*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera-
http://galeria.walkala.eu
Timote*
*Un cuento de Ángela
Pradelli
-Incluido en El
sentido de la lectura, que publicará la editorial Paidós en el mes de marzo
de 2013
En 1970 yo
tenía 11 años, mis padres acababan de separarse y en casa atravesábamos el
temblor que dejan casi siempre las rupturas. Aquel año, cuando solo faltaban
dos días para las vacaciones de invierno, Teresa, una mujer pelirroja que venía
dos veces por semana a limpiar y planchar algo de ropa, me preguntó si quería
ir con ella a pasar unos días a casa de sus parientes. ¿Dónde viven?, le
pregunté. En Timote, me contestó.
Durante el mes
anterior, de la noche a la mañana, Timote había pasado del anonimato a la fama
cuando los diarios, la televisión y la radio dieron la noticia de que el
General Pedro Eugenio Aramburu había sido fusilado en esa localidad por un
grupo de montoneros. Es verdad que los primeros días de junio, cuando se supo
la noticia, nadie sabía ni siquiera dónde quedaba Timote, pero en pocas horas,
su nombre trascendía no sólo en los discursos sociales, sino también en casi
todas las conversaciones familiares.
Tomamos el tren
a Timote el primer día de las vacaciones de invierno. Teresa acomodó nuestros
bolsos en el portaequipaje y se sentó en el asiento del pasillo para que yo
pudiera mirar por la ventanilla. Llegamos una tarde muy fría pero de sol y
mientras caminábamos por la calle de tierra que corría paralela a las vías del
ferrocarril, vimos varios autos que iban en nuestra misma dirección. “Seguro
que van a ver la casa en la que mataron a Aramburu”, dijo Teresa. La
construcción era en realidad un casco de estancia que quedaba justo enfrente de
la casa en la que vivían los parientes de Teresa, una casa de techos bajos, que
no tenía luz ni gas.
Durante los
días que estuvimos en Timote, a toda hora, veíamos desfilar autos por el frente
de la casa. Venían de los pueblos vecinos, aunque es cierto que muchos viajaban
también especialmente desde Buenos Aires. Todos querían acercarse al lugar del
fusilamiento. Algunos la llamaban la casa de los montoneros. Otros, en cambio,
le decían la casa de Aramburu. Casi todos estacionaban, se bajaban y
permanecían allí 10 o 15 minutos. Desde enfrente los veíamos recorrer de punta
a punta todo el ancho de los terrenos donde se emplazaba la estancia. Sólo unos
pocos se atrevían a saltar el alambre y pasar del otro lado. Pero, de un lado o
del otro, de adentro o de afuera, todos conjeturaban y sacaban conclusiones.
Que éste sería el portón por donde los montoneros habían entrado con Aramburu
en el auto. Que el juicio se habría llevado a cabo en la habitación que daba al
frente, que sería probablemente la sala principal. Que a Aramburu lo habrían
matado aquí, decía uno señalando una ventana que daba al oeste. No, contestaba
alguien desde la otra punta, habrá sido acá. Afirmaban también que el sótano
donde lo habían
encontrado ocuparía buena parte de la construcción y que probablemente los
montoneros habrían comprado en el pueblo las bolsas de cal bajo las cuales se
encontró luego el cuerpo del general. Que no, decían otros, que las bolsas
estarían en la casa, que tal vez hubiesen sobrado de alguna refacción. Pero la
mayoría aseguraba que la cal la habían hecho traer los guerrilleros desde
Carlos Tejedor, una
localidad que
es cabeza de partido y donde había un corralón grande de materiales para la
construcción. Muchos, pero recién cuando ya habían agotado las especulaciones
sobre cómo habían ocurrido los hechos, cruzaban la calle de tierra para
preguntarle a los
parientes de
Teresa si habían oído el disparo del fusilamiento. Algunos preguntaban también
si habían visto a los montoneros entrando y saliendo de la estancia durante los
días que duró el secuestro, o comprando comestibles en los negocios cercanos a
la estación. Querían saber también si los guerrilleros saludaban a los vecinos
y hasta si ponían música en la estancia. Los más desconfiados preguntaban si
desde allí enfrente nunca habían notado ningún movimiento sospechoso y que cómo
podía ser que no hubiesen oído el tiro viviendo tan cerca.
El jueves fue
Teresa misma la que les preguntó a sus parientes por el disparo. Era un día
frío y nublado, y estábamos en la cocina esperando que se calentara un fuentón
con agua para el baño. ¿Pero ustedes oyeron o no el disparo?, les preguntó
Teresa acomodándose la melena pelirroja. Teníamos pensado quedarnos en Timote
más de una semana, pero esa tarde Teresa decidió que nos volvíamos a Buenos
Aires y me pidió que la acompañara a la estación a comprar los boletos de tren
para regresar al día siguiente.
