sábado, marzo 10, 2012
EL MUNDO ES UN BUEN LUGAR PARA LLENARLO DE HEROÍSMO Y TERQUEDAD...
*Dibujo: Ray Respall.
La Habana. Cuba.
LUNA VIAJERA*
Me asomo a la ventana a contemplar la noche. Por la acera va mi vecinita Melanie, de 5 años, seguida de su mamá. Melanie mira también al cielo… se adelanta unos pasos y vuelve a mirar, da una carrerita y eleva de nuevo la vista.
- ¡Mamá! – grita, preocupada - ¡Apúrate que se nos va la luna!
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba
PALABRAS A LOS AMIGOS*
(que no les dije por teléfono)
Se está forzando algo; la tela
que nos cubre;
las vigas que mantienen; el
suelo que pisamos.
Se está hiriendo algo, se está
quebrando algo,
que no se ve a simple vista
pero sostiene todo lo que fue
y lo que está siendo.
Se está nublando el horizonte,
se está nublando el tiempo,
lo dice entre líneas la gente
en el tren, en el mercado,
bajo estas horas que se están
haciendo así.
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
EL LIBRO QUE NUNCA ESCRIBÍ*
Quiero escribir un libro apto para todos:
Los materialistas,
los científicos,
los descreídos,
los niños que ya no leen a Andersen,
los cazadores de brujas trasnochados,
los que nos tildan de locos
por salir en las tardes de lluvia a cazar unicornios,
los amigos que se ríen cuando les decimos
que hemos visto un fantasma…
Pero sobre todo,
a pesar de todo,
y más que todo,
para los que aún, al ver caer una estrella
se olvidan de los meteoros,
de las clases en el planetario,
y, sencillamente,
formulan un deseo.
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba
(Cuentos)*
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
El mundo es un buen lugar para llenarlo de heroísmo y terquedad, para no saber a dónde ir, para inundarlo de algo que se desarma, se desajusta se desintegra, por obra y gracia de un suspiro o de un movimiento inofensivo, ausente de toda desgracia, arrastrando el ala del amor para sacarlo de sus
terribles caminos y guarecerlo no de la noche sino del alma rota, del alma que se salió del sexo y se agrisa como algo que empieza a romperse, como otro sol que apremia al sol de siempre.
*
El mundo, en vez de apasionarse con el lugar, con la gran huella en la superficie, sigue ocupado en recorridos, en aproximaciones medias, plenas, de nuevo medias, otra vez plenas, con hombres atestiguando la vigilia y el insomnio, con un ritmo rotatorio de bailarina ilesa que gira sobre sí misma
en el escenario atmosférico de la lluvia, en una masculinidad que se afemina, se enternece en la sola manera de girar sobre sí mismo, misma, con la mano adentro de su azul profundo, con la boca llena de una sed que se derrama en el lapso que va desde la noche del mundo hasta la bailarina del alba.
*
El mundo es un buen lugar para coleccionar palabras, prenderlas fuego en las noches como antorchas, dejarlas arder hasta que se consuman, y al día siguiente esparcir sus cenizas en el parque como un guano celeste, para que la hierba crezca más verbal y poliédrica que nunca, y los amantes se recuesten sobre ella, sobre los acentos prosódicos, verdes y húmedos, sobre las hebras nacidas del silencio de las palabras que germinaron en hierba para besarse hasta no saber cómo es posible que esas letras sonámbulas puedan sostener tanta poesía.
*
El mundo suele tener mares hondísimos donde ahogarse y ser alimento de los peces, para que los atunes, las merluzas y los salmones engorden junto con las nereidas y Poseidón hasta caer en las redes de los pescadores azules, que con un cuchillo brillante y sangrador los abren al medio, les quitan sus vísceras, los acuestan sobre un lecho de hielo para que los peces muertos, para que las Nereidas muertas y Poseidón lleguen intactos, sin sobrevida al mármol del cocinero que arrulla las eses y casquea las erres mientras corta el cadáver del pez, el cadáver del dios y de las sílfides en aros de oro, de rubí, de luna, y los coloca en un plato tallado sobre relieve, y los comensales estiran el cuello de las bellas artes hasta los mares donde los dioses de las profundidades lloran a las nereidas, a Poseidón, a los atunes, y a los salmones, mientras apilan los huesos de los náufragos junto al fogón abisal.
