*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera-
http://galeria.walkala.eu
El susurro*
Los días
pasaban, parecidos entre sí como pasan los días. Ya el susurro era un
integrante más del grupo, no alteraba los ritmos, las charlas se sucedían
fluidamente, el té seguía su ritual, las mujeres tenían sus pequeñas
conversaciones, en voz más baja a veces, para no ser oídas por los hombres que
a su vez atenuaban sus voces para contarse pequeñas historias privadas. Sólo el
susurro participaba en todo. Se deslizaba en suave ondulación hacia uno u otro
grupo o alguna mujer en particular. Eso era especial. Nunca prestaba mucha
atención a un hombre, prefería la suavidad de la piel femenina descubierta por
el escote o un tobillo redondeado que iba a terminar en un zapato delicado, sin
agresividad. Se pegaba a esa piel en suave caricia, se enroscaba en una pierna,
subía por un brazo que se extendía para depositar un naipe en la mesita
redonda. Siempre prodigándose en el grupo, salvo aquellos momentos en que se
alejaba hacia los rincones más oscuros, investigaba los libreros o el interior
de los jarros de plata.
Esto se
prolongó hasta aquel día de mayo en el cual no se movió del cuello de Ana. Se
quedó allí apoyado suavemente, sin moverse, sólo modulando sus sonidos en forma
casi imperceptible. Todos pensaron que era sólo el capricho de un día. Igual
que cuando había estado susurrando desde un tomo del “Orlando furioso” durante
casi una semana, sin moverse. Ana estaba halagada. Siempre se había sentido
algo relegada dentro del grupo, como más gris e insignificante. Sabía que esto
no perduraría, pero esa tarde se sintió protagonista. Los demás opinaron que
era un gesto casi caritativo del susurro, que volvería a ser compartido por
todos al día siguiente. Pero cuando bajaron y ordenaron las bandejas de
galletas, las tazas de té, sus labores o libros, notaron que el susurro ya
estaba allí esperando con cierta impaciencia. Siseaba molesto moviéndose
malhumorado entre las tazas hasta que Ana se sentó en su sillón habitual, el de
pequeñas flores amarillas, con el pelo cuidadosamente recogido en la nuca. Él rápidamente
encontró su lugar en el hueco de su cuello y volvió a su ritual de susurro
amoroso comenzado el día anterior.
Los demás ya no
pudieron desconocer esa clara preferencia. Se miraron unos a otros, mujeres y
hombres unidos por su determinación. No podían dejar pasar esa alteración de la
rutina. Miraron todos a Ana fijamente, mientras ella algo avergonzada sentía
que el calor del susurro sobre su piel era grato y reconfortante. Cuando
levantó los ojos hacía los demás, vio que todos estaban rodeándola, con miradas
fijas y crueles. Las manos de los hombres parecían demasiado grandes con sus
dedos estirados, los de las mujeres tenían las uñas demasiado largas.
*De Sonia
Arismendi. soniaris@adinet.com.uy
-LO DIFERENTE –
EL SUSURRO
COMO UNA CANCIÓN QUE SE ELEVA POR EL AIRE…
ÍMERO*
El hombre se
parece a Neruda.
Me mira con
ojos escarpados.
Conozco esa
mirada.
Me entrego al
abrazo alado, casi filial.
Guardo la
lujuria en mi bolso azul.
Entrega a su
hija la regla.
Ella, mide
cuadrantes de rayuela.
La mujer se
desnuda y corre al fuego.
Su hermana le
coloca un vestido de malvas.
Su cabellera
negra es exorcismo de luna.
Arranca un
mechón y lo arroja a un pozo triangular.
Ingresa. Saca y
hunde la cabeza. Una y otra vez.
Salen brazos
del costado del pozo.
Semeja una
pintura de Picasso.
Siniestramente
bello. Doloroso, Sensual.
El hombre juega
a la rayuela de palabras.