Esa última
noche en Timote, en la oscuridad de aquella casa fría, me desperté a la
madrugada por un estampido que sin embargo nadie más pareció oír, a juzgar por
la quietud y el silencio del resto. Ya en Buenos Aires, durante varios meses,
en la mitad de la noche, me despertaba de un sobresalto porque oía un disparo
que sonaba en el centro de mi cabeza. Después ya no podía volver a dormirme
hasta que empezara a amanecer, por el miedo y porque sabía que el tiro no había
venido de un sueño.
DONDE UNA SOMBRA NO SIGNIFICA NADA…
EN LA ZONA*
Uno tiene que ser fiel a una
zona, repite aquel personaje de un cuento de Saer.
Imposible afirmar si aquello
que un autor pone en boca de sus personajes es lo que piensa él realmente, es
decir el autor. Pero tratándose de nuestro comprovinciano está tentado a creer
que es así.
En ese caso a qué zona sería
fiel yo, digamos, creo que tampoco hay secretos, que todo el que tropieza con
un texto mío sabe de antemano adonde voy. A ese lugar minúsculo en los mapas
“que no tiene río ni puerto”, como escribí alguna vez.
El lápiz, sin embargo muy
elocuentemente muy obsesivamente diría, se dirige a remarcar ese perímetro que
pueblan casas bajas y gente muy pacífica.
Y, como el lector supone, hay
poco de interesante en estas vidas sencillas, por más que favorables
vientos de la historia
económica beneficien a un grupo para que viva en un confort superior al de sus
mayores.
Con o sin esa conciencia la
gente, como en todas grandes ciudades, o como en cualquier otra parte hace lo
que puede con su propia vida.
Sin embargo, cuando pienso en
aquel lugar, aparece entre los nombres como el ruido de un galope obstinado. Es
el ruido de ese caballo nocturno que rompía el hilo en las noches de invierno,
cuando la luna se instalaba como un plato de acero brillante.
Y era mi madre, quien
recorría la pequeña, la humilde casa con su lámpara en la mano y llegaba hasta
mi habitación para arroparme, y entonces sí, uno se abandonaba al sueño más
profundo. Y a veces, en las noches más crueles, cuando la helada atacaba sin
piedad la indefensión de los limoneros, ella con una entrega solicita me
calentaba la camiseta de frisa con la plancha a carbón, a pura brasa encendida.
No se por qué, la recuerdo en
estos tiempos duros de las dudas reales, cuando arrecian los vientos más
implacables y uno está siempre alejado de la posibilidad de que la muerte nos
restaure la magnitud de cualquier desamparo.
En las chacras de entonces
cabía todo el arduo, el implacable trabajo para hacer fructificar ese suelo
fértil, pero que gracias a la escasa tecnología acumulaba deudas y magras
entradas antes que bienestar merecido.
En esas chacras donde nunca
viví, aunque todos mis mayores sí lo habían hecho, pero mi generación se criaba
en los pueblos. En esos desolados pueblos de entonces que seguían –como hoy-
dependiendo de la actividad rural.
De cualquier modo, en mi remotísimos tiempos infantiles todavía quedaban abuelos o tíos allí, pocos, muy pocos, pero quedaban.
De cualquier modo, en mi remotísimos tiempos infantiles todavía quedaban abuelos o tíos allí, pocos, muy pocos, pero quedaban.
Un pequeño campo que un
hermano de mi abuela materna arrendaba no recuerdo a quién, que estaba junto al
hondo Canal, y cuya humilde casa de ladrillos estaba asentada en barro, y la
rodeaban unos copiosos paraísos, y creo entrever a un costado un selvático
cañaveral o no, tal vez mi memoria me juegue una mala pasada. Como no había
molino, se sacaba agua de un pozo, que un paciente caballito tiraba con una
cadena. El gigantesco balde volcaba sobre los bebederos de lata y allí los
caballos y las vacas abrevaban su sed.
Calle de por medio (esa
larguísima calle que se hundía en hondos campos y que intercomunicaba las
chacras entre sí) estaba la chacra que mi abuelo Isaías arrendaba a don Juan
Burki.
En la chacrita de tío Roque,
tal el nombre del gringuísimo hermano de mi abuela, pasé imborrables momentos.
