miércoles, marzo 14, 2012

NO HAY NADA MÁS DESESPERANTE QUE ABRIR LA PUERTA Y NO OBTENER RESPUESTA...



*Foto de Yanina Hinrichsen (c) Londres, 2012






EL HOMBRE DE BOLSO AL HOMBRO*


El hombre de bolso al hombro que va
en el estribo,
agarrado como puede, y ve pasar las
vías
velozmente, con sólo abrir su mano
llegaría
no a la próxima estación sino al otro
mundo,
el mundo ciego que lo mira, en la
mañana
temprano, casi noche, y en la tarde.
Pero
él sigue, y el país sigue, en el férreo
estribo
de estos años, entre señales y señales,
soberbias
y soberbias, canciones y canciones,
esperando
que no llueva ni truene, y en llegar a
la estación,
aunque con una tristeza que, a fuerza
de sola costumbre,
ya es casi una alegría que merece un
festejo.


*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar









El valor de los pobres*



Poco valen los pobres.
van a la muerte
a uno diez el viaje
en un tren del 57

Insensatos los pobres
Gozan hacinarse
Ignoran los feriados
de vagones vacíos

Audaces los pobres
buscan el vagón uno
para ser los primeros
en llegar a la muerte

Retorcidos los pobres
entre hierros viejos
a uno diez el viaje
en un tren del 57


*De Iris. iris_neuquen@yahoo.com.ar









INMORTALES*

“Los ojos de los enterrados, como una lejanía inquieta,
nos amenazan ,óyelos, óyeme…
MARJORIE AGOSÍN



“Óyelo. Óyeme…” Es su llanto y mi grito.
Y es el dolor que vuelve cada día.
Multiplicando calendarios. Te bendigo dolor.
“Hay que castrarlas para que no dejen cría”
Pero ellos. Los monstruos. No saben. No lo sabrán jamás.
Los muertos amados -natos o no natos- regresan, sin tregua, día y noche.
Y se esconden, en sus botas lustrosas.
En las pupilas de sus hijos. En su veneno de acero.
Los muertos, los acechan, los acosan. Son su sombra
Los persiguen hasta volverlos, aun más locos.

Y vuelve mi niño. Y lo veo tan pálido y tan frío.
Y crece el dolor en mi talón ingrávido. Impoluto.
Niño mío, purísimo dolor, vuelve.
Vuelve, llora. Es tu llanto y mi grito.
Inmortales, esa es la cuestión





*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar

(Enviado a Solicitud de Nela Río VIII Exposición Mural y Virtual de Poesía y Arte, en homenaje a Marjorie Agosín. Waterloo_Organizadora:_Sophie Lavoie.)











Una biblioteca con vista*


Si hay un tono, una música que puede escucharse en Virginia Woolf, es el de la contemplación de la vida a través de una textura literaria, que observa, se detiene y se maravilla como si el mundo fuese un libro subrayado y un espejo astillado al mismo tiempo. En esta colección de ensayos, la escritora inglesa parece invitar a escuchar con ella el sonido de esa membrana permeable que separa sin dividir la vida y la lectura.