*
Ese viejo imaginario llamado mundo, es apto para llenarlo de magia, coronarlo de perlas, para hablarle en cualquier lengua y decirle que también el miedo es redondo, y la luna redonda, y Mozart redondo, y el silencio redondo, apto el mundo para tejerle un lenguaje de letras incendiadas y hacerlo aparecer de noche rodando como un pan resplandeciente por el alero de la sombra, como una flor de luz mínima que sueña su segunda vida y al mirarse en el espejo retrocede, gira para verse la columna vertebral,
recorrida por pasos de fantasmas más reales y consistentes que la voluble realidad de los hombres.
*
El mundo es un buen lugar donde separar la luz de la sombra, lo real de lo irreal, lo Magritte de lo falaz, el pecado de la penitencia, lo Pirandello de lo posible, la paz de la guerra, Alejandra de la imitación, los fantasmas de las alucinaciones, lo Cheever de lo DeLillo, la política de la ambición,
pero también el mundo es un buen lugar para unir lo desunido, para no saber si es o no es mundo el mundo, para pensar que acaso el mundo sólo sea la bailarina que gira sobre sí misma, queriendo ser y no ser, acorralada en su intemperie, estremeciéndose hacia el norte, hacia el sur, hacia el este y el oeste, estremeciéndose desesperadamente, a toda prisa, como una enamorada contra-reloj.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-32846-2012-03-10.html
24 de Marzo*
Alicia sin maravilla
Alicia cae. En ese espacio oscuro no hay leyes, ni siquiera la de gravedad. Flota en las ruinas de un país perdido, busca entre los fragmentos de las antiguas maravillas destruidas por el odio, la clave, el talismán, el nombre. Nada hay, salvo intemperie.
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
El amigo imaginario*
*Por Juan Forn
Había en San Petersburgo, cuando se llamaba Leningrado, una escuela, que estaba enfrente de una fábrica de armamento, que estaba al lado de un hospital, que pertenecía a una prisión, la prisión más famosa de toda Rusia, Las Cruces, con sus 999 celdas. Había en Leningrado, en aquellos primeros
años de posguerra, un pelirrojo llamado Iosip Brodsky que fue a esa escuela hasta que lo echaron y consiguió trabajo en ese arsenal, de donde fue a dar con sus huesos en aquella cárcel, donde lo despacharon al pabellón de enfermos mentales de aquel hospital, donde lo ponían a pasar la noche en
chaleco de fuerza, luego de empaparlo con una manguera (al enfriarse y contraerse, el chaleco de fuerza iba haciendo cada vez más honor a su nombre). Antes lo habían llevado a juicio, por parásito, por poeta, por judío. En determinado momento del proceso, el fiscal le preguntó: "¿Y a usted quién le dio permiso para decirse poeta?" El pelirrojo Brodsky, que tenía veintiún años, le contestó: "¿Y a usted quién le dio permiso para decirse hombre?"
Lo mandaron a Siberia, por supuesto, pero en términos soviéticos la sacó barata: apenas tres inviernos, y no en un campo sino en una granja colectiva. Después lo dejaron volver a Petersburgo hasta que terminaron cansándose de él y de los poemas que no le dejaban publicar y lo expulsaron de la URSS. El pelirrojo Brodsky bajó de un avión en Viena, sin pasaporte y sin una moneda. Las autoridades migratorias le preguntaron si conocía a alguien en el país. Brodsky sabía que Auden, el gran poeta inglés, su ídolo absoluto, tenía una casita en algún lugar de las montañas austríacas. Las autoridades migratorias lo contactaron y el viejo poeta aceptó encantado hacerse cargo del indeseado apátrida. No sólo se lo hizo traer y lo cobijó en su cabaña alpina: en setenta y dos horas vertiginosas, le consiguió papeles y un puesto en una universidad en Estados Unidos y después se lo llevó a Londres, donde lo presentó al mundo en un legendario festival de poesía.