Me entrega un
fajo de dólares.
Huelo el verde
y me sabe a nada.
El hombre
domina, prepotente: y gana.
En mis manos un
pequeño puñado de monedas.
Huelen a sol.
Aparece un
árbol con flores azuladas.
Distante.
Intocable. Casi ausente.
Me entrego a su
contemplación.
Conozco esa
mirada.
Guardo la
congoja y el adiós en mi bolso azul.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
COMPLICIDAD
MATERNA*
La hondura del llano es una
sensación del estado sin límites. El frío o el calor se sienten intensamente.
Al verano lo aliviábamos, en ese entonces, bajo alguna arboleda. No había
piletas para todos. Las que había eran para un cerrado círculo. Al menos así
era en ese entonces. Púberes, nosotros, la barra del barrio, la que corría
detrás de la pelota, la que se juntaba a la noche en la esquina y junaba a las
chicas que hacia su pasada; esa misma barra que iba a misa los domingos o a ver
uno de los clásicos de la liga, esa misma barra de púberes, ese día de enero de
1961, a la siesta, en la ciudad de San Francisco, tenía calor.
Uno dijo: Allá, detrás de la cancha de Roque Saens Peña, esta la casa de campo con el tanque australiano lleno de agua. Vamos a bañarnos. No hay nadie en la casa.
Y la barra fue. El agua fue un alivio ante la canícula feroz. ¿Malla? No. No teníamos. Éramos todos varones. Hicimos un bollito con la ropa y en bola al tanque. Estaba todo bien. Frescos y a las risotadas. Era el límite de la ciudad. A cien metros o menos, el camino al cementerio. El sol partía el suelo. Eso no era motivo suficiente para que las viudas, todas vestidas de negro, vayan al cementerio a rendir culto a sus muertos. Y nos vieron.
Siguieron su camino bajo los pinos que marcaban el camino. Rezando sus rosarios. Alguna hizo seña con la mano. Ese gesto del chirlo. Pero estaban como a cien metros. Nosotros seguimos jugando en el tanque.
Alguien avisó: ¡La cana! Y salimos campo traviesa. En bola, con el ato de ropas bajo el brazo, entre la tierra arada. El jeep azul hizo una pasada y nos dejo ir. No podían corrernos con sus pesados borceguíes. Juego de chicos.
Más tarde supimos que fue una de ellas la que avisó a la policía. Me imagino: ¡Desnudos! ¡Están desnudos junto al camino de los muertos! ¡Es una vergüenza! ¡Ya no respetan nada! ¡Ni a los muertos!
Lo supe por que alguna de ellas me reconoció y se lo dijo a mi madre. Ésta sólo me preguntó: Ayer a la tarde ¿Estaba fresca el agua?
*De cacho agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
Uno dijo: Allá, detrás de la cancha de Roque Saens Peña, esta la casa de campo con el tanque australiano lleno de agua. Vamos a bañarnos. No hay nadie en la casa.
Y la barra fue. El agua fue un alivio ante la canícula feroz. ¿Malla? No. No teníamos. Éramos todos varones. Hicimos un bollito con la ropa y en bola al tanque. Estaba todo bien. Frescos y a las risotadas. Era el límite de la ciudad. A cien metros o menos, el camino al cementerio. El sol partía el suelo. Eso no era motivo suficiente para que las viudas, todas vestidas de negro, vayan al cementerio a rendir culto a sus muertos. Y nos vieron.
Siguieron su camino bajo los pinos que marcaban el camino. Rezando sus rosarios. Alguna hizo seña con la mano. Ese gesto del chirlo. Pero estaban como a cien metros. Nosotros seguimos jugando en el tanque.
Alguien avisó: ¡La cana! Y salimos campo traviesa. En bola, con el ato de ropas bajo el brazo, entre la tierra arada. El jeep azul hizo una pasada y nos dejo ir. No podían corrernos con sus pesados borceguíes. Juego de chicos.