*Por Esther Cross


En “La muerte de la polilla”, Virginia Woolf se encuentra en una situación típica de ella: está leyendo en un cuarto y desde afuera llegan señales de una “energía” que le impide “mantener los ojos estrictamente clavados sobre el libro”. La vida –resumida en una polilla– la interrumpe. Por eso piensa a su manera, que es escribiendo, y una, que es su lectora común, la sigue en ese viaje a la “extrañeza de la vida”, patética y grandiosa al mismo tiempo. No es un tour inofensivo a la existencia, porque la guía es especial. Propone una crítica que registre “los pensamientos que se forman” al calor de la lectura, “sin deberes hacia los editores ni consideraciones a los amigos”. Renunció al “arte de la vida familiar” matando a golpes al Angel de la Casa –que es la señora que siempre queda bien– porque ese ángel “habría arrancado el corazón de la escritura”. Escribe cartas, novelas y cuentos, lleva un diario, concibe un plan literario y de acción, que encima cumple: releer toda la literatura inglesa –toda la literatura impuesta–. Cuando mira la polilla y piensa en la vida, piensa en la muerte porque si “al leer la mente teje una red”, como dice en otro texto, al escribir las palabras hacen lo mismo.
La biografía de solapa de esta excelente edición, recuerda que Woolf creció bajo la influencia literaria de su padre, Leslie Stephen, autor de Horas en una biblioteca. Woolf dice que “todos los grandes escritores tienen una atmósfera” preferida y la de ella es la lectura, como forma de comprensión en general, que comparte en este libro. Dice que Henry James “está en su elemento cuando se trata de recuerdos” y lo cierto es que ella está en el suyo cuando se trata de leer. ¿Pero qué significa leer cuando ella está a cargo? Nadie diría al verla leer en su cuarto que es una mujer de acción.
“Leer es abrir la puerta a una horda de rebeldes que la atacan a una en veinte flancos distintos a la vez”, dice en su “Carta a un joven poeta”. Suena movido pero vale la pena. “No hay nada más desesperante que abrir la puerta y no obtener respuesta”, agrega. Para confirmarlo, responde desde la primera página, sin distinguir categorías ni géneros. Ficción o no ficción, se trate de una crítica de “suave superficie”, o de la revelación de “Tres pinturas”, del registro de un paseo por la calle, del ensayo sobre un escritor o un libro, la lectura siempre tiene el ritmo sostenido de un pensamiento pura sangre –un “highbrow” por usar sus términos–. “Es imposible leer demasiado”, agrega. E. M. Forster dijo que a Virginia Woolf escribir le gustaba “con una intensidad que alcanzaron pocos escritores”. Ese deseo poderoso se contagia. Es una de esas escritoras que mejoran al lector. Lo hacen escribir en voz baja mientras lee, todo el tiempo.

La muerte de la polilla y otros ensayos. Virginia Woolf Traducción de Teresa Arijón La Bestia Equilátera 264 páginas

Para leerla, valen las consignas de su paseo por Londres: “el cerebro duerme mientras mira”, “nos hace flotar mansamente sobre la corriente” y una cosa lleva a otra en el camino. Al paso se abren algunas claves de lectura, algunos temas propios de Virginia Woolf. Para empezar, no habla de personas, situaciones o libros aislados, sino de relaciones. Arma redes, lee en contexto. Las personas, las palabras y las cosas nunca están solas cuando escribe. Por otro lado, al poco tiempo de leerla, se cumple el pase entre “leer” y “leer en forma consciente” que ella misma observa cuando el lector, asombrado, cae en la cuenta de eso que llama, muchas veces, “milagro”. El milagro de la escritura ocurre en un mundo específico porque para escribir crítica hay que tener una posición tomada, una visión de la vida. En el mundo de Virginia Woolf, el sepulturero cava una fosa al lado de su familia, que hace un picnic y hay atardeceres tan perfectos que hacen mal. “A pesar de su pobreza y sus harapos”, las personas “tienen cierto aspecto de irrealidad, un aire de triunfo” y existen amistades que sobreviven a cuarenta años de cartas y discusiones. El contraste entre la superficie y las profundidades de ese mundo es otra línea que atraviesa el libro. Las miserias de la ciudad tienen un aspecto “rociado de belleza”. Tapamos el grito desgararrador con “una pintura tras otra de felicidad y satisfacción”. La bondad y la seguridad sólo están arriba, aunque a veces los términos se invierten y en la superficie hay bombardeos. El escritor busca la relación entre ese mundo de afuera y el yo que conoce. Mientras escribe, Woolf apunta también con sus preguntas al espejo. ¿Quién es la que escribe y lee, la que deja el libro y mira por la ventana, la que se va? “El yo es tan variado y errático que sólo al darle rienda suelta a sus deseos y seguir su camino somos nosotros mismos”. En el camino, escribe en su cuarto propio y después sale para leer en la Women’s Service League o hablar por radio; reflexiona sobre la biografía –ideal para el lector de ficción que tiene “la imaginación cansada”– y sobre la escritura de cartas –que es una forma de salir del cuarto sin moverse–. Le importan los gajes del oficio y su experiencia “en tanto cuerpo”, la lucha de Shelley en la vida privada, George Moore y el episódico fracaso teatral de Henry James (que para James fue “un fracaso de su público”). En todos los casos, vida y literatura se abren y comunican porque se incluyen. La verdad, “mucho más bella que cualquier mentira”, también la ocupa. Para alcanzarla hay que “romperla en muchas astillas de muchos espejos y luego seleccionar”. Es lo que hace delante del lector. Sólo hay que dejarse llevar. Entregarse. “Mejor es ser pasivo. Aceptar seis navajas pequeñas para cortar el cuerpo de la ballena”, escribe en un atardecer de Sussex desde un automóvil que se aleja mientras piensa en el futuro, que la incluye.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4600-2012-03-11.html