Como aquella vez que sentaron
mi pequeña humanidad sobre un carro cargado de pasto y el vaivén me fue
lentamente bamboleando hasta casi caerme. Como el tío Roque iba a pie y llevaba
al caballo de la brida a mis gritos paró y corrió a –literalmente- abarajarme
pues el traqueteo me había ido inclinando en incómoda posición –de cabeza- muy
cerca del suelo. No dije nada en mi casa, porque si no esas breves y espaciadas
vacaciones que me permitían en la “chacra de tío Roque” me estarían vedadas. Y
allí lo pasaba muy bien, allí jugábamos en los pocos ratos de ocio con “el
primo Hugo”, un poco mayor que yo, pero hijo del tío, es decir primo de mi
madre. Por las noches encendían una inmensa radio de madera que funcionaba con
la electricidad que proporcionaba una batería a la que llamaban “el
acumulador”. Una antena a lo alto y un pequeño molinillo que estaba sujeto al
capricho del viento hacía el resto. Al parecer se necesitaba todo eso para que
pocas horas al día se pudiera escuchar la radio, siempre con interrupciones y
descargas. Nunca supe por qué se necesitaban tantos elementos para oír ese
milagroso aparato que era como la máquina de soñar para grandes y chicos.
Si las tareas lo permitían
íbamos con el “primo Hugo” a pescar al canal vecino. Ignoro qué pescábamos o
que pretendíamos pescar con esas cañas inmensas y esos anzuelos siempre pobres
en el agua que corría mezquina.
Pero lo que yo más apreciaba
eran esas –paseos para mí- incursiones a caballo en busca de las pocas vacas
que había y que teníamos que encerrar al atardecer para ordeñar al día
siguiente.
Pero Hugo disfrutaba más
jugando a la pelota, como es natural y que pretendía aprovecharme cundo yo iba,
de lo contrario no tenía con quién hacerlo ya que sus hermanos eran muy
mayores.
Para mí no era novedad, en el
pueblo me pasaba horas y horas jugando con mis amigos a ese deporte excluyente
de mi infancia.
No he vuelto a andar por esa
zona, me dice mi hermano que ya no está más la casa, y ha prometido llevarme.
Iré a un lugar donde ni alambrado habrá de quedar, ni árboles, ni nada que me recuerde a esa chacrita.
Iré a un lugar donde ni alambrado habrá de quedar, ni árboles, ni nada que me recuerde a esa chacrita.
Solo el canal y algún
sembrado intenso de soja, que cruzan erráticos los pocos pájaros que se atreven
sobre ese aburrimiento verdoso, cubriendo por doquier todos los campos.
Mascarita ¿Quién
sos?*
*De Mirta
Alicia Gisondi mirtagisondi@yahoo.com.ar
El
Vasquito repartía la leche de casa en casa puntualmente todos los días. Desde
que había quedado sólo, tras la muerte de sus padres, se ocupaba personalmente
de la lechería del barrio. Ya de chico ayudaba bajando los tarros de latón del
carro para venderla luego por las casas. Con entera confianza entraba en los
patrios directamente y llenaba las jarras o cacerolas que le dejaban con el
dinero debajo. Ahora la modernidad mandaba venderla en botellas, que en un
principio ellos mismos llenaban, hasta que la pasteurización obligatoria hizo
que llegaran herméticamente cerradas desde las plantas lecheras. En realidad,
esto le aligeró el trabajo, pero igual seguía haciendo el reparto durante la
mañana de casa en casa.
Su vida
transcurría sin sobresaltos, sencilla y predecible, hasta que se acercaban los
carnavales. Entonces la casa solitaria del Vasquito se transformaba en una
vorágine de gente que iba y venía organizando el corzo vecinal.
Pese que
para fines de los cincuenta la fiesta carnavalera iba languideciendo, en los
barrios se negaban a perder esta fiesta que unía a los vecinos y los hacía
olvidar por unos días de los problemas cotidianos.
El
Vasquito era el organizador principal de todo el festejo, personalmente dirigía
a cada grupo que se ocuparía de cada cosa, la confección de las guirnaldas,
poner las luces en la calle, conseguir los discos y hasta el tocadiscos y los
parlantes. También visitaba a cada vecino de la cuadra y lo comprometía con la
colocación de sillas en el borde de la vereda para la gente mayor. Los que
querían ganar un pesito extra con la venta de empanadas o papel picado,
encontraban en él un hábil emprendedor.
Las
madres que no sabían cómo engalanar a sus pequeñas mascaritas, sabían que el
Vasquito con su gran habilidad, podía confeccionar un disfraz en un abrir y
cerrar de ojos.
Todo
estaba preparado, hasta las dos murgas barriales a las que reunió dos días
antes para el último ensayo. Una de ellas, la de los más chicos, vestidos de
indios, se contorsionaban con tanto entusiasmo que contagiaban y la mayor
alegría fue cuando recibieron el estandarte bordado en lentejuelas de colores
con el nombre elegido: “Los Indios del Oeste”. Los chicos aullaban de alegría.