Durante esas 72 horas, las únicas en que estuvo frente a frente con Auden, Brodsky sólo pudo escucharlo: su inglés (aprendido a solas en la URSS con un diccionario y una antología de poesía inglesa hecha jirones, donde había descubierto a su ídolo), a duras penas le daba para seguir la legendaria, prodigiosa verba de Auden, y menos que menos para decirle lo que había significado para él. Un año después, Auden estaba muerto. Brodsky se enteró por los diarios; no había vuelto a verlo ni a hablar con él. Ese mismo día empezó a escribir en inglés. Los poemas los siguió escribiendo en ruso, pero desde ese día empezó a escribir prosa en inglés. Cuando se animó a publicarla, resultó ser una verba prodigiosa: era su manera de hablar con Auden, de decirle todo lo que no le había podido decir en aquellas 72 horas
entre las montañas de Austria y Londres. El mismo lo confesó, cuando le dieron el Nobel. Primero citó unas palabras de su maestro ("Todo escritor tiene un amigo imaginario"). Después dijo: "Soy un poeta judío, mi lengua es la rusa, sólo escribo en inglés para encontrarme con él, para hacer lo único que se puede hacer por un hombre mejor: seguir la conversación. En eso consisten, creo yo, las civilizaciones".
Brodsky era una fuerza de la naturaleza. Se caracterizó toda su vida por llevar la contra a toda advertencia, sensata o de las otras. Quienes lo conocieron dicen que, en la charla mano a mano, la pura intensidad de su presencia a veces hacía sangrar por la nariz a su interlocutor. Cuando estaba en Siberia, juró (y lo dejó asentado en una carta a sus amigos) que, si alguna vez lograba salir de ahí, se iría a Venecia, "me conseguiría una habitación en la planta baja de un palazzo, para que las olas levantadas por las embarcaciones golpearan contra mi ventana, y me dedicaría a fumar, toser y beber, y mientras las colillas se apagaran solas en el húmedo piso de piedra, intentaría escribir una elegía o dos. Y con mi último dinero me compraría una pequeña Browning y me volaría la tapa de los sesos, ya que era
incapaz de morir escribiendo en Venecia". Lo hizo. Me refiero a conseguirse un palazzo con vista a los canales, escribir una elegía o dos, fumar, toser y beber. No logró morir en Venecia, ni por causas naturales ni por balazo, pero sí logró que su hermosa esposa italiana llevara sus restos a enterrar allá.
También se negó toda su vida al lugar de víctima ("Hablar de nuestros padecimientos sólo extiende la vida de nuestros antagonistas"). Para explicar su entereza dijo que el problema de pasarse la vida tratando de burlar al sistema era que, tanto cuando se lo vencía como cuando se lo secundaba, uno se sentía igualmente culpable: "Esa ambivalencia es la característica principal de mi país: no hay verdugo ruso que no tema ser víctima algún día, como no hay víctima que no tema tener en sí la capacidad de ser verdugo. Pero esa ambivalencia es sabiduría, en cierto modo: uno entiende rápido que la vida misma no es ni buena ni mala, es arbitraria".
Con el paso de los años (que no fueron muchos, a los 47 ya había ganado el Nobel, a los 56 estaba muerto), descubrió que la lengua inglesa era el vehículo ideal para entenderse a sí mismo, así como la lengua rusa era su modo de cantar. En inglés dijo que, cuando trabajaba en la fábrica de armamento, podía ver por encima del muro cómo trasladaban presos al hospital, que a la menor distracción de los guardias soltaban cartas que iban a caer al patio de la fabrica y que él o algún otro recogía furtivamente y despachaba por correo de regreso a casa. Lo que no lograba recordar exactamente era si él había sido uno de los que recogía o uno de los que arrojaba aquellas cartas (no por nada escribió que la memoria es como una biblioteca sin orden alfabético y sin obras completas de nadie). En inglés dijo que todo escritor se ve a sí mismo póstumamente, pero que el escritor en el exilio lo hace más que ningún otro porque es básicamente una criatura retrospectiva, que cree que su existencia anterior era más genuina, que teme ser sólo capaz de escribir secuelas de su obra anterior. "El exilio político pone al escritor en el lado banal de la virtud y nada frena su evolución estilística más que eso. Porque el estilo de un escritor son sus nervios y el exilio entumece los nervios. El exilio le enseña que un hombre
liberado no es un hombre libre. Y que, si quiere un papel mejor, el de hombre libre, debe ser capaz de aceptar, o al menos de imitar, la manera en que fracasa un hombre libre. Porque cuando un hombre libre fracasa, no culpa a nadie".