La muerte*


Angustia de saber que no te tengo
Angustia de sentir que estoy vacía
Angustia por tu ausencia repetida
Angustia por no verme ya en tus ojos
Angustia por no sentir ya tus caricias
Angustia por no beber ya de tus labios
Angustia de saber que estoy muy sola
Angustia de ahogarme en este amor
Angustia por mis lágrimas no vertidas
Angustia por no tener ya más sueños
Angustia por no volverme insensible
Angustia por tener solo tus flores
Angustia porque acá todo es muy negro
Angustia de saber que estas con otra
Angustia por saber que yo estoy ¡Muerta!


*De María Ester Sorbello. maesollo@hotmail.com







LA DANZA*


Donde el camino bifurca
los pasos se aquietan, enredan sus sombras los espinos,
entonces realidades y fantasías
tambalean en lo alto de las ramas
y la encrucijada obliga a agitar las alas.

Por eso mis marionetas van y vienen
reviven y remueren sus ajenas voluntades
y sus fragmentos pasados
ya no son más que visiones que merodean
los alrededores.

Y enloquecen inevitablemente
en destellos de luz y penumbras:
los pasos se aquietan más;
donde orgullosas y avergonzadas,
donde enamoradas y desenamoradas
y el ser o no ser como flama,
las estremece y las calma:
risas infantiles oyen a lo lejos.

En sus pies han crecido raíces
y jalan hacia lo profundo
de sueños y pesadillas
de éxtasis y realidad,
los cantares de sus almas agradecidas
y los lamentos de sus rotos corazones retumban en el bosque.

Giran en su entorno los rostros amados
y odiados
en una danza sin
previsto / fin
semejante a rituales bajo la luna llena
y miradas furtivas y pensamientos pecaminosos:
¡Oh!, las cosas prohibidas sus ojos seducen
y ganan batallas y pierden guerras,
pero sus gozos saborean, alucinan y desean terrenas delicias.

Ángeles y demonios, rosas y espinas
y mis marionetas entrelazan los brazos
y danzan, danzan sobre un mar de hojas secas;
las raíces en sus pies cada vez más profundas,
justo donde el camino bifurca
y escuchan plañideras voces retumbar en sus cerebros,
como locas serpentinas por el viento sacudidas.

Espinados los cuerpos, oídos atormentados,
y las voces de ángeles y de susurros demonios
les dictan secretas fórmulas de vida,
conjuros de tiempos aún no vividos,
y cae la tierra con peso de muerte sobre sus blandas siluetas
y mis pupilas quemadas se dilatan:

ven el camino que delante se bifurca.