La otra
comparsa la conformábamos los grandes y siempre hacíamos el cierre y nuestro
nombre nos definía:”Los alegres rejuntados”, que se debía a que cada uno se
disfrazaba de lo que le gustaba, siempre tratando de causar risa y asombro.
Había fantasmas, nenas con chupete, diablos, un oso grandote, señoras gordas y
hasta un cura, en realidad todo servía siempre que el fin fuera divertirnos. La
única condición era el obligatorio antifaz que preservaba el anonimato hasta la
última noche del corzo en donde las mascaritas descubrían su rostro y
sorprendían a quienes aún no lo habían adivinado.
El
Vasquito no era ajeno a este grupo, ya que lo había formado personalmente y
acostumbraba a sorprendernos con personalizaciones estrafalarias de señoras
gordas, con almohadones en la cola y grandes ovillos de lana en el corpiño.
El
anochecer del sábado de carnaval, nos sorprendió la noticia de que el comisario
no había firmado el permiso para cortar la calle, por eso corrimos a lo del
Vasquito para que lo solucionara.
Golpeamos
la puerta insistentemente, llamamos incasables, hasta que yo decidí entrar y buscarlo.
Recorrí la casa, entré en la cocina, al comedor y todo estaba en silencio.
Cuando salí al patio, pude ver que había luz en la piecita del fondo, en esa
donde se guardan los cachivaches y entré raudo sin siquiera golpear la puerta.
Allí quedé paralizado con lo que vi. El Vasquito de pié frente a un gran
espejo, vestido de mujer elegante y vistosa con tacos y maquillaje cuidado,
intentaba ponerse una peluca rubia.
Sus ojos
desorbitados daban miedo cuando se abalanzó sobre mí, que no podía mover un músculo.
Pero solo me tomó de los hombros y sacudió con fuerza, aunque su voz sonó
suplicante.
- No le
cuentes a nadie, es nuestro secreto. Jurámelo!!. Su desesperación
era
evidente y en ese momento todo fue tan claro…Nunca le conocimos novia o
levante, sus ojos siempre tristes, sus manos delicadas, hasta su forma de
hablar.
Nunca
había conocido a alguien como él. En casa se hablaba de ellos en voz baja y
siempre bromeando, pero Francisco o el Vasquito como le llamábamos
cariñosamente, era mi amigo, mi vecino, habíamos crecido juntos, casi un
hermano…
Vivía
solo y la única diversión en la que participaba, era la organización del corzo
y vestirse grotescamente de mujer gorda con las ropas antiguas de su finadita
madre. Era el corazón del festejo carnavalero y todos creíamos que era feliz
cuando bailaba en las comparsas y hacía bromas a las viejas vecinas, simulando
una chillona voz femenina. Pero este año algo había pasado por su cabeza y
decidió no ridiculizarse y verse como soñaba desde hacía tanto tiempo y justamente
un entrometido como yo había descubierto su secreto.
Cuando
vi sus ojos sentí lástima por él, comprendí el sufrimiento ante la
imposibilidad de gritar la verdad y por tener que ocultar un cuerpo que le era
ajeno.
Aún el
mundo no estaba preparado para aceptar esos cambios. Más adelante quien sabe…
Por eso entendí la felicidad que le daban estos días de carnaval en las que
cambiaba su fisonomía y se esforzaba tanto, porque esa alegría le debía durar
un año, hasta el próximo carnaval. Entonces no tuve que pensarlo dos veces, lo
miré fijamente y alcanzándole el antifaz, le dije canchero: ”Quedate
tranquilo hermano, yo te banco.”.
-Cuento
con Mención de Honor en el Certamen: Homenaje a Evaristo Carriego por el Centro
Amigos de las Artes de Lomas de Zamora.
Dic.
2012
*
¿Quién me pasa
el azufre?, preguntaba mi viejo con el torso desnudo. ¡Yo! ¡Yo! Con mi hermana
saltábamos a la cama y agarrábamos una barrita cada una, un omóplato cada una,
y apretábamos el azufre contra la piel. Hasta que la barrita se rompía en dos,
tres, pedazos. Cuánto más se rompía, más contractura había. No era magia pero
parecía. Después andaba un rato oliéndome el azufre de las manos. Mucho después
me enteré que era el olor del diablo.
*De Alejandra Zina. alejandra.zina@gmail.com
*
Apagón de latas
en la temporada
de los escenarios
Un ruido en el
comedor
insiste en
recordarme
la mejilla de
una mujer bonita
soplando un
dandelion
para llevar el
polvo hasta el techo
Esta tendencia
de frotar la herida de los pasadores
como si se
tratara de la escoba de los cuervos
cuando en sus
trajes de monjes
barren el
dínamo de las balanzas
En el fondo del
bodegón
siempre hay un
extraño
que se jacta de
su grito
al llevarse
ambas manos a la boca
Apagón de velas
en la mesa sin pasajeros
las sillas
aúllan tristes
porque el peso
se pierde
cuando la noche
cae en su postura de viuda,
con esa mirada
distante de tiburón
en el agua de
invierno de los acristalamientos.
