domingo, diciembre 16, 2012

EDICIÓN DICIEMBRE 2012.

 
    *Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
 
 
 
 
 
DE TIERRA*
 
 
El amor ascendía entre nosotros
Como la luna entre las dos palmeras
Que nunca se abrazaron…
MIGUEL HERNÁNDEZ
 
 
Éramos dos cipreses de pantanos.
Siempre lo supimos, siempre.
No obstante nuestros brazos, nuestros cuerpos.
Desesperadamente se buscaban.
Incesantemente moríamos.
Uno hacia el otro íbamos.
Buscando, ciegos, sordos, mudos.
Creciendo para arriba.
Creciendo para abajo.
Bufando, como un toro a la luna.
Enterrando la boca en nuestra ausencia.
Los ojos en las ciénagas.
En los charcos, el sexo.
Empantanada carne moribunda.
Amor, empantanado en  barro.
Amor  de tierra, quizás un día…
Solo un día, quizás, se besen nuestras bocas.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
ÑANGÁ*
 
 
 
*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
En la pobreza de aquellos años señeros, tener una pelota de fútbol era el sueño acariciado pero tan lejano como la luna de cualquier chico.
Pero mi barrio la tuvo antes que nadie en el pueblo, por una circunstancia fortuita, porque los astros se movieron de tal modo para que ello sucediera que hoy me es grato recordarlo.
Un tío mío, residiendo en Rosario ganó en una rifa del Club Onkel una pelota de fútbol. En su próximo viaje al pueblo la depositó en mi mano con el agregado de un enorme inflador y un pico que lo conectaba a esa belleza de color amarillo.
Todo el barrio jugaba con ella, pero a mí me ponía un poco incómodo que armaran los partidos sin consultarme, que era el dueño legítimo del balón.
Y una vez que yo estaba jugando solo en la esquina tratando de remontar un barrilete un día de poco viento, cayó mi amigo Miguel Correa y me comunicó que en media hora empezábamos un partido. Me molestó y  le pregunté, un poco amoscado.
-¿Y con qué pelota vamos a jugar?
- Y- me dijo- con la tuya.
-Entonces nos quedaremos con las ganas –contesté.
¿Por qué? –preguntó asombrado.
-Porque mi papá no me deja- concluí.
Eran épocas en que uno podía tirar hacia arriba las responsabilidades. Aunque ese día cuando vi que se congregaban todos mis desarrapados amigos no dudé y partí como un rayo hasta mi preciada pelota que yo guardaba celosamente debajo de la cama.
Una vez por semana le pedía hígado de vaca al carnicero don Benicio Ardiles y la untaba celosamente, como me habían recomendado mi padre y Toto Pugne, un zapatero que también se ocupaba de pegar parches a la cámara cuando aparecía una pinchadura.
Mi felicidad se completó cuando mi tío Kelo, el hermano viajero de mi padre, me trajo un día un equipo completo de Rosario Central, hasta con los botincitos que yo rápidamente pelé dándole de puntín (de uña, decíamos nosotros) a ese esférico demasiado grande para mis años.
Esa fue la primer y única pelota que tuve. Esa fue la primer pelota de cuero que el barrio El Jazmín disfrutó a pleno.
Con el tiempo y con el trasiego sucedió lo inevitable: la pelota se rompió al extremo de no poder ya arreglarla porque sus cascos estaban imposibles y dejamos entonces de usarla. Y cuando estábamos justo para volver a la modesta pelota de goma y aún a la nunca bien ponderada y humilde pelota de trapo, sucedió el milagro. Al Ñangá, es decir a Miguel Ángel Gómez, el padre le regaló una hermosa pelota de cuero número tres, que colmó nuestra felicidad por un buen tiempo. Y cuando él conseguía el permiso para reunirse en nuestra cortada, ya que vivía como a cuatro cuadras, estábamos allí expectantes un buen rato antes. Y recién respirábamos cuando lo veíamos  doblar la esquina  de la casa de los Godoy y picando la maravillosa pelota luminosamente amarilla, producía una alegría que no por conocida era menos apreciada.
-Ahí viene Ñangá –gritaba el primero que lo veía. Y los más eufóricos ni siquiera esperaban a que se acercara, corriendo a su encuentro.
Ñangá era flaco, de piernas finas pero fuertes, muy nervioso, y cuando uno pretendía hacerle una broma o decirle algo que le molestaba, se ponía en guardia como los boxeadores, o alzaba sus dos manos hasta el rostro del bromista y le gritaba:
-Ñangá de acá. Suponemos hasta hoy que habrá querido decir salí de acá, pero le quedó el apodo como una estampilla pegada de aquel tiempo de alegrías fáciles y de sueños que tenían la factibilidad que tenían las mariposas para sobrevivir un día caluroso de verano.
Estos tiempos que yo vinculo con la segunda pelota que hubo en el barrio ya era un tiempo en que los mayores emigraban hacia otros intereses: noviecitas, naipes, bailes en el club y en los pueblos de los alrededores: Beravebú, Gödeken, Carlos Dose, Chañar Ladeado, San José de la Esquina, Arequito y la infaltable Colonia Hansen.
En este tiempo preciso es que quedó lo que sin exagerar podíamos asegurar que se conformó el núcleo duro del barrio El Jazmín y éramos siete, justo para un equipo quienes recorríamos el pueblo, jugando contra los chicos de otros barrios, llevando muy alto el honor de nuestro barrio con una historia y prosapia futbolística que debíamos defender a toda costa, para que los que venían detrás nuestro y que no eran sino unos párvulos sobradamente inocentes, pero no tanto como para no percibir que en esa etapa nosotros estábamos siguiendo la tradición en que debíamos ser imitados.
Con casi todos me he seguido viendo pese a que se han dispersado por muchos lugares y aún países.
De los siete falta uno Juan Carlos que murió joven.
Otro, Toto, se quedó en el pueblo y es el interlocutor infalible y memorioso para la anécdota menuda.
Del que nadie sabe nada es de Ñangá, por eso escribo estas palabras, que tal vez le lleguen a su inocente corazón de jazminero boquense y gritón, y puede conmoverlo para que se una nuevamente a nosotros.
 