*De Ruth Ana López Calderón. anilopez20032000@yahoo.es
23-11-2010







Trenes*


Siempre me vuelven a la memoria aquellos viajes en tren que cambiaron mi vida. Eran viajes largos y rumorosos, con sándwiches de milanesa y limonadas caseras. Ahí vamos, mi madre y yo vestidos de domingo en el vagón de segunda. Mamá lleva un pañuelo azul al cuello y la mirada puesta en la ventanilla sucia. Yo voy de pantalón corto y es posible que lleve un pulover marrón con los codos zurcidos. No se a que le temo ni en que piensa mi madre.
Cae la tarde y el sol se esconde en el horizonte. Mi padre ha partido meses antes a ocupar su cargo en una oficina de Río Cuarto. Muchos años después, al escribir estas líneas, releo una carta que le mande a los nueve años: "querido papa: a mama ya le sacaron la benda y yo me estoy haciendo una onda, la goma me la trajo del regimiento el señor Limina. ya tenemos camionero, es Jamelo, manda plata. como estas por alla? asfaltan calles? aca no, Fernandito viene siempre entre las 10 o 10 y media. voy al cine cuando quiero y me levanto a las 10. esperamos ir con vos, termina la casa. besos chau".
Y al margen, como posdata: "el gatito esta atado".
Algunos errores de sintaxis, la be de benda y los acentos que faltan. una caligrafía rumbosa que mi padre conservó hasta el final entre sus papeles. El chico de la carta es el que viaja con su madre en un tren que culebrea y se detiene de tanto en tanto a reponer agua y carbon. Una locomotora negra, con humo negro, igual que esa a pilas con la que ahora juega mi hijo. Perón la ha pagado como si fuera nueva y lleva el escudo nacional. Me pregunto: ¿porque esta atado el gatito? ¿que venda le han sacado a mi madre? ¿quien es Jamelo?
¿por que me preocupa tanto el asfalto de las calles?
Mi madre ya no se acuerda del gatito. Con más de ochenta años se le confunden los trenes. Había tomado el primero en Pamplona, cuando era chica, y siguió aquí, en esta tierra inmensa, detrás de mi padre. Al norte, al sur, a la sierra, al mar, mamá subió a todos los trenes. Me dice, escondida en una montaña de recuerdos difusos, que Jamelo era el de la mudanza y se lleva la mano a la frente donde todavía tiene la marca de aquella herida. Un barquinazo con el jeep de obras sanitarias, de eso me acuerdo bien. Mi padre siempre agarraba los pozos mas grandes y en aquel de San Luis mi madre dejo la lozanía de su cara española. Sangraba y no podía entender que le había pasado. Mi viejo la cubrió con un pañuelo y manejo kilómetros y kilómetros maldiciendo todos los pozos que dios ponía en su camino. En un hospital le colocaron esa venda que ya le han sacado en mi carta. Manejaba mal, mi viejo, pero el nunca lo admitió. Una vez me atreví a decírselo en una curva, camino de Rauch. Freno el coche en un pastizal y me dijo que bajara a pelear. Era así. Se enfrascaba en sus pensamientos y olvidaba la ruta. Entonces mi madre se sentía feliz de subir al tren justicialista. No le importaba que pasáramos días y días en aquellas butacas de madera durmiendo sobre una frazada. A la noche, cuando el tren se paraba en cualquier parte y los señaleros caminaban junto a la vía sin dar explicaciones, abría un paquete hecho con una caja de zapatos y todos los pasajeros se daban vuelta para sentir el aroma de nuestro pollo relleno. Tenia que durar hasta el final del viaje y lo administraba con un rigor de campesina. Mientras comíamos me contaba escenas de lo que el viento se llevo y de postre las películas del gordo y el flaco. Entonces reía y los hacia correr perseguidos por un fantasma o subir un piano inútil a un segundo piso equivocado. El tren arrancaba a los tirones y después se paraba en una estación de mala muerte. Recuerdo que en ese viaje, o en otro, subieron a un boxeador noqueado y con los guantes todavía puestos, que mientras dormía narraba su propia derrota. Mi madre le mojo los labios con un pañuelo. El entrenador llevaba sombrero, tiradores y una boquilla, pero se le habían acabado los cigarrillos. Cada vez que mamá se inclinaba a auxiliar a su amigo el tipo se sacaba el sombrero y rogaba a dios que se despertara para la próxima pelea.