*Fuente:http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-189164-2012-03-09.html
Día de la mujer trabajadora*
Vengo esta noche a cantarte, compañera,
desde el fondo tenaz de mis entrañas,
un son de lucha mineral y centenaria.
Vengo a cantarte, hermana, con mi sangre,
para empaparla en tu sangre derramada.
Se apaga tras los siglos ya la noche
en que atada, escarnecida y olvidada,
te dejabas morir junto al fogón prendido
sin un gesto de fuga en la mirada.
Van muriendo las horas solitarias
en que la casa insoportablemente muda
te cercaba por doquier con los recuerdos
inasibles del tiempo sumergido
en tardes de ventanas y nostalgias.
Tuyos son los amaneceres que vendrán,
tuyo el cántaro preñado de futuros
tuyo el azul sortilegio de los días
que se vislumbran en el horizonte.
Tuya es el arma que abre las compuertas
de un alba que a los cielos amenaza.
Tuyo es el campo virgen que se extiende
ante el ojo sorprendido de los ángeles.
Es tu hora, compañera, hermana,
la hora del candente itinerario
que te lleve, magnífica, a la aurora.
Es la hora del verbo desatado:
Canta, ruge, grita, resucita
el fuego que se esconde en tus pupilas
y lánzalo como un heraldo del mañana.
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
El padre*
*De Antonio Dal Masetto
Cuando pienso en mi padre me vienen a la memoria los regresos a casa, al terminar nuestra jornada de trabajo. Volvíamos de noche, él en bicicleta y yo trotando. Corría a la par, a veces me atrasaba un poco y luego lo alcanzaba. La bicicleta era de mujer, el asiento estaba demasiado bajo y mi padre, un poco echado hacia atrás, pedaleaba despacio por la calle de tierra. Estoy seguro de que no hablábamos. En realidad tengo la impresión de que nunca hablábamos. Si intentara recuperar algún diálogo con mi padre me resultaría imposible. Sólo frases sueltas. Esto de los regresos ocurría en Salto, el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde fuimos a vivir cuando emigramos de Italia. Un hermano de mi padre estaba en la Argentina desde antes de la guerra y le había ofrecido una participación en su carnicería. Yo tenía doce años.
Recorrimos ese trayecto durante meses y meses. Con frío, con calor, con lluvia. Después de tantos años, la memoria rescata una única carrera nocturna que las resume a todas. Esa imagen siempre vuelve y se impone sobre los demás recuerdos. Aunque son muchas, nítidas y fuertes las imágenes que tengo de mi padre. En general de la época de mi niñez, en el pueblo italiano, antes del largo viaje en barco a través del océano. Podría intentar hacer una lista y creo que no acabaría nunca. Ahí está la figura de mi padre, oscura y quieta bajo una nevada, esperándome en el portón del colegio de monjas al que yo iba. Mi padre guiándome por un atajo, a través de una colina que dominaba el lago, hasta llegar a la desembocadura de un río donde nos deteníamos a pescar. Mi padre caminando cauteloso unos pasos delante de mí, en los bosques que comenzaban más allá de las últimas casas: bajo el brazo llevaba la escopeta belga de dos caños de la que estaba orgulloso. Mi padre cortando pasto desde el amanecer hasta el anochecer, en el campo de un terrateniente, parando unos segundos para sacarle filo a la guadaña, secarse el sudor de la frente y tomar un trago de agua. Mi padre vaciando la letrina con dos baldes colgados en los extremos de una larga vara de madera que se cruzaba sobre los hombros. Mi padre abonando los surcos de la huerta con el contenido de esos baldes. Mi padre hachando troncos, apretando los dientes y soltando un soplido ronco en cada golpe. Mi padre llegando a casa de noche, con un pino para el árbol de Navidad, seguramente arrancado de algún lugar prohibido. Mi padre emparchando la cámara de una bicicleta. Mi padre con el torso desnudo, afeitándose en el patio, frente a un espejo colgado de un clavo, explicándome por qué había dos zonas de la cara que necesitaban ser enjabonadas más que el resto. Mi padre fabricándome una flauta. Mi padre lavando una oveja en el arroyo para luego esquilarla. Mi padre realizando trabajos de albañilería, de carpintería. Mi padre sembrando, cosechando, pisando la uva para hacer vino, injertando frutales. Teníamos un ciruelo que daba frutos amarillos en un rama y rojos en otra. Un peral que daba peras de diferentes estaciones. Yo estaba asombrado con tantas habilidades. Aquel hombre sabía hacer de todo. Parecía que nada tuviera secretos para él.
