien le sonríe por primera vez, con grácil expresión. Oliverio le rodea los hombros desnudos con su capa azabache, que aletea en derredor como si quisiera izarlos en el aire y alejarlos de allí en un huidizo vuelo de murciélago. Y con un gesto aguardado por ambos durante decenios, se buscan las bocas con pasional sutileza, besándose en un abrazo que trasciende la muerte y los eleva hacia la noche.
Una imponente luna llena resulta el único testigo del encuentro, donde una capa negra y un vestido de gasa blanca se elevan por encima de las ruinas de una estación ferroviaria y se pierden enamoradas rumbo a las estrellas, glorificando la cualidad de convertirse en eternos amantes.
A UNA CIERTA HORA*
de María Germinova llamada Toyen
*De Liliana Díaz Mindurry.
Lo indecible,
lo que ella sabe o no sabe o simula no saber, pero el gusto se le guarda en la
/lengua y debajo de los dientes,
lo indecible,
eso
lo que a cierta hora habrá de suceder,
lo indecible
eso, por ejemplo, que la nada corregirá muy pronto la forma de las cosas para
/que la voz no quede ni en el fondo del sueño,
que no la acariciarán esas manos
(y será como si las manos la despedazaran
como si las manos tuvieran mandíbulas garras colmillos púas alfileres puñales)
que las frases se desarmarán goteando sin la menor respuesta,
que los pasillos correrán hacia abajo
como un río en pendiente,
que palidecerán las palabras extenuadas,
que ella misma se volverá muñeca y caminará en la espesura
que el aire le entrará y saldrá de la boca
sin el menor ruido
como esas muñecas que duermen en los estantes
vacías,
rotas.
Eso,
que ya no habrá ningún paraíso
que sólo restará beber agua en los intervalos de la televisión.
Ahora
mira por la ventana, desnuda, con apariencia de estatua,
toma el lomo irregular de las imágenes y las aplasta como a cigarrillos muertos en tazas de café.
Se lame las heridas.
Sabe o no sabe
que los ladrones de la dicha
están alineados
entre cada relámpago que abre y cierra las puertas del pensamiento,
y desde el bosque de los nombres
se acentúa la confusión.
Hasta hace poco,
hasta hace unas horas,
en esa lastimadura del cuarto,
el deseo
como un pez
nadaba en aguas con agujas,
la mirada enorme
se metía en iglesias, campanarios, vitrales,
se comía a Dios,
lo masticaba,
sangraba ciervos en los límites del bosque,
torcía cosas, las mezclaba, se sacaba y se ponía los ojos, fracturaba la noche, le
/hundía las fauces a la locura, llevaba enaguas celestes con puntillas, trituraba
/cualquier uña de la eternidad, guardaba en cajones cerrados la desdicha
/como si ya no tuviera fundamento,
combatía sobre la hoja de papel muerto
con las palabras enfurecidas como tigres.
El deseo
era un perfume,
una curva del tiempo donde detenerse,
y tomar los minutos
para secarlos en la terraza al sol.
Revolver la tristeza en una palangana y cantar de risa.
(No hay obediencia más puntual que el deseo).
Ningún perro en celo tiene hambre ni frío,
ningún perro en celo sabe de ninguna muerte,
ni de esas disfrazadas con ropa transparente,
ningún perro en celo sabe de ningún dolor.
Lo indecible
lo que a cierta hora habrá de suceder,
y ya ponerse la vejez en el cabello,
las manos
en la sala de torturas,
bañarse con jabón aromático, llenar la cara de pomadas,
preparar la valija despacio con pasos de monja en el sagrario,
ponerse un sombrero con flores y pájaros,
leer el diario,
caer.
*Fuente: http://vc-mordiscos.blogspot.com/2012/02/liliana-diaz-mindurry.html?spref=fb
Reverdece muslos*
Reverdece muslos
en la playa
esos
aquellos
Los reverdece con otros
(éstos impuestos por las circunstancias)
Fuma
y reverdece muslos
en la playa
Muslos, ¡ay!
por los que fui fumado.
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
*
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