Una vez que hicimos noche en un hotel de Bahía Blanca tarde en dormirme y entreví la desnudez de mi madre bajo la ducha. Al dia siguiente, en el expreso a Neuquén, le pregunte que era esa cosa negra que tenia ahí. Me miro y durante un rato movió los labios sin hablar. Por fin dijo: "un hormiguero", y esa es la única cosa textual que recuerdo de nuestra charla. Yo tenia cuatro o cinco años y ella todavía no llevaba la huella en la frente. Una vez le escuche decir que querían adoptar un hermanito para mi. La odie y odie a mi padre hasta que me preguntó si quería un hermano de regalo y yo me puse a llorar. Pero eso fue mucho mas tarde, entre el rápido a Río Cuarto y el expreso a Cipolletti.
Ahora creo que vamos rumbo a San Luis y en un lugar penumbroso suben dos mellizos vestidos de azul, con una valija inmensa. Al rato uno abre la valija y de adentro sale un enano. No necesitan boleto. Los tres son, le informan al guarda, electores de Perón. Los que el pueblo voto para que votaran por Perón. En casa, el general era mala palabra pero ahí, de noche y a los cimbronazos, estallan aplausos y el enano levanta los brazos subido a un asiento. Alguien, atrás, empieza a vociferar "aquí están / estos son/ los muchachos de Perón". Uno de los mellizos se sienta al lado de mi madre y enseguida le saca un piropeo de versos floridos. Ella se levanta en silencio, indignada, con la cicatriz que le cruza la frente, y me arrastra al pasillo. "este es mi hijo". le dice al guarda mientras me pone la mano sobre un hombro, "y en este tren, como manda el general, los únicos privilegiados son los niños". Me parece mentira que lo diga ella, pero el de uniforme se pone duro como un mástil y el enano deja de gritar. Después todo pasa muy rápido. En la siguiente estación sube la policía y se lleva a los electores a empujones. Un gordo engominado se acerca a mi madre y se disculpa en nombre del ferrocarril: los privilegios de los niños alcanzan a las madres, dice y suda a mares mientras su mano grasienta me acaricia la cabeza. Parece asustado y nos ofrece pasar al vagón de primera. Esa fue la única vez que viajamos en asientos mullidos. Mi madre se recuesta y cierra los ojos. Ahora veo: el gatito esta atado a una silla, enredado en un ovillo de lana. Dormía en mi cama como ahora otro duerme junto a mi hijo. A veces yo era el corsario negro y el corsario rojo que iba a morir en el cadalso. Era negro y blanco con un morro fino y una paciencia infinita. Una noche no volvió, la siguiente tampoco y a la tercera empezamos a llorarlo. Nos había acompañado en otros trenes, aterrado por el encierro y el ruido. Venia del asfalto de Mar del Plata y tal vez sufría los calientes desiertos puntanos. ¿sueña con eso mamá cuando duerme esa noche en el tren? ¿sueña con su aldea de Navarra? ¿con la voz de Magaldi? ¿con los bailes en barracas cuando era joven y trabajaba en la fábrica de medias? en la larga espera de una estación desconocida, esta vez rumbo a Tandil, habla de ella: años atrás un tal Fermin Estrella Gutiérrez le ha escrito versos de amor, dice. Era elegante y gentil aquel poeta de sonoro apellido. Que mas, me pregunto ahora: ¿que otros sueños? ¿mas praderas y distancias? tal vez la pensión de la calle Brasil, a una cuadra de donde vivía el peludo Yrigoyen. La estación Constitución donde desembarcamos por primera vez, yo intimidado por la inmensa avenida y ella feliz con su sombrero de paja bajo el sol.
Trenes de madera, de fierro, de juguete. Resaca inglesa y vivezas criollas. Van peones deportados, viajantes medrosos, boxeadores noqueados, antiguos electores de Yrigoyen y Peron. Ahí va Gardel que todavía no es Gardel. Viene Eva, que todavía no es evita. Sube su moto un chico que todavía no es el Che. Todos duermen, igual que mi madre. Van a la deriva del destino. a cara o cruz.
Aunque nunca hablemos de los sueños, es en ellos donde alguna vez somos enteramente felices. Mientras ruge la locomotora y crujen las maderas de aquel vagón justicialista.


*de Osvaldo Soriano.
"Cuentos de los años felices". Editorial Sudamericana. edición de 1993.









Sueños son*



Un seno de la mujer
de mis últimos sueños
se me acercó
y me quedó en la mano

Aunque lo besé
la mujer
ahora
confirma que no estábamos
aún disponibles
para esa ración
de realidad.


*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar






Caminos*


Entre aromas y
almohadones con flores en relieve
para la suntuosidad del tacto.
Nómades contrapuntos bordados del deseo, viajan.



*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com





*

Inventren Próxima estación: INGENIERO DE MADRID

(CON COMBINACIÓN EN EL FERROCARRIL PROVINCIAL CON DESTINO LA PLATA O MIRAPAMPA)


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1 comentario:

Maria Ester Sorbello dijo...

¡¡Gracias por compartir y publicar!!