 
 
 
 
 
 
EL BLUES DEL TREN DE LAS 11.40*
 
 
 
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
 
 
El miedo había estado allí; ahora lo sabía. El miedo había estado acompañándolo todo el tiempo, como un monstruo en estado embrionario, en cada instante de las once horas transcurridas desde el histórico "suficiente" pronunciado por Gómez Laurenz para convertirlo en abogado.
Había estado allí, oculto entre los pliegues de su conciencia, aguardando el momento propicio para asestarle esta dentellada feroz y traicionera, para inocularle este hielo en la sangre que lo retenía impávido en la vereda penumbrosa de la pensión, clavado junto a la puerta de calle con el corazón sobresaltado, temeroso de volver a los festejos del patio.
"Me pasaron la mesa de Sociedades para mañana a la 8; vos ya serás todo un doctor, pero nosotros tenemos que seguirle dando, nene". La excusa invocada por Fabiana para justificar su decisión de abandonar la fiesta todavía resonaba en su cabeza, estableciendo crudamente un límite, un antes y un después. El abrazo fuerte y emocionado de su amiga, su largo beso en la mejilla, su promesa de escribirle cartas, su grito cariñoso mientras el taxi se alejaba pidiéndole que no se olvidara de ella, habían quebrado algo en su interior. La sensación de eternidad se había desmoronado de golpe, dejando al descubierto el miedo (el miedo que siempre había estado allí), anunciando el previsible final de la tregua, la confirmación innecesaria de lo que él ya sabía. (Porque él lo sabía, lo había sabido perfectamente durante mucho tiempo, quizás desde aquel lejano recelo experimentado al subir por primera vez las escalinatas de esa Facultad que parecía tan enorme. Era como entender algo sin palabras, sin pensarlo en forma expresa. Sólo que una cosa era presentir que iba a doler, y otra muy distinta comenzar a sufrir el dolor real).
Miró la hora en un gesto casi inconsciente: las 4 y 10 de la madrugada. El sonido de la música y las risas llegaba desde el patio como un rumor asordinado. Cerró la puerta tras de sí y regresó por el pasillo a oscuras con una vaga sensación de malestar hormigueándole en las venas. El patio bullía en animado desorden y nadie lo vio reaparecer desde las sombras. De pie bajo el farol macilento que iluminaba tenuemente la reunión contempló a sus amigos con una mirada melancólica, como buscando atrapar algo sabiendo que no podría atraparlo nunca. Ahí estaban todos: bajo la galería, el Pato riéndose de cualquier cosa, atacando cerveza tras cerveza, Mónica haciendo payasadas parada sobre una silla, José Luis y Gonzalo repartiéndose los restos fríos de una pizza de tomate, Aldo abrumando a Laura con sus cuentos
malos; en el centro del patio, Fernanda y el Negro bailando con incansable entusiasmo, como si se hubieran recibido ellos, contagiando su alegría a Marita y a Willy; allá en el fondo, Jorge borracho bailando con una escoba para delicia de todos los presentes.
Se sintió raro. Recordó que apenas una hora atrás se había deslizado hacia la pared de la enredadera con sigilo, como si temiese romper un hechizo, con el único objeto de gozar del alegre trajín de brazos, manos y bocas, la alborozada evolución de los gestos en torno a la mesa rectangular. Recordó que, merced a una súbita y mágica revelación, había comprendido entonces que se hallaba en el medio de uno de esos infrecuentes y escurridizos momentos plenos de su vida, una de esas seis o siete ocasiones anuales en que podía afirmarse que vivir valía la pena. Y recordó también que en ese instante, justo en ese instante, había concebido la delirante idea de clausurar todas las salidas y secuestrar a sus amigos, tomarlos por rehenes y exigir desafiante a Dios, al Tiempo, a la Vida o a quien fuere, que esa reunión