Más tarde supimos que fue una de ellas la que avisó a la policía. Me imagino: ¡Desnudos! ¡Están desnudos junto al camino de los muertos! ¡Es una vergüenza! ¡Ya no respetan nada! ¡Ni a los muertos!
Lo supe por que alguna de ellas me reconoció y se lo dijo a mi madre. Ésta sólo me preguntó: Ayer a la tarde ¿Estaba fresca el agua?
*De cacho agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
NOSTALGIAS*
*Por
Jorge Isaías.
jisaias46@yahoo.com.ar
De
qué amaneceres ateridos venían aquellos caballos que emergían del amanecer,
aquellos que mi infancia vio con los belfos babeantes y las narices que
producían un intenso vaho tibio cuando el alba aún era una gran sombra profunda
y oscura.
Luego
del desayuno abundante por las rudas tareas que se avecinaba, el menor de mis
tíos montaría el “nochero” como se llamaba al caballo manso que permanecía
atado a un palenque e iría a buscar la tropilla que moraba por las noches en un
potrero de alfalfa, muy alejado de la casa.
De
allí vendría la caballada necesaria para el arado o las rastras, o las
carpidoras o la cortadora de alfalfa con su gran lanza que iba hacia un costado
produciendo una lluvia verde sobre el campo y un olor penetrante de frescura
que tocaban las pituitarias ávidas y con sólo eso uno se sentía bien.
Esto
que trato de recordar, esto que trato de narrar de todos modos es de la época
en que el viejo, es decir mi abuelo, ya no trabajaba el campo, había delegado
esa tarea a sus hijos menores. Todos los mayores habían emigrado y se ocupaban
de peones rurales, única tarea que podían hacer por su conocimiento,
experiencia y baquía. Como casi ninguno había ido a la escuela o lo habían
hecho esporádicamente ya que había que trabajar desde muy chicos, no podían
esperar otra cosa. Nunca supe, y ya nunca sabré a esta altura quién le puso en
la cabeza a mi abuelo, que había vivido toda su vida en el campo, que podía
ponerse al frente de un negocio, él, que era analfabeto, y que –presumo- apenas
sabría dibujar su firma y sacar las cuentas, bien elementales. Mi abuela era
muy vivaz, más inteligente que él, había aprendido a leer y a escribir sin que
nadie le hubiera ensañado nunca. Pero el viejo –que era desconfiado por
naturaleza- no le permitía que ella atendiera sola a la clientela. Porque
además sospecharía que ella podría distraer algunas monedas para repartir entre
sus nietos. Y era verdad esta sospecha porque yo era uno de los beneficiados
directos, ya que ella me aseguraba la matinée del domingo, un paquete de maní
con chocolate y la revista de historietas del día lunes.
Cuando
mi abuelo tomó la decisión de cambiar sus animales, sus escasas maquinarias y
sus enseres de labranza, ya que no era dueño del campo, por un almacén y
despacho de bebidas, tenía cincuenta y siete años y se sentía viejo y se sentía
cansado, tanto trabajar para otro siempre, deslomándose. Alguna vez me contó
que cuando era un niño de corta edad su padre lo llevaba al campo para que le
ayude a arar. Lo hacían con bueyes. El padre de mi abuelo en la mancera y él
manejando los bueyes. Como sus seis años no tenían fuerza para darle latigazos
a los animales, mi bisabuelo le pegaba un chicotazo a los bueyes y de paso uno
a él, para que aprendiera.
Esto
me lo contó casi al final de su vida, cuando pasaba los ochenta, y como nunca
fue proclive a las confesiones, yo lo doy como notoria verdad.
Imposible
mensurar hoy cuánto sufrieron estos inmigrantes que cruzaron el mar escapando
del hambre, y que luego nos engendraron en la tristeza de haber abandonado sus
raíces y en la presunción de que nunca serían de un país, que les daría, sí,
identidad a sus hijos y a sus nietos.