Espejos vacíos,
saqueo de espejos
esta es la
nueva visión del mundo,
habilidosa como
el vuelo de las aves
al indagar la
piel llena de cielo
donde una
sombra no significa nada.
*De
Marcela Lokdos.
lokdos1@yahoo.com.ar
Ese día en que todo lo perdido vuelve*
*De Leopoldo Brizuela.
La juventud termina, dice Isak Dinesen, cuando comprendemos
que nuestro destino es exactamente igual al de los otros. Entonces empiezan a
importar los ritos.
El año pasado, para las fiestas, yo me fui, solo, a Lisboa. Anduve largamente por callejones empinados, bajo guirnaldas de lucecitas; me sentaba melancólico a tomar café con la estatua de Fernando Pessoa; veía pasar familias con regalos y coros de niños que interrumpían sus villancicos bajo el abucheo de la llovizna y, aunque me preguntaba qué cuernos hacía tan lejos, no conseguía comprender. Hasta que una mañana, mientras buscaba la salida del laberinto del barrio árabe, se desató una tormenta y sin saber bien lo que hacía me refugié en la Iglesia de la Concepción, la más antigua de la ciudad, la única que se salvó del terremoto de 1775. Estaban celebrando misa. Como era día laborable, en la inmensa nave en sombras y ante un cura vestido de dorado y blanco, tiritaban sólo unos cuantos ancianitos. Pero cuando uno de ellos avanzó hasta el púlpito y empezó a leer las Escrituras, tratando de imponer su voz por sobre el trueno y el diluvio, de pronto, digo, comprendí. Arrullado por la música de los versículos me distraje de lo que decían; y pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en la tormenta y en la ciudad inhóspita, pensé en los barcos azotados contra el muelle y pensé en el mar que más de cien años atrás habían cruzado mis bisabuelos portugueses. Pensé, en fin, en ese rito que como durante siglos seguía acogiendo a ancianos y extranjeros, a aquellos que no tienen con quién compartir su memoria, y me dije, de pronto: "Esto es la poesía". Y no me pregunten por qué, pero también pensé: "Esto soy yo". Comprendí, digo, y fue mi forma de comulgar.
Por favor, entiéndanme: aquí, en la Argentina, Jamás piso una iglesia: soy, si Borges no me engaña, agnóstico. Y la mayoría de los curas me parecen similares a aquel sacerdote lisboeta que se impacientaba a cada vacilación del viejito lector y que luego recitó la liturgia con la desgana de cualquier burócrata. Tampoco hablo de las ceremonias patrióticas. Después del genocidio, de la guerra de Malvinas, de las leyes que consagraron la impunidad, me repugna toda fiesta que incluya a los culpables, y si alguna vez me llevan por confusión o por fuerza, seré aquellos que arriman la silla vacía a la mesa de los saciados, quienes devuelven a su fuente "la fruta podrida con que lacayos quieren envenenar mendigos".
Hablo de los ritos privados, secretos, que inventamos cuando volvemos de los pocos sitios en que el recuerdo revive, un jueves en Plaza de Mayo, una madrugada en el boliche cuando nuestra misma conversación parece una manta de retazos, el cumpleaños de un hijo huérfano que se vuelve, de pronto, la celebración de un antiguo deseo de dos. Hablo, en fin, de esos ritos que nos inventamos para que en nuestra soledad, como en el día de la creación, vuelva a escucharse el Verbo, porque nos sentíamos perdidos y estalló la tormenta, porque acabó la juventud y ya no tenemos con quién compartir nuestros recuerdos, y porque sólo volver a actuar como antes da sentido a esto que somos.
Sé de gente que pone a girar viejos discos de vinilo, y hay quien arregla su jardín y reparte en macetitas gajos de árbol antiguo. Hay quien prepara pan dulce tan sólo para resucitar una antigua artesanía y hay quienes se preocupan por conseguir uvas para comerlas una a una a las doce del 31 al ritmo del viejo reloj de un abuelo gallego que inició la tradición. En cuanto a mí, este año que tengo menos dinero y menos trabajo también, he estado desarmando y limpiando, pintando y volviendo a armar una cajita de madera balsa, tapa de vidrio y fondo de corcho, que un estudiante de zoología fabricó para clasificar insectos hacia 1975, y que su madre me ofreció hace un tiempo y yo acepté para guardar mis lápices. Bajo la caricia de la lija, tantos años después, la madera estuvo soltando para mí, como un secreto, su perfume de savia, y yo me acordé de aquel fin de año en que él y sus compañeros se preguntaban cuál sería la bandera que empuñarían el día de los grandes festejos, el Día de la Revolución, y un amigo proponía izar el delantal con que su madre, cada mes, limpiaba la silla donde se sentaba brevemente el patrón que venía a cobrar el alquiler. Yo, en cambio, para la fiesta eterna elijo, no el dolor que protejo en mí con el pudor del amor y el cuerpo, sino la breve fajita de letras blancas que identifica a la caja con un nombre científico: Familia Chrisomelidae.
