lunes, diciembre 31, 2012

Y NOMBRARÉ LAS COSAS....

 
*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010) http://galeria.walkala.priv.at/main.php
                 -En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
                                             http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
 
 
 
 
 
 
 
PROYECCIONES*
 
 
El paisaje es un estado del alma
Diario Íntimo
Henri Frédéric Amiel
 
El sol que se niega a amanecer,
Las penumbras de Umwelt al acecho.
 
La melodía que anhela mis incurias,
La lluvia que transpone mis espectros.
 
Las olas que lloran mi abandono,
El laberinto que pierde mi sendero.
 
Los árboles que encubren mis temores,
Las ventanas que se cierran a mis céfiros.
 
La luz que ciega tus visiones,
El aroma que roba tus recuerdos.
 
El reloj que enmascara las horas,
La cita que yerra el día en que te espero.
Las palomas que abandonan sus nidales,
Tu imagen que ocultan los espejos.
 
Las cartas que extravían mis respuestas,
Los manes que disfrazan el deseo.
 
La piedra que rueda a tus pies,
Los peces suicidas que muerden el anzuelo.
 
Tu amor por mí,
¿Tus sueños?
 
*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
Y NOMBRARÉ LAS COSAS…
 
 
 
 
ES ENERO Y TE AMO*
 
 
“Y nombraré las cosas, tan despacio
que cuando pierda el Paraíso de mi calle
y mis olvidos me la vuelvan sueño,
pueda llamarlas de pronto con el alba..”
 
ELISEO DIEGO
 
 
 
Me ha traicionado el ocaso de las vides.
Era enero y te amaba.
No sabía sumar, pero me daba cuenta.
Que una manzana mas otra manzana eran dos.
Que uno mas uno era dos, no, tres.
Contaba, uno a uno tus dedos.
En tu mano izquierda, sobraba un dedo y un anillo.
Era enero y el amor dolía.
Escapabas, como los limites que ponías al tiempo.
Treinta monedas en las manos y una flauta.
El sonido partía de tu boca.
Llegaba hasta el silencio de mis  ojos.
Luego cantabas. No entendía el guaraní.
No entendía tu mirada entre celdas.
Te evaporabas como el mar, o el agua hirviente.
Te acompañaba al colectivo y me dolía enero.
Volvía hacia mi casa y hacía cuentas.
Cuatro manzanas menos una, eran tres manzanas.
Trabalenguas. En tres platos tres tigres comen trigo.
Tres tristes tigres y un verano robado.
 
Que explote una rueda. Una sola.
Colectivo de tres ruedas no parte.
Pedía a Dios que me demostrara que  existía.
En el nombre del padre.
 
Pero Dios parece que no escucha.
O que tiene cosas más importantes.
O le aburren las risas de los niños tristes.
O no le gustan las mujeres grises.
O no le gustan las manos con anillos.
 
Me ha traicionado el ocaso de las vides.
Es enero y te amo.
Aun no sé sumar, pero me doy cuenta.
Que uno mas uno, no es dos, es tres.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
FELICES Y JUNTOS*
 
 
 