Pero
ellos nunca se adaptaron, creo, y nunca fueron felices.
Mi
abuelo al atardecer se sentaba en la galería y miraba el campo.
Es
lo que uno creía, pero cuando esa bandera de trigo, tremolaba, él estaría
mirando a través de esas olas amarillas, su lejana tierra a la que nunca
volvería.
Entonces
sacaba su pipa del bolsillo de su chaquetón de brin, metía la cazuela dentro de
su tabaquera, luego con parsimonia la llenaba y encendía el tabaco dulzón que
se volvía agrio en su boca.
Y
a través del campo en reposo miraría esas luciérnagas vivaces que incendiaban
los alfalfares y tal vez soñara con su aldea que dejó colgada en su tierra y
ahora sólo vivía en su memoria.
En
su memoria que sólo de vez en cuando se atrevía a inquietar con recuerdo.
CUANDO NO TE
PERTENEZCA*
Me pregunto
cuánto durará tu amor, qué parte de mí es la amada.
Si es a mí a
quien deseas o es a esta mujer que está a tu lado, que parece lo mismo pero no
es igual.
Alejada ya de
un hombre, me ocurre seguir preguntándome por su salud, por sus achaques, por
sus afectos y su transitar por las aceras. Alejada ya definitiva,
irrevocablemente, me ha ocurrido recordarlo con ternura, sonreírme en el
colectivo, desearle en silencio y desde lejos un feliz cumpleaños, si
necesitamos un ejemplo.
No soy afecta a
recontar defectos, a caer en críticas de acero y piel desgarrada.
Me ocurre
rememorar sin ira y con aprecio, me ocurre sentirme unida por un pasado común a
ese ser que ya es un extraño, y que ya hizo que los días y las noches me fueran
borrando de sus sábanas y del olor en los cabellos.
Y me ha ocurrido
golpe tras golpe escuchar que la otra mujer, la mujer de antes de mi pareja ya
no existe, no significa nada, es un fantasma, un cadáver amortajado en el
extranjero. Es la madre de mis hijos dirá, es aquella con la que cometí el
error de casarme, lo que sea, pero nada, nada de nada, ni un aleteo sutil de
sentimiento, ni una rosa en el libro, ni una cajita de fósforos escondida en un
cajón. Ni una sonrisa, por dios, para quien debe de haber reído, charlado,
hecho el amor en un lejano tiempo de felicidad.
Yo no nací hoy
ni me han parido ayer y sin historia. Los hombres que fueron parte de mi vida
fueron queridos, y no reniego tan pronto ni tan levemente de los afectos.
Quizás porque tomo tan en peso y profundidad la palabra amor es que me sea tan
difícil pronunciarla. Pero yo los he amado a todos, y a todos los sigo
queriendo.
No me mueve el
que este hombre sea mío, que sea hoy mi pareja, novio, esposo, lo que sea pero
mío. Lo quiero porque lo quiero, porque lo encuentro bueno, noble, propicio
para la querencia. Puedo quererlo sin posesión e inclusive desde el abismo de
las décadas o los kilómetros. Que no haya ni pueda haber un futuro compartido
no quita la ternura ni la calidez de una caricia lejana.
Cuando me dicen
que me aman, y cuando me lo dicen ahora mientras cocino, o escribo, o recorto
una cartulina azul. Cuando me dicen que me aman, me pregunto cuánto durará este
amor, cuán larga es su sombra, hasta adónde abarca. Me pregunto, mi amor, si tu
cariño tiene una correa como esos perrillos volubles, que tan pronto saltan al
amigo que llega, como le dan la espalda y son todo fiestas para el nuevo
visitante.