La elijo como bandera, digo, sin saber si la cajita guardó insectos o mariposas, porque siento que es una buena forma de nombrar esta nueva familia que fuimos construyendo, este lazo que nos reúne en la tormenta como un templo disperso, este rito en el que todo lo perdido vuelve, vuelve, desde allí en donde esté. Familia Chrisomelidae, sí: vos, yo, nuestros muertos y nuestros hijos, nuestra poesía y nuestro inmenso silencio. No un museo: un antiguo deseo en marcha. Familia Chrisomelidae, y ya no importan nuestros nombres.
El año pasado, en Lisboa, conocí mi primer fin de año en invierno. Mientras iba solo, recorriendo monumentos llovidos con una guía turística y un paraguas maltrecho, comprendí con cierta envidia para qué se sirven turrones, nueces, chocolates, en las fiestas: para esperar, para invitar, para acoger a las visitas ateridas de frío y de misterio. Y ahora que dejo de escribir y vuelvo a poner mi lápiz en la caja, ahora que cierro su tapa de vidrio, siento que escribo, sí, para volver a esperar, que acabo de tender mi mesa y la fiesta recomienza.
Y llaman a la puerta.
El año pasado, para las fiestas, yo me fui, solo, a Lisboa. Anduve largamente por callejones empinados, bajo guirnaldas de lucecitas; me sentaba melancólico a tomar café con la estatua de Fernando Pessoa; veía pasar familias con regalos y coros de niños que interrumpían sus villancicos bajo el abucheo de la llovizna y, aunque me preguntaba qué cuernos hacía tan lejos, no conseguía comprender. Hasta que una mañana, mientras buscaba la salida del laberinto del barrio árabe, se desató una tormenta y sin saber bien lo que hacía me refugié en la Iglesia de la Concepción, la más antigua de la ciudad, la única que se salvó del terremoto de 1775. Estaban celebrando misa. Como era día laborable, en la inmensa nave en sombras y ante un cura vestido de dorado y blanco, tiritaban sólo unos cuantos ancianitos. Pero cuando uno de ellos avanzó hasta el púlpito y empezó a leer las Escrituras, tratando de imponer su voz por sobre el trueno y el diluvio, de pronto, digo, comprendí. Arrullado por la música de los versículos me distraje de lo que decían; y pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en la tormenta y en la ciudad inhóspita, pensé en los barcos azotados contra el muelle y pensé en el mar que más de cien años atrás habían cruzado mis bisabuelos portugueses. Pensé, en fin, en ese rito que como durante siglos seguía acogiendo a ancianos y extranjeros, a aquellos que no tienen con quién compartir su memoria, y me dije, de pronto: "Esto es la poesía". Y no me pregunten por qué, pero también pensé: "Esto soy yo". Comprendí, digo, y fue mi forma de comulgar.
Por favor, entiéndanme: aquí, en la Argentina, Jamás piso una iglesia: soy, si Borges no me engaña, agnóstico. Y la mayoría de los curas me parecen similares a aquel sacerdote lisboeta que se impacientaba a cada vacilación del viejito lector y que luego recitó la liturgia con la desgana de cualquier burócrata. Tampoco hablo de las ceremonias patrióticas. Después del genocidio, de la guerra de Malvinas, de las leyes que consagraron la impunidad, me repugna toda fiesta que incluya a los culpables, y si alguna vez me llevan por confusión o por fuerza, seré aquellos que arriman la silla vacía a la mesa de los saciados, quienes devuelven a su fuente "la fruta podrida con que lacayos quieren envenenar mendigos".
Hablo de los ritos privados, secretos, que inventamos cuando volvemos de los pocos sitios en que el recuerdo revive, un jueves en Plaza de Mayo, una madrugada en el boliche cuando nuestra misma conversación parece una manta de retazos, el cumpleaños de un hijo huérfano que se vuelve, de pronto, la celebración de un antiguo deseo de dos. Hablo, en fin, de esos ritos que nos inventamos para que en nuestra soledad, como en el día de la creación, vuelva a escucharse el Verbo, porque nos sentíamos perdidos y estalló la tormenta, porque acabó la juventud y ya no tenemos con quién compartir nuestros recuerdos, y porque sólo volver a actuar como antes da sentido a esto que somos.