durara para siempre. Pero ahora ya era tarde. Fabiana, sin quererlo, acababa de destrozar la frágil utopía. Ahora que las heridas invisibles comenzaban a sangrar no existía modo de volver a construirla.
-¿Bailamos, caballero?
La voz inesperada lo sobresaltó. Sumido en su confusión mental no había advertido aquella presencia cercana. Giró su cabeza hacia la derecha y pudo ver a Laura haciendo una reverencia burlona que acompañaba la invitación.
Improvisó una tontería para disimular y se dejó arrastrar por la muñecas hacia el centro del patio. Por unos segundos se olvidó de todo -del monstruo y los fantasmas, del porvenir, del tren de las 11 y 40-. Revivir la magia pareció posible. Pero fue sólo un espejismo transitorio. Un instante después, al recibir el perfume de Laura en pleno rostro como una bofetada del Tiempo, no pudo evitar el recuerdo de aquel Baile de la Primavera en que se habían conocido y la grieta en su interior se abrió de nuevo. Pensó en los seis años que habían pasado desde aquella noche, desde aquella Laura aniñada, y lo categórico de la cifra -¡seis años, Dios!- le ocasionó un vértigo fugaz, una suave opresión en la boca del estómago que ni siquiera el ruidoso trencito que los bailarines habían comenzado a formar pudo disolver.
Su malestar se acrecentó. Comprendió que la fiesta -su fiesta, esa misma fiesta que para los demás estaba en su apogeo- había terminado para él.
Descubrió que él y los otros respondían ahora a tiempos diferentes, irreconciliables. No importaba que él volviera a su pueblo y ellos se quedaran. Lo que contaba no era la distancia física sino otra clase de lejanía. "Ahora vas a tener que usar corbata todo el día, bagre", le había dicho Aldo al llegar, y sólo en este momento se le revelaba el significado oculto de esas palabras. No más Facultad, no más pensión, no más trasnochadas en los bares del bulevar, no más vino con amigos. Final del juego; estaba solo otra vez. Él quedaba afuera, como si una puerta se cerrara inexorablemente a sus espaldas. Como si, al igual que la fiesta, la vida siguiera sólo para sus amigos, no para él.
"Si supieran que estoy triste a once horas de haberme recibido dirían que estoy loco", pensó, riendo para sí, mientras se refugiaba en la cocina con la excusa de buscar hielo. Pero era irreversible: el miedo comenzaba a derrotarlo. Había buscado en esos seis años de Facultad un desvío, una salida tan sorpresiva como inexistente y no la había hallado. "Vos querés sacarte una especie de lotería metafísica", le había dicho una vez Gonzalo y era cierto, pero su número no había salido premiado. Ahí estaba el monstruo, entonces, desatando los fantasmas. Ahí estaba él con su ridícula impresión de sentirse un viejo a los veinticuatro años.
Descubrió con estupor que el título de abogado le confería carácter de extranjero. La ciudad lo rechazaba sutilmente, haciéndole comprender su condición de cuerpo extraño, pero el regreso a su pueblo sólo serviría para acrecentar su certeza de que él ya no pertenecía a aquel lugar. Imaginó el orgullo emocionado de padres y hermanos, la alegría vulgar de su novia, la infantil idolatría de sus sobrinos y supo de antemano que en nada ayudarían a aliviarlo. Se vio a sí mismo desterrado en la calma soñolienta de un perpetuo domingo y se sintió vacío, como si la vida se acabara mañana mismo.
Como si la vida se acabara con el tren de las 11 y 40.
Sin embargo, no era eso lo que espoleaba su tristeza. No se trataba de la preocupación por un futuro forzado, previsible y ajeno a sus deseos. Se trataba de algo mucho más urgente y visceral, una etapa desvaneciéndose sin remedio, la desesperante sensación de agua que se escurre entre las manos.