Mi padre era un montañés callado y tímido. Pero podía irritarse y mucho. Una vez lo vi perseguir a un tipo por la calle hasta que el otro saltó por encima de una cerca que daba a un barranco y escapó. Se trataba de una disputa entre vecinos. No recuerdo la razón o nunca la supe. Tengo una imagen muy clara de esa violencia al aire libre. Todavía me parece oír el jadeo de los dos hombres corriendo. Me pregunto qué hubiese pasado si mi padre lo alcanzaba.
Con nosotros nunca se enojaba. Nos quería y nos respetaba. Pocas veces tuve oportunidad de aplicar tan adecuadamente la palabra respeto. De él, sin duda, heredé la inconsciencia y la tozudez. Estoy pensando en la actitud de mi padre durante la guerra. Trabajaba en una fábrica de gas y a veces su turno terminaba en la mitad de la noche. De nada servían los ruegos de mi madre y los consejos de sus compañeros. Volvía a casa sin esperar que amaneciera, desafiando el toque de queda y las balas, porque quería dormir en su cama, era su derecho, y no existían Hitler o Mussolini o guerra que se lo impidieran.
Partió para América en 1948. El día de la despedida reía, bromeaba, se lo veía de buen humor, pero a mí me pareció que lo hacía para darse ánimo y cubrir el desconcierto. Recuerdo el reencuentro en el puerto de Buenos Aires, pasados dos años de separación, su abrazo torpe y sin palabras. En el viaje en tren a través de la llanura invernal, rumbo al pueblo, tampoco habló demasiado. Iba sentado junto a mí y su brazo se mantuvo rodeándome los hombros todo el tiempo. De tanto en tanto sus dedos se comprimían para darme un apretón.
Después vino el trabajo a su lado, en la carnicería, donde aprendí la recorrida de los clientes antes de memorizar la primera media docena de palabras en castellano. Salía al reparto a la mañana y a la tarde y, cuando terminaba, ayudaba en el negocio. Siempre había algo que hacer. Limpiar la picadora de carne, la sierra eléctrica, lavar el piso, pelar ajos para los embutidos, darles agua a los animales. Empecé a jugar al fútbol en la sexta división del Club Compañía General. Estaba contento con los botines, el pantaloncito y la camiseta que me habían dado y podía llevarme a casa. Los partidos eran los sábados después de mediodía y a veces llegaba con un poco de retraso al trabajo. Entonces, durante toda la tarde, vivía en un clima de acusaciones silenciosas. Las acusaciones provenían de mi tío y mis dos primos. Mi padre no me decía nada. A lo sumo rumiaba una frase en voz baja cuando me veía aparecer corriendo. Se sentía obligado con su hermano mayor que lo había traído a América, y la deuda me incluía. Estoy seguro que esa dependencia lo amargaba. Pero no podía hacer nada y guardaba silencio. También en el reducido territorio de aquel negocio éramos extranjeros y había que ganarse el espacio y soportar las humillaciones cuando llegaban. Yo intuía que mi padre hubiese deseado un destino distinto para mí.
Una noche, cinco años después de la llegada al pueblo emprendí otro viaje. Partí a descubrir la ciudad. A esta altura mi padre se había separado de mi tío y había instalado su propia carnicería. No le iba bien. Mi padre no era el mismo de antes. América lo había golpeado. Yo no estaba con él en el negocio nuevo. En los últimos tiempos había trabajado de cadete en una farmacia. Me fui sin que lo supiera. Mi madre y mi hermana me vieron dejar la casa porque se despertaron mientras yo preparaba la valija. No lograron retenerme y tampoco se animaron a llamar a mi padre. Ignoro cuánto pudo dolerle aquella huida. Nunca me la reprochó. Después, en los espaciados regresos al pueblo, me encontraba con pequeños cambios en la casa. Algunas comodidades en el baño, en la cocina. Me enteré que una vez, al comprar un calefón, mi padre comentó: “Para cuando venga Antonio”. Por lo tanto pensaba en mí con cada mejora.