Sé de gente que pone a girar viejos discos de vinilo, y hay quien arregla su jardín y reparte en macetitas gajos de árbol antiguo. Hay quien prepara pan dulce tan sólo para resucitar una antigua artesanía y hay quienes se preocupan por conseguir uvas para comerlas una a una a las doce del 31 al ritmo del viejo reloj de un abuelo gallego que inició la tradición. En cuanto a mí, este año que tengo menos dinero y menos trabajo también, he estado desarmando y limpiando, pintando y volviendo a armar una cajita de madera balsa, tapa de vidrio y fondo de corcho, que un estudiante de zoología fabricó para clasificar insectos hacia 1975, y que su madre me ofreció hace un tiempo y yo acepté para guardar mis lápices. Bajo la caricia de la lija, tantos años después, la madera estuvo soltando para mí, como un secreto, su perfume de savia, y yo me acordé de aquel fin de año en que él y sus compañeros se preguntaban cuál sería la bandera que empuñarían el día de los grandes festejos, el Día de la Revolución, y un amigo proponía izar el delantal con que su madre, cada mes, limpiaba la silla donde se sentaba brevemente el patrón que venía a cobrar el alquiler. Yo, en cambio, para la fiesta eterna elijo, no el dolor que protejo en mí con el pudor del amor y el cuerpo, sino la breve fajita de letras blancas que identifica a la caja con un nombre científico: Familia Chrisomelidae.
La elijo como bandera, digo, sin saber si la cajita guardó insectos o mariposas, porque siento que es una buena forma de nombrar esta nueva familia que fuimos construyendo, este lazo que nos reúne en la tormenta como un templo disperso, este rito en el que todo lo perdido vuelve, vuelve, desde allí en donde esté. Familia Chrisomelidae, sí: vos, yo, nuestros muertos y nuestros hijos, nuestra poesía y nuestro inmenso silencio. No un museo: un antiguo deseo en marcha. Familia Chrisomelidae, y ya no importan nuestros nombres.
El año pasado, en Lisboa, conocí mi primer fin de año en invierno. Mientras iba solo, recorriendo monumentos llovidos con una guía turística y un paraguas maltrecho, comprendí con cierta envidia para qué se sirven turrones, nueces, chocolates, en las fiestas: para esperar, para invitar, para acoger a las visitas ateridas de frío y de misterio. Y ahora que dejo de escribir y vuelvo a poner mi lápiz en la caja, ahora que cierro su tapa de vidrio, siento que escribo, sí, para volver a esperar, que acabo de tender mi mesa y la fiesta recomienza.
Y llaman a la puerta.
-Publicado
en la edición de Clarín del viernes 29 de diciembre del 2000.
EL PEREGRINO*
Herida
rosa madre de los vientos
El árbol
patriarcal, deglute Trinca. Traga.
Esta
noche he sentido más que nunca su furia
Crujen
los huesos de mis hijos, ay, como crujen.
En la
gruta escondida crece el odio paralelo al vástago.
He
odiado salvajemente al padre y tan salvajemente
He amado
al hombre.
Entre
restos calcinados del incesto llanto recién nacido
Despojos
de cabellos, de uñas, de vestidos impuros.
Corales
bocas. Prostitutas del alba
Cambian
de lecho. Cicatrices amargas del olvido
Nostalgias
enredadas entre las medusas del sexo. Refugio.
Axilas
rasuradas Flacidez de los pechos sin leche.
Huida
fragor de pájaros Mierda tristeza de algas.
Esqueletos
buques fantasmales. Juegos fatuos.
Descendí
hasta el Tártaro. Allí lo he encontrado
Y me he
encontrado
El
exilio de hoy, ay, no es de hoy, ni siquiera de ayer
También
en mi está el animal que me habita y me devora.
Me posee
en largos corredores sombríos
En despojos
de lo que fue morada de los Dioses
Persecución.
Precarios espacios nauseabundos
Se
metamorfosea, me confunde. Huyo, pero siempre vuelvo.
Lejos ha
quedado el padre y en el nido hay sangre.
Esquivo,
voy y vengo, él espera, siempre espera.
Al
encontrarnos, las fauces y garras se confunden.
Jadean
en do mayor los huesos.
Piedra
pan hecha de miel y greda.
La
brecha se fragmenta. Hades entra.
Casa
vidrio cerrada. Huésped de bruma
Puerta
piedra sacra silenciosa. Llave umbral de las mareas.