*De Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
En los temporales que a veces duraban varios días de vientos y de lluvias, mi padre aprovechaba para limpiar sus armas.
Tenía un par de escopetas, colgadas detrás de la puerta de su dormitorio, en sus correspondientes fundas de género o de lona. Una era de dos caños, no recuerdo su filiación, pero tal vez fuera nacional y la otra de un caño, de origen belga que era su orgullo. Ambas eran de calibre dieciséis muy ponderado por mi padre.
También tenía un revólver marca Orbea, un treinta y dos largo en ese tiempo que tenía el caño oxidado. Un día decidió hacerlo empavonar y se tomó el tren de las 13,30 a Rosario, que iba por el Ferrocarril Mitre. Al poco tiempo volvió con su arma y lo mostraba con cierta excitación. En verdad la casa Sachetti, de la calle San Luis había hecho un trabajo magnífico. Estaba reluciente, todo pintado de negro, y a cada visita que aparecía, mi padre se introducía en la habitación, lo sacaba del ropero donde lo escondía en el estante de las sábanas y lo traía como un chico que muestra su juguete. El asombro por la perfección del trabajo aparecía en los comentarios que hacían los que  habían  conocido el revólver cuando mi padre lo mostraba oxidado, ya que lo había comprado a alguien de segunda mano, con toda seguridad.
En realidad las otras armas las usaba para cazar perdices, patos o liebres que iban a parar a la olla o al horno cuando mi madre preparaba el yantar. Nunca cazaba por deporte aunque era evidente que le gustaba.
Pero con el revólver era distinto. Por que para evitar un robo podía haber usado las escopetas. Entonces ese argumento no servía para justificarlo. Y además nunca en la vida vinieron a robarnos nada.
Esa arma (no recuerdo si tuvo otra) la tenía por gusto. Para probar el pulso, repetía. Por que cuando íbamos de caza lo llevaba y me hacía poner alguna lata sobre un poste y le tiraba para ejercitar la puntería. Y alguna vez me hizo probar algún tiro a mí, cuya bala se perdía en el aire y a mi me aturdía el estampido dejándome unos segundos atónito.
Sin embargo nunca dejó que usara las escopetas cuando lo acompañaba en los días de caza, Decía, tal vez con razón, que podía darme una patada fuerte en el hombro y tirarme al suelo. Había que calzar la culata  debajo de la clavícula para que el sacudón no fuera muy fuerte, y tenía razón.
A mí me gustaba más salir  con algunos de mis tíos, sus hermanos. Ellos eran más permisivos o irresponsables, o en toda caso actuaban como verdaderos tíos, es decir no tenía la responsabilidad didáctica de mi padre con respecto a mi formación que debía hacerme un niño responsable para seguir siendo lo mismo de adulto.
Todos los hermanos eran buenos tiradores ya que habían comenzado de muy jóvenes en la chacra del viejo, es decir mi abuelo, porque una de las pocas diversiones que éste la permitía a sus hijos estaba la caza. Para los días en que no hubiera trabajo que eran casi siempre los días lluviosos, ya que en las chacras de entonces siempre sobraban las tareas: arar, sembrar, desmalezar, cosechar. También el cuidado constante de los animales. Esto, es decir la caza, no era imposible ya que en cualquier chacra que se preciara se disponía de varias escopetas, tanto para la caza como para evitar los robos que a veces eran esporádicos y otras frecuentes, en especial los cacos de entonces se dedicaban a las gallinas, por ser más fácil de trasladar. Puedo asegurar entonces que todos eran grandes tiradores, tal lo experimenté las numerosas veces que los acompañé cuando íbamos en barra. Cuatro o cinco de mis tíos, mi padre, mi tío político Berto Spagnolo, y un hermano solterón, narigudo y buenazo llamado Luis. Éste  tenía un  hermoso y preciado rifle calibre catorce, muy liviano y apreciado por mí, ya que era una maravilla, sobre todo si me lo prestaba para probar un tirito, le rogaba.
En estas jornadas que tenían el atractivo de la comunión y el afecto, todos se ponían de buen humor y las chanzas y las apuestas estaban a la orden del día. Porque mi padre se ponía mas concesivo y dejaba a mi elección a quien hacerle compañía, que no era gratis sino que yo debía cargar con un bolsito las piezas que se fueran cobrando el cazador de turno. Yo, como dije antes prefería a Luis, pero a veces no iba, entonces lo elegía a su hermano, es decir mi tío, quien me tenía mucho cariño.
Alberto Spagnolo tenía fama de exagerado y tal vez lo fuera. Un día que fui hasta su casa, cuando vivía en las afueras del pueblo justo estaba por salir a tirar unos tiros a un campo cercano y me invitó a acompañarlo. Ni lerdo ni perezoso accedí. En un cuadro de dos hectáreas salieron siete liebres. Él, mi tío Berto, mató cuatro. Un día en una reunión familiar, ya de adulto yo se lo recordé. Se puso muy contento, porque el había contado esta hazaña sin que nadie le creyera.
Y cada vez que nos veíamos, me incitaba:
-A ver sobrino, contále a estos incrédulos cuantas liebres maté en una tarde.
Y esa era la ocasión más linda para que brindáramos con ese vino espeso que bajaba suavemente por las gargantas cuando todos estábamos juntos y éramos todos felices aunque en ese tiempo no lo supiéramos.
 