Cuando murió, yo estaba lejos. Una enfermera iba a aplicarle inyecciones día por medio. La última fue un sábado. La enfermera se despidió hasta el lunes. Mi padre dijo: “Vamos a ver si aguantamos hasta el lunes”. No aguantó. Sé que en el final preguntó por mí. Llegué al pueblo el día posterior al entierro. Venía desde Brasil, viajando en trenes y en ómnibus. En la puerta encontré al marido de mi hermana que me dijo: “Papá murió”.
Muchos años después de su muerte, mientras mirábamos unas fotos, oí a mi hermana murmurar: “Qué hermoso era papá” . Nunca había pensado en eso. Eran fotos de sus veintisiete años, tenía a un chico de meses en brazos, estaba tostado por el sol y se le notaban los músculos bajo la camiseta clara. Se lo veía feliz. El chico era yo.
De tantas cosas relacionadas con mi padre me acuerdo especialmente de aquellos regresos a casa después del trabajo. Eran siempre noches grandes, cargadas de estrellas y de silencio. Así las veo. Avanzábamos a través de un decorado de casas mudas y luces fantasmales en las ventanas y en los patios. Yo me sentía extraviado en esa oscuridad y la sensación no me gustaba. Quería llegar rápido, para que pasara la noche, y luego el día, y otra noche, y otro día, hasta que el cerco de las noches y los días se rompiera. ¿Y mi padre? ¿Qué pensaba? ¿ Qué significaba para él ese tránsito entre la agitación de la jornada y la promesa del descanso? ¿En qué medida mi presencia le servía de compañía, de incentivo, de alivio? ¿Me vería como yo me veo ahora en el recuerdo? Lo que veo es un cachorro impaciente, agazapado en el fondo de sí mismo, esperando su oportunidad para dar un salto. Mi padre pedaleaba y yo trotaba a su lado. No teníamos otra referencia que el foco de la bicicleta alumbrando un óvalo de tierra, hipnótico, surgido como desde un sueño, renovándose en una calle que podría no tener un fin. Esa luz mínima marcaba el camino y finalmente nos sacaba de la oscuridad. Nos guiaba a la mesa familiar preparada para la cena, a los rumores de las sillas arrastradas sobre el piso de ladrillos y de los cubiertos en los platos. Pero durante ese trayecto permanecíamos lejos de todo. Ahí estábamos solos y estábamos juntos. Nos movíamos en una zona de vacío entre un mundo que ya no existía, perdido del otro lado del océano, y este otro que se proyectaba en los días futuros y estaba hecho de necesidades e insatisfacciones y furias contenidas y esperanzas obstinadas.
-Antonio Dal Masetto nació en Intra, Italia, en 1938, de padres campesinos, Narciso y María. Después de la Segunda Guerra, en 1950, emigró a la Argentina. Se radicó con su familia en Salto, provincia de Buenos Aires, y aprendió el castellano leyendo libros que elegía al azar en la biblioteca del pueblo. "Sufrí mucho con el traslado. Me sentía un marciano en el mundo", dice Dal Masetto de sus comienzos en el nuevo país. El tema de la inmigración está presente en sus libros, como en las novelas Oscuramente fuerte es la vida y La tierra incomparable. A los 18 años llegó a Buenos Aires. En sus comienzos fue albañil, pintor, heladero, vendedor ambulante de artículos del hogar, empleado público, periodista y, desde los 43 años, escritor. En 1964 publicó su primer libro de cuentos, que mereció una mención en el Premio Casa de las Américas. Recibió dos veces el Segundo Premio Municipal —por Fuego a discreción y Ni perros ni gatos— y el Primer Premio Municipal por la novela Oscuramente fuerte es la vida. Su libro Siempre es difícil volver a casa fue traducido al francés y llevado al cine por Jorge Polaco. Su novela La tierra incomparable, recibió el Premio Planeta Biblioteca del Sur 1994.
Para leer en Aurora Boreal:
Américo Ferrari - Visitas del otro lado
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1140:americo-ferrari-visitas-del-otro-lado&catid=82:poesia&Itemid=199
*
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