Se trataba de las peñas, los bailes, los asados de comisión, los campeonatos de truco, las reuniones de damajuana y choripán, las mateadas interminables hasta el amanecer, las imponderables horas gastadas en el bar de la Facultad para hablar de Cortázar y de Sartre con Gonzalo, las mil y una revoluciones planeadas y ejecutadas en el aire desde una mesa de café. Se trataba de la nostalgia, ese roedor implacable que había comenzado a mordisquearle las entrañas.
Se acercó con el hielo al grupo que ahora estaba reunido bajo la galería bebiendo vino. Aceptó que el Negro le llenara el vaso por enésima vez y se dejó caer sobre una de las sillas que bordeaba en forma desprolija la mesa rectangular. Se quedó mirando hacia arriba con los ojos fijos en algún lugar incierto de la noche estrellada de diciembre, bosquejando mentalmente el momento en que partiría rumbo a la estación acompañado por los sobrevivientes de la fiesta. Suspiró resignado. Supo que Dios, el Tiempo, la Vida o quien fuere lo había vencido. Se podía, sí, escuchar a José Luis contando cuentos verdes, rogarle a Mónica que recitara poemas de Machado y a Willy que imitara profesores, se podía pedirle al Pato que cantara un blues de los suyos, pero ya nada sería igual. Incluso podía él mismo, como tantas otras veces, ladrar Muchacha ojos de papel o El oso hasta quedar disfónico, pero era inútil; el tren permanecería allí, como una obsesión, ensombreciendo la fiesta. Estaba perdido: ni siquiera quedaba el frágil consuelo de dedicarse a construir un último recuerdo, el recurso demencial de disfrutar del incendio antes de que solamente quedaran cenizas.
A lo sumo, pensó mientras Laura le acercaba la guitarra al Pato y le pedía que cantara algo, quizás fuera posible dejarse llevar hasta el tren con la conciencia adormecida, deslizarse hasta él como por una pendiente suave y confortable. Quizás fuera posible buscar en el fondo del  vaso una última anestesia y aislarse del derrumbe, quitarse de la cabeza la hiriente comparación entre la imagen de aquel taciturno muchacho de pueblo que una noche de viernes, recién llegado a la ciudad, había aprendido de una vez y para siempre lo que era sentirse solo, y esta otra imagen, mucho más cercana, virgen todavía de nostalgia, la del abogado recién recibido saliendo del aula después del examen para encontrarse con el abrazo de sus compañeros. Resultaba imperioso saturar las horas restantes, evitar los minutos vacíos, embotar los sentidos y aturdirse para no pensar, vaciar vaso tras vaso hasta hacer que las voces se independizaran de quienes las emitían, convertirlas en ecos que resonaran lejanos, como un ruido más en la madrugada. Había que hacer lo que fuera necesario para perder la noción clara de las cosas y remover de la boca ese acre sabor a final, a despedida.
"Ojalá no amaneciera nunca", dijo Mónica a su lado, con un dejo de melancolía, como si hubiese adivinado sus pensamientos. La miró sorprendido, con una sonrisa entre amarga e indulgente. Vaciló unos instantes, pero no dijo nada. Sólo extendió el brazo libre y la atrajo hacia sí en un abrazo tierno que pretendía ser indestructible. Dejó luego que su cabeza resbalara indolente y se acurrucó en el regazo de su amiga.
Alguien apagó el radiograbador y el brusco silencio de los parlantes se le antojó sobrenatural. Cerró los ojos para no ver el momento en que las primeras caricias del sol desperezaran, allá en lo alto, a la enredadera del fondo. Después se fue hundiendo lenta, tibiamente, en una serena y profunda lasitud, mientras la guitarra del Pato comenzaba a gemir un blues.
 