Sin necesidad
de que la estatua de alabastro sea de mi propiedad puedo disfrutar su belleza,
sin que la magnolia presida mi jardín puedo admirar sus flores de gigante, sin
que estés a mi lado puedo valorarte. Y no te negaré cuando la noche caiga, ni
cuando el gallo cante hasta la tercera vez.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Cerca de la
Revolución*
*Por Juan
Forn
En julio de
1966, el viejo Mao estaba supuestamente jubilado en la provincia de Hubei pero,
ante las inequívocas señales de que China se recuperaba luego del catastrófico
Gran Salto Hacia Adelante que él mismo había puesto en marcha en 1958 (con un
saldo de veinte millones de muertos por inanición), decidió lanzarse a las
aguas del Yangtzé durante un acto público en su honor y nadar quince
kilómetros. En realidad, sólo se dejó flotar en la mansa corriente del río
durante una hora, pero el rumor que corrió por toda China fue que el Gran
Conductor se había revitalizado y, a los 73 años, volvía a escena. Dos días
después Mao estaba en Pekín, obligando a renunciar a Liu Xaoqi, el sucesor que
él mismo había elegido, y dando vía libre a los jóvenes rabiosos de las
Guardias Rojas para motorizar la hoy tristemente célebre Revolución Cultural.
El hombre que había dicho “La política es la guerra por otros medios” iniciaba
una guerra total contra su propio partido, con la consigna: “Muerte a todo lo
viejo”.
En cada comuna
de China, todos sus habitantes debían asistir, diariamente y en horario de
trabajo, a las sesiones de acusación pública en que una persona, parada o
arrodillada en una silla, con la cabeza baja y un humillante bonete de papel
donde él mismo había escrito de puño y letra su culpa, era denunciada por sus
amigos, vecinos o familiares y recibía los insultos de toda la comuna. Las
sesiones duraban horas y podían repetirse cientos de veces y, entre sesión y
sesión, se les daba a los acusados las dos peores tareas: romper el hielo de
los campos y vaciar a mano las letrinas. Cada una de las sesiones se cerraba
con un vibrante ballet de milicianas en traje Mao celebrando la sabiduría del
Gran Conductor. Gran parte del trabajo de un fotógrafo de prensa en esos años
era registrar estos actos. Había, en la jerga, dos tipos de fotos: las
“positivas” (es decir, las que podían publicarse) y las “negativas”. Por cada
toma que salía publicada, un fotógrafo recibía film por el equivalente de ocho
tomas. El que al volver al diario entregaba para revelar más imágenes
“negativas” que “positivas” en sus rollos se cavaba su propia fosa. Al joven Li
Zhensheng, por ser el novato de su sección en el Diario de Heilongjiang, le
tocaba revelar los rollos de todos sus compañeros. El joven Li creía de verdad
en la Revolución Cultural, pero en el cuarto de revelado se fue dando cuenta de
que en realidad estaba registrando la locura colectiva del país en estado puro.
Tuvo el cuidado de, noche a noche, recortar de sus rollos las fotos más
“negativas” que le salían y dejar sólo las positivas a secar. Para no tirar las
otras, se las llevaba a escondidas a su casa. Nunca lo descubrieron, pero igual
lo mandaron a los campos. Sobrevivió, y en 1988 era maestro en una escuela de
fotografía de provincia cuando le pidieron desde Pekín fotos para una muestra
sobre la Revolución Cultural.