 
 
 
 
 
 
EL REY DESNUDO*
 
 
 
El rey está desnudo, grité. Es inevitable, el amor por la verdad se paga caro, pensé cuando vi que los guardias se acercaban.
Me dejaron a solas con él. Me preguntó si me animaba a refrendar lo dicho. Temblando por lo que podía pasarme, repetí: Está desnudo. ¿Qué podía hacer si lo único que lo vestía era la corona?, ¡y le queda tan bien!. Por una vez me equivoqué, mi denuncia no me ocasionó problemas Todo lo contrario, me trató como a una reina.
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
MUTACIÓN DE ANA*
 
 
 
Estaba trabajando en el jardín. Lo hacía con talento. No se limitaba a limpiar o renovar plantas, creaba un pequeño mundo cerrado, combinando colores y formas, sintiendo la vida de cada brote en sus manos hábiles. Con cuidado y delicadeza elegía a los protagonistas para la nueva coreografía de una obra que duraría sólo unos meses. Estaba concentrada en la contemplación de las violetas, colocando a su lado dos plantas de flores amarillas, indecisa entre el tono más pálido y el más intenso. Pensó que una de ellas le daría el color, pero quizás no la perfección de forma que buscaba. Cuando se decidió y estiró la mano para tomar el pequeño recipiente con la elegida, sintió una extraña sensación que bajaba por su brazo hasta los dedos, pequeñas pulsaciones, un temblor leve, nada doloroso, pero inquietante. Por un momento detuvo su mano extendida y la contempló. Le parecía que algo estaba cambiando en su cuerpo. No se alarmó, sintió curiosidad ante el fenómeno Entonces notó las pulsaciones en todos su cuerpo, no sólo en los brazos. Toda ella parecía empujar hacia distintos lados, suave pero firmemente. Los límites de su estructura corporal parecían rebelarse. Su columna se curvaba en un movimiento de danza exagerado. Trató por un instante de contenerse, de oponer resistencia, pero luego se entregó a esa fuerza interior que la dominaba. Sus brazos se apoyaron levemente en la tierra removida, junto a las violetas. Su cabeza se alzó grácil, y orgullosa, los ojos de amatista brillando en su cara redondeada, de un negro brillante. Por un instante, recordó sus clases de danza en la adolescencia. Su cuerpo volvía a la flexibilidad de entonces. La sensación de plenitud era total. Extendió los brazos se estiró con blandura, apoyando la cabeza entre las manos de terciopelo. Luego se irguió en forma lenta, gozando su cuerpo sin huesos, perfecto y liviano. Recorrió despacio el jardín que había creado con sucesivas formas durante tanto tiempo. El rincón de las orquídeas la detuvo interrogante, la cabeza ladeada hacia la izquierda, los ojos dilatados y fijos. Trataba de entender el porqué de esa atracción casi dolorosa. Pero el recuerdo ya no estaba. Se apartó despacio hacia el muro de jazmines, tomó impulso y se sentó en lo alto. Desde allí observó el escenario que la había contenido tanto tiempo, Luego saltó grácil hacia el otro lado, el diferente.
 