-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa Fe - 2009
 
 
 
 
 
 
 
LA ESQUINA DE LOS VIENTOS*
 
 
*Por Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
 
 
De cuando en cuando una ráfaga de viento se arremolinaba, en la esquina que daba a ambas calles del frente del solitario edificio de departamentos, haciendo girar nubes de polvo que solían durar poco más que un suspiro. Quizás ocurría tan frecuentemente por la forma del edificio, o tal vez por lo sólo que estaba en medio de un barrio de casas bajas, con la monotonía de sus frentes conservadores, llanos y sencillos; o por la orientación de sus calles, o vaya a saberse bien por qué…
Los remolinos, aunque fugaces, a veces molestaban por el polvo y la suciedad que levantaban, a veces despeinaban o jugaban picarescamente con alguna pollera desprevenida; que hacía recordar aquellos versos del cancionero criollo : …”con su pollerita al viento, que linda va…” Parecía que el viento fuera en verdad un duende travieso, que lo hacía para divertirse, en el momento menos esperado, molestando sagazmente a sus dueñas, y su silenciosa carcajada burlona se perdería seguramente, en las susurrantes volteretas de hojas y papeles, que tras un súbito giro tornaban a posarse ligeros, tras su breve y revoltoso devaneo.
Veloces e inconscientes, quienes eran atrapadas por el juguetón diablillo, malvado y etéreo, invariablemente se apresuraban a sujetar los volátiles pliegos, bajándolos veloces con sus manos, y doblando ligeramente ambas rodillas, en una lucha graciosa y sutil, por recomponer su donaire, y tratar de seguir como si nada hubiera afectado su gallardía femenina.
Juliana, que pasaba por la vereda de la esquina de los vientos, se vio súbitamente envuelta en uno de esos inesperados revuelos, y no fue lo suficientemente rápida en sus reflejos, o su amplia y primaveral pollera era tal vez demasiado liviana e inestable; y antes que pudiera reaccionar, se había levantado tanto que le cubrió la cara con el ruedo, y le pareció que transcurría una eternidad entre suspiros y manotones, para conseguir que bajara flotando alegremente…
Paralizada, miró instintivamente a su alrededor, con sus ojazos verdes muy abiertos, y sus brazos bajos ahora sí, sujetando su díscola pollera, con la secreta esperanza de que nadie lo hubiera reparado, o que nadie estuviera mirándola.
Todo su campo visual permanecía inmutable. La gente entraba y salía del banco en la planta baja, toda vidriada, sin signos de cambio alguno, como si nadie absolutamente, lo hubiera advertido en lo más mínimo.
Se relajó como un resorte soltado de repente, con marcado alivio, exhalando un suspiro tan profundo, que casi podría haber competido con la ráfaga de viento que terminaba de envolverla. Tan sensible era que se sintió culpable sin saber de qué, como si por un instante se hubiera enredado en un grave delito.
Todo había durando un instante, y pasado antes de darse cuenta; pero se le ocurrió la sensación, de que habría podido ser algo así como un bochorno, un papelón, si alguien cercano la hubiera visto, tan expuesta, en desmedro de su grácil y casi arrogante caminar de gacela, tan prolija y elegantemente bella y delicada.
Un leve temblor en sus labios pretendía delatarla…
Al final, el rubor le agregó hermosura…
 
 
 
 
RESULTADO AL FINAL*



Yo conocí a Cachito y a Dorita. Son pobres, son ancianos, viven en una casa cerca del río, lejos del pueblo más cercano, y se ayudan a sobrevivir con una quinta y un gallinero. Ella cose ropa para afuera aunque la vista ya le falle, y los ojos enrojecidos se quejen de este esfuerzo suplementario, este esfuerzo de seguir trabajando cuando deberían descansar.
Cachito era ferroviario. No tiene estudios, pero tiene la educación del sindicato, cuando los italianos trajeron junto a las propuestas comunistas y anarquistas, la curiosa idea de que un operario tenía que leer, informarse, comprender no sólo su país sino el mundo. Los sindicatos tenían bibliotecas, eran fraternidades, tenían el ansia de formar hombres libres trabajando con dignidad.
La meta no era enriquecerse, no era lograr un puestito cómodo, no era acomodar a los hijos, nietos y sobrinos. Su ideal era que los compañeros o camaradas tuviesen una vida digna y estuviesen orgullosos de construir una sociedad igualitaria.
Cachito dobla la espalda sobre la tierra arenosa, tan poco proclive a la dádiva, para recoger las verduras y llevarlas a la mesa. Dorita riega las plantas con flores que adornan el jardín delantero. Los perros arman barullo alrededor. No son ricos pero encarnan la mayor riqueza que puede haber, la riqueza onerosa de quien tiene la conciencia limpia. Y es hacia el final cuando se hacen las sumas y las restas para conocer el resultado.
De qué riqueza gozarán los gremialistas que envejecen en mansiones, qué conciencia dormirá sus noches cuando usan la mentira para perpetuarse en el poder, cuando celebran el embrutecimiento de sus afiliados, lo potencian, y utilizan discursos anodinos que llenan el vacío con palabras efímeras. Quién recordará sus nombres con emoción, si sus nombres están unidos a negociados innombrables, dobles sueldos, diezmos. Si cada acto, cada discurso, aún los correctos, esconden intenciones confundidas con réditos personales.
Y qué aporte habrán hecho a nuestra patria. Enseñar a la gente a tener miedo, a callar, a tomarse del pasamanos del colectivo sin saber que el colectivo les pertenece. Los gremialistas de la política del vasallaje enseñan constantemente que el sindicato es del sindicalista, que hay un padre que premia o castiga, y que los afiliados reciben dádivas. Enseñan a no hacer preguntas molestas, enseñan que no hay que cuestionar al cuerpo directivo, porque pueden enojarse y retirar los regalos que ofrecen. Y no proponen debates, los clausuran con un portazo ofendido.
Dicen, cuando están apurados, que todos somos iguales; para que lo canallesco, al difundirse, se torne borroso y nos abarque.
Reafirman nuestra cultura colonialista con patrones y siervos dóciles. Desde los pequeños ámbitos crean las células que forman el organismo político de nuestra nación.
Morirán en sus mansiones bajo sábanas limpias. No hay dudas. Pero la cama simple de Cachito y Dorita es más fuerte que sus cuentas de banco. Y si alguna vez el automóvil de un secretario general se cruza con la bicicleta de Cacho, deberá detenerse y hacer una reverencia, avergonzado de su brillo superficial a fuerza de cera y paño.
*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
Él, que alimentaba a los colibríes*
 