Li mandó
mezcladas diez fotos “positivas” y diez “negativas”. El inglés Robert Pledge
las vio, logró contactarlo y le mandó decir que quería hacerle un libro. Tardó
siete años en recibir casi treinta mil colitas de rollos en negativo desde
China, pero el libro fue un bombazo. Se llama Soldado rojo de las noticias,
porque eso decía en el brazalete rojo que usaba Li, en lugar del brazalete
blanco y negro de prensa, así podía acercarse a sus objetivos más que los demás
fotógrafos sin que las Guardias Rojas lo apartaran. Nadie le vio la cara tan de
cerca a la Revolución Cultural como él. Nadie la vio tan panorámicamente
tampoco: Li nunca tuvo gran angular, así que cuando necesitaba captar algo en
grande en las escenas de masas a las que asistía iba disparando y girando,
calculando máxima efectividad con mínimas tomas para no malgastar rollo. Li
había querido estudiar cine. De chico, cuando en las salas chinas ponían
parlantes afuera, como él no tenía para pagar la entrada se sentaba en la calle
y “escuchaba” las películas. La primera cámara que tuvo la consiguió a cambio
de una colección de estampillas que le robó a su padre, que había sido cocinero
en un barco de carga. Pero cada rollo costaba un yuan, así que sus compañeros
hacían una vaquita para que él les sacara fotos y en recompensa le cedían la
última; Li hacía en quince minutos las primeras quince fotos y se pasaba el
resto del día con la restante. Al entrar en el diario, lo primero que le
enseñaron fue que no terminara el rollo sino que se dejara una o dos
exposiciones por si se topaba con algo a su retorno de cada asignación. Li lo
entendió a su manera: la última era para él. Cuando Li nació se le pidió al
abuelo que le pusiera nombre. El abuelo era campesino pero era conocido en diez
pueblos a la redonda como hombre instruido. A la partícula Zhen que
correspondía generacionalmente, la completó con el nombre por el que hoy conocemos
al nieto, que en chino significa: “Como una canción que se eleva por el aire,
lo que veas será visto en las cuatro esquinas del mundo”.
Territorio de infancia*
*Por Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
Haciendo
caso a Rilke, si no puedo decir nada, puedo decir de mi infancia, porque verme
sin escribir se hace muy difícil.
Y uno recurre a contar hechos del pasado. De un mundo que ya fue. Queda el polvo de los recuerdos y, en muchos casos, la nostalgia. Pero, personalmente, no me acuno en ella. Sé que ese mundo ya fue. Con sus códigos, su lenguaje, sus percepciones del mundo y de la vida.
Más allá de ello, convengamos que han sido, cada uno de esos hechos, la materia con la que estamos compuestos en buena parte en nuestra forma de ser y obrar. Y lo están las generaciones que nos siguieron y las que seguirán. El abrazo oportuno de papá y/o mamá, el consejo del abuelo, los juegos con mis hermanos o compañeros de edad y escuela, los viajes, los amigos nuevos, los amores infantiles y los metejones juveniles...
Es cierto, además, que no todos tenemos la misma infancia. Cada uno está signado por el lugar donde nació y creció. Y hay diferencias. Uno las percibe con claridad, ya adulto. De niño solo sabemos que somos niños.
Y los amigos son amigos del alma. Para toda la vida. Eso creemos. Y queremos hacer todo con ellos: ir de paseo, comer un alfajor, tomar la merienda, ir a la escuela, ir a la iglesia para prepararnos para la primera comunión. ¿Cómo no voy a ir con mi mejor amigo? Y ahí fui. La primera vez fue una charla del cura. Como la pasamos bastante bien, lo invité. Y él, sin ninguna traba, aceptó y vino conmigo. La pasamos bien.
Claro, había un detalle: mi amigo era judío. Las nacionalidades y confesiones religiosas siempre las pase por alto pero, los mayores, nos pusieron en regla de adultos. Uno aquí y el otro allá. En los juegos, no había problemas: los piratas, el tren, trepar los árboles, comer frutos silvestres o correr tras la pelota. Pero en lo religioso, nones.
Así fue como empecé a distinguir ciertas diferencias, pero que no me movieron en mis siete: la amistad no tiene religión, ni raza, ni territorio.
Y uno recurre a contar hechos del pasado. De un mundo que ya fue. Queda el polvo de los recuerdos y, en muchos casos, la nostalgia. Pero, personalmente, no me acuno en ella. Sé que ese mundo ya fue. Con sus códigos, su lenguaje, sus percepciones del mundo y de la vida.