 
*De Sonia Arismendi. soniaris@adinet.com.uy
-TRANSFORMACIONES. MUTACIÓN DE ANA
 
 
 
 
 
 
Podría entrecerrar los ojos*
 
 
 
Podría entrecerrar los ojos y evadirme...
Podría abandonarme a la música y el juego,
dedicar la mejor de mis sonrisas
a la muchacha triste que se agosta en la esquina
y en sus lechosos brazos profanados de agujas
depositar mis besos y mi llanto.
Podría entrecerrar los labios y olvidarme...
Podría dejar que me acunase tu mirada,
beber el vino triste de tu herida,
ceñirme a la rutina de tus noches...
Es cierto que podría mirar hacia otro lado,
acomodarme al pan y el circo legendarios;
podría suscribir una póliza de crédulo
para no recelar de las versiones oficiales.
Podría simplemente oprimir el telemando
y abolir con ese gesto la mueca del farsante,
diluir los falaces rostros de la mentira,
no sentir sus miradas ni oir las falsedades
que sus bocas declaman sin sombra de vergüenza.
Pero he elegido el verso como patria,
he nacido canción a contramano,
grito caricia estepa hormiga hambre
prostíbulo coral aullido estanque.
Podrán los férreos brazos de la muerte
acunar mis palabras en su lecho
de silencio perpetuo.
Pero tú que me lees,
tú que en noches azules me escuchaste
mientras el mar gritaba nuestros nombres,
tú sabrás que es la entraña de la tierra
quien llueve amor y acíbar por mis venas.
 
 
 
 
 
 
 
 
¿ME VES?*

 
Caminar camina cualquiera, la cuestión es cómo.
Chesterton era un gran observador, genial diría yo, anotando esos detalles que hacen que uno se sorprenda y diga "pero claro, si", y uno lo vio mil veces pero no lo dibujó en su cuadernito.
En uno de esos misterios del Padre Brown, detective y cura, personaje como Holmes o Monsieur Poirot, se comete un crimen en un club de caballeros, y pese a la imposibilidad de la cuestión nadie ha visto al asesino.
Imposible, las habitaciones estaban ocupadas, el criminal debiese de haber sido invisible para atravesarlas todas sin ser notado.
Como maligna espectadora de película de misterio, me regocijo contándoles el final. El Padre Brown llega a la sorprendente conclusión de que no hay diferencia entre el oscuro traje de los caballeros, el oscuro traje de los mozos. Nadie repara en ello, porque les es evidente que las dos clases se diferencian de inmediato. Es ridículo siquiera pensar que un caballero pueda confundirse con la servidumbre. Pero, ¿es así realmente?
Pues bien, cuál es la diferencia entre hombres trajeados y atildados que transcurren los mismos espacios. La forma de caminar.
Cuando en un salón había sirvientes, el asesino daba trancos largos, despreocupados, erguido y un poco echado hacia atrás. Cuando pasaba por la sala de fumadores donde departían los señores, por ejemplo, daba pasos rápidos y cortos, un poco encorvado, los brazos junto al cuerpo.
Se había vuelto invisible.
¿Cómo se operaba el prodigio? Simple. Uno no nota más que a los de la propia clase. Los demás son decorado, comparsas, extras.
Ni los mozos ni los caballeros lo veían, ninguno lo registraba en la memoria.
Consultado un testigo de un episodio en la calle, el hombre pudo describir a la señora, al hombre que manejaba el auto, al policía. Cuando debió precisar las notas de un chico de la calle dijo "qué se yo, era como todos". No recordaba la ropa, la cara, nada de nada. Si son todos iguales, ¿no?
Y me pregunto si es esto un reproche o una constatación. No nos engañemos, por más conciencia social a la que reguemos todas las mañanas aplicadamente, no podemos dejar de sentir allá en la trastienda que los
semejantes son los semejantes, es decir los que se nos asemejan.
La cosa sería que las categorías de semejanza se expandieran, que abarcaran a toda la humanidad, que cuando uno va por la calle pudiese ver a la mujer en el suelo, no a una aborigen más difusamente marrón, que el nene en el semáforo sea un niño y no uno de esos limosneros que ya me tienen harto; que cada ser humano sea eso, un ser humano y no una categoría, un exponente de su estrato.
Sólo así cambiaríamos algo. Viéndonos al mirar.

*Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
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