 
Él, que gastaba tanta energía en sostenerse en, ese aire casi vuelo, besando unas flores. Fabricando mamaderas de sueños para darles,  derramando efímeras bellezas. Él, que tenía esa ética como una caricia o una mano o un pensamiento  para los asediados por los poderosos. Él, que nos llevó por las calles de Praga a ver el teatro negro.
 
A veces él no podía con las sombras.
 
Él, que tenía su lado oscuro
 
ahuyentado por pinturas naives, colores  y buscaba en los libros una clave.
 
 
Él, que amaba desplegar cuentos y canciones para sus hijas, que estuvo pujando en los partos, no pudo más.
 
Demasiada energía gastaba  en sostenerse en el beso.
 
Algunas flores se fueron por un tiempo y  renacieron.
 
Decían que la historia y los sueños se habían terminado y renacieron.
 
 
Tendremos que imaginar su  abrazo.
 
Ahora con la ausencia de ese arroparse cercano,  sin su  piel amiga bordada de pelitos, tenemos que encontrarlo en el cuadro de rondas de aldeanas que danzan entre verdes, en las ideas y los libros.
 
Demasiada energía.
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
PEQUEÑA HISTORIA DE AMOR*
 
 
*Por Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
 
I

Seguramente en los años cincuenta, Salta ya era “La Linda”, con sus cerros pintorescos tan vestidos de verde, rodeando la ciudad; sus caminos de cornisa donde uno suele humedecerse de nubes, ver los valles ondulados con aquellas vaquitas diminutas como pintadas, pastando; y saliendo de una curva angustiosa los reflejos de un prístino lago, con un dique de juguete.
Entonces ya, como siempre ha sido, el tierno corazón de una colegiala ensaya atropelladamente los primeros escarceos, de un galope estremecedor en un inmaculado pecho infantil, prendado de un primer amor. Amor que nace con la ilusión de ser amada, un amor que nace como un juego que casi no se puede ocultar, y al compartirlo parece que se agranda, que ocupa todo el mundo.
Eso le pasó a la pequeña Paola, aunque podría ser, o quizás era, a cualquiera de las demás de esa escuela, y de todas las escuelas del mundo; pero sucede que por esto que relato, aquello tan común e inevitable, pasó a trascender en el tiempo de este modo.
Podríamos decir que son cosas de chicos, que es un juego inocente que más o menos nos tocó a todos; pero para las monjas que regían el colegio de varones y niñas anexo a la basílica franciscana de la capital salteña, esas cosas eran censurables e impropias de niñas o niños de bien. Sería una travesura coquetear o presumir, y era posible que el objeto del deseo nunca llegara a enterarse, que no pasara de una sospecha pero aún así, no dejaba de henchir el pecho del elegido. Pero la aventura debía mantenerse sin que las celadoras lo advirtieran. Un caída de ojos, una mirada, una sonrisa; que a esa edad los varones, más lentos en estos lances, no terminaban de interpretar; por eso ellas en sus cabildeos, entre risas y secretitos se decían que los pobres eran unos “babiecas”.
Roberto, de quinto grado, no se daba por enterado, y Paola de cuarto, recurría a su grupito de íntimas para pergeñar nuevas estrategias, ya que al estar ellas en cuarto, sólo compartían el recreo, y siempre rigurosamente sobrevoladas por las miradas vigilantes; por lo que todo debía hacerse con el mayor disimulo.
Así que un día, en el aula, durante una aburridísima clase de historia, mientras el almirante Brown disparaba sus cañones en el Río de la Plata; Paola escribió una pequeña esquela de amor, arrebolada y temblorosa, muy lejos ella de la encendida batalla de nuestro máximo héroe naval, soñando más bien, en la hazaña que planeaban ellas: que una del grupito le alcanzara de sorpresa al desprevenido Roberto, aquellos dos renglones en los que confiaba que la advirtiera, que al fin él se avivara de una buena vez… y desde lejos, ver anhelante qué iría a hacer aquel encumbrado príncipe; seguramente la buscaría con la mirada hasta encontrarla, descubrirla, fijarse en ella, y seguramente, sonreírle amorosamente…
 