Más allá de ello, convengamos que han sido, cada uno de esos hechos, la materia con la que estamos compuestos en buena parte en nuestra forma de ser y obrar. Y lo están las generaciones que nos siguieron y las que seguirán. El abrazo oportuno de papá y/o mamá, el consejo del abuelo, los juegos con mis hermanos o compañeros de edad y escuela, los viajes, los amigos nuevos, los amores infantiles y los metejones juveniles...
Es cierto, además, que no todos tenemos la misma infancia. Cada uno está signado por el lugar donde nació y creció. Y hay diferencias. Uno las percibe con claridad, ya adulto. De niño solo sabemos que somos niños.
Y los amigos son amigos del alma. Para toda la vida. Eso creemos. Y queremos hacer todo con ellos: ir de paseo, comer un alfajor, tomar la merienda, ir a la escuela, ir a la iglesia para prepararnos para la primera comunión. ¿Cómo no voy a ir con mi mejor amigo? Y ahí fui. La primera vez fue una charla del cura. Como la pasamos bastante bien, lo invité. Y él, sin ninguna traba, aceptó y vino conmigo. La pasamos bien.
Claro, había un detalle: mi amigo era judío. Las nacionalidades y confesiones religiosas siempre las pase por alto pero, los mayores, nos pusieron en regla de adultos. Uno aquí y el otro allá. En los juegos, no había problemas: los piratas, el tren, trepar los árboles, comer frutos silvestres o correr tras la pelota. Pero en lo religioso, nones.
Así fue como empecé a distinguir ciertas diferencias, pero que no me movieron en mis siete: la amistad no tiene religión, ni raza, ni territorio.
LOS DEMONIOS DE
MIEDO*
"¡Cómo has
caído del cielo, Lucero, hijo rutilante de la Aurora! Has sido abatido a la
tierra, tu que vencías a las naciones!
Tú decías en tu
corazón: "escalaré los cielos; elevaré mi trono por encima de las
estrellas de Dios; me sentaré en el monte de la divina asamblea, en el confín
del septentrión escalaré las cimas de las nubes, seré semejante al Altísimo…por
el contrario, al Seol has sido precipitado…”Is.14,12 15
Es octubre; el
espejos, ha hablado
Ha dicho que
soy un grano de polen y una gota de agua.
Que puedo ser
flor, pez o caracola .Hermafrodita.
Que mi corazón
decía que iba a escalar las cimas de las nubes.
Que nací para
“hija rutilante de la aurora “y elegí ser estrella vespertina.
Y busqué la
insaciable sepultura del hombre.
Tierra de
oscuridad. Sin luces y sin sombras.
Pálida estrella
de la noche: mutante noche sin estrellas.
Es octubre; el
silencio de los espejos ha callado.
Y todos los
demonios del cielo se han posado en mi lecho.
Y han partido,
sin siquiera despedirse, aquellos Reyes Magos.
Han partido,
los míos, mas amados.
Y estoy en la
cueva de Platón, mirando a la pared del fondo.
Nadie entiende
el letargo de viejos anatemas.
Ni el porque la
ceguera que obnubila el atisbo de la hoguera.
Y los hombres
son sombras y sus sombras demonios.
Es octubre y ha
vuelto la flor de los almendros.
Y han vuelto,
la escuela, los primeros años, la niña.
Una niña
enferma de llanto y de preguntas. Y de miedo
Una niña,
sacudida, por el canto de octubre y de risas y soles.
Y ríe y canta y
llora y los demonios danzan alrededor del fuego.
Y ríen, en un
lúdico instinto de primates. Imparable. Ríen.
Y se marcha la
tiranía de los dioses…. Desaparece. Huye.
Y la mujer
traduce las antiguas sombras:
La risa es lo
único que aleja los demonios del miedo
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
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