Faro
apagado A la vera del mundo, el peregrino
Por
fuera el Ruido. Conchas marinas, cráneos petrificados
Adentro,
silenciosa, la soledad aguarda.
*De Amelia
Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Illuminata*
*Por Miriam
Cairo. cairo367@hotmail.com
Tengo los ojos
de Manuel, que sólo ven las nalgas de María.
Para azul los
ojos, como azul es el vendaval y los misterios. Azules los guardias de
seguridad y los dragones. Azul la gordísima y frondosa supervisora de taxis.
Azules las monedas que caen en sus manos. Azules los tumbos del hombre que cae
en el interior del auto como una maldición que espera ser conducida a su propio
infierno.
*
Tengo los ojos
de Isabel, que corre a lo largo de la costanera, baja escalones en puntas de
pie, desciende velozmente por las barrancas, salta precipicios de diez mil
kilómetros en diez centésimas de segundo, se dispara como una flecha y estalla
en los brazos de Aurora como una granada. Roja.
Rojos los
puntos suspensivos de la ciudad. Rojos los zapatos de narrar. Rojas las
algazaras y las muertes análogas. Roja la zona roja y rojo el borametz.
*
Tengo los ojos
de Alejandra. Aureolas leves que traspasan las cosas a pesar de la tierra, a
pesar del cielo. Ojos para las infusas magias que nacen entrecortadas. Ojos de
criatura calcinada en el fragor implacable del ensueño.
Ojos que suben
en énfasis de tonos, duración, altura. Ojos que suben y bajan con ceguera
propia hasta los desvanecidos aposentos de los días.
*
Tengo los ojos
de Ignacio que fulgen noches. Ojos de luces diminutas, imposibilitados de creer
en la realizad que lo amordaza.
Para los
relicarios, los ojos. Para el asno de tres patas que está en mitad de la
avenida con sus nueve bocas escupiendo juramentos viales.
Para los
árboles dorados, los ojos.
Para las
estatuas que sorben con cuentagotas el vino de la luna.
Ojos para la
vida visible y la vida invisible.
Ojos para el
bahamut y las calandrias.
*
Tengo ojos para
lo que no sabré. Lo que no vendrá. Lo que no veré.
Ojos para las
lluvias que caen al otro lado del mundo con sus leves relámpagos blancos. Ojos
para sorprender a la tierra acariciada por un dedo de Dios que apenas la toca.
Ojos para el escarabajo que muere de sed bajo la flor de sangre amarilla que se
marchita.
*
Tengo los ojos
de Pascual que apenas ven un bolsillo austero.
Ojos para la
suma y para la resta. La suma de los que acumulan. La resta de los que drenan.
Para los nagas
y los budas, los ojos.
Para el millón
y el centavo.
Para el
abrigado y el desnudo.
Para los
acumuladores de oros y los acumuladores de penas.
Tengo ojos que
ven. Ojos que ven. Ojos que ven.
*
Tengo ojos que
olvidan eso que nunca olvidan.
Para el verde
los ojos, como verde es la cinta negra, celeste a veces, que desata el verano
con su tirón verdugo.
Para el negro
los ojos, como negro es el olor de la noche. Negro el beso negro y el oro
negro.
Para el celeste
los ojos como celeste es el lomo del perro en la luna. Celeste la mandrágora y
celestes los monstruos que jamás veré.
*
Tengo los ojos
mojados del Paraná.
Para el marrón
los ojos. Para el temblar del pez y el lilar del agua.
Tengo los ojos
de primera vez que vuelven nueva la última vez.
Ojos de verano
en las orillas de un río que es y no es río. Ojos de anguila y de centauro. De
camalote y sirena. De pescador y ángel envolvente. De tormenta detenida en el
pulgar del milagro.
Ojos para las
piedras que se juntan con las piedras y de las estrellas que se juntan con las
estrellas, una a una, hasta que un día, de repente, forman una montaña de
dimensiones enloquecedoras.
*
Tengo los ojos
de la mujer guardada en un paréntesis, que no puede dejarse ir. Ojos de no
irse. Ojos de sobreentendidas semillas de alpiste.
*
Tengo los ojos
extraños de Helena que cargan en su lengua el lodo conquistado a la esperanza,
y al girar la cabeza, la lengua vuelve a salir rosa, y los ojos miran rosas, y
en la desesperación roza con sus ojos de mirar rosas los muros del infierno
cambiante, y con su lengua de tragar rosas se come los dedos de las rosas, como
pétalos pequeños o trocitos de carne.
*
Naturalmente,
tengo ojos que salen desde adentro. Ojos que vienen desde afuera y se meten
bien adentro. Ojos para lo que no tiene nombre, ni rostro, ni sombra. Ojos que
hacen del mirar un decir; del decir, un mirar.
***
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