II
 
De esto y de lo que sigue lo conocimos mi mujer y ya por boca del antiguo sacristán de la esplendorosa basílica de San Francisco en la zona histórica de la ciudad, en una pletórica visita turística. Este hombre, no supimos nunca nosotros por qué estaba tan dispuesto aquella mañana, mientras nos guiaba por el suntuoso templo, uno de los verdaderos altares de nuestra historia; en la que se entrelaza con la campaña del general Belgrano, donde tras aquella gloriosa batalla, funden las campanas con el bronce de sus cañones, dejándole con fervor a Salta un legado y testimonia de su gran victoria. Campanas que suenan en el alto y pintoresco campanil, que tanto luce al frente en el conjunto barroco colonial del emblemático templo franciscano, de marcados tonos que remarcan sus elegantes líneas, volutas y ornamentos, propios de principios del siglo diecinueve.
En la sacristía, en el centro de una enorme sala, hay una mesa de grandes dimensiones, e inamovible, como enclavada; ya que luce un pesadísimo y grueso mármol que admitiría fácilmente veinte personas sentadas a su alrededor, traída de Europa durante la colonia y de Panamá bajada por el Alto Perú a lomo de mulas, y asentada en seis gruesas patas redondas, también de mármol…
Y este escenario, y por esta preciosa mesa, se desató el relato de la historia de la
notita de amor que Roberto nunca llegó a leer. O casi…
­_Ah..¡Sí! Ustedes no saben que pasó con aquel papelito que tenía grabados dos renglones de ansiosas palabras de amor inmaculado y juvenil…_
_¿En dónde habíamos quedado?..._
 
III
 
Roberto permanecía un poco retraído, casi apartado, ya que se sentía grandecito, como que ya ciertos juegos no le atraían tanto, y quizás un poco distinto a los demás. En eso una de las compañeritas de Paola se le acerca rozándolo y tratando de poner en su mano el mensaje. Como él no estaba atento, ella tuvo que insistir, haciéndolo más evidente… y ¡Zácate!... Cuando Dios no quiere… Una de las monjas estaba a pocos pasos y de reojo vio algo, y como si hubiera visto al mismísimo diablo, saltó como un resorte, gesticulando a voz en cuello, tratando de obtener aquel objeto que ya era al menos obsceno. Otras monjas corrieron en su auxilio, gritando también aunque no sabían qué ocurría… Pero Roberto, ya con el papelito se largó a correr, escurridizo como un mono por aquel patio de juegos, se metió en la sacristía y en dos segundos estaba escondido bajo la mesa. Sentía afuera el barullo del revuelo, donde todos se agitaban sin saber qué pasaba.
Vio que entre la pata y la mesada de grueso mármol había un intersticio, y apurado metió la notita tan doblada como se la dieron, y la introdujo hasta que desapareció allí escondido, el cuerpo del delito. Luego salió a enfrentar a la Santa Inquisición. Hubo amonestaciones, suspensiones y notas a los padres; las más severas a las niñas partícipes del delito. Salvo muy pocos aquel día, los demás imaginaron cosas, o las mal interpretaron; los colegiales llevaron el tema a sus casas y la cosa de pequeña pasó a crecer y a deformarse; las madres estaban horrorizadas, y la ciudad misma terminó escandalizándose de las vejaciones y quizás violaciones que impidieron las santas monjas del prestigioso colegio. La moral misma de algunas familias se mancillaba en voz baja en las tertulias y en las casas.
Tras aquel bochorno, Paola fue llevada por una tía a Córdoba, donde continuó sus estudios, fue desvinculándose de su ciudad natal, y casi no se supo más de ella.
Roberto pasado el revuelo volvió furtivamente bajo su mesa a buscar la nota, pero no pudo sacarla, por más que tratara. Otro día volvió con un estilete y otros enseres para recuperar la notita, pero al insistir sólo consiguió empujarla más profundamente en la ranura; y alzar la mesa, imposible, ni él ni diez como él… Más adelante también la vida lo llevó a él a vivir muy lejos de su Salta natal…
Pasaron décadas, al menos cinco; y Roberto pudo volver ya hecho un hombre grande y lleno de recuerdos. Nunca olvidó aquella esquela, y pensaba en que mientras envejecía con distintos logros, aquel papelito, quizá amarillento, estaría allí como esperándolo.
Tras los permisos de rigor, y con la ayuda suficiente pudo mover el pesado mármol, alzándolo tan sólo un par de centímetros…, y él mismo con sus propios dedos obtuvo tras tanto tiempo, el pequeño trozo de papel, y leer por fin aquellas palabras de amor que tan ilusionada y temblorosa había escrito Paola, aquel lejano día, más de cincuenta años atrás…
Quienes estaban con él en la espaciosa sacristía, asistieron a la emocionada estampa de un rostro compungido, enmarcado por blancos cabellos, de blandas mejillas, donde bajaron por un instante, dos gruesas y temblorosas lágrimas, y un hondo e imperceptible suspiro, fue el preludio de un largo y profundo silencio…
Yo me había transportado siguiendo el relato del afable sacristán, tan ensimismado, que también sentí mis ojos humedecidos y en el pecho el corazón como que se me derretía lentamente…
_¡Oh Dios!..._ exclamó, mirando alarmado su reloj, y llevándose una mano a la frente, como asustado…_¡Las doce y quince!..., ¡Y yo no toqué las campanas de las doce!..._ y agregó: _¡Sólo me había pasado una vez en treinta años!!!_
Y se fue presuroso a su repique de campanadas de aquel medio día, en que se retrasaron quince minutos… ¡Por una pequeña notita escrita por una jovencita enamorada, hace más de cincuentas años!
 
 
 
 
 
 
 
Blinis de salmón*
 
 
El salmón se recuesta entre ramitas verdes en un lecho de  blanco queso, sobre, una masa tostada. Luce bien, los colores suaves y definidos . Arrollado como si se abrazara a si mismo  buscando amparo en un tiempo frío. Viene de ecos lejanos  de una europa de ásperas heladas. Me invita  con su rosado fulgor, un poco íntimo, de refugiado,  a que lo asile en mi boca.
Cuando lo salvo, se derrama,  acompañado por la crema, en mi. Sonrío, es un sabor sin la rotunda fuerza mediterranea, un poco triste, pero inolvidable.
 
Entré con él a un pasado de revoluciones libertarias pasando fronteras. En su gusto siento  a los que traían cierta ácida y esperanzada creencia en un mundo mejor.
 
 
El  me lleva  a la fiesta del mar, de la amistad, mientras el queso juega a las nubes o a la nieve, cintura  que enlaza, que fluye, que despierta recuerdos de lo que nunca se cocinó en mi casa.
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
CONVERSACIÓN*
 
 
Desperté conversando con Dios, como si nada. Su espalda, el infinito mismo. Antes de hablar, se estiró, como quien se estira después de una siesta. Bostezó y surgieron galaxias inconmensurables de su garganta. Sólo dijo, luego de carraspear: Hoy, estoy creativo.
Impávido, sólo atiné a sentarme y escuchar.
En realidad, su voz era un balbuceo. Algo me dijo: que no me atenga. Sí. Que no me atenga a los dichos de las tahúres de las cosas celestiales. Nada saben, dijo con firmeza. Y es la firmeza de Dios. Yo no le cuento las costillas a nadie. No existe arriba ni abajo; esas cosas son para los mentecatos. Y se rió. Su carcajada rasgo el velo de una galaxia no registrada aún.
Froté mis manos como gesto de sentirme en mis cabales.
¡Oh! Ya sé, dijo. Crees estar soñando. ¡Mírate! Todo compungido, achicado. Pero, soy yo.
Aún sin comprender y asombrado, intenté esbozar una palabra. No pude decir nada. Atiné una sonrisa. ¿Yo, hablando con Dios? También pregunto ¿No hablará con todos y nadie lo escucha? ¿No estaré alucinando? Como nada de eso tenía respuesta, dejé que la situación continuara sin oponerme con mis prejuicios a ello.
Luego, todo se llenó de silencio. Una lenta sensación de vacío cubrió la percepción del espacio. Todo indica o, también, nada indica que conversé con Dios o, mejor dicho, que él habló conmigo.
Esta mañana, la lluvia lavó los sueños de los árboles y de los hombres; los hizo más brillantes y creíbles.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
“UN AMOUR DE SHANN”*
 
 
Es una noche con Cleopatra
o nada
para el hazmerreír
 
Como se dice en psiquiatría:
no es recuperable
 
Lo que le es horrible es no poder
adueñarse (impregnarse)
por entero de la  intimidad de esa Cleopatra
 
Como se dice en bibliotecología:
no es clasificable
 
Lo que le es horrible es no poder
renunciar a esas flores en su escote
 
 
Escote de la Cleopatra
que como se dice en escribanía y notariado:
no es autenticable
no es escriturable
no es certificable
 
Detrás de la frente obsesa del horrorizado
hay un prosista excepcional.
 
*De Rolando Revagliatti. revadans@yahoo.com.ar
-A partir de un largometraje de Volker Schlondorf
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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